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Contra el enemigo fascista

Antifascismos, 1936-1945. La lucha contra el fascismo en ambos lados del Atlántico

Michael Seidman

Madrid, Alianza, 2017

Trad. de Hugo García Fernández

472 pp. 29,50 €

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El espantoso resplandor del fascismo ha eclipsado desde hace mucho tiempo a su contrario, el antifascismo. Una búsqueda en WorldCat revela que sobre el primero se han publicado cincuenta y siete mil títulos, por tan solo mil trescientos sobre el segundo. Pero no se trata únicamente de una cuestión de números. El debate sobre la naturaleza del fascismo ha sido largo, candente y encarnizado, mientras que el suscitado por el antifascismo apenas ha tenido repercusión. Por eso ha de darse la bienvenida al estudio del antifascismo que ha escrito Michael Seidman, ya que aborda un tema crucial –«quizá la ideología más poderosa del siglo XX»– que se ha visto relegado a un segundo plano durante demasiado tiempo. Otra virtud del libro es que no se circunscribe al marco familiar, aunque a menudo restrictivo, del Estado-nación, sino que, por el contrario, abarca cuatro países diferentes –España, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos–, todos los cuales ha podido estudiar en profundidad gracias a su dominio de los idiomas implicados. Ha de aplaudirse una visión tan amplia, ya que el antifascismo fue, por encima de cualquier otra cosa, un fenómeno transnacional. Esto refuerza sin duda la reputación de los estudiosos estadounidenses especializados en la historia de España como aquellos que se dedican con mayor empeño a insertar a este país dentro de un análisis comparativo, ya que Seidman, junto con Pamela Radcliff, John Tone y otros, se sitúa en la amplia estela historiográfica de Edward Malefakis, Stanley Payne y David Ringrose.

Dado el prolongado y polémico debate sobre el fascismo, resulta asombroso que se haya debatido tan poco sobre la naturaleza del antifascismo, especialmente cuando, como subraya Seidman, se trató de un movimiento que tuvo un éxito mucho mayor que su antagonista. Propone, por tanto, una definición tripartita del antifascismo: primero, la prioridad absoluta era la lucha contra el fascismo; segundo, rechazó las teorías de la conspiración, sobre todo la trama judía; y tercero, renunció al pacifismo a favor del poder del Estado a fin de lograr la derrota del fascismo.

El antifascismo se asocia generalmente con la izquierda, en gran medida debido al impacto de la guerra civil española, la primera gran contienda antifascista. Seidman pone en duda esta creencia mantenida durante mucho tiempo al plantear la existencia de dos tipos principales de antifascismo: «antifascismo revolucionario», que estuvo dominado por los comunistas, socialistas y anarquistas, y «antifascismo no revolucionario» o «contrarrevolucionario», que incluía a menudo a revolucionarios, pero que estaba integrado principalmente por liberales, socialdemócratas y conservadores como Winston Churchill, Clement Attlee y Franklin D. Roosevelt.

Esta lúcida conceptualización conduce al autor a dos conclusiones cruciales. La primera, que la Segunda República perdió la guerra civil española porque su antifascismo revolucionario resultó inaceptable para los antifascistas contrarrevolucionarios, sobre todo para los gobiernos británico, francés y estadounidense. En otras palabras, los ataques a la propiedad privada y a la Iglesia católica durante los primeros meses de la Guerra Civil, junto con la represión generalizada, convencieron a muchos antifascistas contrarrevolucionarios de que la República había sido devorada por la revolución y que había dejado de ser, por tanto, una democracia. La segunda, que el antifascismo contrarrevolucionario acabaría por triunfar sobre el fascismo durante la Segunda Guerra Mundial porque era más inclusivo y tolerante que la variedad revolucionaria, lo que le hizo granjearse, por tanto, un mayor apoyo. De hecho, el fascismo no habría sido nunca derrotado de no ser por la oposición de los conservadores, liberales y socialdemócratas, así como por la de muchos creyentes, ya fueran católicos, protestantes o judíos. En suma, el antifascismo no debería verse como el patrimonio exclusivo de la izquierda. Desde esta perspectiva, Seidman presenta una visión más completa y creíble de esta ideología.

Los cuatro casos analizados aquí tuvieron inevitablemente un poderoso efecto recíproco, ya que el antifascismo fue un fenómeno profundamente interrelacionado e internacional. Por tratarse de la primera confrontación militar entre el antifascismo y el fascismo, la guerra civil española tuvo un impacto trascendental en Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos. Los simpatizantes de la República habían criticado con fuerza desde hacía mucho tiempo la negativa de las democracias occidentales a ayudar al asediado régimen, pero la mayor parte de las veces no repararon en las profundas divisiones creadas en su seno por el conflicto español, como deja sobradamente claro Michael Seidman. Y, a la inversa, las percepciones y políticas antifascistas en estos países, especialmente la posición no intervencionista de sus respectivos gobiernos, condicionaron en gran medida el conflicto en España, tanto en términos de las relaciones entre los dos bandos enfrentados como de las dinámicas internas dentro de cada uno de ellos. Del mismo modo, las corrientes antifascistas dentro de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos se influyeron de un modo recíproco y acabaron por converger a comienzos de los años cuarenta. El autor sitúa cada una de estas historias nacionales interconectadas dentro de un contexto ricamente estratificado que revestirá un interés considerable para los y las no especialistas, estudiantes y lectores generalistas.

El triunfo del antifascismo en 1945 ha dado lugar, como subrayó Mark Mazower en The Dark Continent, a una cierta idealización de la democracia anterior a la guerra. Seidman no hace eso. Por el contrario, ofrece una visión enormemente crítica del antifascismo. El antifascismo, subraya, fue oportunista. Las democracias occidentales estaban preparadas para aliarse con la Unión Soviética a fin de derrotar al Eje fascista; lo que equivale a decir a enfrentar a una potencia «totalitaria» contra la otra. Además, todas las potencias occidentales coquetearon con los regímenes fascistas en un momento u otro. Fue también un fenómeno profundamente cambiante, como queda subrayado por el hecho de que el viraje en las actitudes hacia el fascismo no se produjera hasta que Alemania invadió la República Checa en marzo de 1939. El presidente Roosevelt también necesitó mucho tiempo para convencer tanto al Congreso como a los estadounidenses de la necesidad de apoyar a los británicos y de empuñar luego ellos mismos las armas a fin de combatir el fascismo. Y fue contradictorio e incoherente. La región más antinazi de Estados Unidos no fue sólo la más racista –«the Deep South»–, sino que fueron también los demócratas de izquierda del New Deal quienes tomaron la decisión de retener a ciento doce mil estadounidenses de origen japonés en campos de concentración mientras duró la guerra; los de origen alemán e italiano no sufrieron, sin embargo, la misma suerte. En el mismo sentido, ni los estadounidenses ni los europeos mostraron una gran preocupación por la suerte de los judíos durante la guerra mundial. El antifascismo podía ser también sexista: a las fuerzas armadas estadounidenses le faltaron soldados en 1944 porque el Gobierno se mostró reacio a que las mujeres trabajaran en las fábricas. Lejos de idealizar el antifascismo no revolucionario o contrarrevolucionario, Seidman hace mucho por desmitificarlo.

El antifascismo no era una entidad predeterminada, sino un movimiento que se construyó a partir de percepciones enfrentadas, alianzas cambiantes y objetivos con frecuencia contrapuestos. Desde mi punto de vista, el libro de Seidman no hace justicia al prolongado proceso mediante el cual se construyó y se consolidó en España el movimiento antifascista. Se dedica, por ejemplo, una atención insuficiente al impacto de la insurrección revolucionaria de octubre de 1934, a la tortuosa formación de la coalición electoral del Frente Popular o a la cuestión de si los alineamientos del antifascismo se vieron reforzados o reconfigurados –o ambas cosas– durante el convulso período que acabaría dando lugar al estallido de la Guerra Civil. Algo muy semejante puede decirse de la propia Guerra Civil, especialmente dado que el autor no acaba de desentrañar del todo las corrientes contradictorias que estaban al acecho en el seno del antifascismo de la República. Este último no consistía únicamente en la destrucción de su enemigo fascista, sino también en qué es lo que habría de llenar el vacío resultante. En España había diferencias irreconciliables sobre cuál era el objetivo último de su antifascismo revolucionario. Por ejemplo, muchos milicianos de la CNT estaban convencidos de que una vez que derrotaran a los fascistas de Franco volverían a verse envueltos en otra guerra civil, esta vez contra sus antiguos aliados. En otras palabras, el antifascismo de la Guerra Civil se vio acosado por profundas tensiones –como se reflejó en las Jornadas de Mayo de 1937– que con toda probabilidad habrían llegado a un punto crítico en caso de que la República hubiese ganado la guerra.

El lenguaje del antifascismo tampoco se contempla en el libro. Revistió, sin embargo, una importancia capital, ya que era susceptible de dar lugar a innumerables usos y abusos: todas las fuerzas izquierdistas en España, por ejemplo, utilizaron el término «fascista» como un modo de denigrar y deslegitimar a otros, fueran o no fascistas. Así, los comunistas denunciaron a los socialistas hasta 1935 como «socialfascistas», mientras que los socialistas, a su vez, denigrarían a otros trabajadores como «fascistas», además de liberales y conservadores. En otras palabras, el lenguaje del antifascismo estaba a menudo al servicio de los propios intereses, era manipulativo y daba lugar a grandes abusos, motivo por el cual su subjetividad constituye una parte ineludible del debate sobre el antifascismo. Y el lenguaje del antifascismo fue también importante en la construcción de la solidaridad transnacional. Sería interesante saber en qué medida, y de qué modos, el vocabulario de la Guerra Civil moldeó el pensamiento y la acción antifascistas en otros lugares. Por ejemplo, como señala Seidman, los antifascistas británicos estaban decididos a que los camisas negras de Oswald Mosley «shall not pass» («no pasarán»).

Antifascismos es un estudio admirable: por su enorme alcance, por su profusión de ideas, por su novedad conceptual y por lo matizado de sus análisis. El gran alcance del enfoque de Seidman refleja la fuerza y la vitalidad de la corriente transnacional dentro del mundo de la historiografía en Gran Bretaña y Estados Unidos, que ha revelado hasta qué punto lo nacional es, de hecho, transnacional. En consecuencia, Antifascismos proporcionará inspiración no sólo a otros historiadores de España, sino que servirá también de estudio extremadamente estimulante y entretenido del antifascismo tanto para profesionales y estudiantes como para el público en general.

Traducción de Luis Gago
                                                                                         Este artículo ha sido escrito por Nigel Townson especialmente para Revista de Libros

Nigel Townson es hispanista e historiador. Es autor de La República que no pudo ser. La política de centro en España (1931-1936) (trad. de Jorge Vigil, Madrid, Taurus, 2002) y sus últimos libros como editor son Historia virtual de España (1870-2004) ¿Qué hubiera pasado si…? (Madrid, Taurus, 2004), España en cambio. El segundo franquismo, 1959-1975 (Madrid, Siglo XXI, 2009) y ¿Es España diferente? Una mirada comparativa (siglos XIX y XX) (Madrid, Taurus, 2010).

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