Buscar

Cantar cantando

image_pdfCrear PDF de este artículo.

La costumbre de contraponer lo antiguo a lo moderno, ya sea para ensalzar lo primero y denostar lo segundo, o viceversa, debe de ser tan vieja como el mundo. El problema, claro, es que lo antiguo y lo moderno van pasándose el testigo, y solapándose, e intercambiando posiciones, en cualesquiera disciplinas y ámbitos artísticos a lo largo de la historia. Más infrecuente es, sin embargo, innovar de manera casi radical apelando a un pasado remoto y, en gran medida, desconocido y apenas conocible, que es justamente lo que hicieron el grupo de personas que integraron la llamada Camerata Fiorentina. Pero, al contrario de lo que ha sucedido tantas y tantas veces, sus especulaciones no cayeron en saco roto, ni carecieron por completo de consecuencias prácticas. Antes al contrario, es a ellos a quienes se debe en última instancia, por ejemplo, el nacimiento de la ópera, un género que sigue vivo y que fue tomando cuerpo en las décadas finales del siglo XVI de resultas de las elucubraciones sin fin alumbradas por estos literatos, músicos, estudiosos y aristócratas que, insatisfechos con el rumbo que había tomado la música de su tiempo –la juzgaban, no sin razón, artificiosamente compleja–, adoptaron como modelo la de la Antigua Grecia para introducir una deriva cuyo alcance a medio y largo plazo no pudieron probablemente siquiera imaginar.

La realidad, sin embargo, no fue tan unívoca como a veces suele presentarse, ya que no todos los avances se produjeron exclusivamente dentro del círculo reunido en torno a Giovanni Bardi, conde de Vernio, y un noble predilecto del gran duque Francesco I de Toscana, para cuya corte se encargaba de organizar espectáculos cortesanos, de ahí su interés por la música dramática y teatral. Nino Pirrotta y Claude V. Palisca –las dos grandes autoridades en la materia– han sugerido que en realidad hubo dos, o incluso tres, cameratas: la de Bardi; la aglutinada por otro aristócrata florentino, Jacopo Corsi; y la que tuvo como eje al compositor romano Emilio de’ Cavalieri, autor del primer oratorio de la historia, Rappresentatione di Anima, et di Corpo, que vio la luz en el simbólico año de 1600. Por otro lado, los escritos y las cartas de Girolamo Mei, florentino de nacimiento pero romano de adopción, un humanista y estudioso de la música de la Antigua Grecia, supusieron asimismo un impulso fundamental de todo el fermento ideológico que acabaría dando lugar en la capital toscana al nacimiento de la monodia acompañada y de todos los géneros sustentados en ella.

Fue también justamente en 1600 cuando Giulio Caccini, en la dedicatoria a su patrono Giovanni Bardi de su ópera L’Euridice, compuesta al alimón con Jacopo Peri, fechada el 20 de diciembre, se refería por primera vez a la existencia de ese grupo recordando «gli anni che fioriva la Camerata sua in Firenze». En aquellos años de florecimiento, Bardi había aleccionado a los reunidos en su casa para recuperar ese estilo de música que los griegos habían utilizado en la representación de sus tragedias y otras favole. Y Caccini volvió a demostrar la deuda de gratitud que había contraído con él en otro prólogo: el de su –si cabe– más legendaria colección de canciones a solo con bajo continuo, Le nuove musiche, impresa en Florencia en 1602. En él volvía a rememorar «i tempi che fioriva in Firenze la virtuosissima Camerata dell’Illustrissimo Signor Giovanni Bardi de’ Conti di Vernio». En la primera página del Dialogo di Vincentio Galilei nobile fiorentino Della musica antica, et della moderna (reparemos en los adjetivos: nuove, antica, moderna), publicado en 1581, también en Florencia, encontramos otra alusión inequívoca a las personas que se vieron incentivadas por Bardi para el estudio de la música del pasado, «muchas de las cuales tenían la costumbre de ir a su casa y pasar allí el tiempo en honesto esparcimiento, con deleitosos cantos y encomiables reflexiones»«molti de quali son soliti andare in casa di lui, & iui in diletteuoli canti, et in lodeuoli ragionamenti con honesto riposo trapassare il tempo», Dialogo di Vincentio Galilei nobile fiorentino Della musica antica, et della moderna, Florencia, Giorgio Marescotti, 1581, p. 1.

A petición de Giovanni Battista Doni, mucho después de la muerte de su padre, Pietro de’ Bardi le resumió en una carta lo que recordaba sobre el quehacer de la que hoy conocemos como Camerata Florentina: «tenía siempre a su alrededor a los hombres más célebres de la ciudad, eruditos en tal profesión [la musical], e invitándolos a su casa formaba casi una academia deleitable y continua, gracias a la cual, por hallarse ausente el vicio, y en particular cualquier clase de juego, la noble juventud florentina se veía cautivada con gran provecho, explayándose no sólo en la música, sino también en discursos y enseñanzas de poesía, de astrología y de otras ciencias, que brindaban beneficio recíproco a tan hermosa conversación»«aveva sempre d’intorno i più celebri uomini della città, eruditi in tal professione, e invitandoli a casa sua, formava quasi una dilettevole e continua accademia, dalla quale stando lontano il vizio, e in particolare ogni sorta di giuoco, la nobile gioventù fiorentina veniva allettata con molto suo guadagno, trattenendosi non solo nella musica, ma ancora in discorsi e insegnamenti di poesia, d’astrologia, e d’altre scienze, che portavano utile vicendevole a sì bella conversazione», Lettera a Giovanni Battista Doni sull’origine del melodramma, 16 de diciembre de 1634.. Se trataba, por tanto, de reuniones al margen de todo marco institucional (el que sí brindaba por lo general una accademia, por ejemplo), con participantes variables y la presencia de Giovanni Bardi como catalizador y único denominador común, más en consonancia, por tanto, con lo que el Vocabolario degli Accademici della Crusca (1612) definía como una camerata: «Reunión de personas que viven y conversan juntas»«Adunanza di gente, che vivono, e conversano insieme»..

La primera constancia documental de una reunión de este tipo que ha llegado hasta nosotros está fechada algunos años después, el 14 de enero de 1573. El Diario de la Accademia degli Alterati señala que Cosimo Rucellai, su regente, «mandó decir por medio de un familiar que no podía venir porque estaba en casa de Monsigr’ de Bardi para hacer música»«mandò à dire per un suo famigliare che non poteva venire per che era in casa Monsigr’ de’ Bardi à far musica».. En su ya citada carta, Pietro de’ Bardi recuerda enseguida la figura de Galilei y cómo mudó su condición principal, pasando de intérprete a teórico: «En aquel tiempo gozaba de cierto crédito Vincenzio Galilei, padre del actual famoso filósofo y matemático, que quedó prendado de tal modo de tan insigne reunión, que añadiendo a la música práctica, en la cual era muy valioso, el estudio también de la teórica, con la ayuda de aquellos Virtuosos, y también de sus numerosas vigilias, intentó extraer el jugo de los escritores griegos, de los latinos, y de los más modernos: tras lo cual Galilei se convirtió en un buen maestro de la teoría de todo tipo de música»«Era in quel tempo in qualche credito Vincenzio Galilei, padre del presente famoso filosofo e matematico, il quale s’invaghì in modo di sì insigne adunanza, che aggiungendo alla musica pratica, nella quale valeva molto, lo studio ancora della teorica, con l’aiuto di que’ Virtuosi, e ancora delle sue molte vigilie, cercò egli di cavar il sugo de’ Greci scrittori, de’ Latini, e de’ più moderni: onde il Galilei divenne un buon maestro di teorica d’ogni sorta di musica».. Galilei, sin embargo, no sabía griego y tampoco dominaba el latín, pobres credenciales para la tarea que se proponía acometer, pero su estudio exhaustivo (con ayuda de Bardi y Mei) de las fuentes disponibles en la época le permitió amasar un considerable volumen de información sobre sus aspectos teóricos, pero ni él ni ninguno de sus compañeros en este viaje hacia aquel pasado en gran medida ignoto tenía –ni podía tener– la más remota idea de cómo pudo sonar esa música de la Antigua Grecia. Hablaban de sus efectos expresivos, cantaban extasiados sus alabanzas y daban por sentado que el contrapunto desempeñaba en ella, en el mejor de los casos, un lugar secundario. Primaba la monofonía y concluyeron que, gracias al empleo de diferentes tonoi o modos, la música podía adoptar fisonomías tan diferentes que era posible influir con ella en el ethos de las personas: eso era lo que debería conseguir, mutatis mutandis, la moderna monodia impulsada por Galilei y sus correligionarios. Y así lo resumiría de otra forma, pocas décadas después, el propio Giovanni Bardi, imbuido de los postulados humanistas, en su famoso Discorso mandato a Giulio Caccini detto romano sopra la musica antica, e ’l cantar bene, escrito probablemente hacia 1578: «Como estamos en tales tinieblas, ingeniémonoslas al menos para dar un poco de luz a la pobre y desdichada música, que en su declive a lo largo de tantos siglos no ha contado con un creador con idea alguna de encontrar un camino que no sea el del contrapunto, que es un enemigo de la música, y esta luz no puede llevárselo más que poco a poco, casi como un hombre afligido por una grandísima enfermedad, a quien debe dársele, sosegadamente, pequeños bocados de comida, y de fácil digestión, y devolverlo con este buen alimento a su salud primigenia»«Ma poiche siamo in tante tenebre ingegniamoci almeno di dare un poco di luce alla pouera musica suenturata, la quale dalla declinatione sua in qua, che sono tante centinara d’anni, non ha hauuto artefice che había al caso suo punto pensato, ma trattasi ad altra uia ch’è quella del contrapunto ad essa musica nemica la qual luce non si puote se non à poco à poco andargli recando, quasi huomo che da grandissima malatía sformato sia, conuiene di mano in mano con picciol cibo, e di fácil digestione, e buon nudrimento alla prístina sanità accordarlo»..

La monodia acompañada prendió con fuerza y uno de sus más inspirados cultivadores, si no el mayor de todos ellos, fue el cremonés Claudio Monteverdi, autor de la primera ópera que ha llegado completa hasta nosotros, L’Orfeo (1607). Ahora nos interesa, sin embargo, su Combattimento di Tancredi e Clorinda, recién interpretado en el Auditorio Nacional y estrenado en Venecia durante el Carnaval de 1624. La pieza no se publicaría, sin embargo, hasta mucho después, cuando entró a formar parte del último libro de madrigales publicado en vida del compositor, sus Madrigali guerrieri, et amorosi Con alcuni opuscoli in genere rappresentatiuo, che saranno per breui Episodij frà i canti senza gesto. Libro Ottavo, publicados en Venecia en 1638. El Combattimento es uno de esos «opusculi in genere rappresentativo» a los que alude el título, es decir, pequeñas obras en género teatral, auténticos dramas musicales en miniatura. La primera edición veneciana incluye, tras la dedicatoria «alla Sacra Cesarea Maestà dell’Imperator Ferdinando III», un proemio con el siguiente encabezamiento: «Claudio Monteverdi à chi legge». Y a poco que empecemos a leer descubriremos que, muchos años después, el espíritu de la Camerata Fiorentina seguía vivo: «Yo había reflexionado que las principales pasiones o afectos de nuestra mente son tres, a saber, Ira, Templanza y Humildad o Súplica, como bien afirman los mejores filósofos, y la propia naturaleza de nuestra voz así lo indica al tener registros agudo, grave y medio. El arte de la Música también apunta claramente a estos tres en sus términos agitado, suave y moderado. En todas las composiciones de compositores del pasado he encontrado ejemplos de lo suave y lo moderado, pero nunca de lo agitado, un género descrito, sin embargo, por Platón en el tercer libro de su Retórica con estas palabras (“Toma esa armonía que imitaría adecuadamente las expresiones y los acentos de un hombre valiente que se dedica a guerrear”)»«Auendo io considerato le nostre passioni, od’affettioni dell’animo, essere tra le principali, cioè, Ira, Temperanza & Humiltà o Supplicatione, come bene gli migliori Filosofi affermano, anzi la natura stessa de la voce nostra in ritrouarsi, alta, bassa & mezzana, & come l’arte Musica lo notifica chiaramente in questi tre termini di concitato, molle, & temperato; genere però descritto da Platone nel terzo de Rethorica, con queste parole (“Suscipe Harmoniam illam quæ vt decet imitatur fortiter euntis in proelium, voces atque accentus”)»..

Luego explica cómo poder expresar esa unión de contrarios es lo que ha motivado su composición de esta colección de madrigales guerreros y amorosos. Tras apelar de nuevo a los mejores filósofos y adentrarse en disquisiciones técnicas, se detiene en el Combattimento, una obra que, por su tema, aúna ambos elementos: «Para obtener una mejor prueba [de sus experimentos] me serví del divino Tasso, como un poeta que expresa con la mayor propiedad y naturalidad en su oración las pasiones que desea describir, y seleccioné su descripción del combate de Tancredi y Clorinda, que me ofrecía dos pasiones contrarias para componer en forma de canto: guerra –esto es, súplica– y muerte. En el año 1624 lo oyeron los mejores ciudadanos de la noble ciudad de Venecia en una noble sala de mi propio patrono y especial protector, el Ilustrísimo y Excelentísimo Señor Girolamo Mocenigo, un prominente caballero y entre los primeros comandantes de la Serenísima República; fue escuchado con muchos aplausos y alabado»«Per venire a maggior proua, diedi di piglio al diuin Tasso, come poeta che esprime con ogni proprietà, & naturalezza con la sua oratione quelle passioni, che tende a voler descriuere & ritrouai la descrittione, che fa del combattimento di Tancredi con Clorinda, per haver io le due passioni contrarie da mettere in canto Guerra, cioè preghiera, & norte, & l’anno 1624 fattolo poscia vdire à migliori de la Nob. Cità di Venetia, in vna nob. Stanza del Illust. & Ecc. Sir. Gerolamo Mozzenigo Cauaglier principale, & ne comandi de la Sereniss. Rep. di primi, & mio particolar padrone, & partial protettore; fu con molto aplauso ascoltato, & lodato»..

Lo primero que sorprendía ver en el programa de mano era que no había tres cantantes –Tancredi, Clorinda y Testo, el nombre que Monteverdi da en su partitura al narrador que cuenta la historia y sobre el que recae todo el peso de la interpretación–, sino sólo uno: Anna Caterina Antonacci. La soprano es uno de los grandes nombres y una intérprete solicitadísima en los actuales teatros de ópera, en los que protagoniza habitualmente títulos como Carmen, Norma, Les Troyens, Werther, Madama Butterfly, Macbeth o Alceste (que iba a haber cantado este año en el Teatro Real de Madrid, pero que decidió, al parecer, cancelar –por una vez, con buen criterio– al conocer los detalles de la disparatada puesta en escena de Krzysztof Warlikowski). También ha cultivado el repertorio barroco (Rodelinda, Serse y Agrippina de Haendel) y, en formato más intimista, siente una atracción por Monteverdi que viene de antiguo. No es fácil, sin embargo, cantar habitualmente Bellini, Verdi, Berlioz o Puccini en grandes teatros y conseguir dominar al mismo tiempo el estilo del primerísimo Barroco. Antonacci tiene una presencia escénica irresistible y su voz se halla en el punto óptimo de madurez: homogénea en todos los registros, posee la tersura y el poso perfectos. Por si fuera poco, su dicción es intachable y no parece capaz de hacer una sola frase musicalmente mal construida o pobremente dibujada: todo está en su sitio. Sin embargo, su Combattimento no resultó en absoluto convincente.

Para explicar el porqué basta acudir, quizás, a las fuentes, que nos revelan que Antonacci no parece haber asimilado algo que resulta esencial en esta música y que encontramos ya claramente expresado en el prólogo del oratorio de Cavalieri antes citado: «Rappresentatione di Anima, et di Corpo Nuovamente posta in musica dal Signor Emilio Del Cavaliere per recitar Cantando». Estas dos últimas palabras nos dan la clave: «recitar cantando», la misma expresión que también utilizaba en sus escritos Jacopo Peri, otro de los pioneros. Hay pocas obras en las que sea más necesario recitar cantando que el Combattimento de Monteverdi. Testo recita los versos de Torquato Tasso, escritos en la inevitable ottava rima, y nos cuenta en endecasílabos tomados del Canto XII de Gerusalemme liberata cómo el cristiano Tancredi y la pagana Clorinda, enamorados, se enfrentan entre sí en la última batalla. Ella va cubierta por una armadura y él no la reconoce. Él acaba imponiéndose en la lucha y ella, mientras yace moribunda, le perdona y pide ser bautizada. Al descubrir el rostro de su amada oculto hasta entonces tras la celada, Tancredi queda horrorizado al ver a quién ha matado, pero Clorinda muere felizmente con una visión de su alma ascendiendo al cielo: «S’apre il ciel: io vado in pace».

Bien interpretado, el Combattimento es una obra perturbadora que, casi tres siglos después de ser concebida, no ha perdido un ápice de su capacidad de conmovernos. Monteverdi poseía un instinto teatral inigualable y no hay verso ni palabra de Tasso a los que no exprima todo su jugo dramático. En la partitura hay también apuntes descriptivos a cargo de los instrumentos (cuatro violas da braccio y bajo continuo, integrado por clave y un «contrabasso da gamba») y en ella leemos indicaciones como Motto del Cauallo, Principio della Guerra y Guerra. Por utilizar la terminología del propio Monteverdi, en la primera mitad alternan fundamentalmente los géneros temperato y concitato, mientras que todo el tramo final, desde que Tancredi hiere mortalmente a Clorinda, está dominado por el molle, por la suavidad del amor y la compasión. Pero es Testo, no los dos guerreros, que sólo cantan dieciséis versos de otras tantas estrofas, repartidos por toda la obra, quien ha de sostenerla de principio a fin, quien ha de atrapar la atención del espectador, quien ha de jugar con sus emociones. En un prólogo específico que antecede a la partitura del Combattimento, Monteverdi ofrece indicaciones inequívocas para el cantante: «La voz de Testo deberá ser clara, firme y con buena dicción, algo apartada de los instrumentos, de modo que la oración pueda entenderse mejor. No debe hacer adornos o trinos en otro lugar que no sea la canción de la estrofa que comienza “Notte”; en el resto, pronunciará las palabras a semejanza de las pasiones de la oración»«La voce di Testo douera essere chiara, ferma, & di bona pronuntia alquanto discosta da gli ustrimenti, atiò meglio sia intesa nel oratione; on douera far gorghe ne trilli in altro loco che solamente nel canto de la stanza, che incomincia Notte; Il rimanente porterà le pronuntie à similitudine delle passioni del’ oratione»..

Para ello ha de cambiar frecuentemente de tempo, de registro, de métrica, de dinámica y trasladar mentalmente a sus oyentes al campo de batalla: la velada en el palacio de Mocenigo se abrió con varios madrigales de cámara interpretados por cantantes e instrumentistas; a continuación, para sorpresa de todos, entraron en la sala tres personas diferentes, dos llevando armadura, uno de ellos a pie y el otro montado en un caballo de madera. La tercera, Testo, empieza entonces a contar la historia: «Tancredi, che Clorinda un uomo stima…». Como ha escrito Tim Carter, «debió de ser un momento realmente extraordinario, que generó precisamente esa sensación de asombro y meraviglia que entonces se veía como el gran objetivo del arte».

La voz de Testo ha de poder ser calma o extremadamente ágil, como cuando Monteverdi le hace cantar una sílaba por semicorchea a toda velocidad en lo que debe sonar casi como una ráfaga de ametralladora: «L’onta irrita lo sdegno alla vendetta, / E la vendetta poi l’onta rinova, / Onde sempre al ferir, sempre alla fretta / Stimol novo s’aggiunge e piaga nova» («El ultraje exacerba la furia de venganza, / y luego la venganza el ultraje renueva, / y con tales heridas, con un frenesí tal, / nace estímulo nuevo y nueva llaga»). La voz grande y densa de Antonacci no puede con estos pasajes, que requieren una agilidad extrema. Ella solventa la papeleta cantándolos con un tempo mucho más lento del que sin duda imaginó Monteverdi y sin el necesario contraste con los versos precedentes y subsiguientes. Y este es el principal lastre de su propuesta de Combattimento: el elemento de sorpresa está siempre ausente, su narración suena más a un largo y monótono lamento que a un relato vívido y extraordinario. A veces introdujo, sí, pequeñas recreaciones personales, como cuando simuló un progresivo desfallecimiento, separando mucho las sílabas, en «stanco e anelante», una licencia que no encuentra apoyo alguno en la partitura. Pero le faltó introducir ornamentos (Monteverdi escribe algunos, pero sabía que los cantantes añadirían muchos más de su propia cosecha, como era habitual en la época), y no consiguió envolver su narración con el arte de la sprezzatura, ese término intraducible, utilizado por Giulio Caccini en el prólogo de su Euridice, y que viene a ser una combinación de flexibilidad y expresividad, la sal y la pimienta con que debe aderezar un cantante la monodia para lograr situarse en ese terreno intermedio y felizmente ambiguo entre el habla y el canto. El deseable «recitar cantando» se mudó en un previsible «cantar cantando». Con una soprano de las características y con la trayectoria de Antonacci no podía haber sido de otra manera.

Su arte sí que nos emocionó, claro, en el perdón y la posterior visión celestial de Clorinda, dos cimas del arte monteverdiano que son las que mejor se adecuan a su voz y que piden –ambas– a gritos ser, esta vez sí, cantadas sobre el apacible fondo sonoro de los instrumentos. Al encarnar ella a los tres personajes se pierde también el imprescindible contraste tímbrico, esencial justo en esos dos momentos, en los que, tras escuchar a una voz masculina la extensa narración (en la primera edición, Testo aparece en la parte del «Tenore Primo», pero es frecuente escucharlo a barítonos, y es imposible olvidar la magistral recreación que hizo Roberto Abbondanza en el auditorio del Colegio de Médicos de Madrid en 2001), la voz de tiple de Clorinda, ya herida de muerte, suena especialmente frágil y conmovedora. Los instrumentos tampoco le ayudaron mucho: no lograron remedar ni lejanamente el trote del caballo ni el entrechocar de las armas, no hubo una distinción marcada entre lo que Monteverdi llama «suoni incitati, & molli» («sonidos vehementes y suaves»), ni tocaron «ad immitatione delle passioni del’oratione», y el bajo continuo, único apoyo de la cantante en muchos momentos, fue también pobre, monocromo y muy poco dúctil.

Esta había sido, de hecho, la tónica durante todo el concierto. La Accademia degli Astrusi decepcionó en todas las piezas puramente instrumentales y su cúmulo de defectos asomaron con especial crudeza en la mejor de todas ellas, elegida para abrir la segunda parte del concierto: la última de las Sonatas op. 2 de Arcangelo Corelli. Fallaron, como venían haciéndolo desde el principio del concierto, los dos violinistas, Lorenzo Colitto y Luca Giardini, que sonaron desconjuntados, desavenidos, desnortados y terriblemente desafinados en esta memorable chacona. Las sonatas en trío de Corelli requieren casi dos almas gemelas que hagan justicia a su escritura transparente, dos violinistas que, si cerramos los ojos, resulten prácticamente indistinguibles al oído. Colitto y Giardini tienen técnicas ostensiblemente diferentes y en ningún momento lograron ni acompañar ni tocar como solistas con la libertad y el aire grácil e improvisatorio que demandan estas músicas, sino más bien con un tono enfático que casa muy mal con este repertorio. El director del grupo, Federico Ferri, concertó desde el violonchelo, y tuvo su mejor aliado en el clavecinista y organista Daniel Proni, todo lo contrario de lo que puede decirse de Giovanni Valgimigli, al violone, y Stefano Rocco, a la tiorba, irrelevantes, agazapados y prácticamente inaudibles durante todo el concierto. La plantilla la cerraba el violista Gianni Maraldi, desganado, apático y despistado, pues tuvieron que ir incluso a buscarlo a camerinos en una de las pocas obras en que se requería su presencia en el escenario.

En el resto de las obras cantadas, Anna Caterina Antonacci hizo valer su gran clase, dando lo mejor de sí en Disprezzata regina, el fabuloso lamento de Ottavia en L’incoronazione di Poppea, la última ópera del mago Monteverdi. Dio muestras de su vena cómica –sin propasarse, como cantante sobria que es– en un aria del oscuro Pietro Antonio Giramo y ofreció dos primicias de Giacomo Antonio Perti y Pietro Antonio Cesti rescatadas por el musicólogo Francesco Lora (aunque ferraresa, Antonacci se siente muy unida a Bolonia). El público no pudo contar con el texto de ninguna de estas obras (tampoco del Combattimento, lo que son ya palabras mayores), algo difícil de comprender en una institución como el Centro Nacional de Difusión Musical, que acaba de presentar a bombo y platillo su próxima temporada, con nada menos que doscientos cincuenta conciertos programados en varias capitales españolas. Pero, ¿tiene sentido ofrecer un concierto como el aquí reseñado y privar al público de los textos? Es como acudir a una película en versión original en la que el exhibidor ha decidido ahorrarse la traducción y proyección de los subtítulos. ¿No sería más razonable organizar algunos conciertos menos y, con el dinero ahorrado, publicarlos o, al menos, como se ha hecho otras veces, incluirlos en su página web para que puedan descargarse e imprimirse previamente en casa? Cuesta imaginar qué sacaron en limpio aquellas personas que escucharon el Combattimento sin saber italiano y sin comprender lo que allí estaba dilucidándose. También en esto somos víctimas de la crisis, claro, pero hay costumbres muy arraigadas que no deberían perderse, sobre todo cuando hay indicios claros de que sí hay presupuesto para otros menesteres.

Nada mejor, por ello, reciente aún la celebración del bicentenario de su nacimiento, y retomando así las primeras líneas de este texto, que recuperar el bien conocido dictum de otro ilustre operista, Giuseppe Verdi, uno de los más ilustres colegas y compatriotas de Claudio Monteverdi o Vincenzo Galilei, y heredero al fin y al cabo, varias generaciones después, de los logros visionarios del padre del famoso astrónomo y de sus compañeros de la Camerata. También él pareció encontrar en el pasado la mejor forma de vislumbrar el futuro y avanzar hacia él, aunque la frase se situó originalmente en un contexto que también interesa sacar ahora aquí a colación para acabar: el de conocer los fundamentos técnicos de algo (en su caso, la enseñanza ofrecida en los conservatorios, ya que acababan de ofrecerle dirigir el de Nápoles, oferta que rechazó amablemente) para luego poder crear e innovar a partir de esa base. Los numerosos documentos de la época nos dan pistas más que suficientes para saber también en qué consistía aquello de «recitar cantando», algo que tanto echamos de menos en el Combattimento de la, por otra parte, valiente, entregada y admirable –hay que insistir en ello– Anna Caterina Antonacci. Al final de una carta fechada por Verdi el 5 de enero de 1871, y dirigida a Francesco Florimo, podemos leer: «Torniamo all’antico: sarà un progresso».

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

16 '
0

Compartir

También de interés.

Francisco de Goya: El agarrotado

Hacia 1779, Francisco de Goya realizó un aguafuerte que anticipaba el estilo sombrío y…

Charles Chaplin: tres imágenes del siglo XX

¿Puede condensarse el siglo XX en tres imágenes? Parece una tarea imposible, pero el…