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Après moi…

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¿Qué demonios hacía Trump arengando a un nutrido grupo de seguidores en la Elipse el pasado enero 6? Estaba incitando a la insurrección. Lo ha dicho alto y claro la moción de destitución (impeachment) aprobada por la Cámara de Representantes en enero 10, y cada día que pasa resulta más probable que el Senado pueda alcanzar los dos tercios de votos necesarios para destituir, por primera vez en la historia de Estados Unidos, a un presidente -hoy ya expresidente- de la nación.

Pero lo que me interesa es algo de mayor calado: ¿cómo explicar que Trump se hiciese con la Casa Blanca, que es el umbral de este colofón? ¿Fue simplemente otra aberración de la siempre aleve Clío que afortunadamente pronto quedará en el recuerdo? Y, si no, cómo explicar aquella victoria de noviembre 2016, sorprendente pero totalmente kosher. Trump perdió el voto popular por tres millones de diferencia pero consiguió el del Colegio Electoral por 302 votos contra los 227 de Hillary Clinton (no suman los 538 de rigor, pero a Trump le traicionaron dos compromisarios y a Clinton cinco).

Sólo dos años antes nadie hubiera dado un duro por él. Como tantas cosas en Trump, su candidatura en las primarias del Partido Republicano 2015 fue una apuesta contra la banca que salió bien. Recuerda Wikipedia: en 1987 se había registrado como votante republicano; luego se apuntó en 1999 al Partido Reformista que fundara Ross Perot (ver más abajo) en 1995; 2001 lo vio amanecer demócrata y en 2009 fungió nuevamente de republicano… Tan constante en sus aventuras políticas como en sus proezas amatorias.

Ya había mostrado interés por la presidencia en el año 2000 cuando formó un comité exploratorio para lanzar su candidatura con los reformistas. Pronto vio que no tenía sitio. Pero, de repente, en 2015 apareció una oportunidad de negocio y no lo pensó dos veces. Bajó las escaleras mecánicas de su residencia en la Trump Tower neoyorquina y… veni, vidi, vici. No dejó títere con cabeza en las primarias del Partido Republicano en 2016 y se llevó las presidenciales. Hillary Clinton aún anda preguntándose cómo pudo pasar y, por fin, después de enero 6, ha tenido una epifanía: el supremacismo blanco ¿En serio? Sí, en serio.

¿Cuál era esa oportunidad que Trump supo agarrar por el rabo? Los deplorables. Ahí sí que Hillary sabía lo que decía. ¿Quiénes eran?

Para Gerald Baker, un antiguo redactor-jefe del Wall Street Journal, «todos aquellos que habían votado por los republicanos o por los demócratas y tenían cada vez más difícil entender dónde estaba la diferencia. Todos aquellos que habían votado por un conservador empático que llevó a la nación a una guerra catastrófica y fútil. Todos aquellos que habían votado por el primer presidente afroamericano de la nación, un hombre que prometía ilusión y cambio pero ofrecía ilusión a quienes ya tenían demasiada y cambio a pocos de los que realmente lo necesitaban. Eran los americanos a los que había dejado atrás o a los que alarmaba el implacable torbellino del progreso saludado por nuestros líderes políticos, económicos y culturales como el glorioso arco de la historia. Un progreso económico que veía cómo la lógica de las cadenas globales de valor y el libre movimiento del trabajo convertía a millones de americanos en trabajadores demasiado caros para encontrar un empleo y condenaba a sus comunidades al desespero. Un progreso tecnológico atomizador que les convertía en parados redundantes, en galeotes de una maldita pantalla y en fuente gratuita de datos a explotar por tortuosos algoritmos. Un progreso cultural que, en una década, les había vendido que los valores en los que habían confiado toda su vida se habían tornado inmorales y tenían que desaparecer de sus escuelas, de sus lugares de trabajo, de sus vidas». La cita es larga; exacta también.

La ola no venía de ayer, sino de antier, como recordaba hace poco Gerald Seib en The Wall Street Journal, pero se había reforzado a medida que se acercaba a la playa. «Quizás Trump no habría sido inevitable, pero una versión parecida a la suya probablemente sí». 

De hecho, pasando por varios líderes y movimientos puede trazarse una línea casi recta que llega hasta Trump. Todo empezó en los 1990s con Pat Buchanan, un candidato insurrecto que se opuso a la línea acomodaticia del Partido Republicano con ataques al librecomercio, críticas a la inmigración y embestidas a las élites intelectuales. Como se ha dicho, Trump es Buchanan con avión propio.

Pero lo que Buchanan profetizaba no era un trasgo. El empleo industrial llegó a su punto máximo en 1979, comenzó a decaer poco a poco hasta el año 2000 y, a partir de ese momento, cayó en picado. Tal vez por casualidad, tal vez no, en ese año China se integró en la Organización Mundial del Comercio. Desde entonces la globalización no ha parado. Ahí está el Cinturón de la Chatarra.

Las tesis de Buchanan tuvieron escaso eco en un Partido Republicano ricardiano que seguía viendo la economía internacional como una arena donde los países más competitivos y más abiertos al comercio acababan por imponerse, sin caer en la cuenta de que las cadenas trasnacionales de valor habían comenzado a destrozar ese paisaje. Tampoco le ayudó en exceso que una amplia mayoría de los trabajadores industriales americanos siguiese creyendo en el Partido Demócrata.

Parte del mensaje lo recogió Ross Perot con su Partido Reformista, la escisión de los republicanos que planteó un interrogante aún sin respuesta: ¿puede el Grand Old Party hacer sitio a esos trabajadores industriales sin convertirse en otro partido distinto? La elección de Sarah Palin como compañera de candidatura de John McCain en 2008 fue otro escorzo que acabó en una luxación. Como recuerda Seib, «las multitudes frenéticamente entusiastas que Palin atraía anticiparon los mítines de Trump pocos años después».

El siguiente paso lo dieron el Tea Party por un lado y Occupy Wall Street por el otro. Ambas conmociones denunciaban que los frutos de la economía globalista se quedaban en las élites financieras sin llegar al pueblo -Tea Party- o a las masas -Occupy-. Lo que en el Tea Party comenzó como una revuelta contra la reforma sanitaria de Obama acabó en la denuncia de los rescates financieros que beneficiaron a las grandes compañías. «El movimiento se ganó un amplio espacio dentro de un Partido Republicano cuyos líderes, ingenuamente, pensaron que podían capturarlo y controlarlo».

Finalmente, a esa insurgencia se le unieron otras dos corrientes que convergerían en la candidatura de Trump: la crítica a la inmigración y la transformación de las bases demográficas republicanas.

Hasta el 2000, el GOP había mantenido una actitud favorable a la inmigración, en la que veía una ampliación positiva del mercado de trabajo, pero el declive de la industria generó una profunda ansiedad económica entre las clases medias. El número de inmigrantes ilegales se dobló hacia finales de los 1990s hasta unos estimados 8,6 millones. En 2007 alcanzaron 12 y la cifra ha seguido subiendo. De ahí a la crítica populista a los recién llegados no había más que un paso. «Aunque las pautas del comercio y, sobre todo, la entrada de las nuevas tecnologías en las fábricas supusieron golpes aún mayores al empleo tradicional, muchos americanos pensaron que estaban perdiendo el control no sólo de su futuro económico, sino también de la identidad racial y cultural de su país». Aunque algunos líderes republicanos como McCain o Marco Rubio trataron de reducir esa tensión alienante, cada vez más el partido hizo suya una clara línea anti-inmigratoria.

El segundo hilo vino con el cambio en la estructura demográfica del partido. Lentamente los trabajadores industriales que se sentían expulsados de la casa común demócrata por asuntos como el matrimonio homosexual, el aborto o el control de las armas se iban desplazando hacia el GOP. El cambio más llamativo y brusco vino de la mano del marchamo educativo. En 2010, un 40% de quienes se declaraban republicanos eran blancos con grado universitario; en 2016 habían caído al 33 mientras que los republicanos blancos sin diploma superior subieron del 50 al 59%. Aunque no estudios universitarios, sí tenían un celular y estaban determinados a usarlo para hacer sentir su peso.

Trump supo explotar su ansiedad y su irritación, sin dudar y desde el principio. En su anuncio de candidatura cargó sin ambages contra los emigrantes mejicanos, contra los líderes del Partido Republicano («estamos hartos de esa gente tan agradable»), contra los medios. Y de esta forma un acaudalado empresario neoyorquino consiguió empalmar con los intereses de muchos americanos cuya situación económica era incomparablemente peor que la suya pero que se sentían comprendidos, al fin, por un nuevo líder. Ha sido ésa su principal baza a lo largo de los últimos cuatro años, y aún después de la algarada sediciosa de enero 6, su línea de comunicación con muchos de ellos sigue manteniéndose.

Trump ha conseguido llamar la atención sobre los peligros de la economía globalista; dio un empujón a la economía USA; ha situado a China como el principal competidor estratégico de Estados Unidos; ha evitado nuevos conflictos bélicos; ha renegociado el acuerdo NAFTA. Ha puesto también un oportuno signo de interrogación sobre el apocalipsis verde y sobre los mantras woke. Su principal logro ha sido atreverse a decir no al consenso biempensante, aun sin saber muy bien por qué. Seguramente -Trump no lee mucho; ve la tele y tuitea- no entendía a qué se refería Obama con eso del arco de la historia, aunque razonablemente su olfato le anunciaba una fullería.

Pero haber sacado a la luz y dado expresión a las frustraciones de casi la mitad de los votantes americanos no basta para tapar sus numerosas faltas. Trump carece de la capacidad de convertir las frustraciones colectivas en expectativas precisas y sus mejores intuiciones en programas integradores. Su agresividad autocompasiva ha estado siempre por encima del deseo de sumar. Basta con ver su incapacidad para formar equipos de gobierno durante sus cuatro años de mandato. No sabe aceptar la derrota ni convertirla en una ocasión para recomponer fuerzas. Está convencido de tener siempre razón. «En vez de enfriar su irritación y la de sus seguidores, su estancia en el Despacho Oval la incrementó. Hasta cierto punto, lo más natural cuando en noviembre perdió tanto el voto popular como el del Colegio Electoral fue que no se decantase por aceptarlo sino por la impugnación, el agravio, las denuncias de fraude electoral y, en enero 6, la violencia», recuerda Gerard Baker a quien cité por extenso más arriba. No son ésos rasgos apropiados para liderar un movimiento democrático y forjar mayorías estables.

Tampoco hubo que esperar a enero 6 para saber que a Trump le traía sin cuidado que su empecinamiento con el fraude electoral acabara por pasar factura al Partido Republicano y a sus propios votantes, Aunque sepultada por el tumulto de aquel día, su gran prevaricación había ocurrido poco antes en Georgia.

El estado de Georgia tiene una particularidad en su legislación electoral: si un candidato no consigue alcanzar el 50% más uno de los votos, hay que repetir la elección entre los dos primeros. En 2020 había además otra coyuntural: Georgia tenía que votar, no a uno, sino a dos senadores. A uno de ellos (David Purdue) le tocaba renovar por haber llegado al final de su mandato sexenal; la otra (Kelly Loeffler) tenía un nombramiento provisional del gobernador del estado para sustituir hasta la elección a su antecesor, dimitido por problemas de salud. Ninguno de ellos había llegado al 50% pero en noviembre 3 llevaban ventaja sobre sus contrincantes demócratas. Perdue obtuvo 88.098 más que su oponente demócrata y se quedó a tres décimas del 50% necesario. Loeffler recibió 47.808 más que la suma de sus oponentes.

Ambos son multimillonarios; no exactamente la situación financiera de la mayor parte de los votantes de Trump en 2016. Perdue era uno de los más ricos entre los senadores USA; Loeffler está casada con el presidente de la bolsa de Nueva York (NYSE) y había vendido gran parte de su enorme cartera de acciones entre enero y marzo 2020, precisamente cuando se produjo un minipánico bursátil por la aparición de Covid-19. Pero Georgia tenía una sólida tradición republicana. Había votado por sus candidatos presidenciales en las ocho elecciones anteriores a la de 2020 y desde 1998 las candidaturas republicanas se habían impuesto en las elecciones estatales. Todo hacía pensar que uno o los dos acabarían por apuntalar la mayoría republicana en el Senado

Sin embargo, en 2020 Trump quedó por detrás de Biden y, por alguna razón, ésa le trastornó más que ninguna otra derrota. Desde noviembre 3 llevaba insistiendo en las explicaciones más peregrinas para negarla. Unas veces culpaba a una gran conspiración que habría alterado el funcionamiento de las máquinas de recuento de votos justo después de que cerrasen los colegios electorales; otras, atacaba directamente la pusilanimidad de su propio partido, que no compartía la cantinela del fraude; a menudo echaba mano de ambas cosas a la vez. Todo ello inútil, especialmente porque, así hubiese podido demostrar el fraude, el presunto voto favorable de Georgia en el Colegio Electoral (16 votos) no hubiese evitado la victoria de Biden.

Pero, cuando pierde, Trump actúa como un pitbull en defensa de su hueso. Antes de la nueva elección local en enero 5 sus abogados mantuvieron una rueda de prensa en la que llamaron a no votar a los candidatos republicanos al Senado. El despropósito llegó al paroxismo justo el día antes de la elección cuando Trump mantuvo una larga conversación telefónica con Brad Raffensperger, el secretario de estado de Georgia y encargado de certificar los resultados electorales, en la que le conminó a encontrar los 11.780 votos que le faltaban para superar a Biden. La conversación, grabada por el propio Raffensperger, llegó inmediatamente a los grandes diarios nacionales.

Al día siguiente los dos candidatos demócratas se convirtieron en los dos nuevos senadores por Georgia y pusieron las dos cámaras del Congreso bajo control demócrata por primera vez en doce años. La ola que no anegó la playa en noviembre 3 se hizo un poco más azul en enero 5 gracias al presidente saliente. Con un empate a cincuenta en el Senado, la tarea opositora de los republicanos resultará mucho más complicada porque en los momentos verdaderamente decisivos ahí estará el voto de calidad de la vicepresidenta Harris para deshacerlo.

No es la primera vez que se ha dado esta situación. Ya sucedió en el año 2000 bajo Bush Jr. Como en aquella ocasión el voto de calidad estaba en manos de Dick Cheney, el vicepresidente republicano, la presidencia de los comités recayó sobre un senador republicano, pero con participación paritaria en todos. Republicanos y demócratas también dividirían a partes iguales los recursos financieros, espaciales y humanos.  Como el vicepresidente no podía participar en los debates de cada comité, para evitar que eventuales empates paralizasen al Senado se arbitró que tanto el líder de la mayoría como el de la minoría pudiesen someter a votación plenaria la medida correspondiente. Sólo entonces, de continuar el empate, se hacía imprescindible la presencia del vicepresidente.

En la presente ocasión el mayor interés de los republicanos estriba en impedir la supresión por simple mayoría de la táctica conocida como filibuster que exige el voto favorable de 60 senadores para poder iniciar la tramitación de un proyecto de ley. Hace tiempo que los demócratas vienen anunciando ese deseo que daría a la mayoría simple -en este caso, la suya con el voto de la vicepresidenta- la posibilidad de impulsar toda aquella legislación que sus miembros creyeran conveniente. Eso reforzaría aún más las ventajas con las que ya cuenta cualquier mayoría en cuestiones fiscales donde a través de un complicado mecanismo (budget reconciliation) pueden adoptarse por mayoría simple decisiones controvertidas que no podrían salvar la barrera del filibuster. Precisamente por esa razón Mitch McConnell, el líder de la minoría senatorial republicana en este 117 Congreso ha propuesto a sus colegas la adopción de un acuerdo semejante al del año 2000.

Pero, en definitiva, se trata de medidas defensivas de los republicanos ante un futuro aún más incierto de cuanto esperaban antes del revolcón en Georgia. Durante los cuatro últimos años, los demócratas y su falange macedónica de medios adictos los han vapuleado por haberse agrupado sin fisuras tras las decisiones, buenas y malas, de Trump. Pero era lógico, pues quienes habían optado por mantenerse en el partido pasando por encima de los escrúpulos rupturistas de los never trumpers -antiguos republicanos que abandonaron el partido cuando Trump se hizo con la nominación- contaban con un margen de maniobra muy estrecho frente a un presidente que no toleraba lo que él consideraba deslealtad. Y ese presidente, conviene recordarlo, había conseguido el mayor número de votos populares de la historia del partido, entre los cuales muchos millones correspondían a votantes que sólo confiaban en él.

La pérdida de la mayoría en el Senado complicará aún más las tareas de oposición de los republicanos que, por añadidura, se van a ver enfrentados con dos problemas inquietantes. El primero y principal es claramente estratégico: cómo mantener el voto de los trabajadores industriales sin perder el de las áreas suburbanas de clase media que se apartaron del partido hastiadas del radicalismo presidencial, tan ajeno a sus intereses

Trump es el otro. Al salir de Washington el pasado enero 20 -parafraseando al general MacArthur cuando en marzo de 1942 abandonaba Filipinas ante el avance japonés- el expresidente largó un desafiante «Volveremos… de alguna forma». No le va a resultar fácil después de su desempeño en la algarada de enero 6 pero, conociéndole, hay pocas dudas de que no esté resuelto a intentarlo.

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