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ROBERTO BOLAÑO. AMULETO

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«Esta será una historia de terror. Será una historia policíaca, un relato de serie negra y de terror. Pero no lo parecerá. No lo parecerá porque soy yo la que lo cuenta, soy yo la que habla y por eso no lo parecerá. Pero en el fondo es la historia de un crimen atroz.»

Así empieza esta novela de Roberto Bolaño, la primera que yo leo y cuarta o quinta de entre las suyas, un autor chileno que ha ganado con Los detectives salvajes el premio Anagrama en 1998 y el premio Rómulo Gallegos, un premio este que sólo en una ocasión ha ganado un autor español, Javier Marías.

Pues bien, este primer párrafo de Amuleto podría definir muy bien lo que la novela es. También acaso lo que pudiera ser y no es. Desde luego, no una historia de terror, aunque haya algo, incluso mucho, de terror en lo que se cuenta. Porque su protagonista, la narradora, de nombre Auxilio Lacouture, uruguaya residente en México D. F., que se declara madre de los poetas mexicanos, se oculta de la policía, durante la toma y ocupación de la Universidad en los sucesos de septiembre de 1968 y allí permanecerá escondida, sentada sobre la taza del váter o acostada sobre las baldosas del estrecho recinto, un número indeterminado de días con sus respectivas noches.

Y no es una historia de terror porque, según queda dicho, en ningún momento lo ha pretendido así el autor que no ha permitido por tanto a la protagonista narradora que narre la historia en clave de terror, acaso porque el terror de lo así narrado quedaría entonces constreñido a los márgenes más menguados que delimita todo género. Y la verdad es que a poco que uno lo piense produce espanto que haya habido tantos miles de personajes trasterrados, para allá primero, para acá después, personajes admirados y queridos como la pintora catalana Remedios Varo, que le hablaba al mundo en castellano y a su gato en catalán, o como los poetas León Felipe y Pedro Garfias, muertos ambos en el exilio mexicano, uno en 1968, otro en 1967, a los que Auxilio, la protagonista narradora, hace las veces de asistenta, sin más pago que el de mantener viva y más de cerca la admiración que les profesa, una Auxilio Lacouture que vive como del aire y en el aire, casi un ectoplasma, que se tapa la boca con una mano para ocultar los cuatro dientes delanteros que le faltan y que, desde su refugio sobre la taza de un váter en la universidad de México, se adentra con sus vislumbres en el negro porvenir de Latinoamérica y del mundo.

Y, asimismo, produce espanto su soledad –su soledad en compañía que es como se sabe la más cruel de las soledades– no naturalmente durante el obligado encierro para ponerse a salvo de las escaramuzas y matanzas que tienen lugar fuera, sino antes y después, porque, aunque rodeada de exiliados, viviendo entre gentes que cultivan el arte y sueñan la revolución, a Auxilio Lacouture ni siquiera le cabe la esperanza del amor, de cualquier amor, que «el amor no trae nada bueno. El amor siempre trae algo mejor. Pero lo mejor es a veces lo peor si eres mujer, si vives en este continente que en mala hora encontraron los españoles, que en mala hora poblaron esos asiáticos despitados».

Desfila así por las ciento cincuenta páginas de Amuleto un censo variado de personajes vivos o que vivieron, de hombres y mujeres ilustres en el arte y la literatura hispanoamericana de este siglo que termina, a veces apenas como algo más que una referencia, otras, se integran en el relato como seres de ficción, tal el caso de Lilian Serpas, por ejemplo, a quien se describe como una poeta más o menos conocida y una mujer de extraordinaria belleza que un día se enamoró de un hombre, «un tal Coffeen, puede que norteamericano, puede que inglés o puede que fuera mexicano. El caso es que tuvo un hijo con él y lo llamó Carlos Coffeen Serpas. El pintor Carlos Coffeen Serpas». La misma Lilian Serpas de la que se cuenta que el día que conoció al Che Guevara se lo llevó a su casa y se metieron en la cama sin hacer ruido para que Carlitos Coffeen no se despertara.

Y llegados aquí uno no sabe si es la ficción la que se ha incrustado en la realidad o viceversa, aunque a la postre poco importe si esa ambigüedad no hace sino reforzar la vaga impresión de desesperanza que pretende impregnarlo todo. Un ejemplo: Coffeen, pronunciado Cofin es lo mismo que coffin, en inglés ataúd. Otro, la descripción que hace nuestra protagonista narradora del Coffeen hijo: «Era alto, más alto que su madre, y se podía adivinar que en su juventud había sido delgado y de buen porte aunque ahora estuviera gordo o más bien hinchado. Su frente era grande, pero no tenía esa amplitud que sugiere a un hombre inteligente o razonable, sino que presentaba la amplitud de un campo de batalla, y a partir de allí todo era derrota: el pelo ralo y enfermizo que cubría sus orejas, el cráneo más que abombado abollado, los ojos claros que me miraron con una mezcla de desconfianza y aburrimiento. Pese a todo (yo soy optimista por naturaleza), me resultó atractivo».

Ficción, realidad y también símbolos. Claro que, por muy evidentes que éstos nos parezcan, la lectura de Amuleto exige cautela. No hay simbología sin arcano. Lo que puede ser también puede no ser. Y en este texto el lector está siempre obligado, obligado por el autor, a ir muy por detrás de él. La propia Auxilio Lacouture desvela la razón cuando al comienzo del capítulo 13, ya en la parte final de la novela, declara: «Supe entonces lo que supe y una alegría frágil, temblorosa, se instaló en mis días».

Supe entonces lo que supe. Bien, pues esa es en efecto la impresión que nos deja Amuleto, la de que siempre hay alguien, el autor, la narradora, que sabe más que el lector y que es más listo que el lector. Algo desde luego no casual, sino buscado por Bolaño, a tenor no sólo del ensimismamiento que reflejan los materiales narrativos que elige, casi en exclusiva del mundo literario y artístico, sino también por la índole figurada de muchas de sus reflexiones. Aunque Auxilio Lacouture sea, según se dice en el libro, alta y flaca como don Quijote, el hidalgo manchego resultaba mucho más explícito, lo que, para ser sincero, a estas alturas, tampoco puede ser considerado un reproche.

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