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2015 se anuncia avieso

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No tengo una bola de cristal, no sé leer los posos del té y los grandes de este mundo no cuentan conmigo para tomar decisiones; mi información es muy incompleta y el paso de los años no le hace a uno más optimista. Así que, por pura intuición, que espero se vea coronada por el ridículo, se me antoja que el año entrante va a venir, como los partos difíciles, de nalgas.

A finales de 2014 no resultaba difícil mantener que el escenario internacional había cambiado para peor. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, un Estado europeo como Ucrania había sido invadido y desmembrado por otro, la Rusia dictatorial de Vladímir Putin, que no oculta su intención de recomponer, al menos en parte, su antiguo imperio hoy demediado. En el Oriente Próximo reinaba el caos. Dos guerras civiles en marcha (Libia y Siria). Formación de un protoestado a caballo entre Siria e Irak por el Estado Islámico, un grupo de islamistas fanáticos que ven en el terror su mejor arma para lograr una transitoria legitimidad. Dictadura militar en Egipto que, aun a fuer de mal menor por comparación con lo que el previo gobierno de los Hermanos Musulmanes, elegido en las urnas, se disponía a hacer, mostraba por enésima vez que la democracia no arraiga en tierras árabes.

El pasado 7 de enero, para –dijeron– vengar al Profeta del islam, un grupo de terroristas islámicos, llámeseles islamistas o yihadistas, ya pertenezcan a Al Qaida o al Estado Islámico –da igual, no hay diferencias ideológicas de sustancia entre ambos grupos–, todos ellos inspirados en una interpretación radical del Corán que, lamentablemente, comparten muchos de los mil seiscientos millones de musulmanes del mundo, llevaron la muerte a París, asesinando a doce personas en la sede de Charlie-Hebdo y a cuatro rehenes en un mantequería kosher cercana a la Puerta de Vincennes. Entre los primeros se contaban grandes dibujantes satíricos, como Charb, Cabu, Tignous, Honoré y Wolinski, quienes, año a año, hicieron las delicias de muchos de nosotros poniéndose por montera a todas las autoridades, así fueran políticas, religiosas o intelectuales. Los muertos en la tienda de ultramarinos eran todos judíos. También fueron abatidos dos policías, mujer una de ellos. 

En Asia meridional, tanto Afganistán como Pakistán siguen encerrados en una espiral de violencia difícil de entender hasta para los observadores bien informados. Por su parte, la alianza de clérigos y militares que gobierna Irán, recompuesta ya de las protestas populares de 2009-2010, proseguía su carrera nuclear; mantenía su apoyo a grupos terroristas como Hezbolá en Líbano y Hamás en Gaza en sus enfrentamientos con Israel; y, al tiempo, por sus diferencias con los dirigentes suníes del Estado Islámico, se convertía en un aliado de conveniencia de Estados Unidos en Irak. En el resto de Asia, Tailandia había experimentado un nuevo golpe militar con el que, al socaire de salvar a la patria de un eventual estallido o, decían los golpistas, de una guerra civil, las elites tradicionales trataban de recomponer su hegemonía sin ceder un ápice a la participación popular. En Myanmar, las elecciones presidenciales previstas para el próximo mes de mayo se enredaban para evitar la candidatura de Aung San Suu Kyi y la situación de la minoría musulmana de los Rohingya se hacía cada vez más difícil. Al norte, la Corea de Kim Jong-un no cesaba en sus provocaciones ni en su piratería informática, como lo mostró el reciente asalto a los ordenadores de los estudios Sony en represalia por la producción de la película The Interview.

Y estos son sólo los episodios más llamativos. En general, desde la mitad de la primera década de este siglo estamos asistiendo a un retroceso de los avances democráticos que se produjeron tras la caída del imperio soviético, una tendencia bien documentada recientemente por Joshua Kurlantzick (Democracy in Retreat. The Revolt of the Middle Classes and the Worldwide Decline of Representative Government, New Haven y Londres, Yale University Press, 2013).

Nada permite, pues, pensar que 2015 vaya a traer mejores trazas. En una entrevista con Steve Inskeep, un periodista de la cadena semipública estadounidense NPR, emitida el pasado 1 de enero de 2015, el presidente Obama repasaba su política exterior de 2014 y se mostraba candorosamente satisfecho con sus resultados. Recordando una expresión de Madeleine Albright, la antigua Secretaria de Estado de Bill Clinton, el presidente definía a Estados Unidos como «el país indispensable». En inglés, ese adjetivo se mueve entre las dos aguas de «no puede ser dejado de lado, olvidado u omitido» y «esencial, absolutamente necesario». Predicar lo segundo es, sin duda, mucho más ambicioso que lo primero y, en este caso, sería además erróneo. La mayoría de las relaciones internacionales se desarrolla sin participación estadounidense. Luego Obama quería decir algo diferente: que su país no puede ser ignorado en los asuntos internacionales importantes, a menos que haya decidido otorgarse dispensa a sí mismo para no intervenir. La entrevista estuvo cuajada de los tropos habituales en la actual diplomacia estadounidense: «Creo en la diplomacia, creo en el diálogo, creo en el engagement», una palabra polifacética esta última que, en boca del presidente, generalmente significa «implicar», «convocar», «enlazar» o, simplemente, «dirigirse» a un competidor o a un adversario, con independencia del resultado, es decir, apuntarse a «un buen rollo». En definitiva, para el presidente, Estados Unidos debe limitarse a «conducir desde el asiento de atrás». Esta interpretación progresista de la diplomacia ha llevado a Estados Unidos a una creciente ineficacia y ha permitido a los enemigos de la democracia ampliar su espacio. Incluso en los casos con mejor defensa, como el acuerdo sobre política ambiental con China o el fin del embargo a Cuba, el presidente se ha contentado con dar sin obtener nada tangible a cambio. El suyo es un guante de terciopelo sin puño dentro.

Globalmente, China es el competidor al que mejor le ha venido la pasividad de Obama. Poco a poco, sin alharacas al estilo de Putin, ha avanzado con paso firme su meta de reemplazar a Estados Unidos como poder hegemónico. Por el momento, en Asia. El pasado mes de mayo, el presidente Xi se dirigía en Shanghái a una cumbre de países asiáticos en pro de la cooperación y la confianza mutuas y formulaba un nuevo concepto de seguridad regional: «Es al pueblo de Asia a quien corresponde dirigir los asuntos de Asia, resolver los problemas de Asia y mantener la seguridad de Asia», decía, en evidente apropiación de la doctrina Monroe. Algo más tarde, en noviembre, Xi lanzaría también una serie de iniciativas comerciales para ampliar las relaciones económicas interasiáticas, la llamada Nueva Ruta de la Seda de dimensiones continentales y marítimas. Tras esta cara amable, como en uno de esos números tradicionales de la ópera de Sichuán en los que, en un instante, el artista cambia por otra la máscara que le cubre el rostro, Xi Jinping ha mostrado otra más belicosa en la disputa por varios archipiélagos al sur y al norte del llamado Mar de la China. Todas estas iniciativas buscan alcanzar lo que, desde 2012, el neomandarinato de Pekín ha definido como el sueño chino.

En una primera aproximación, el sueño chino sería similar al ideal estadounidense de una sociedad abierta en la que se recompensa el trabajo duro, existe una amplia movilidad social y se premian los méritos antes que la cuna. Esa es la interpretación generosa que le ha dado Helen Wang (The Chinese Dream: The Rise of the World’s Largest Middle Class and What It Means to You, Nueva York Best Sellers Press, 2012), pero no coincide con la de los dirigentes chinos. Nada tan lejos de ellos como aceptar un modelo de conducta individual libremente definido por sus actores. «El sueño chino», decía Xi en 2012, al poco de tomar posesión de su cargo, «consiste en el gran rejuvenecimiento de la nación china». Un año después animaba a los jóvenes «a atreverse a soñar, a trabajar asiduamente para colmar sus sueños y a contribuir a la revitalización de la nación». En definitiva, al sueño chino lo caracteriza la entrega a una causa comunitaria que sobrenada por encima de los individuos y ha sido definida por una casta de líderes sabios. Es la entrega sin reservas al sueño de los dirigentes comunistas.

También ellos tienen sueños. En una versión, imaginan dar cumplimiento a los Dos Centenarios: el de la fundación del Partido Comunista Chino en 2020 y el de la proclamación de la República Popular en 2049. En la primera fecha, China se habría convertido en una sociedad moderadamente acomodada; en la segunda, sería una más de las naciones desarrolladas. Es difícil criticar esa visión; antes habría que saludarla y animarles a que la colmen por sus pasos contados. China y el mundo serían, posiblemente, lugares más templados.

Hay, empero, otra versión menos tranquilizadora. A los ojos de sus dirigentes, y también a los de muchos chinos, su país tiene cuentas que saldar con el pasado. La principal la tienen con Japón. Con buenas razones, China acusa a Japón de no haber pedido perdón por su agresión violenta y brutal en los años veinte y treinta del siglo pasado. Las visitas de los primeros ministros japoneses al santuario Yasukuni, donde reposan, entre otros, los restos de mil sesenta y ocho criminales de guerra, constituyen una continua ofensa de la que, con razón, abomina una mayoría de chinos. Pero desde la llegada al poder de Xi Jinping, China se ha empleado en ahondar el enfrentamiento. En febrero de 2014, el Congreso Popular Nacional aprobó dos nuevos días nacionales (no necesariamente festivos): el 3 de septiembre, día de la derrota japonesa en 1945, y el 13 de diciembre, en recuerdo de la matanza de Nanjing en 1937.

A menudo, aunque de forma menos explícita, el sueño chino apunta también a una revancha por los cien años de humillación colonial y los tratados desiguales impuestos por las potencias occidentales a la dinastía manchú. Para los más radicales, esa hora sólo llegará cuando se haya restaurado el Imperio del Centro, no ya en Asia, sino a escala mundial.

Cuál de estos sueños chinos acabará por imponerse, si es que lo hace alguno, resulta imposible de predecir, pero es razonable suponer que las versiones más agresivas pueden ganar credibilidad en momentos de aprietos económicos o políticos. Y lo que los dirigentes comunistas llaman hoy la nueva normalidad, es decir, la desaceleración del crecimiento económico de la última década, hace más plausible que aparezcan brotes de crisis.

Por eso se me antoja que el año entrante viene de nalgas.

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