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De la partitura al concierto

El compromiso del poder. Memorias II

José María Aznar

Barcelona, Planeta, 2013

376 pp. 22,50 €

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José María Aznar ha sido el presidente de la democracia que más ha hecho durante su etapa de gobierno por dejar un legado de acuerdo con una idea de España. En su nuevo libro de memorias repasa la obra política de su segundo mandato. Ni el tono ni la estructura elegida ayudan a construir un libro con suficientes datos, reflexión y matices para convertirlo en una contribución importante a la hora de entender mejor este notable período de la historia reciente de nuestro país. Con excesiva frecuencia, la narración incurre en la arenga política, con párrafos más propios de un discurso en campaña electoral que de unas memorias. Por otra parte, el libro se divide en temas, a partir de los cuales se trazan las líneas argumentales del segundo mandato y, en este caso, dicha configuración facilita el deslizamiento hacia la autocomplacencia.

Aznar comenzó su mandato en 2000 con muchas cosas a favor, en buena medida gracias al trabajo bien hecho en los cuatro años anteriores, que culminó en la obtención de una mayoría absoluta. La segunda legislatura en la que gobernó el Partido Popular se desarrolló a partir de las líneas maestras ya trazadas: las reformas económicas para entrar en el euro, el fortalecimiento de la posición internacional de España y, con el apoyo del PSOE, la política de Estado frente a ETA. De 2000 a 2004, el presidente Aznar recogió en buena medida los frutos de la época anterior. Puede decirse que en este segundo acto, dirigió la orquesta con una buena partitura, pero, en conjunto, la ejecución de la obra no fue brillante.

La decisión estratégica tomada en 1996 de hacer todo lo posible para que España ingresara en el euro con el grupo de países fundadores no tuvo suficiente continuidad en la segunda legislatura. A diferencia de Alemania o Suecia, el conjunto de medidas adoptadas en esos primeros años de vida de la moneda única no se tomaron con la vista puesta en mejorar la competitividad internacional. Por el contrario, se dio marcha atrás en la reforma laboral planteada, se permitió el desarrollo de una burbuja crediticia a la sombra de la financiación barata del euro y el llamativo gasto en infraestructuras fue acertado en algunos casos, pero claramente excesivo en muchos otros.

En el ámbito de la política internacional, quiso fortalecerse la dimensión atlántica de España en una Europa que el presidente Aznar entiende «por definición, también atlántica». Esta decidida toma de partido por reorientar la política exterior española y, a la vez, liderar la política exterior europea, se hizo sin contar con las capacidades necesarias en la diplomacia y en el ámbito de la seguridad y la defensa. El objetivo loable de fortalecer la relación con Estados Unidos, un país que, en efecto, se sentía amenazado en su seguridad tras los atentados del 11-S, no obligaba a mostrar la solidaridad de una única manera ante la amenaza de Irak. Italia o Portugal no fueron menos leales con su aliado norteamericano en este conflicto, pero en ningún caso sus gobiernos dieron pasos para protagonizar una épica churchilliana para la que no había demanda alguna en sus opiniones públicas. Las páginas dedicadas a la política europea se mezclan con asuntos domésticos como el naufragio del Prestige y no dan suficientes claves para entender el aumento del peso político de España en la Unión Europea. En la descripción de las negociaciones del Tratado de Ámsterdam en 1997, de las perspectivas financieras de 1999 en el Consejo Europeo de Berlín y del Tratado de Niza en 2000, no se desgranan las estrategias elegidas ante un reparto de poder europeo que podía haber dejado arrinconada a España. Si no fue así, se debió a una labor en la que la firmeza negociadora de la que hace gala Aznar fue esencial, pero que no lo explica todo.

El libro aporta una visión interesante de cómo es necesario desarrollar capacidades «duras» para gestionar la difícil relación bilateral con el vecino del Sur. Al hablar de Marruecos, el expresidente cuenta abiertamente el apoyo de Francia a las pretensiones de Mohamed VI en el Sáhara Occidental y en sus reivindicaciones de Ceuta y Melilla, así como la falta de apoyo de Chirac en la crisis sobre el islote Perejil. Sin embargo, al referirse al contencioso de Gibraltar, a punto en 2002 de resolverse con un acuerdo hispano-británico, no explica por qué y cómo se torció la negociación, más allá del poco creíble bloqueo por las autoridades gibraltareñas, quienes, a la vista de un posible acuerdo entre Londres y Madrid, convocaron un plebiscito en contra.

En el apartado dedicado a Latinoamérica, Aznar ensalza el sistema de cumbres iberoamericanas, sin detenerse a reflexionar si se trataba de un mecanismo sostenible, y cuenta de modo sintético sus relaciones con dirigentes de Cuba, Venezuela, Argentina, Colombia, México, Brasil y Chile, a veces casi sorprendido de tener acceso e influencia sobre ellos. Subraya el peso que tuvo en la región como presidente del Gobierno español durante esos años, pero no ofrece una visión de conjunto sobre cómo estaba evolucionando esta parte del mundo desde un punto de vista político, económico o social, ni de la rivalidad de España con otros países europeos o con Estados Unidos en el contexto latinoamericano.

Con la economía y la acción exterior, el otro pilar de la acción del Gobierno Aznar en este período fue lucha contra el terrorismo. La continuidad con lo llevado a cabo desde 1996 fue completa, a partir de la convicción de que ETA podía ser derrotada a través del Estado de Derecho, y a pesar de la actitud comprensiva del nacionalismo. El expresidente explica su estrategia de crear una alternativa constitucionalista, cuyo primer paso fue el pacto antiterrorista con el PSOE de diciembre de 2000. La alternativa PP-PSOE se quedó a muy pocos votos de gobernar en el País Vasco tras las elecciones de mayo de 2001. Aznar prosiguió esta línea con la Ley de Partidos Políticos de junio de 2002, que permitió la ilegalización de Batasuna y sus otras marcas. La pregunta que surge a la luz de la actual deriva soberanista catalana es si pudo haber hecho más para sujetar al nacionalismo excluyente. El expresidente justifica que llegó hasta donde era posible por el giro del PSOE tras los comicios vascos. Es cierto que el artículo de Juan Luis Cebrián a los pocos días de la cita electoral alimentó la nueva aproximación del PSOE a los partidos nacionalistas, dirigida a aislar al PP, en primer lugar en Cataluña. También que los ocho años del Gobierno de Zapatero debilitaron hasta extremos insospechados la estructura territorial del Estado. Pero la pregunta queda en el aire: en 2000, ¿no hubiese sido el momento de haber pactado con el PSOE una reforma constitucional que atendiese los problemas crecientes del modelo territorial español y el excesivo poder electoral de los partidos nacionalistas?

Al final del libro, el expresidente aborda los atentados del 11 de marzo de 2004 y lo que ocurrió en los días ulteriores. Transcribe sus diarios, que aportan una información fragmentada, en vez de hacer un análisis completo y asumir su responsabilidad política sobre cómo se gestionó la crisis. Revela que el CNI mantenía dudas sobre la autoría de las acciones terroristas dos días después de las matanzas, pero no que a esas alturas la autoría islamista era la hipótesis mayoritaria de los expertos. En conjunto, esta nueva entrega de las memorias políticas de Aznar da cuenta de cómo se plasmó en esos cuatro años un proyecto político que se presenta como «serio, ambicioso y necesario para el país». El proyecto tenía muchos elementos valiosos, pero su puesta en práctica fue manifiestamente mejorable. El paso de diez años no parece haber sido suficiente para enfriar la observación y facilitar el análisis.

Santos Álvarez es escritor.

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Ficha técnica

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