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«Las razones de la filología», o la belleza intacta de Góngora

Para entender a Góngora

José María Micó

Barcelona, Acantilado, 2015

384 pp. 20 €

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Para entender a Góngora es mucho más que una recopilación antológica de los trabajos sobre Góngora de quien ha dedicado casi tres décadas, de forma constante e ininterrumpida, al estudio y edición del poeta cordobés: constituye una suma gongorina. Micó ha organizado el volumen agrupando temáticamente artículos y ensayos de distintas épocas en cuatro partes bien proporcionadas que dan cuenta de los aspectos más pertinentes y controvertidos de la creación gongorina. Aunque los ensayos en él incluidos se ocupen principalmente del Polifemo y las Soledades, y apenas traten tangencialmente de otras composiciones, muchos de los juicios contenidos en ellos iluminan los temas, los procedimientos formales y las claves interpretativas de la poética del escritor. El núcleo del volumen está formado por dos estudios de obligada lectura para cualquier acercamiento crítico a los poemas mayores: La fragua de las «Soledades», publicado originalmente en 1990 (Barcelona, Sirmio), y El «Polifemo» de Luis de Góngora. Ensayo de crítica e historia literaria, que vio la luz en 2001 (Barcelona, Península). Los dos se disponen como ejes del libro constituyendo las partes segunda y tercera, respectivamente, e implican y ejercen su fuerza de atracción sobre el contenido de los artículos que ocupan la primera sección («El texto y sus contextos») y la cuarta («Intertextualidades»).

En La fragua de las «Soledades», Micó desvela los resortes que operan en el proceso interno, a veces inconsciente, de la creación poética, la estructura profunda del poema. Demuestra, con argumentos que han acabado por aceptarse unánimemente, que en la composición de las Soledades confluyeron motivos, tópicos y desarrollos narrativos y conceptuales previos. Las Soledades se prefiguran en los versos de un soneto de 1593 que modelaron la imagen de un peregrino deslumbrado por la belleza de la joven que lo había hospedado; también en el desdichado que camina en el envío de la prodigiosa canción de 1600 «Qué de invidiosos montes levantados»; o en los conmovedores tercetos de «Mal haya el que en señores idolatra». En los versos de estas y de otras composiciones cifra y vislumbra sabiamente Micó el germen de las dos portentosas silvas gongorinas.

Cuando Góngora compuso en 1612 la Fábula de Polifemo y Galantea, sus contemporáneos lo tenían por el primer poeta de España. No había antología poética impresa o manuscrita en la que sus versos no fueran los más representados. La sutileza, descaro y cinismo de sus composiciones burlescas se celebraban por todos desde hacía ya tres décadas, y la deslumbrante orfebrería de sus versos era objeto de la emulación de muchos.

Desengañado de los atropellos de la vida cortesana, Góngora se había refugiado desde 1609 en el silencio ameno de su huerta cordobesa y en el claustro de música de sus versos para escribir los dos poemas más ambiciosos de la lírica del Siglo de Oro: las Soledades y el Polifemo. En el desencanto, en el desánimo y en el regreso a sus «soledades», se «fraguan» sus dos grandes poemas, como demuestra Micó. Consciente de la novedad que encerraban estas obras, no quiso difundirlas sin conocer antes el juicio de sus amigos doctos, quienes le dieron el nihil obstat con discretos reparos. Muy pronto se multiplicaron las copias manuscritas de las dos creaciones, y con ellas el escándalo estuvo servido. Aquellos versos concitaron a todos los que tenían algo que decir sobre el lenguaje poético, y, así, entre veras y bromas, defensores e impugnadores de Góngora cruzaron comentarios plúmbeos, pareceres jocosos, exámenes certeros y juicios satíricos que entretuvieron la vida literaria del primer cuarto del siglo XVII. A la «guerra de los comentaristas» dedica Micó otro de los trabajos incluidos en el volumen, que indaga en las razones de la Censura contra Pellicer que escribiera el humanista Andrés Cuesta contra quien fue el más controvertido de los comentaristas de Góngora, José de Pellicer, autor de una edición con anotaciones titulada Lecciones solemnes (1630). Prescinde aquí Micó de la edición del texto de la Censura y de las Notas al Polifemo contenidas en el manuscrito 3906 de la Biblioteca Nacional, que él había editado en un memorable trabajo de 1985 y opta por poner de relieve, a través de este episodio, la significación que tuvo para el desarrollo de las ideas estéticas la dilatada polémica gongorina.

En relación con dicha controversia, revela Micó el sentido programático con que, a su juicio, fue concebido por Duarte, Rioja y, sobre todo, por Pacheco, el volumen póstumo de los Versos de Fernando de Herrera (Sevilla, 1619). El pintor Francisco Pacheco, editor del volumen, quiso rescatar del olvido y restaurar la maltrecha imagen de Herrera, desfigurada por oscuras razones que aún hoy ignoramos. Micó interpreta que aquella edición tuvo el designio de atribuir a Herrera, frente a Góngora, el valor de precursor de la poética cultista. Las conclusiones de Micó son hoy suscritas por los estudiosos de uno y otro poeta.

La leyenda mitológica de Polifemo y Galatea había fascinado a no pocos poetas antes que a Góngora. El amor del Cíclope homérico por la ninfa fue el tema de dos idilios de Teócrito y de uno de los mejores episodios de las Metamorfosis ovidianas, piedra angular sobre la que se construyeron las recreaciones modernas del mito. Las versiones más pró-ximas a Góngora fueron el Polifemo de Tommaso Stigliani y la de su paisano cordobés Luis Carrillo y Sotomayor, que pocos años antes había compuesto la Fábula de Acis y Galatea. Góngora desarrolló el mito en sesenta y tres octavas reales, esto es, en 504 endecasílabos, incluidos los de la dedicatoria al conde de Niebla. Distribuyendo equilibradamente las partes descriptivas y narrativas, estructuró con cálculo el hilo argumental de la leyenda: el gigante de un solo ojo, enamorado de Galatea, descubre que la ninfa ama al joven Acis. Despechado, Polifemo lanza una enorme roca sobre Acis y este se transforma en un dios-río.

Las octavas conforman un hermoso tapiz en el que cada una de las estrofas puede contemplarse autónomamente, pues su perfección las hace autosuficientes. Su plasticidad y unidad permiten leerlas como escenas independientes donde, al cabo, todo está subordinado al conjunto. Ello lo favorece la propia configuración métrica de la estrofa, porque posee una distribución de la rima que se acomoda como ninguna otra a las simetrías, correlaciones y bimembraciones de las que Góngora es maestro indiscutido, cualidad que explican con suficiencia Micó y José Manuel Martos en uno de los dos trabajos en colaboración que se incluyen en el volumen: «Góngora o el arte de la octava».

Góngora, como antes Herrera, estaba persuadido de que la audacia es la raíz de la belleza y, en poesía, la audacia verbal lleva aparejada dificultad. Los versos del Polifemo no seducen nuestra sensibilidad de forma inmediata; por ello, su impenetrabilidad escandalizó a muchos, que acabaron por confinarlo durante más de dos siglos en el purgatorio literario del olvido. Para otros, las dificultades expresivas y conceptuales fueron el estímulo que los impulsó a descifrar la perfección constructiva del poema, sus juegos de ingenio, sus sutiles valores sensoriales.

Ciertamente, sobre el Polifemo han ido sedimentándose comentarios monumentales, exámenes críticos y juicios sesudos; pero esta labor ha terminado en ocasiones por sepultar los versos bajo el peso de una erudición más estéril que útil. La edición del Polifemo preparada por José María Micó ha despejado el camino de conjeturas arcanas y de crípticas hipótesis poco o mal fundadas, para llegar al texto y ofrecerlo sólo con las glosas imprescindibles para su recta comprensión; en sus propias palabras: «Lo que aquí ofrezco es simplemente una Lectura del “Polifemo”, purgada de erudiciones superfluas y exenta de variantes, paráfrasis, notas al pie o cualquier otro de los ingredientes que constituyen una edición propiamente dicha». Así expresado, la tarea del editor parece simple, pero quien se adentre en esta Lectura reparará pronto en que esa declaración no era más que un recurso prologal, porque este Ensayo de crítica e historia literaria, como reza el subtítulo, es un ejercicio ejemplar de saber filológico y de agudeza y sensibilidad críticas. Estas páginas nos guían con mano maestra por la descripción armoniosa de la ninfa; por el minué galante y delicado del encuentro de los jóvenes; por el grito desesperado, fieramente humano, del monstruo repudiado; por la metamorfosis de Acis en un río que discurre por el cauce de los endecasílabos más melodiosos de nuestra lengua.

El Polifemo, por sus propias características temáticas y formales, no sufrió los rigurosos avatares de la transmisión y de los errores de copia e impresión derivados de ella que padecieron los romances, letrillas y sonetos, piezas que tuvieron una complejísima transmisión, agravada por problemas de atribución que suponían un desafío filológico de cuyas proporciones sólo pueden hablar los estudiosos que acometieron la tarea de editarlos críticamente. Las variantes del Polifemo, en efecto, no son, en general, muy significativas; pero el texto de la fábula no está libre de lugares críticos. El más de medio centenar de testimonios que conserva el poema está cuajado de variantes singulares que servirían para elaborar un inventario sistemático de los errores y disparates de copistas y cajistas; pero muchos han transmitido también lecturas equipolentes que presentan las mismas probabilidades de ser las correctas que las comúnmente aceptadas. A algunas de ellas se enfrenta Micó en dos trabajos ejemplares incluidos en la primera parte del volumen: «Sobre algunos escollos gongorinos» y «Un verso de Góngora y las razones de la filología». El primero se ocupa de dilucidar, con el auxilio de la crítica textual, el sentido de cuatro lugares del Polifemo y un pasaje del Panegírico al duque de Lerma. El segundo es un brillante ejercicio de inteligencia y método filológico para explicar y dar por buena la variante más desacreditada del verso 220 del Polifemo («seguir se hizo de sus azucenas»).

El Polifemo fue percibido por sus contemporáneos, ante todo, como un poema amoroso. El lugar que ocupa la fábula en el manuscrito que preparó Antonio Chacón con el cuidado del poeta, considerado la vulgata de la poesía gongorina, es un excelente indicio, porque, como ha demostrado Micó en el trabajo de la primera parte titulado «El libro de Góngora», Chacón aplicaba una primera clasificación métrica y formal, a la que se subordinaba un segundo criterio, el temático y modal. De acuerdo con este segundo criterio, las composiciones amorosas aparecen entre las fúnebres y las satíricas y burlescas: así, de manera implícita, las octavas del Polifemo, copiadas entre una estancia de signo elegíaco y otra burlesca, adquirían la categoría de amorosas.

Sobre la propensión a lo cómico en la fábula ?aspecto reprobado por los comentaristas de su tiempo? trata el trabajo titulado «Ariosto en el Polifemo», sutil análisis de relaciones intertextuales de quien es el autor de la mejor traducción al español del Orlando furioso. Micó corrige la común opinión y matiza que esa inclinación a lo cómico está muy atenuada y apenas se deja ver en la ironía sobre las dotes musicales del cíclope o en la percepción de los amantes como liebres encamadas, y podría también explicar el esquemático desenlace trágico de la fábula. Lo que para Micó es una hipótesis que permitiría justificar desde la poética gongorina la escueta resolución del relato, para Gilbert Highet era la confirmación de la intención burlesca del poema: «la doliente historia de amor se ha tornado en ridículo»Gilbert Highet, La tradición clásica, trad. de Antonio Alatorre, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1996, vol. I, p. 274., concluía en las líneas dedicadas al Polifemo en su monumental tratado La tradición clásica.

También en la parte final del volumen, «Intertextualidades», se incluyen dos trabajos de recensión y análisis de obras ajenas. Uno de ellos es la crónica y reseña crítica que preparó el autor en colaboración con Begoña Capllonch del simposio organizado en Sevilla por Begoña López Bueno en 2010 en torno a la vida y obra de Góngora en los años cruciales de su actividad creadora (1609-1615). El contenido de aquellas ponencias se materializó en un libro de referencia para los estudios gongorinos, El poeta Soledad (Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2011). El otro es el hermoso prólogo que sirve de pórtico a la edición de la tesis doctoral que firmó en Madrid Jorge Guillén en 1925, Notas para una edición comentada de Góngora, tesis que vio la luz en 2002. Uno de los editores, Juan Bravo, guiado por las indicaciones de Claudio Guillén, halló la copia de la tesis entre los fondos de la biblioteca de Joaquín de Entrambasaguas que había adquirido la Universidad de Castilla-La Mancha. El estudio de Guillén es más un ensayo que una tesis doctoral, tal y como concebimos este género de trabajos hoy día, circunstancia que subraya José María Micó. Jorge Guillén nos ofrece una personalísima visión de las etapas, géneros y composiciones de la obra gongorina, sin que en ella haya espacio para la erudición inerte, para vastas e indigestas notas a pie, ni otras características metodológicas y formales que sirven de espesa salsa en las tesis actuales. Entre la poesía de Góngora y Jorge Guillén hay algunas concomitancias que son afinidades sugeridas por Micó. La poesía de ambos es la «exaltación de la realidad», sintagma usado por Salinas para definir la poética de Góngora; pero de una realidad impersonal, como tildó Guillén la poetizada por Góngora, sin reparar, o tal vez sí, que su poesía también ocultaba «su propia existencia afectiva». Los dos conciben la creación poética como un acto intelectual de reedificación del mundo a través de una visión hermosa de la naturaleza. Los dos, en fin, fueron, en cierta medida, esclavos y víctimas de su voluntad de perfección.

Para entender a Góngora se cierra con un ensayo que deslumbra por su fina maestría sin alardes, «Dante y Góngora». El lugar final que ocupa en el volumen cobra un significado simbólico si se repara en las palabras prologales que manifiestan la voluntad de su autor de abandonar el estudio de Góngora y orientar sus afanes filológicos hacia la traducción de la Comedia. Queda, pues, agradecer que José María Micó nos haya dejado este colofón a la inmensa tarea dedicada durante años al mejor conocimiento de la obra de Góngora. Las lecturas que nos ofrece aquí de sus versos permiten descubrir en toda su belleza intacta la poesía del cordobés, sin mácula de cuatro siglos de presunción crítica e incomprensión.

José Manuel Rico García es profesor de Literatura Española en la Universidad de Huelva.

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