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Victoriosos vencidos

Falange y literatura

José-Carlos Mainer

Barcelona, RBA, 2013

528 pp. 23 €

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El 8 de enero de 1930 se reunieron en el Café Pombo unos cien comensales para homenajear a Ernesto Giménez Caballero, director de la afamada revista La Gaceta Literaria. Entre los asistentes, Eugenio Montes, Juan Aparicio, Samuel Ros, Rafael Alberti (estos dos últimos compartirían un año después viaje a Segovia, junto a Lorca y Pepín Bello, para asistir al primer acto de la Agrupación al Servicio de la República); también César Falcón, Ramón Puyol, Antonio Espina, los hermanos Solana o Ramiro Ledesma Ramos. Ritual y boato. Las versiones sobre el ágape difieren en los detalles, pero no en lo esencial. Espina, que se había desatado en el periódico El Sol con un artículo llamando a los intelectuales a definirse políticamente, parece que esgrimió una pistola –no se sabe si herrumbrosa o de madera– en protesta por la presencia del dramaturgo vanguardista y fascista Anton Giuglio Bagaglia; Ramiro Ledesma, entonces asesor de las secciones de filosofía y matemáticas de La Gaceta Literaria, respondió sacando una pistola de verdad. La prensa calló la trifulca, pero fueron varios los testigos que terminaron escribiendo sobre el suceso. Años después, aquellos comensales correrían una suerte desigual. Unos ganaron y otros perdieron, pero qué y cómo es algo complicado de dilucidar. Los falangistas: Samuel Ros murió joven sin que pudiera sobreponerse a su drama sentimental. Giménez Caballero llevó hasta el éxtasis su espíritu «maquinístico» y, una vez llegada la democracia a España, nadie se arrimaba a él para no ser abducido por nostalgias guerracivilistas. Ledesma Ramos parece que murió acuchillado y eviscerado en el Ateneo Libertario de Ventas y no fusilado junto a Ramiro de Maeztu en el cementerio de Aravaca. Fueron los victoriosos vencidos, como aquel rey polaco del que hablara Gracián. Antonio Espina, demócrata, tampoco tuvo suerte. Pasó la guerra en las cárceles franquistas y se intentó suicidar; la posguerra en España hubo de sufrirla en silencio y esquinado. Alberti, comunista y exiliado, fue el único que recordó la guerra como una belle époque junto a su bella, María Teresa León, en el palacio del marqués de Heredia Spínola. Sería el único vencedor de todos ellos en la memoria literaria de España.

No fue fácil destacar la calidad de los escritores falangistas. Ni en 1971, vivos aún el dictador y el partido único. Fue justo entonces cuando un joven de veinticinco años, José Carlos Mainer, publicaba en la editorial Labor el libro Falange y literatura. Un estudio de sesenta y cinco páginas, breve pero intenso, y trece autores escogidos de entre la larga nómina de dicho estudio. Indagaba Mainer en la tentación fascista que llevó a unos jóvenes acomodados al camino de la exaltación heroica, la revolución y el sindicalismo. Suficiente para ser visto con suspicacia por las autoridades culturales y políticas –indivisibles entonces– del franquismo, que había modelado a conveniencia la Falange desde el mismísimo momento en que terminó la guerra. Y si había que andarse con ojo en la dictadura, más cuidado había que tener en los primeros años de la democracia. Como avistó Torrente Ballester, con su inteligencia e intuición habituales, estaba sustituyéndose un relato histórico por otro: se derrocaban unos mitos para ser sustituidos por sus contrarios. Tuvo éxito aquella imposición, y quien pretendiera alejarse del viejo discurso sin caer genuflexo ante el nuevo podría pasarlo mal. En 1986, la editorial Akal publicó la Historia de la literatura fascista española, de Julio Rodríguez Puértolas (que ha gozado de una reedición en 2008). Dos volúmenes considerables que albergaban la dosis suficiente de pasión y odio para clasificarlos actualmente como humorísticos, pese al interés que tienen desde el punto de vista del rescate documental. Pero entonces no podía mover a risa que se denunciara en sus páginas a un coetáneo como fascista. Es lo que ocurrió con Andrés Trapiello y su editorial Trieste. Bastó que, ajenos a dogmas, reivindicaran la calidad de la obra de Agustín de Foxá o la irremediable belleza de los textos de Rafael Sánchez Mazas para ser calificados de tal forma. Fascista era entonces algo más que un insulto manido: era una denuncia en regla y muy peligrosa. Mainer, evidentemente, tampoco cayó en gracia al denunciante, que salpica las páginas de su libro con el nombre del aragonés especiado con comentarios displicentes.

En cualquier caso, Falange y literatura fue una puerta abierta, un punto de partida para el estudio cabal de las letras españolas y para el disfrute de unas obras arrinconadas a causa de un imperativo histórico. Por esa puerta pasó Andrés Trapiello y su obra esencial, genésica, Las armas y las letras, publicada por primera vez en 1994 y reeditada con cambios sustanciales en 2010. Si alguno no quería caldo, aquí se iba a dar un chapuzón: las historias de buenos y malos son excelentes para la ficción, pero la realidad es anfractuosa y no se adapta a esquemas. Trapiello aclara que fueron muy pocos los intelectuales españoles que supieron dejarse guiar por una conciencia honrada y ajena a extremismos, fueran de un bando u otro. No obstante, hubo que esperar a 2003 para ver de nuevo cruzado ese umbral con la publicación de dos estudios concretos sobre la literatura falangista: La corte literaria de José Antonio, de Mónica y Pablo Carbajosa, y Vanguardistas de camisa azul, de la hispanista alemana Mechthild Albert. El propio Mainer continuó interesándose por los escritores falangistas y su deriva, especialmente en artículos y trabajos publicados en 2005, lo que ya barruntaba una nueva edición de Falange y literatura.

Esta reedición era necesaria, no sólo porque el libro primigenio ofrecía un enfoque amplio y global que debía ser revisado, sino porque su corpus antológico era incompleto. Se han corregido errores que cabría calificar de menores y que señaló en su día Dionisio Ridruejo en una reseña de la revista Destino (y compilada después en el volumen Sombras y bultos). El armazón sobre el que se sustenta la antología no está sujeto a criterios cronológicos, sino a una planificación temática más que interesante. En 1971, parte de los «precursores» Luys Santa Marina y Ernesto Giménez Caballero, y encaja al resto de autores en otros compartimentos: «Memorias generacionales», «Los jóvenes héroes», «La crisis espiritual», «Nuevos caminos para el arte», «La nostalgia de la historia», «La nostalgia burguesa» y «Los caminos de la fantasía». La nueva edición incluye a Sánchez Mazas y a Guillén Salaya entre los precursores y mantiene el esquema con algunos cambios menores en los títulos y uno relevante: a los caminos de la fantasía se añade también el humor. No es comprensible la literatura falangista sin la deriva humorística plasmada en páginas de revistas como La Ametralladora, La Codorniz o Vértice.

La lista de autores aumenta y llega a los veinticinco. Destacan la inclusión de Eugenio d’Ors, antológico todo él; la de Ángel María Pascual, cuya Silva curiosa de historias fue rescatada por la editorial Pamiela en 1987; la de Julián Ayesta, cuya obra Helena o el mar del verano fue reeditada en 2002 por la editorial Acantilado con una excelente recepción crítica; la de Pedro Mourlane Michelena, el escritor sin libros y el más influyente sin duda entre sus coetáneos; la de José María Alfaro y su novela Leoncio Pancorbo; y la de Samuel Ros, el fino escritor valenciano, postergado siempre. Se añaden además textos de Ismael Herráiz, Antonio de Obregón, Guillén Salaya, Federico Sopeña, Antonio Tovar y Luis Felipe Vivanco.

Mainer también ha ampliado su estudio introductorio, aunque manteniendo sus ideas esenciales. Se añade algo de lo que entonces tuvo que callar. Lo primordial: los escritores falangistas no ganaron la batalla literaria, pero tampoco la guerra. Lo que impuso Franco y su cohorte de obispos y militares no era lo que querían ni José Antonio Primo de Rivera, ni Ramiro Ledesma Ramos, ni Onésimo Redondo, ni, por supuesto, los escritores que les siguieron y apoyaron. En cualquier caso, era todo lo contrario. Lo explicita Mainer al final: «[…] como puede verse en un simple repaso de la nómina transcrita, muy pocos perseveraron en sus creencias de primera hora». No podía ser de otra manera, cuando Falange Española de las J.O.N.S. era aún un partido en marcha que ajustaba de continuo sus límites y sus creencias. De buscar encuentros con los fascismos italiano y alemán, por ejemplo, pasó a denigrar la comparanza con el fascismo en general. Una nota de prensa de Primo de Rivera de diciembre de 1934 termina así: «[…] la Falange Española de las J.O.N.S. no es un movimiento fascista, tiene con el fascismo algunas coincidencias en puntos esenciales de valor universal; pero va perfilándose cada día con caracteres peculiares y está segura de encontrar precisamente por ese camino sus posibilidades más fecundas». Dónde habría terminado la Falange de no haber estallado la guerra y qué imbricaciones literarias hubiera supuesto esa deriva es una pregunta sin respuesta, pero que cabe hacerse para cumplir con el sano deber de la desmitificación. El proceso de desencanto tuvo su inicio en 1942 y su cenit en 1956. A partir de ahí no cupo más que agachar la cabeza ante el poder y vivir acomodados –eso sí–, aunque sabedores quizá de que el reconocimiento literario les iba a ser esquivo. Tanto, que ni siquiera en una antología como esta Falange y literatura iban a encontrar acomodo algunos de ellos.

El estudio inicial y las introducciones a cada una de las partes señaladas anteriormente son exhaustivos en cuanto a la nómina de autores y obras citados (lástima que falte un índice onomástico final para guiarse entre las páginas), pero toda antología es como un collar, y al hilo de éste –que está bien tramado– le faltan cuentas. Aunque sea propósito reconocido de Mainer no incluir textos doctrinarios, no tiene sentido convertir de nuevo a José Antonio Primo de Rivera en «el ausente». Sus inquietudes literarias fueron escasas y malos sus pocos versos, pero una antología no requiere obligatoriamente textos sublimes, sino textos que expliquen una tesis. Se echan en falta autores como Edgar Neville, Álvaro de Laiglesia o Tono entre los humoristas. Y cabría en el capítulo dedicado a la crisis un fragmento de la novela juvenil de Samuel Ros Las sendas, tan explícita. Aunque Mainer señale a Óscar Pérez Solís como el único escritor falangista arribado de las orillas del comunismo, aún hubo otro que merecía aparecer en capítulo aparte: Enrique Matorras Páez. Su libro El comunismo en España puede definirse como doctrinario, pero las páginas relativas a su conversión son importantes. A Matorras lo cogieron sus antiguos camaradas en los primeros días de la guerra y murió torturado: otro que no ganó batalla alguna.

Es la cruz de todo intento compilatorio: siempre vendrá alguien que llore ausencias; la falta de espacio es aún excusa suficiente, pero terminará el día en que se imponga el libro electrónico. No obstante, las omisiones más significativas son las de Tomás Borrás y Ramiro Ledesma Ramos. Este año, la editorial Anthropos ha publicado una selección de los «cuentos gnómicos» de Borrás introducida magistralmente por José Antonio Martín Otín, Javier Barreiro y Miguel Pardeza. No es Borrás un escritor a dejar de lado, pese a su empecinamiento en el falangismo, aun transcurridos los años, quizá como consecuencia de sus vivencias durante la guerra, cuando tuvo que escapar de su casa saltando por una ventana enrollado en una cortina. El caso de Ledesma Ramos es más significativo. Mainer quiso incluir un fragmento de su novela juvenil El sello de la muerte, prologada por el bohemio Alfonso Vidal y Planas, tan bohemio que da la sensación de que ni siquiera leyó el libro. Lamentablemente, los herederos de Ledesma, que permitieron su inclusión entre las obras completas editadas recientemente por la fundación que lleva su nombre, no han dado su permiso para incluir un fragmento de la novela en este libro de Mainer. Prueba es, y prueba indeleble, de que era necesaria la reedición y de que sigue siendo punto de partida para futuros estudios sobre el tema.

Sergio Campos Cacho es bibliotecario, coautor de Aly Herscovitz y colaborador de Arcadi Espada en su libro En nombre de Franco: los héroes de la embajada de España en Budapest.
 

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