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La violencia de entreguerras

Políticas del odio. Violencia y crisis en las democracias de entreguerras

Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío (dirs.)

Madrid, Tecnos, 2017

510 pp. 26 €

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Nunca en la historia de Occidente se ha derramado tanta sangre por motivos políticos como en la convulsa época entre las dos guerras mundiales. En muchos espacios europeos no existieron unas fronteras claras entre paz y conflicto armado desde 1914 hasta 1945, de modo que algunos analistas han bautizado esta etapa como «guerra civil europea» o «segunda guerra de los treinta años», la matriz de una «era de los extremos». Las causas de semejantes niveles de violencia han sido el santo grial que varias generaciones de historiadores se han esforzado por encontrar, legándonos una enorme cantidad de libros y trabajos sobre temas terribles y fascinantes, como el ascenso del fascismo, las políticas genocidas o la furia revolucionaria. Cada vez resulta más difícil decir algo nuevo acerca de ese pasado no tan lejano que aún amenaza con volver, pero al mismo tiempo es abrumadora la necesidad de revisitarlo, no sólo para no olvidar, sino también para escudriñar con mirada científica y desapasionada unos procesos históricos que nos enseñan mucho sobre la naturaleza de nuestra modernidad. Sobre todo porque una importante paradoja es que en aquel período también se dieron avances positivos importantísimos en numerosas facetas de la vida humana, en las artes, la ciencia, la emancipación de la mujer o en la extensión de la democracia en una versión muy parecida a la que hoy conocemos.

Aquí tenemos entre manos una obra colectiva que aspira a analizar los porqués de la violencia y el odio político en la época de entreguerras, ofreciendo una serie de miradas sobre diversos países y aspectos. Los directores de la obra, Fernando del Rey (Universidad Complutense) y Manuel Álvarez Tardío (Universidad Rey Juan Carlos), cuyas aportaciones de carácter individual o colaborativo sobre esos temas han proliferado últimamente, han reunido los trabajos de historiadores ya bien conocidos en sus respectivas líneas de investigación. Aunque por este motivo, y por la abundante oferta bibliográfica sobre las cuestiones tratadas, un especialista puede encontrarlo poco novedoso, Políticas del odio es un libro que, con la claridad de sus textos y sus docenas de imágenes que amenizan la lectura, ofrece una visión panorámica del tema para un público culto más amplio.

Dado que los ocho capítulos están escritos por autores diferentes, y como suele ocurrir con los volúmenes colaborativos, el resultado es dispar y con altibajos, pero esto también significa que el libro puede leerse selectivamente y de manera no lineal, de acuerdo con los intereses y objetivos del lector. En opinión de este reseñista, las contribuciones cumplen en general con solvencia su función informativa, pero en su conjunto la empresa de los profesores Del Rey y Álvarez Tardío adolece de algún punto débil que explicaré más abajo.

Permítaseme empezar por comentar primero algunos capítulos centrales del libro. Sandra Souto Kustrín (CSIC) transmite sus enormes conocimientos sobre los movimientos políticos juveniles europeos de la época de entreguerras con una interesante perspectiva comparada y transnacional. Es importante tener en cuenta que la radicalidad política del período se debió en buena medida al activismo juvenil: los partidos fascistas y comunistas en países como Alemania, Gran Bretaña o España se caracterizaron por la fuerte presencia de menores de treinta años e incluso menores de veintiuno en sus filas. Esas personas, por sus mayores posibilidades de tiempo libre, menor vulnerabilidad a las represalias económicas o sociales, y su mayor capacidad de asimilación de valores a contracorriente, fueron proclives a la conducta de protesta. Jóvenes solieron ser, por ejemplo, los miembros de las Secciones de Asalto del partido nacionalsocialista en Alemania, cuyas tácticas violentas y rivalidad frente a los comunistas son analizadas en otro capítulo por el profesor Jesús Casquete (Universidad del País Vasco) con una perspectiva microanalítica que nos transporta literalmente a las calles de un barrio de Berlín a comienzos de los años treinta, donde una «guerra civil latente» salpicaba sus aceras con sangre. En el tema de la juventud y el fascismo también insiste el capítulo del profesor José Antonio Parejo (Universidad de Sevilla), que por sus aires ensayísticos y literarios contrasta con la detallada documentación de Casquete y la eficacia narrativa de Souto. En esta ocasión, Parejo, un autor que en sus investigaciones ha tenido acceso privilegiado a archivos privados procedentes de líderes de la Falange Española, no hace un uso sistemático de tales fuentes para realizar un análisis específico, sino que comenta ampliamente las causas de la expansión de los partidos fascistas y su violencia, así como los absorbentes debates sobre los apoyos sociales al fascismo. No obstante, su texto no está libre de algún cliché, como cuando en la página 209 atribuye parte del atractivo del fascismo al disgusto que las vanguardias artísticas habrían despertado en la clase media tradicionalista –afirmación que supone olvidar la enorme importancia de las corrientes futuristas en el origen del fascismo italiano–, ni tampoco de aseveraciones cuestionables, como decir, en la página 204, que «una correcta taxonomía política sobre los movimientos fascistas no puede incluir en su listado a [la Falange Española de octubre 1933]», sólo porque el movimiento todavía no era una formación de masas, lo cual minimiza hechos clave, como la visita del propio José Antonio Primo de Rivera a Mussolini por esas mismas fechas para pedirle una subvención a su partido.

Nigel Townson (Universidad Complutense) consigue combinar la amenidad con la coherencia ante lo argumentado por la historiografía sobre el período de entreguerras, en este caso para Estados Unidos. Seguramente, este será el capítulo más agradecido para un lector español, pues no abundan las obras de divulgación ni tampoco la investigación académica en castellano sobre la historia del gigante norteamericano en el siglo XX (en comparación con lo que se conoce de Italia, Alemania o Francia). El profesor Townson aborda tres aspectos: el racismo y la xenofobia, el antiizquierdismo (Red Scare), y las luchas entre sindicatos y patronales en Estados Unidos en los años veinte y treinta. Es muy oportuno hoy, dada la actual orientación de la política norteamericana, recordar la extrema violencia racista que se cebaba contra los negros en aquellas décadas, así como las tendencias antiinmigración de los blancos protestantes, en un contexto de estigmatización de los extranjeros como una amenaza, y de promoción del «Americanismo 100%» de resultas, entre otros factores, de la Primera Guerra Mundial.

Como vemos, Políticas del odio trasciende el convencional marco europeo al analizar la violencia en los sistemas políticos de entreguerras. Esto también se ve en el artículo del profesor Julio de la Cueva (Universidad de Castilla-La Mancha), un especialista en violencia anticlerical que aquí también incluye el caso de México y se retrotrae a la Revolución Francesa para explicar las raíces de tendencias políticas antirreligiosas que estallaron en contextos como la revolución y guerra civil rusa o la España de los años treinta. De la Cueva muestra cómo la «violencia antirreligiosa», las agresiones contra clérigos y creyentes, la destrucción de propiedades de la Iglesia y símbolos religiosos, profanaciones, etc., marcó la época de entreguerras en diversos países, trascendiendo el mero anticlericalismo político. De manera parecida, la «violencia electoral» se elabora como tema del capítulo a cargo de Roberto Villa García (Universidad Rey Juan Carlos). Dicho sencillamente, aquella era una violencia política que se producía en el contexto de comicios democráticos, algo que marcó la historia del ascenso del fascismo italiano especialmente en 1921, así como Alemania durante la carrera electoral de Hitler por el poder, y la España de 1936. Hay que advertir que el trabajo de Villa García se caracteriza por abrazar las interpretaciones de conspicuos intelectuales conservadores, tales como el alemán Ernst Nolte, famoso por haber atribuido al bolchevismo la responsabilidad primera del surgimiento del fascismo, o el estadounidense Samuel Huntington, quien, entre otras cosas, arguyó que en algunos países «la participación de las masas produjo erosión de la democracia y una propensión hacia los regímenes militares autocráticos y los gobiernos unipartidarios» (citado en la página 296). Estos cortocircuitos argumentativos suscitaron en su día tales debates y polémicas que sorprende todavía hoy leer a historiadores tomándolos como premisa, pero es en realidad a través de análisis comparados como Villa García evalúa las relaciones entre «la urna y la pistola» para concluir que, en la España republicana, la violencia electoral tuvo menores dimensiones que en Alemania o Italia.

Finalmente, de gran peso interpretativo son también la introducción y las contribuciones individuales de los dos directores del volumen, Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío. En la primera, se proponen claves para entender por qué hubo tanta violencia política en el período de entreguerras; en sus respectivos capítulos expanden sus explicaciones. Es muy laudable la ambición intelectual y el esfuerzo realizado por analizar y divulgar. Dicho esto, el resultado es problemático por diversos motivos. En primer lugar, los autores, particularmente Del Rey, asumen poco críticamente la célebre tesis de la «brutalización» de la política, propuesta hace más de cinco lustros por el historiador George L. Mosse en su libro Soldados caídos, debatida y rebatida con entusiasmo por historiadores de diversos países, y conocida más tardíamente en España, donde dicha obra no se tradujo hasta el año pasado. Aclaremos que Mosse atribuyó los elevados niveles de violencia política a un fenómeno –que cabría adjetivar de misterioso– de «brutalización», teóricamente causado por las experiencias macabras de la Primera Guerra Mundial. Este proceso habría afectado sobre todo a los excombatientes de las trincheras (el estereotipo de los «veteranos ultranacionalistas embrutecidos por la guerra» al que Del Rey se refiere en la página 97), y habría conducido nada menos que al nazismo y al genocidio. Hubo quien argumentó (como ahora Del Rey) que también al bolchevismo y al totalitarismo. La verdad es que desde los años noventa, y especialmente en el último sexenio, se ha publicado una retahíla de estudios que sistemáticamente han cuestionado o negado la validez de la sugestiva interpretación mosseana. A pesar de ello, Políticas del odio –al menos sus capítulos clave– todavía se basa sustancialmente en la vaporosa idea de «brutalización», insertando en ello el caso español. El libro, por eso, llega con retraso. El desplazamiento del núcleo explicativo tiene, además, costes importantes: en varios puntos (verbigracia, en la página 107) se insiste en que las desigualdades económicas y sociales no eran en el fondo tan importantes como causa de la violencia política. En cambio, se tiene a bien otorgar un lugar muy prominente a la violencia antirreligiosa. Así, se soslaya un fenómeno de gigantesca importancia en el período interbélico: la violencia política rural derivada de los profundos conflictos en torno a la propiedad de la tierra es la gran ausente del volumen. Están algo anticuadas las referencias teóricas utilizadas en la obra, que son muy variadas y numerosas, aunque habitualmente tengan preferencia las de autores conservadores como los citados Nolte y Huntington, el provocador Niall Ferguson, y clásicos referentes historiográficos –hoy menos utilizados– como Stanley Payne y Juan José Linz. Es sorprendente, por ejemplo, que no se cite ni un solo trabajo de Robert Gerwarth, quien junto a otros especialistas internacionalmente reconocidos ha realizado en los últimos años una profunda revisión de la cuestión de la «brutalización» y la violencia tras la Gran Guerra. En el caso del capítulo final de Álvarez Tardío, donde se realiza un pormenorizado análisis teórico comparado entre debilidad institucional y violencia política, se habla de paramilitarización, pero se ignoran inexplicablemente las numerosas publicaciones sobre este tema de un influyente especialista español en violencia política, como lo es Eduardo González Calleja. También se da la espalda al concepto de fascistización, una sólida noción con la que muchos expertos explican la adopción de rasgos políticos violentos por las derechas de la época. Será que los críticos de la tesis de la brutalización y los historiadores que conceptualizan de manera diferente los procesos de violencia política no armonizan con los planteamientos de este libro; pero dejar parte de la producción académica en la sombra no permite al lector hacerse una idea completa del tema tratado. Aunque Políticas del odio no llega a cubrir, por tanto, los numerosísimos aspectos, planteamientos y puntos de vista relevantes en este ámbito, sí que consigue poner sobre la mesa múltiples temas difíciles con rigor y fluidez.

Ángel Alcalde es historiador y colaborador científico en la Universidad Ludwig Maximilian de Múnich. Es autor de Lazos de Sangre. Los apoyos sociales a la sublevación militar en Zaragoza. La Junta Recaudatoria Civil (1936-1939) (Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2010), Los excombatientes franquistas. La cultura de guerra del fascismo español y la Delegación Nacional de Excombatientes (1936-1965) (Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2014) y War Veterans and Fascism in Interwar Europe (Cambridge, Cambridge University Press, 2017).

NOTA EDITORIAL
Revista de Libros tiene que presentar excusas a los lectores y al autor de esta reseña por un error ocurrido en el proceso de edición. El artículo aparecido el lunes 11 de septiembre correspondía a una primera versión, que el propio autor sustituyó por esta que publicamos ahora. Las divergencias son muy pequeñas, pero nos debemos a la norma editorial según la cual no se puede dar a la luz ningún texto sin que antes lo haya leído y aprobado el autor. 

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