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Años luz: la sabiduría de James Salter

Años luz

James Salter

Barcelona, Salamandra, 2013

Traducción de Jaime Zulaika

381 p.

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Años luz se publicó en 1975. En 2013, Salamandra rescató la novela, con una excelente traducción de Jaime Zulaika. Novelista tardío, James Salter nos ha dejado un puñado de obras maestras, grandes narraciones donde se aprecia el magisterio de Isaak Bábel y Gustave Flaubert. Al igual que sus maestros, Salter destila escepticismo y desesperanza. ¿Qué experiencias forjaron esa perspectiva? Piloto de aviones de caza de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, James Arnold Horowitz se ofreció voluntario para luchar en la guerra de Corea. Participó en cien misiones y derribó un MiG-15 soviético. Oriundo de Nueva York, nació en 1925 e ingresó en West Point por tradición familiar. Su padre era el coronel Louis G. Horowitz. Cuando inició su carrera literaria cambió su nombre por el de James Salter. Los editores rechazaron su primer manuscrito, pero cuando al fin se publicó con el título The Hunters obtuvo cierto éxito y se adaptó al cine, con Robert Mitchum como protagonista. La versión de Hollywood no reflejaba el tono fatalista y desencantado del libro, que narraba las tendencias autodestructivas de un joven piloto de combate, incapaz de conseguir la reputación de otros compañeros más ineptos, pero con un espíritu más ambicioso y arribista. Salter no cuestiona la guerra ni el papel de Estados Unidos en el mundo. Al igual que Antoine Saint-Exupéry, exalta el coraje y la mística del piloto familiarizado con los accidentes, la soledad y la muerte, pero no realiza un canto a la camaradería masculina, pues considera que las relaciones humanas están abocadas al fracaso, la incomprensión o el desengaño. Salter no es un personaje simpático. De hecho, sus compañeros de West Point le llamaban el «horrible Horowitz». Sin embargo, su obra literaria se encuentra entre las más notables del siglo XX. James Salter murió en Nueva York el 19 de junio de 2015.

Años luz relata la decadencia de un matrimonio estadounidense afincado en las afueras de Nueva York. Su casa es una espaciosa mansión victoriana situada a orillas del río Hudson. Bañada por la luz del este, está rodeada de árboles esbeltos y frondosos. Los pájaros y las gaviotas sobrevuelan un paisaje con la atmósfera intimista de una pintura holandesa. En ese entorno idílico, residen Viri, un joven arquitecto judío, y su esposa Nedra, una mujer sofisticada y elegante. Tienen dos hijos, Franca y Danny, felices de no vivir entre rascacielos, sino en compañía de animales domésticos, como un perro, un conejo, un poni y una tortuga. Su sensación de habitar el paraíso se quiebra cuando la hija de unos vecinos pierde una pierna y, meses después, muere a causa de una infección. A partir de esa tragedia, comprenden que la existencia es un breve soplo. El ser humano solo es un accidente de la evolución. Su «aterradora insignificancia» contrasta con su anhelo de felicidad. Algunas personas parecen dichosas, pero en realidad solo fingen serlo. Viri y Nedra pueden pasar por un matrimonio perfecto, pero se engañan mutuamente, frecuentando otros lechos. Viri ha aprendido a convivir con esa impostura. Sabe que la vida pública y la vida privada raramente coinciden. Esa contradicción suele aflorar antes o después, destruyendo ambas esferas, y no es posible evitarlo.

James Salter cultiva una prosa poética, sensual y profunda. Sus palabras parecen pinceladas de luz capaces de reproducir el tacto y el olor de las cosas. Sus hallazgos verbales nos hacen sentir el peso de la materia. Gracias a eso, las escenas eróticas resultan abrumadoramente reales. Los amantes son fuerzas de la naturaleza que trascienden la razón. Se dejan guiar por el instinto. El tiempo no existe para ellos. Poseen la inocencia del paraíso, cuando aún no existía la noción de pecado. El estilo de Salter no se limita a infundir vida a sus personajes. Nueva York no es una simple aglomeración de edificios. Desprende «el aroma de los sueños. Incluso los que han sido rechazados por ella no pueden abandonarla». Ese aroma no es particularmente benévolo. Seduce, pero de una forma dolorosa. Viri y Nedra han aprendido que la vida no es armonía, sino frenesí y caída. Nuestra especie parece abocada al sufrimiento. Solo podríamos evitar ese destino mimetizando la conducta de la tortuga que Viri observa en el jardín de su casa. Es una de las mascotas de sus hijas. Irreflexiva, apática e impasible, desconoce las pasiones. Nedra no podría vivir así. Durante sus encuentros con Jivan, uno de sus amantes, le confiesa que experimenta una «terrible dependencia de los otros», una irrefrenable «necesidad de amar». No es una necesidad emocional, sino física e impregnada de masoquismo. «Cuando me haces eso», reconoce Nedra, refiriéndose al sexo anal, «tengo la sensación de que me voy tan lejos que no podré volver». Salter no concibe el sexo como una experiencia moral. Los amantes no persiguen la comunión, sino la enajenación. El placer no es una vivencia de amor y reciprocidad, sino un espasmo semejante al de un ratón estrangulado por una serpiente.

Nedra no ignora que el matrimonio convierte «el afecto desesperado» en «conocimiento» y el conocimiento —en este caso— no es sabiduría, sino resignación ante los límites, angustia disfrazada de conformidad. Saber eso transforma a Nedra en una figura trágica, que especula con el futuro de sus hijas. Desea que ellas «conozcan tanto la santidad como la degradación, la primera sin ignorancia y la segunda sin humillación». El amor no es entrega, generosidad, sino egoísmo, ansia de placer, traición. No es posible amar sin aceptar la degradación de ser un objeto para el otro, pero se puede ser un objeto voluntariamente, sin perder la dignidad. Los amantes se hunden en la carne ajena y se despersonalizan. Su hambre es una forma de canibalismo. Su agotamiento después de cada coito, un breve indulto hasta que se reinicia la depredación. Nedra se entrega a Jivan como «una mujer que huye para salvar la vida», sin preocuparse de gemir como una yegua o llorar como una niña. Las acometidas de su amante son «un monólogo, como un chirrido de remos» que revela la distancia entre los cuerpos, unidos por la cópula, pero escindidos por la percepción individual del acto. Nedra desea para sus hijas «lo imposible, no en el sentido de lo inalcanzable, sino en el sentido de lo puro». Es decir, una vida plena y sin imposturas. No quiere que se parezcan a Viri, pusilánime y débil. Nedra no se equivoca. Viri actúa como un pelele con Kaya, una amante que le traiciona con otros y que le hace sentir como «un hombre desvalido», un pobre adúltero condenado a poseer cuerpos que le escatiman los gritos y los suspiros, limitándose a complacerle con la indulgencia reservada a un perro enfermo o abandonado. Cuando Nedra le pide el divorcio, lejos encolerizarse, Viri piensa que ha muerto y que solo es un cadáver lavado con las frías aguas del río Hudson.

Danny se parece a su padre. Lo sabe y detesta que sea así. Por eso cambia su nombre por el de Karen. No quiere ser la niña que creció en un hogar que escenificaba una falsa felicidad, con un padre «idiota, alfeñique, fracasado». No desea ser borrosa ni afable, sino una conquistadora «irresistible, asesina», excitando el deseo de los otros hasta el enloquecimiento y la renuncia a cualquier objeción moral. El sexo es materia, realidad, vida. La virtud solo es un vacío desolador, un pobre consuelo, un otoño interminable. El corazón debe mandar y «el corazón no tiene lealtades ni esperanzas». Solo conoce la urgencia y el éxtasis de sentir al otro, disolviéndose en las convulsiones del orgasmo. La vida de los otros nos ilumina y nos hace arder como teas, que se adentran en la noche oscura del deseo. El amor no es compasivo. «El amor tiene que romperte los huesos». Después de su primera experiencia sexual, Karen no se avergüenza de su desnudez, sino de sus ropas: «Las ropas le parecían pueriles, artificiales». Lo único natural y verdadero es el deseo, pero el deseo a veces no concibe un futuro. Por eso, Nedra escribe a uno de sus amantes: «Te amo muchísimo hoy».

El tiempo no es indulgente con los que deja atrás. Cuando Nedra supera los cuarenta años, se mira en el espejo y se pregunta: ¿Dónde está «esa joven alta cuya risa hace que la gente girase la cabeza, cuya risa deslumbrante caía en las reuniones como dinero en mesas de restaurantes, nieve sobre casas de campo, la mañana en el mar»? La vejez es triste y umbría, sin fuego ni poesía. «Ni siquiera el valor sirve de ayuda». Nedra no se lamenta de su divorcio ni de sus relaciones posteriores, casi siempre malogradas por las circunstancias o por la sinrazón del deseo, que se desplaza de un objeto a otro, sin otro propósito que una gratificación efímera e inmediata. Nedra se ríe cuando su ex marido le pregunta si es feliz. La felicidad no le importa. «Ella quería ser libre» y lo ha conseguido. El absoluto no es una abstracción, sino una alcoba donde los amantes se laceran sin compasión. Al ser penetrada, Nedra chilla como «un animal sacrificado» y siente que su cuerpo recibe «grandes hachazos, contundentes, […] largos, inacabables, como la tala de un árbol». Son sus últimos días de plenitud. Sabe que «no podrá recuperarlos». Para ella, «la vida consiste únicamente en apetitos», pero poco a poco te quedas sin dientes para morder el fruto anhelado. Ser verdaderamente libre —opina Nedra— consiste en someterse al capricho del deseo. Es una paradoja, pero esa servidumbre es la difícil conquista de uno mismo que solo unos pocos son capaces de consumar. El pan de la vida es el sexo, pero el sexo también es muerte, abolición del yo, aniquilación del otro. Nedra se mueve en los niveles más profundos de la mente, «en las estructuras básicas de la vida», según afirma Lia, joven, italiana y segunda esposa de Viri. Aunque critica su forma de obrar, Lia se ofrece a Viri como un objeto, como una «puta», imitando inconscientemente a Nedra. Le pide haga lo que quiera con su cuerpo, sin respetar ningún límite, pero Viri, que no se atreve a llegar tan lejos como su ex mujer, le hace el amor con tristeza, casi como un anciano que agota sus escasas fuerzas sobre un cuerpo adolescente. Después, piensa que no ya no le queda nada, salvo la compañía de ese Dios en el que no cree. Su judaísmo solo es una nota biográfica que no ha soportado la ofensiva de la razón.

Al final de su vida, Nedra piensa que el único amor verdadero es el filial, pero en sus entrañas aún palpita el deseo. No se arrepiente de nada y no se deja seducir por la nostalgia de una utopía malograda, pero se pregunta si el deseo es realmente lo que busca la vida o una suspensión de la vida, que no soporta la carga de una mente lastrada por la necesidad de hallar sentido a las cosas y obrar conforme a una ética. No vivimos el tiempo necesario para averiguarlo. En su madurez, Nedra solo sabe que el amor a los hijos sobrevive a cualquier contingencia y no está condicionado por la tiranía del instinto. «Estar próximo a un hijo —admite—, por quien uno lo da todo, cuya vida está protegida y nutrida por la tuya propia, tener a ese hijo a tu lado es la alegría verdadera, la más profunda, la única». Nedra muere a los cuarenta y siete años, rápida y discretamente, como una hoja que se desprende de un árbol. Viri no acude al entierro, pero regresa a la vieja casa con vistas al río para merodear por sus alrededores. El paisaje ya no es el mismo. Hay edificios de apartamentos, una gasolinera y la tierra tiene otro color. A pesar de esta transformación, algo perdura. Asombrado, descubre a la tortuga de sus hijas, avanzando lentamente entre las hojas. Se agacha y la recoge. Su expresión, «impasible y juiciosa», revela que el hombre nunca participará de esa serenidad. Años luz muestra el poder del instinto y la miseria de la razón. Es una novela saturada de belleza y ferocidad. Un clásico indiscutible, impregnado de una dolorosa clarividencia.

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