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Aporías representativas

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Cuando se constituyeron la cortes legislativas hace unas semanas, el espectáculo protagonizado por los diputados de Podemos atrajo la atención de los medios de comunicación y proporcionó a la opinión pública un juguete con el que encerrarse durante unos días: el bebé, la bicicleta, las rastas. Pero dejamos pasar el debate de fondo sobre la concepción de la representación política que traslucía aquella cuidada puesta en escena. Se trata de un perfecto ejemplo de cómo las sensaciones activadas por una habilidosa representación –a su vez debidamente mediada por el aparato audiovisual y digital contemporáneo– dificultan una recepción sosegada de las ideas que subyacen a ella. En este caso, la afirmación de que el Parlamento carecía de la representatividad suficiente hasta la llegada del nuevo partido, que habría remediado ese déficit incluyendo en el aparato simbólico de la representación parlamentaria grupos y figuras hasta ahora invisibles. De donde se deduce que las cortes deben ser un espejo del pluralismo social tan fiel y variado como sea posible: el bebé, la bicicleta, las rastas.

Así venía a plantearlo Íñigo Errejón, número dos de la formación, en un artículo publicado en El País. A su juicio, los diputados de Podemos libraron una «batalla cultural» y la ganaron, confirmando con ello que el nuevo Congreso es «más parecido a España». Que la susodicha batalla viniera acompañada de tal revuelo público sólo confirmaría que se trata de un nuevo episodio en la historia de la expansión inclusiva de la democracia. Y de ahí el prejuicio aristocrático, expresado en el tono de «desprecio patricio» empleado por los miembros del establishment, que se habría manifestado en el escándalo ante los nuevos parlamentarios. Es decir, ante

la irrupción de sujetos, formas y lenguajes que antes no figuraban en el reparto de posiciones políticas, los «incontados» en palabras del filósofo Jacques Rancière: «la parte sin parte» en el orden establecido. Una irrupción plebeya que no es reducible a la cuenta estadística en términos de posición económica, sino de los que hasta ese momento estaban excluidos de los lugares del poder, hasta el punto de que su llegada a las instituciones se perciba con espanto.

Esto puede entenderse de varias formas. Por un lado, se alude a la dimensión simbólica de la representación y se defiende una concepción a la vez expresiva y proporcional de la misma: el representante debería ser parecido al representado a fin de no provocar su exclusión del orden político. Por otro, esa inclusión hace referencia a la representación de sus intereses, hasta ese momento también ignorados. De donde se seguiría que aquellos colectivos antes invisibles en el sentido teatral no formaban parte del demos cuyos intereses eran interpretados y perseguidos por los parlamentarios. De acuerdo con el razonamiento de Íñigo Errejón, pues, las anteriores legislaturas sólo tomaron en consideración los intereses de los adultos que visten traje (con las debidas excepciones). Huelga decir que esto es una hipérbole conveniente al argumento que defiende su formación y no merece más comentario (aunque, como demuestran las cajas de ahorro y los incontables casos de corrupción, nuestra democracia no ha sido ni mucho menos inmune a las tentaciones oligárquicas que aquejan a cualquier régimen político). Pero sí es interesante indagar brevemente en el concepto de representación que está manejándose cuando se plantea esa demanda de «visibilización de los incontados».

Naturalmente, aquí late una notable contradicción. Si bien el discurso de Podemos gira, como el de todo populismo, en torno al eje elite/pueblo, aquí reformulado como casta/gente, la idea de que el electorado se encontraba «invisibilizado» en nuestra democracia parlamentaria carece de sentido: las elecciones eran limpias; el pluralismo partidista, suficiente; la participación, más o menos elevada. De manera que la «gente», en sentido amplio, homogéneo, no podía por definición no estar representada en el Parlamento, sin entrar a juzgar el contenido o la eficacia de esa actividad representativa. Distinto es afirmar que una parte de la «gente» carecía de una representación explícita o particularizada: los jóvenes, los trabajadores precarios, las madres solteras. Habría que elegir: bien nadie estaba representado, bien algunos no lo estaban. De donde se deduce que Podemos mismo no podría aspirar a representar simultáneamente a la gente in toto y a una parte de la gente. Salvo que se haga explícita la sinécdoque que permite hablar de la gente en su conjunto cuando se alude a una parte de ella. Pero esto, precisamente, es aquello que un proyecto populista no puede hacer, siendo su objetivo fundamental –en palabras de Nadia Urbinati– «disolver en uno los muchos públicos que constituyen la opinión pública en una sociedad democrática»Nadia Urbinati, Democracy Disfigured. Opinion, Truth, and the People, Cambridge, Harvard University Press, 2014, p. 132.. En consecuencia, los incontados se diferencian de los titulares del poder patricio, pero se subsumen a su vez en la categoría abarcadora de la gente/pueblo.

Hablar de representación política, vaya por delante, es hablar de un concepto de gran ambigüedad que remite a una realidad también compleja e influida por sus conceptualizaciones tanto como la realidad influye sobre éstas. Basta leer el famoso estudio de Hannah Pitkin, publicado allá por 1967, para comprobarloHannah Pitkin, The Concept of Representation, Berkeley, University of California Press, 1967.. No en vano, la representación es la institución decisiva de la democracia moderna. Por esa misma razón, como ya quedara claro con un Rousseau que la consideraba inaceptable, es fuente permanente de insatisfacción para los demócratas radicales: si representar es delegar, delegar es abdicar. Y eso es precisamente lo que defienden los populismos, a saber, que los representantes políticos, por lo general en colusión con las elites económicas, secuestran la democracia en perjuicio de un pueblo que sólo confiando en ellos –los populistas liderados por el jefe carismático– puede ver sus intereses de nuevo adecuadamente representados.

En su artículo, Errejón parece inclinarse por una concepción «descriptiva» de la representación. Según Quentin Skinner, eximio historiador de las ideas políticas, la metáfora que originalmente se empleaba para aludir a ella era pictórica y se remonta a la Inglaterra de mediados del siglo XVII, donde se describe el parlamento como una pintura o retrato del cuerpo popularQuentin Skinner, «Hobbes on Representation», European Journal of Philosophy, vol. 13, núm. 2 (agosto de 2005), pp. 155-184.. De acuerdo con Philip Pettit, en este caso los parlamentos

deben ejemplificar e indicar los aspectos hipotéticamente más significativos de la gente a la que representan, reproduciendo así las variaciones más conspicuas entre sus miembros y haciéndolo en una proporción que corresponda a su distribución entre la poblaciónPhilip Pettit, «Varieties of Public Representation», en Ian Shapiro et al. (eds.), Political Representation, Cambridge, Cambridge University Press, 2009, pp. 61-89..

Esta similitud entre representantes y representados, aclara, no implica necesariamente que los segundos controlen directamente a los primeros, o que su vínculo esté mediado por alguna clase de mandato imperativo. En cualquier caso, como señala el propio Pettit, los candidatos no serán nunca típicos miembros de su sociedad y, si lo son, su actuación parlamentaria se verá afectada en todo caso por su deseo de reelección. Al margen de esto, sin embargo, esta interpretación del mecanismo representativo se nos antoja algo rígida para explicar las dinámicas que se establecen entre representantes y representados, entre los actores políticos y su sociedad. Seguramente sea más realista pensar que los representantes interpretan, como si fueran actores, los deseos e intereses del electorado. El venerable Hobbes ya hablaba en términos de «impersonación». De esta forma, los representados autorizan a los representantes a hablar por ellos, pero no les proporcionan las palabras con que han de hacerlo: no son contestadores automáticos, sino portavoces. Pero también esto es, si bien se mira, insuficiente: supone ignorar que la acción de partidos y representantes es en sí misma creadora de deseos e intereses en el cuerpo social. Por eso, ni el cuadro ni el espejo son metáforas válidas para la representación política contemporánea. Por su parte, el actor sólo lo será en la medida en que concibamos a éste como una figura de influencia fuera del recinto del teatro: como parte de una constelación simbólica cuya forma de vida y discurso impacta sobre los espectadores en lugar de limitarse a reproducir sobre la escena el libreto que ha escrito inspirándose en ellos.

Por supuesto, la idea de que los representantes hacen visibles a colectivos concretos resulta atractiva y explica el atractivo del populismo. ¡Los descamisados! El ciudadano que se ve representado en el Parlamento por alguien que parece compartir sus rasgos personales experimenta una identificación emocional que se ve acompañada por la sensación de que sus intereses están en buenas manos. Pero también los teóricos de la democracia interesados por la representación de las minorías, por ejemplo en sociedades multiculturales como la norteamericana, han defendido esta concepción descriptiva que enfatiza aquellas características que identifican a los sujetos como miembros de grupos definidos por su raza, etnia o género. De manera que el Parlamento ha de ser un espejo de su sociedad o, de lo contrario, será un fraude.

Sucede que esta concepción descriptiva de la representación, que equivale a una relación de fideicomiso entre ciudadanos y representantes, no es garantía de una adecuada representación de intereses. ¿Dónde está escrito que la representación política implica la semejanza sociológica o incluso fenotípica? Si siguiéramos este criterio, terminaríamos por distinguir entre los distintos representantes en función de su tipismo –el abogado representaría a los abogados, el hipster a los hipsters, la madre soltera a las madres solteras– y no de sus cualidades. Estaríamos reemplazando el principio aristocrático que contiene la selección de los mejores por el principio de la semejanza que selecciona a los más parecidos. Laura Montanaro lo ve así:

En este modelo, la representación no se refiere a la actividad del representado, sino a sus atributos, de forma que no puede pedírsele la debida rendición de cuentas por su actividadLaura Montanaro, «Representation», en Michael T. Gibbon (ed.), The Encyclopedia of Political Thought, Malden, Wiley-Blackwell, 2014, pp. 3209-3222..

Más aún, si siguiéramos esta lógica hasta el final, la representación política eliminaría por completo la distancia entre representantes y representados, hasta el punto de que aquella sólo sería posible si existiera la identidad suficiente entre ambos. Borgianamente, se haría entonces necesario ampliar progresivamente el número de escaños en el Congreso hasta que éste se confundiera con el número de habitantes del territorio por él representado. Sólo así podrían representarse todos los intereses concebibles y todas las singularidades existentes. Sus defensores, empero, apuntan hacia las virtudes simbólicas que posee este tipo de representación cuando hablamos de colectivos marginales o históricamente subrepresentados. Y es verdad que, en una democracia cada vez más ocular y menos vocal, esa visibilización puede contribuir a la legitimación del sistema político a ojos del público. Pero no está claro que resuelva más problemas de los que plantea.

Ahora bien, ¿no será posible que la separación entre representantes y representados, su radical diferencia, sea fundamental para el buen funcionamiento de un régimen democrático? Y ello por razón de la posición epistemológica –o lugar de conocimiento– en que se sitúan unos y otros en cada caso. Tal es la tesis defendida por el teórico político Frank Ankersmit, quien identifica dos formas distintas de concebir la representación en conflicto desde su mismo nacimiento: si la concepción mimética postula que los representantes deben reflejar a los representados tan fielmente como sea posible, la estética sugiere que la diferencia entre representantes y representados –es decir, su ausencia de identidad– es tan inevitable como deseable.

Es importante subrayar que es inevitable, aunque sólo sea porque el semejante se convierte en desemejante cuando se separa del colectivo a fin de representarlo. De alguna manera, la concepción mimética que exige identidad entre representantes y representados evoca la «metafísica de la presencia» que denunciaba Jacques Derrida con su programa deconstruccionistaJacques Derrida, Márgenes de la filosofía, trad. de Carmen González Marín, Madrid, Cátedra, 2008.. Derrida sostiene que la escritura no puede vincularse a ningún sentido inequívoco, porque ese sentido ya no está ahí y no puede ser recuperado: la presencia del significado originario es una ilusión. Análogamente, ¿cómo identificar inequívocamente los intereses particulares de un grupo concebido de forma abstracta, ya sea «la gente» o «las madres solteras»? Su presencia es sólo ilusoria, porque es el representante quien está construyendo esa voluntad, en el mejor de los casos a partir de una identificación de preferencias necesariamente tentativa o imperfecta y, en el peor, creando un sujeto colectivo allí donde no lo había.

Más aún, el individuo está condenado a permanecer en la minoría de edad si prevalece una concepción mimética de la representación. Para Ankersmit, aquel sólo se convierte en ciudadano mediante la representación estética:

El individuo que vive en un orden político sin representación, o con representación mimética, nunca necesita dar un paso fuera de sí mismo […]. La representación mimética propicia la creación de un orden político donde nadie encuentra realmente a nadie, al creer todos vivir en una armonía mimética con la colectividadFrank Ankersmit, Aesthetic Politics. Political Philosophy Beyond Fact and Value, Stanford, Stanford University Press, 1996, p. 56..

Esta diferenciación entre representante y representado –forma vigente de representación en los sistemas políticos liberales– permite al representante conservar una relativa autonomía respecto de las demandas de los ciudadanos, sin que por ello pueda aislarse de los valores y las sugerencias producidos por la deliberación en la esfera pública. El representante es así relativamente libre para representar –construir– la voluntad del representado, debido a un desequilibrio de poder que no puede ser eliminado. Consciente de que la expresión directa de identidades e intereses no conduce a una democracia viable, Ankersmit pone el acento en la interacción entre representantes y representados, marcada por una distancia irrebasable pero reducible: tan lejos, tan cerca. A su juicio, en la indeterminación subsiguiente reside la clave del éxito de la institución representativa, que desaparecería de un plumazo si llegara a convertirse en un mandato imperativo, o en mera correa de transmisión de los intereses populares por medio de un mandato imperativo: la democracia no sería entonces en modo alguno creativa y se convertiría en una mera lucha de poder entre facciones rivales. Sin indeterminación, podríamos decir, hay sobredeterminación.

En suma, la invocación a los incontados en una democracia como la española parece antes el fruto de una estrategia retórica que una fiel descripción de nuestra realidad electoral. De hecho, los ciudadanos españoles estaban ya ahí cuando se votaban los programas que sostuvieron a los distintos gobiernos y no existía problema alguno de visibilización: sencillamente, la crisis ha provocado un fenomenal realineamiento de las preferencias, acompañada de la «desaparición» retrospectiva de los votantes del lugar del crimen. ¡No me representaban! Dicho esto, no parece que la concepción descriptiva o mimética de la representación sea el camino a seguir. De hecho, la anulación de las diferencias indumentarias en el congreso cumple también una función simbólica específica, al expresar la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y la suspensión temporal del pluralismo social en el espacio indiferenciado de la deliberación y decisión democráticas. Desde este punto de vista, es dudoso que una de las funciones del Parlamento sea normalizar en el plano institucional aquello que, como se ha dicho, es normal en la calle. Dicho esto, la introducción de elementos miméticos que hagan visibles a colectivos históricamente subrepresentados puede tener su utilidad, a condición de que no se los contemple como indispensables para el funcionamiento o la legitimidad de la democracia. De lo contrario, corremos el riesgo de convertir los parlamentos en un espacio agonista donde distintas facciones, representativas de diferentes grupos sociales, contienden entre sí liderados por sus respectivos caudillos: un choque permanente de identidades indisolubles en lugar de un intercambio de ideas acompañado de una negociación de intereses

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