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A vueltas con la cuestión animal

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Se trata de un episodio característico de nuestro tiempo, lo que quiere decir también sintomático de las patologías que se incuban en el cuerpo social: el llamado Movimiento contra la Intolerancia ha denunciado a la Fiscalía al filósofo Ernesto Castro por establecer en Twitter una comparación entre la industria cárnica y la maquinaria nazi. Su alusión venía a cuento de la apertura en Binéfar (Huesca) de un matadero con capacidad para matar y procesar hasta treinta mil cerdos diarios. Para los denunciantes, asombrosamente, el símil es un menosprecio de las víctimas de la barbarie nazi y, por tanto, una muestra de antisemitismo. ¡Delito de odio! No importa que esa misma comparación fuera realizada en su momento por el literato judío de origen polaco Isaac Bashevis Singer y haya sido reiterada después por figuras tan reputadas como la del también premio Nobel, J. M. Coetzee. De hecho, se trata de un razonamiento de doble dirección, pues Theodor Adorno y Marguerite Yourcenar sugirieron que el exterminio metódico de los judíos en los campos nazis se habría hecho imaginable gracias a la existencia previa de los mataderos industriales. Salta a la vista que no hay en ello ni sombra de antisemitismo, sino tan solo una manera particular de razonar sobre un tema incómodo que demasiado a menudo se despacha con la simple afirmación –no sustanciada– de la superioridad humana sobre los animales. Que algo así pueda llevarse ante los tribunales es triste prueba de la facilidad con la que el sentimiento subjetivo de la ofensa funciona hoy como palo en las ruedas de la argumentación racional.

No es éste un tema que vaya a desaparecer fácilmente de la conversación pública. Recibimos casi a diario noticia de las complicadas relaciones que mantienen seres humanos y animales: leemos acerca de la reanudación de la caza de ballenas en Japón  (lo que viene a desmentir de plano que la cultura oriental sea a estos efectos más pacífica o respetuosa) o sobre la inevitable extinción de las angulas de continuar al ritmo actual el tráfico clandestino de la especie. Y habida cuenta de la tasa de ocupación humana del planeta, que no debe entenderse literalmente, sino como transformación de los ecosistemas planetarios, no podemos extrañarnos de que prosperen aquellas especies que sirven a los fines humanos y, en cambio, vean amenazada su supervivencia aquellas otras en las que no tenemos interés especial, pero cuyos hábitats destruimos o alteramos. Desde el punto de vista adaptativo, tiene entonces sentido lo que leíamos hace unas semanas en la revista Science, a saber: dado que el aumento de la población humana reduce el espacio en el que los animales pueden vivir al margen de nuestra influencia, son numerosas las especies de mamíferos (ciervos, coyotes, tigres) que están desarrollando, en todo el planeta, hábitos de vida nocturnos. Estos cambios –apuntan los autores de la investigación– pueden facilitar la coexistencia entre los humanos y los animales no domésticos. Sin embargo, la disrupción de los patrones naturales de actividad animal puede también acarrear consecuencias negativas para su adaptabilidad, para el mantenimiento de su población o para su futura evolución, nada de lo cual dejaría de afectarnos en mayor o menor medida.

Estos indicios parecerían corroborar la tesis sostenida por el filósofo alemán Jens Soentgen en un libro publicado el año pasado. A la reducción o deterioro de los hábitats naturales de muchas especies habría que sumar el formidable número de animales sacrificados para el consumo humano, así como el de aquellos que son empleados en cautividad para servir a distintos fines humanos. El resultado de todo ello sería palmario: los animales nos tienen miedo. Y este miedo sería «la otra cara del Antropoceno». El ser humano, al fin y al cabo, es el animal dominante en el planeta y se ha convertido en enemigo de la mayoría de los organismos que lo habitan: el miedo de los animales tiene entonces fundamento, pues los humanos somos o podemos ser su muerte. Pero el miedo del animal ante el ser humano nada tendría de natural: es un comportamiento aprendido a la vista de nuestra indiscutible peligrosidad. Soentgen recuerda cómo en muchas de las crónicas científicas de la primera modernidad se habla de un comportamiento amigable de los animales hacia los seres humanos, que, por tanto, abren la posibilidad –al menos en abstracto– de una futura coexistencia pacífica. Esta última no designa aquel Edén que soñaba el profeta Isaías, donde los animales dejaban de alimentarse unos de otros, sino un movimiento de ilustración humano que comprende la necesidad de respetar a otros seres dotados de existencia propia. O de hacerlo, al menos, en mayor medida que ahora mismo.

Ni que decir tiene que Soentgen enfatiza la vida interior de los animales para fundamentar su propuesta de reconciliación humano-animal. Aquí, claro, está la clave del asunto. De acuerdo con la investigación científica de las últimas décadas, los animales son mucho más sensibles e inteligentes de lo que solíamos creer. Pero lo son a su manera y no a la nuestra, pues cada especie posee un modo de ser específico. Estos años hemos aprendido que los murciélagos se dirigen unos a otros de manera individualizada, que los perros parecen tener un sentido innato de la moralidad, que una orca puede llevar consigo durante semanas el cadáver de su cría en expresión de duelo. ¿Qué se deduce de estos hallazgos, por lo demás perfectamente compatibles con una teoría darwinista cuyas implicaciones desromantizadoras para el ser humano no hemos empezado siquiera a asumir? Se trata de un debate abierto, pero no cabe duda de que, si mirásemos a los animales como sujetos en lugar de como objetos, tendríamos más escrúpulos hacia el modo en que los tratamos. Deducir de aquí una postura contraria al humanismo o la ilustración no tiene demasiado fundamento a estas alturas, pues el funcionamiento de la razón no tiene límites prefijados y parece más razonable concluir que el pensamiento ecológico es un desarrollo de la ilustración antes que su descarrilamiento.

Jens Soengten descarta que pueda producirse una reconciliación del ser humano con el mundo natural: esta idea no es más que un horizonte utópico. Pero el filósofo nos anima a dar pasos, por pequeños o locales que sean, en la dirección de esa imposible reconciliación: se trata, ante todo, de reducir el miedo de los animales ante los humanos. Escribe:

Cuando se salva de la muerte a un solo animal, nos parece poco si pensamos en la totalidad del asunto; para ese animal, sin embargo, hay una diferencia. Y, desde luego, también para nosotros.

Para que estas conductas puedan generalizarse, razona Soentgen, se hacen necesarias prácticas que vinculen entre sí a humanos y animales: a fin de que los primeros puedan pensar sobre los segundos de otra manera. Ahí entran en juego los parques naturales e incluso –como ha defendido Ursula K. Heise– ese turismo de safaris que, a pesar del «voyeurismo de crisis» que fomenta, puede empujar a los viajeros hacia el conservacionismo. En otras palabras: sólo un cambio en la percepción humana de los animales, que incluya un reconocimiento del valor autónomo de sus vidas, hará posible un tratamiento más respetuoso de los mismos

Más pesimista se muestra el también filósofo David E. Cooper, quien ha sostenido en un reciente trabajo que las relaciones entre humanos y animales deberían informar nuestros juicios sobre la condición humana. Atender a ellas, sostiene, nos alinea con ciertas afirmaciones de Nietzsche (quien escribió que el hombre no representa progreso alguno respecto del animal, sino una decadencia) o Milan Kundera (quien tiene dicho que la humanidad ha sufrido una debacle cuando consideramos su actitud hacia aquellos que están a su merced). Para Cooper, meditar sobre nuestras relaciones con los animales conduce a reforzar –o inspirar– un juicio hostil sobre la humanidad: nos pone en la pista de una disposición misantrópica hacia el ser humano. Se refiere a la misantropía no como un prejuicio o un sentimiento, sino como el producto de un juicio sobre los vicios de la humanidad: el protagonista de la comedia de Molière que detesta a todos los hombres no se levanta así una mañana. El mismísimo Kant encontraba respetable la misantropía de quienes habían padecido la larga y triste experiencia de la maldad, ingratitud y falsedad humanas. Lo que hace el misántropo es exponer un juicio crítico sobre el ser humano que atiende no sólo a sus defectos morales, sino también a rasgos espirituales, estéticos, intelectuales y emocionales que lo alejan de la vida buena. El misántropo se parece a Germán Areta, el detective interpretado por Alfredo Landa en El crack: «Duermo poco, ando mucho y no me gusta lo que veo». Porque lo que ven Areta y el misántropo es –en palabras de Rafael Sánchez Ferlosio– «una especie que no es más que una tal vez interesante, pero tenebrosamente desagradable curiosidad zoológica».

Para elaborar su argumento, Cooper se apoya en David Hume, quien sugirió que los juicios sobre el ser humano –sobre su dignidad y malevolencia– deberían basarse en una comparación con otros seres. El propio Hume sugiere a los animales como término de comparación: a diferencia de ángeles o demonios, los animales son reales y aprehensibles por nuestros sentidos. Esta comparación debe servirnos, según el filósofo escocés, para identificar rasgos humanos que de otro modo pasarían inadvertidos: por ejemplo, la importancia para el ser humano del pasado y el futuro. Por lo demás, la comparación no podrá hacerse con las mariposas, sino que requerirá de un término –un animal– cuya vida sea lo suficientemente rica y compleja como para que hablar de vicios y virtudes tenga algún sentido. Por ahí asoman perros, lobos o elefantes, animales sociales equipados con emociones y formas de comunicación. Hume concluye que la comparación es generalmente favorable al ser humano; para Cooper, está lejos de ser el caso.

Se da aquí una singular asimetría: los humanos son virtuosos y viciosos, mientras que los animales carecen de vicios pese a ser capaces de virtudes como la lealtad o la compasión. No es de extrañar, dada la complejidad psicológica que requieren algunos vicios y la simplicidad que, en cambio, adorna a muchas virtudes «inocentes». Asimismo, la vida social facilita la producción de vicios debido al papel que en ella desempeñan la vanidad, la envidia o las maquinaciones. No obstante, Cooper se ocupa también de la explotación institucionalizada de los animales. Su argumento es que las prácticas industriales son moralmente erróneas no porque violen los derechos o la autonomía de los pollos o las vacas, sino porque son prácticas crueles y rapaces: denotan una viciosidad moral que nos deja en mal lugar. El filósofo estadounidense emplea un lenguaje inequívocamente condenatorio que subraya el modo en que eludimos los detalles de las relaciones humano-animales por medio de enfoques abstractos. Basta con atender a esas relaciones tal como se desarrollan diariamente para identificar una infinidad de prácticas crueles y a menudo arbitrarias: cuidamos al perro, matamos al cerdo. Si atendiésemos a las experiencias concretas de los animales, sostiene Cooper, dejaríamos de posponer de manera indefinida la reflexión acerca del sufrimiento de cerdos, pollos o vacas. La abstracción moral, en último término, conduce a la impotencia práctica.

Cooper da una respuesta parecida a la de Jens Soengten: aguardar una revolución social que acabe con la explotación animal es cultivar una esperanza sin fundamento. De ahí que el misántropo prefiera apostar por formas más humildes de «acomodación personal», desde la observación de pájaros al cultivo de jardines o la fotografía del mundo natural. Son prácticas quietistas que cultivan la atención, el cuidado y los encuentros compasivos con los animales. ¿Insuficiente? A juicio de Cooper, se trata de centrarse en aquello que el individuo puede lograr por sí mismo antes que en grandes causas o movimientos sociales. Semejante retirada del mundo obedece a una desilusión que exige tomar distancia, así como a un escepticismo acerca de la posibilidad de que el ser humano pueda cambiar lo suficiente. Y, si lo hace, no será por el ejercicio de la razón que, para la mayoría de los comentaristas, es requisito principal para el mejoramiento del trato animal. De acuerdo con este argumento, la razón es la que reconoce el estatus moral y los derechos políticos de los animales, en una continua expansión del círculo de considerabilidad moral. Cooper discrepa: esta aproximación adolece de un exceso de abstracción. Por ello, la convergencia con los animales no depende de que corrijamos o no el uso de nuestra razón: basta con que abramos los ojos a su sufrimiento y actuemos en consecuencia, siempre y cuando compartamos la idea de que los animales son seres con propósitos y perspectivas propios. Para ello, la razón es menos útil que nuestra sintonía [attunement] perceptiva con la existencia animal. El contacto con una mascota puede valer: Cooper recuerda el homenaje que Thomas Mann rindiera a su perro, Bashan, describiendo una relación ambigua en la que coexistían las experiencias compartidas y la naturaleza inescrutable de una criatura diferente a nosotros y atenta a «otros órdenes» del ser. De nuevo, pues, la percepción: lo que vemos y dejamos de ver cuando miramos a los animales.

Sucede que ahora estamos en disposición de ver lo que antes no alcanzábamos a ver y sólo por esa razón tiene ya sentido hablar de una derivación ecológica del pensamiento ilustrado. Lo que nos enseña la ciencia sobre los animales quizá no sea algo muy distinto de lo que nuestra observación directa podría enseñarnos y ambas perspectivas son, de hecho, complementarias. No obstante, la ciencia posee una ventaja argumentativa: suministra un conocimiento sistemático, derivado de la investigación empírica, acerca de la vida animal. En lugar de discutir acerca de percepciones subjetivas individuales, permite apelar a un conjunto de observaciones metódicas que, en todo caso, corroboran nuestras impresiones personales. Y si la ciencia pone sobre la mesa la constatación de que los animales son, en distinto grado, seres complejos susceptibles de sufrimiento, ¿de qué manera habremos de responder a ello? ¿Seguiremos negando su valor moral y haciendo prevalecer nuestros intereses de manera descarnada? ¿O alcanzaremos a desarrollar algún tipo de compasión racionalmente informada que conduzca a una mejoría en las relaciones humano-animales? Nadie lo sabe: mejor no apostar.

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