Señalaba con sorna el premio Nobel de economía George Stigler que «el clero antiguo había dedicado sus mejores esfuerzos a enderezar la conducta de los individuos, y el clero moderno los suyos a enderezar las políticas sociales» (The Economist as Preacher, 1980). La relación entre el cristianismo y la economía viene, en efecto, de muy antiguo. Desde la formalización misma de la doctrina cristiana en la Edad Media, su inclinación social llevó a los escolásticos a la reformulación del orden aristotélico y a sus conocidos dictámenes sobre el carácter orgánico de la sociedad, la necesidad de un precio justo en el intercambio, la diferencia entre valor y precio, la naturaleza insana de la asimetría en el comercio, la acumulación culpable de riqueza y todos los demás supuestos de la tradición tomista. Es cierto que algunos escolásticos ?como los nuestros de Salamanca? hicieron avances relevantes en el estudio de la libertad de mercado y el sistema de precios, pero, en general, el cristianismo se inclinó casi siempre hacia el colectivismo y la economía dirigida. A partir de mediados del siglo XIX, la doctrina social de la Iglesia en el mundo católico y el socialismo cristiano en el protestante acentuaron aún más su oposición al liberalismo y su visión benevolente ?como un error bienintencionado? del colectivismo marxista.