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Afrodita Blanco y el poder de la autonomía

Afrodita desenmascarada. Una defensa del feminismo liberal

María Blanco

Barcelona, Deusto, 2017

224 pp. 16,95 €

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En este libro, María Blanco nos ofrece una mirada al feminismo poco habitual, pero cargada de legitimidad. Y es que, aunque se ignore o se haya olvidado, el feminismo debe al optimismo ilustrado y al liberalismo político algo muy valioso: su origen. Por tanto, sus cimientos fueron liberales y libertarios antes que cualquier otra cosa. No en balde, nació y se autoproclamó como «movimiento de liberación de las mujeres». ¿Por qué resulta tan necesario refrescar nuestra memoria y ensalzar este origen liberal?

Porque en la actualidad el feminismo ha sido «secuestrado» ?como señala la autora? por una escuela de pensamiento monolítica, que habla en boca de todas las mujeres cuando, en realidad, sólo representa la opinión de un grupo. Un grupo mayoritario, eso sí, y que ostenta un poder político y social nada desdeñable, como señala Blanco. También merece la pena clarificar nuestra memoria, porque los términos «liberal» y «libertario» han sufrido una injusta devaluación por parte de quienes no conocen realmente el legado y el significado político de estas palabras, que miran con desdén. Hoy, que te llamen «liberal» es casi un insulto y, para muchas feministas, acusar a otra mujer de que sus planteamientos feministas son liberales equivale a decirle que son «de pacotilla». O, peor aún, que son «antifeministas». Pero, lamentablemente, así funcionan las corrientes hegemónicas. El mainstream feminista no es, por desgracia, una excepción, como descubrirá el lector de Afrodita desenmascarada.

De puertas para fuera, se diría que el feminismo fuese algo unitario, con sus pequeños matices entre escuela y escuela. Pero lo cierto es que esta unidad se rompió en los años noventa, cuando una serie de feministas norteamericanas y canadienses se atrevieron a mostrar su desacuerdo con ciertos dogmas centrales y con el giro ideológico que estaba engullendo al movimiento. Un giro que no pudieron frenar, aunque sí señalar. A España este feminismo disidente no llegó con el mismo ímpetu con que surgió en sus lugares de origen y, por ello, no contamos con muchas obras en castellano representativas de esta corriente. Por esta razón es muy buena noticia que surjan Afroditas sin complejos en nuestro país.

Camille Paglia, Wendy McElroy, Karen De Coster y otras autoras de las que se hace eco Blanco, representan los valores transgresores y contestatarios que caracterizaron a las primeras feministas. Unas cualidades que la izquierda y la corriente progresista tradicionalmente ensalzaron y que, hoy día, no son tan bienvenidos, a menos que encajen con el discurso políticamente correcto. Esto es así porque vivimos en una era en la que se imponen los atajos mentales y en la que no triunfan las ideas con mayor consistencia teórica y profundidad, sino las más simples y repetidas. Es decir, las ideas adquieren músculo a fuer de ser escuchadas y compartidas, ya sea en fuentes escritas, en las redes o en discursos políticos y sociales. Es un mal que merece seria atención por las consecuencias que produce no sólo para el feminismo, sino para la política en general.

Otro fenómeno llamativo que Blanco recoge es el «mamporrismo» bienintencionado (por usar su vocabulario), es decir, aquellos que por la noble causa de defender o salvaguardar las ideas políticamente correctas desprecian e insultan a quienes osan cuestionarlas. Este fenómeno es evidente en el «nuevo feminismo de izquierdas», también llamado «feminismo de género», el cual hace gala de este minimalismo intelectual en el que importa más el número de personas que comparten una idea, y que dicha idea sea de fácil digestión, que la verdad misma. Es decir, importa más la belleza sonora del mantra que el poder explicativo de las ideas.

Parte del «catecismo» de la buena feminista que denuncia el libro de Blanco incluye afirmaciones tales como que «todos los hombres son potenciales agresores», «todo lo que nos rodea es patriarcal, todas somos víctimas», «la prostitución y la pornografía son máximas culminaciones de la violencia machista», «el origen de la violencia es patriarcal», «la sexualidad es masculina y sirve a los hombres», «el género se construye (no hay nada biológico)» y un largo etcétera de mandamientos que son asumidos sin ser revisados ni analizados críticamente por las razones comentadas anteriormente.

Todo esto no tendría mayor importancia si no fuera porque el feminismo de género se ha erigido en el adalid de las mujeres para acabar con todos los problemas que les afectan: la desigualdad salarial, las muertes de mujeres a manos de sus parejas y exparejas, los micromachismos, etc. Pero, ¿qué ocurriría si este feminismo monodiscursivo estuviera equivocado (al menos parcialmente) tanto en el diagnóstico como en las soluciones? Pues que tendríamos un doble problema: 1) estos males continuarían 2) porque a la hora de combatirlos no partiríamos de una concepción acertada del problema. Una concepción que, además, no sufre modificaciones al ser políticamente correcta y temer a esos mamporreros que nos disuaden de disentir.

Blanco, junto con otras feministas e intelectuales que han mostrado su discrepancia, ya sea teórica o de agenda, son una excepción. Así, la lectura de este libro nos informa (o nos recuerda) que los problemas que afectan a las mujeres no se han resuelto, sugiriendo que quizá deberíamos repasar los modelos o explicaciones de las que hemos partido a la hora de hacer el diagnóstico e intervenir sobre los mismos. Vemos que las cifras de violencia contra las mujeres en España apenas se han movido en las últimas décadas. También que siguen faltando mujeres en las esferas de poder, y que son las mujeres quienes pagan un precio alto por traer niños a nuestras sociedades. Por cierto, se trata de sociedades envejecidas, como la española, que necesita que los niveles de natalidad no disminuyan.

Ante estos hechos, conviene ser conscientes de que hoy en día el feminismo sólo tiene una receta para problemas multidimensionales: es culpa del patriarcado y hay que acabar con toda manifestación patriarcal: todas a una, Fuenteovejuna, como señala Blanco. Este dogma central es el que nutre las políticas feministas. Y, además, pretende resolver un sinfín de graves problemas sin contemplar otras posibles lecturas o interpretaciones, como las ofrecidas en este libro.

A lo largo de la historia, la razón ha demostrado infinitamente (y con infinita paciencia) que creer a ciegas en algo que no encaja del todo con los hechos puede ser peligroso, ya que es probable que nos conduzca a manipular la realidad si esta difiere de lo que proclamamos, amén de que la verdad permanece oculta, a la espera de ser rescatada por quienes tienen la paciencia de plantearse las cosas con honestidad. En psicología, este fenómeno tan humano y universal puede explicarse en términos de disonancia cognitiva. Es decir, al experimentar tensión entre los hechos y las teorías explicativas que tanto amamos, podemos vernos inclinados a forzar los hechos para que estos encajen con las teorías o a retorcer las teorías para que estas encajen con los hechos.

¿Por qué el feminismo ha evolucionado hacia un discurso limitado y maniqueo que no ha acabado con los problemas que afectan a las mujeres? Más allá de lo que nos advierte la psicología cognitiva, Blanco sugiere que la verdad importa menos que otras cosas, como la ira, puesto que la ira sirve para movilizar socialmente y puede rentabilizarse en términos políticos. Entonces, bajo esta lógica, la respuesta a la pregunta anterior sería simple: porque es conveniente. Esta es una tesis de Afrodita desenmascarada que no dejará indiferente al lector. Así, la rigidez intelectual con que se mueven las políticas de género es parte de una hoja de ruta bien trazada, de un lobby que sabe lo que quiere y que, lejos de empoderar a las mujeres, está fomentando actitudes victimistas y dependientes porque benefician a su agenda política: hacerse con más privilegios para su colectivo y centralizar el poder. Pero el precio es convertir a la mujer en un ser dependiente, enfadada con el hombre y consigo misma, que ve al sexo opuesto como un enemigo en lugar de como un aliado. El precio es creer que no puede luchar por sí sola y cambiar la realidad sin ayuda estatal. Frente a esta dependencia, Blanco prefiere ensalzar el valor de la autonomía y de la capacidad de actuar para cambiar las cosas. Reforzar el locus de control interno frente al externo, que diríamos en psicología.

Uno puede simpatizar o no con las explicaciones liberales esgrimidas por Blanco acerca de los problemas que afectan a las mujeres, pero lo cierto es que están bien fundamentadas. Y, además, se agradece leer argumentos construidos sobre la lógica, que actúan como agitadores mentales: ¡despierta! parecen decirnos. Los hechos, datos y argumentos recogidos en esta obra son variados y eruditos. Tampoco faltan ejemplos que, junto con la exposición teórica, llevan al lector justo donde la autora quiere que vaya su razón, no su corazón. Como afirmaba anteriormente, lo de menos es si discrepamos o no con algunas de sus afirmaciones. Por ejemplo, la idea de que el mercado capitalista haya sido el mejor aliado de la mujer a lo largo de la historia daría mucho que hablar y discutir, y me recuerda, por cierto, a la provocadora afirmación de Camille Paglia sobre que «los anticonceptivos han hecho más por la mujer que las últimas olas feministas». Tampoco importa demasiado si uno no comulga totalmente con la generalización de que las mujeres subestimamos nuestro éxito y somos nuestras peores enemigas. La investigación ha demostrado que, por ejemplo, el «fenómeno del impostor»Este fenómeno se refiere a las dificultades a la hora de asimilar el éxito propio y de verse a uno mismo como un sujeto capaz y valeroso. Quien lo sufre cree que sus éxitos son fruto de la buena suerte y, además, «tiene miedo» a que este hecho sea descubierto y los demás acaben viéndolo como un fraude. La investigación seminal de Pauline Clance y Suzanne Imes (1978) se hizo con mujeres emprendedoras, pero en la actualidad se ha estudiado en diversos colectivos y se ha visto que tanto hombres como mujeres son susceptibles de padecerlo., que fue acuñado por Pauline Clance y Suzanne Imes precisamente en una investigación con mujeres empresarias también afecta (y mucho) a los hombres. También podemos disentir de Blanco y creer que la socialdemocracia clásica no lo ha hecho tan mal, aunque esté atravesando una severa crisis en la actualidad. De hecho, quizás el problema no sea el legado social democrático, sino sus sucedáneos/sucesores. Lo más importante es que por fin uno se topa con reflexiones que no son circulares y que dicen algo más que «la culpa es del patriarcado».

Otro gran valor de este libro reside en defender que «nadie tiene el monopolio de lo que piensan las mujeres, ni del feminismo auténtico, ni de la feminidad». En esta misma línea también es brillante el análisis sobre el cuerpo y la sexualidad, objetos de numerosos escritos feministas de un conservadurismo, moralismo y paternalismo que hubieran hecho sonrojar a las primeras feministas. Y, muy posiblemente, a las que quemaban sujetadores en los años sesenta. Ya es hora de que alguien arremetiera contra el puritanismo sexual neofeminista que está siendo exportado desde Estados Unidos. Blanco recoge en este capítulo los argumentos que se han esgrimido desde allí para hacernos creer que vivimos en una cultura de la violación, a la par que nos explica cómo estos argumentos han sido desmontados por autoras como Wendy McElroy. Un fenómeno que yo misma abordé antaño y sobre el cual me equivoqué al aventurar que nunca llegaría al continente europeo. Pues bien, sin ir más lejos, en España ya se habla (y se cree) que vivimos en una cultura que fomenta la violación, pasando de una concepción de la violación como desviación social a creer que es la norma hacia la cual tienden nuestras sociedades y tienden naturalmente todos los hombres. Una visión que, al ser errónea, no ayuda a resolver los problemas reales de violencia física y sexual que afectan a las mujeres.

Como no podía ser de otra forma, en Afrodita desenmascarada también se abordan temas como el aborto, la prostitución y la maternidad subrogada, todos ellos asuntos esenciales del feminismo actual. Pero, de nuevo, se hace desde una perspectiva que es de agradecer. Como plantea esta obra, ni hay verdades universales, ni todas las mujeres piensan lo mismo sobre estos temas, ni tienen fácil solución. Nadie está en posesión de la verdad y esto mismo es aplicable al feminismo. Pero, sin embargo, se legisla en nombre de todas. Y previamente a la promulgación de leyes, los brazos activistas del feminismo actual se encargan de sembrar los discursos acordes a estas políticas. Tal y como señala Blanco, en este engranaje es muy relevante el papel de las todólogas «tuitstar» de izquierda facilona como, por ejemplo, Barbijaputa. También contribuyen a ello el activismo de hashtag y el «famoseo» que se apunta a lucir su feminismo de redes sociales para estar a la última (y pobre de la famosa que se salga del guion). El peligro de las etiquetas consiste precisamente en que son mantras, cortos, pegadizos, invariables y que, como se ha comentado anteriormente, cobran fuerza a fuer de repetirse y cosechar likes.

Pero Blanco no sólo arremete contra la izquierda o, mejor dicho, contra cierta clase de izquierda, sino que revisa igualmente los planteamientos conservadores que cercenan las actitudes de honestidad intelectual, valor y autonomía que configuran su visión feminista liberal. Y, del mismo modo, la emprende contra toda impostura que aparenta ser de izquierdas y resulta reaccionaria. Esto se aplica, por ejemplo, al binomio sexo-género y a los intentos por construir y deconstruir constantemente estas dos categorías. Lo cual se hace con teorías sociales y de un modo no interdisciplinar. Como afirma la autora, negar nuestra herencia animal y cómo influye en nuestra psicología es un anatema, y yo añadiría que es un ejercicio ciego e irresponsable. Irresponsable porque, si no conocemos cómo somos, difícilmente podremos intervenir (si queremos) sobre esta naturaleza. Una naturaleza que es bio y psicosocial (las tres cosas a la vez) y que es mal entendida por quienes critican este concepto y permanecen ajenos al prisma de la epigenética dominante en la actualidad. Un prisma que ha demostrado que la interacción gen-ambiente recusa por entero el destino o la inevitabilidad. Es decir, nacemos hombres y mujeres, mal que le pese a Simone de Beauvoir, pero qué clase de hombres y mujeres seremos depende finalmente de muchos factores, tanto genéticos como ambientales, así como de un complejo baile entre ambos. Un baile cuyos pasos no están escritos en ningún sitio: no hay que temerle, por tanto, a ningún determinismo biológico.

Por el contrario, conocer qué es lo que nos hace diferentes es lo que nos posibilita progresar en la equidad. Por poner un ejemplo, los prismas educativos actuales defienden con fervor (y no les falta razón) que hay que educar de manera personalizada, que cada niño tiene un perfil neuroevolutivo diferente y unas necesidades especiales que atender. ¿Se imaginan el resultado de atender y darle a todos los niños lo mismo? Sería inequitativo. Pues esto mismo debe ser aplicado a la existencia de dos sexos. Admitir que existen factores ligados a la diferenciación sexual no equivale a decir que todas las mujeres son iguales y tienen las mismas características, y viceversa los hombres. Tampoco es sinónimo de creer que por el mero hecho de ser mujer u hombre se tenga que ser de una determinada manera o se esté abocado a un destino determinado, o se sea más o menos capaz para tal o cual cosa. Desde esta perspectiva, el sexo es un concepto que captura la diversidad psicológica y los factores socioculturales tan válidamente como lo hace el género. Por tanto, ¿no deberíamos dejar la retórica posestructuralista de la deconstrucción ?esa escuela del resentimiento, que diría Harold Bloom? y dejar nuestras energías para otros menesteres? Es una pregunta que también flota, a mi entender, en el texto de Blanco.

Los ilustrados cometieron un error de calado: pensar que la luz vencería a la irracionalidad y que lo haría en un plazo de tiempo no muy lejano. Creyeron que sus ideales pronto serían la norma en las sociedades avanzadas y que la razón se utilizaría de la mejor de las maneras. También se convencieron de que pronto seríamos ciudadanos universales más preocupados por lo que nos une que por lo que nos separa. Craso error. Por otra parte, las primeras feministas no atisbaron un escenario tan igualitario o equitativo (como prefieran llamarlo) como el que disfrutamos en la actualidad en el primer mundo occidental. Ambos se equivocaron, bien por quedarse cortos, bien por pasarse de largo. Pero ninguno de los dos se equivocó en la dirección de progreso a que apuntaron sus brújulas. Sin embargo, si algo preocupa a quienes han estudiado la evolución del pensamiento feminista en sus últimas dos olas es que se haya abandonado precisamente este camino ilustrado y liberal cambiando de norte.

Sólo el tiempo dirá si surgirán más Afroditas dispuestas a quitarse la máscara y contribuir a que el feminismo vuelva a transitar por su camino original. Un camino donde caben todos los que comparten el ideal de perseguir sociedades sin discriminaciones ni sufrimiento, con independencia de cómo se piense y de los diagnósticos de los problemas que se hagan. Un camino donde la razón importa más que la ideología y la ciencia más que nuestras creencias. Un camino donde, si un método no funciona, se somete a escrutinio y se prueban otras recetas hasta dar con la tecla adecuada. Y en el que las disciplinas comparten saberes en lugar de enemistarse buscando el monopolio de un fenómeno. En este camino, quizá mujeres y hombres ganarían lo mismo, compartirían el peso de la conciliación laboral y no sufrirían los estragos de la violencia machista. Soñar es gratis y escribir para lograr este sueño es tarea de mujeres generosas que contribuyen con su tiempo y esfuerzo a que estos sueños cobren cierta forma.

Ana León Mejía es doctora en Sociología y profesora en la Universidad Internacional de La Rioja.

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