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America First

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Si las elecciones presidenciales estadounidenses tienden a ganarse o perderse en el terreno de la economía, la política internacional, en cambio, genera escasas pasiones en el electorado. Trump no va a conseguir muchos votos entre las élites diplomáticas y, al gran público, salvo en el caso de nuevas e interminables guerras, lo que pase más allá de sus fronteras no le suele dar frío ni calor. Y, sin embargo, su programa America First ha dado un giro radical a la política exterior norteamericana.

No ha ganado con ello grandes simpatías ni en su Departamento de Estado, ni en muchas cancillerías del ancho mundo, ni por supuesto en los medios de comunicación globalistas que han denunciado, sin darle la menor tregua, sus zigzags, su falta de objetivos, sus continuos y sorprendentes cambios de personal, su incompetencia, su desmedido apetito de aplausos, su narcisismo. Ni le perdonan —el peor de sus agravios— el ninguneo de los portentosos éxitos internacionales de Obama que esos mismos medios, de consuno, festejaban a cappella. Quien haya soportado, con forzosa mansedumbre, The Final Year—un documental de 2017 en el que destacados miembros de la administración saliente no paraban de ensalzar esos éxitos y de felicitarse mutuamente por haberlos logrado— puede imaginar cuánto debe de doler en sus oponentes la actitud de Trump.

La política exterior estadounidense ha estado dominada desde finales de la Segunda Guerra Mundial por el deseo de defender un orden internacional liberal soportado por la hegemonía militar y económica del país. Desde su campaña electoral Trump adoptó, sin embargo, un orden de prioridades diferente que se plasmó al final de 2017 en la nueva Estrategia Nacional de Seguridad que se conoce como America First —América es lo primero—.

Ante todo, la nueva estrategia exige robustecer el poderío militar americano para que asegure una supremacía total (overmatch) en todos los posibles escenarios de conflicto (tierra, mar, aire, espacio, ciberespacio). Ese predominio implica un gran esfuerzo fiscal, que sólo podrá mantenerse si la economía americana mantiene su liderazgo, especialmente sus ventajas comparativas en tecnología e innovación. Y para ello —tercer fundamento— es menester sacar a Estados Unidos de acuerdos comerciales perjudiciales para sus intereses y denunciar prácticas lesivas de otros países —especialmente China, pero no sólo— tales como el robo de la propiedad intelectual de las empresas americanas o las subvenciones a las de su propio sector público. En suma, los intereses de Estados Unidos tienen que primar sobre cualquier otra consideración en sus relaciones con el resto del mundo. Estados Unidos continuará su contribución al mantenimiento del sistema, pero no puede seguir siendo su principal sustento, menos aún su gran financiador militar.

A sus contrapartes extranjeras esa afirmación les resultaba anticuada, por nacionalista y populista. No conseguían entenderla y acusaban a Trump de desconocer los compromisos contraídos por Estados Unidos en su historia reciente. «Trump descolocó a los diplomáticos del mundo entero que no sabían cómo reaccionar ante lo que su visión de America First iba a significar para sus países […] Pero Trump es difícil de entender no porque su enfoque de la política internacional sea muy complejo, sino porque es diferente» del que en los últimos sesenta años solía esperarse de un presidente americano.

La estupefacción que Trump produce se debe en buena medida a la creencia de que la política hegemónica de la posguerra es la única opción posible en un mundo cada vez más global, más complejo y más peligroso. A cambio de imponer su visión del mundo, Estados Unidos tenía que cargar con los costes que se imputan al financiero y al policía del sistema. Esa idea es un anacronismo, porque desconoce que, como lo ha puesto de relieve Walter Russell MeadWalter Russell Mead, Special Providence. American Foreign Policy and How It Changed the World. Alfred A. Knopf: Nueva York 2001., en la historia diplomática estadounidense ha habido y hay no una, sino al menos cuatro tradiciones diplomáticas, que a veces se entrelazan y a veces pujan entre sí. Pero, aún más importante, porque no toma en cuenta que el final de la guerra fría ha cambiado por completo el escenario.

Vayamos con Mead y sus tradiciones a las que bautiza con el nombre de las figuras históricas que, a su juicio, mejor las expresaron: Hamilton, Wilson, Jefferson y Jackson.

Hamilton encabeza al amplio grupo de políticos y pensadores que, a lo largo de la historia, han visto en la defensa de los intereses comerciales y económicos de las compañías y de los inversores americanos la responsabilidad internacional básica de su gobierno. Son también partidarios de primar en su política internacional la relación especial que une a Estados Unidos con el Reino Unido y otros miembros de la Commonwealth (Canadá, Australia, Nueva Zelanda), dados los lazos históricos, lingüísticos y culturales que comparten. El resto del mundo ocupa un lugar accesorio.

Woodrow Wilson, que da el nombre al siguiente grupo, fue el presidente de Estados Unidos (1913-1921) que decidió la intervención estadounidense en la Primera Guerra Mundial y la creación de una Sociedad de Naciones para garantizar la solución pacífica de futuros conflictos. Los wilsonianos piensan que Estados Unidos tiene el deber moral de extender sus propios valores por el mundo entero, con una consecuencia inescapable: exigir a los demás países que se plieguen a su celo misionero.

Para Jefferson y sus seguidores —la tercera tradición—, la clave de la política internacional es la preservación de la democracia americana en un mundo lleno de amenazas. Esa dimensión primordialmente nacional los ha llevado a criticar las tendencias intervencionistas de las dos escuelas anteriores. Su obsesión ha sido siempre hallar la forma menos costosa y menos peligrosa de defender la democracia americana, al tiempo que exorcizan la tentación de imponer a otros países los valores americanos por la fuerza. No creen que Estados Unidos deba inspirar cambios de régimen.

Tal vez la persuasión menos conocida es la que se inspira en la figura de Andrew Jackson, el séptimo presidente estadounidense (1829-1837). Sus partidarios representan, ante todo, un ramillete de convicciones populistas combinado con una cultura centrada en el honor, la independencia y el orgullo militar del pueblo americano. Es la escuela menos interesada en apelar a la redondez de sus posiciones intelectuales: «No es una ideología ni un movimiento bien definido que tenga una clara relación con la historia ni tampoco una definición políticamente precisa. Pese a ello, la América jacksoniana ha generado —y parece probable que siga haciéndolo— nuevos líderes y movimientos políticos, uno tras de otro»Walter Russel Mead, Ibid., p.223..

Esa idea de comunidad popular más allá de las clases y de otras diferencias sociales fue tradicionalmente parte principal del acervo político de los demócratas hasta que Nixon se apropió de ella. Con su decidida actitud antielitista, su defensa de las clases medias, su escaso interés por la comunidad internacional y su escepticismo frente a quienes creen en la perfectibilidad de la naturaleza humana, los jacksonianos —en hibernación durante la larga etapa de hegemonía mundial de Estados Unidos— se han reencarnado hoy, a la manera torrencial e intempestiva de Donald Trump, en los nuevos comportamientos del Partido Republicano.

¿Por qué ha resurgido esta opción tras la larga etapa wilsoniana que, con el hiato de Reagan, va de 1932 a 2016, desde Franklin Roosevelt hasta Barack Obama?

El final de la guerra fría marcó el principio de la ruptura. Hasta entonces una política aislacionista era difícilmente concebible, pues la existencia de la Unión Soviética impulsaba a todo el espectro político americano a agruparse bajo la bandera del anticomunismo. A los partidarios del optimismo wilsoniano nunca les había resultado difícil entenderse con los de Hamilton, que creían en la necesidad de defender la libertad del comercio internacional que tan bien casaba con sus intereses. El miedo al comunismo, por su parte, presionaba a los otros dos sectores a sostener la causa común.

Con el estallido del imperio soviético esa unidad empezó a resquebrajarse con rapidez.

La respuesta de los optimistas fue la ilusión de que un mundo libre y democrático estaba al alcance de la mano. El triunfo del proceso de globalización haría posible el fin de la historia y auguraba un mundo ansioso de entregarse a la libertad de mercado. Ni Rusia ni China podrían resistir esa presión y acabarían por convertirse en sociedades liberales si se les concedía tiempo y paciencia. Los primeros años del siglo actual vieron el florecer de un conjunto de instituciones multilaterales que, sobre el eje de Naciones Unidas, iban a asegurar —se decía— una gobernación global más eficaz y menos dependiente de Estados Unidos. La propia hegemonía de Estados Unidos acabaría por tornarse innecesaria.

Era una ilusión con dos vertientes. La más hosca se vivió bajo Bush Jr. con la respuesta al ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001. La invasión de Afganistán y el añadido mal forjado de la de Irak se justificaron con la quimera de que el terrorismo islámico se debía a la incapacidad de los gobiernos autoritarios de Oriente Medio para aceptar los valores democráticos, una deriva que cabía contener con cambios de régimen forzados desde el exterior. La incapacidad de acabar con aquellas dos interminables guerras mostró a las claras los límites de esa opción neoconservadora.

La cara más desenvuelta ocupó buena parte de los años de Obama, especialmente su segundo mandato, cuando el presidente optó por conducir la política mundial desde el asiento de atrás, renunciando a influir sobre el tráfico excepto por declaraciones ampulosas, silencios atronadores y decisiones imprudentes. El arco de la historia, empero, no se vencía tan fácilmente hacia la justicia en el mundo real como en el imaginario presidencial. Atrás quedaban, sin contar otras decisiones anteriores, aquella línea roja a Assad que retrocedía cuanto fuera menester con cada paso adelante del presidente sirio; una terminante denuncia, sin la menor consecuencia, de la invasión y ocupación de Crimea por Rusia; el acuerdo nuclear con Irán firmado a espaldas del Congreso; el blanqueamiento del régimen cubano sin la menor exigencia de contrapartidas democráticas; el abandono final de Israel en Naciones Unidas.

Por más que ninguna de esas actuaciones influyera decisivamente en el resultado de la elección presidencial de 2016, cada una de ellas aumentaba la desconfianza en la capacidad del gobierno demócrata para afrontar las sucesivas crisis internacionales y el deseo de salir de ellas sin dar la impresión de que se cedía a la presión de los más temerarios. El optimismo wilsoniano había tocado fondo.

Aunque él se resista a creerlo, Trump no es precisamente Sun Tzu. A la convicción —acertada— de la inopia en que se debatían los optimistas le había llevado más la intuición que el razonamiento. Y eso se hace notar en su dificultad para dar a sus instintos la forma de una solución sensata en vez de un capricho. A menudo parece ceder a la tentación de ridiculizar a sus adversarios antes que a la necesidad de explicar la base racional de su postura. Así permite que decisiones intachables como la de abandonar el acuerdo nuclear con Irán, sacar a Estados Unidos de los acuerdos sobre el clima de París o reconocer a Jerusalén como capital de Israel aparezcan en un tuit alentado por la furia que le ha causado un programa crítico de televisión. Sus adversarios le reprochan su infatuación con los líderes de sistemas autoritarios como Putin o Xi Jinping, sin que él les recuerde la suya con la eficacia del régimen chino o con la temeridad incontestada del ruso.

De esta forma ha hecho plausible la imagen de político desnortado y caprichoso que sus críticos le adjudican. «La estrategia presidencial de Trump —nacionalista y proteccionista— con su America First, socava implacablemente la defensa histórica que ha hecho Washington del librecomercio, de los derechos humanos y de la democracia, políticas todas ellas profundamente arraigadas en la marca americana» , resumía uno de sus críticos sin que el presidente creyera conveniente contestar que esas tres grandes ideas pueden defenderse de formas muy distintas. Una de ellas, típicamente jacksoniana, es la de no entrar en conflicto abierto a menos que puedan derivarse consecuencias que pongan en peligro a su país o amenacen con lesionar gravemente sus intereses nacionales. Su America First se niega a mirar más allá de América.

De ahí su actitud, tan frustrante, de observador ajeno a lo que suceda en terceros países. Si China rompe la Declaración de 1984 y extiende a Hong Kong el régimen carcelario que impone en el resto del país; si hay pruebas razonables para mantener que el príncipe heredero saudí es responsable del asesinato de Jamal Khashoggi, un opositor bien conocido; si Alexei Navalni es envenenado con Novichok y la complicidad del Kremlin de Putin, Trump, si acaso, exhala un suspiro contrariado. En algunos casos, como el de la provincia china de Xinjiang, donde más de un millón de musulmanes uigures han sido concentrados en campos de «formación profesional», cabe esperar que Estados Unidos imponga algunas sanciones claramente limitadas en su alcance. No mucho más. En resumidas cuentas, algo muy similar a lo que hacía el Departamento de Estado en tiempos de Obama, con la diferencia de que Trump ahorra las invocaciones morales en las que su antecesor envolvía una similar apatía reactiva.

La pasividad, empero, muda en afán vertiginoso así que algún acontecimiento, para bien o para mal, roza los intereses económicos americanos. Ahí aparecen las amenazas palmarias o los elogios encendidos. A Kim Jong-un, el sátrapa norcoreano, le recordó al principio de su mandato que sus amenazas a Estados Unidos serían respondidas «con un fuego y una furia jamás vistos por el mundo» para, un año después firmar un tratado bilateral en Singapur y, al siguiente, reunirse con él en la zona desmilitarizada entre las dos Coreas. No es el único ejemplo que podría citarse. Y, sin embargo, pese a sus maneras alocadas y a menudo incongruentes, Trump ha conseguido éxitos que habían escapado a sus antecesores en Asia, en el Oriente Medio y en Europa.

Ante todo, ha impuesto una clara reordenación de sus objetivos de política exterior en un sentido compatible con el de los hamiltonianos. Los aspectos económicos y comerciales han pasado indiscutiblemente a primer plano. Los más directamente políticos pueden esperar. 

Pivotar hacia Asia había sido un objetivo repetido por Obama sin gran concreción. Asia hoy es, ante todo, China y entre 2008 y 2016 la participación de empresas chinas en las cadenas globales de valor creció vertiginosamente en detrimento de las empresas americanas y de sus trabajadores; el déficit comercial entre ambos países anotó valores crecientes; y el Mar del Sur de la China se convirtió en un estanque de Pekín.

Inmediatamente después de su inauguración presidencial, Trump comenzó a cambiar los términos de esa relación con su amenaza, luego ejecutada, de aumentar los aranceles de muchos productos importados de China. En la óptica presidencial ese aumento, que induciría un alza en los precios de las importaciones chinas para los consumidores americanos, era un esfuerzo necesario para presionar al gobierno chino a abrir su mercado a los bienes y servicios americanos sin imposiciones ni abusos para con su propiedad intelectual. El proceso de negociación no ha llegado a su fin y, por el momento, la parte china espera con calma al resultado de las elecciones de noviembre. Pero la decisión de Trump no ha pasado inadvertida para el público americano. Una mayoría de políticos demócratas ha salido de su pasividad anterior y ahora defiende con firmeza un cambio radical en las relaciones económicas con China.   

Su concentración sobre los factores económicos refleja también el profundo escepticismo de Trump sobre la capacidad americana para lograr cambios rápidos a favor de la democracia en la arena global. «La idea de que Estados Unidos debería apoyar el impulso democrático ha sido uno de los cimientos de la política exterior americana —y republicana— durante décadas. Pero Trump no la comparte. Para él, promover la democracia es una tarea que América no sabe hacer bien y, con frecuencia, ha llevado a adoptar decisiones equivocadas […] Trump no puede ocultar su desdén hacia los liberales internacionalistas y hacia los neoconservadores» . Y se mantiene en sus trece contra viento y marea sin importarle que le acusen de ser un peón de Putin ni condenar la represión de Xi Jinping sobre su propio pueblo. Son cosas que exceden su interés, porque ni Rusia ni China van a cambiar en un futuro previsible.

Pero, se dirá con razón, ¿acaso no afectan a la seguridad de Estados Unidos las decisiones imprevistas, pero directamente políticas, de otros actores?  Irán, por ejemplo, ha estado incendiando el Medio Oriente durante años por razones que no son directamente económicas y, en busca de su propia hegemonía, ha tratado de expulsar a Estados Unidos de la zona. Para Trump, ni las bravatas de Bush Jr. sobre el cambio de régimen ni la rendición de Obama en el acuerdo nuclear con los ayatolas pueden llevar a parte alguna en este asunto. Y, de acuerdo con sus convicciones, su respuesta a Irán ha sido, ante todo, económica: endurecer al máximo las sanciones a su comercio exterior en espera de que el régimen resulte incapaz de salir del atolladero.

¿Y si no sucede así? Los regímenes autoritarios no temen aplicar la represión y pueden atrasar un ajuste de cuentas ad calendas graecas. En ese caso, Trump prefiere esperar sin caer en la tentación de romper las hostilidades. Durante 2019 Irán multiplicó sus provocaciones a la libertad de navegación hasta el punto de que, en algún momento, algunos consejeros de seguridad del presidente plantearon la eventualidad de un encuentro militar sin obtener luz verde. Como Don Corleone, se limitó a enviarles la cabeza sangrante del general Soleimani a primeros de enero 2020. Y, como él, enredó a los clérigos iraníes en una maniobra diplomática espectacular: el reconocimiento de Israel por algunos pequeños estados sunitas que podría abrir las puertas a una decisión similar por parte de Arabia Saudita.

Esa fijación con la economía ha pautado también sus relaciones con los países de la Unión Europea. Trump los considera como parientes pobres que viven de la fortuna que Estados Unidos les dispensa tan generosa como innecesariamente. Se han convertido —especialmente Alemania— en competidores económicos; son aliados poco fiables; han descuidado su propia seguridad manteniendo unos presupuestos militares ridículos. ¿Cuántas divisiones tiene Merkel? Y así se resisten a plantar cara a las acciones agresivas de Rusia que no es misión estadounidense detener, mientras sus medios de comunicación repiten sin duelo que es él el candidato manchú.

Trump ganará o no las elecciones, pero parece indudable que su opción por America First no va a ser una erupción efímera en la futura diplomacia americana.

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