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El minotauro ausente

El héroe discreto

Mario Vargas Llosa

Madrid, Alfaguara, 2013

392 pp. 19,50 €

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La última novela de Mario Vargas Llosa es una lectura desconcertante de principio a fin. ¿Va en serio todo esto?, nos preguntamos. ¿Se trata de una broma del Nobel peruano? ¿Hay alguien a los mandos del aparato? El humilde lector que esto suscribe, para quien Conversación en La Catedral, o La ciudad y los perros, o Los cachorros, por ejemplo, fueron en su día experiencias cruciales, se ha esforzado casi en vano por encontrar algo que rescatar de esta larga sarta de bromas sin gracia, argumentos truncos y sin sentido, y capítulos interminables que no son otra cosa que tediosas y asombrosamente vacías postergaciones de la nada final. Ciertamente, es difícil hablar sobre la nada, pero vamos a intentarlo, aunque sea brevemente.

Por empezar por algún sitio, ¿por qué recuperar a don Rigoberto, ese personaje desagradable y de corto recorrido, por no hablar de su apenas existente esposa Lucrecia y del increíble niño Fonchito? Precisamente en las novelas en que se introdujo a esos personajes, Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto, se iniciaba una vena claramente autocomplaciente en la obra de nuestro autor que, desgraciadamente, tiene en parte su continuación en El héroe discreto. Don Rigoberto, un sibarita aspirante a libertino, es a menudo involuntariamente cómico (su comicidad escapa también a la voluntad del autor, nos tememos): «Gracias a Delacroix asistí a la muerte de Sardanápalo rodeado de mujeres desnudas y gracias al Grosz joven las degollé en Berlín al mismo tiempo que, provisto de un falo descomunal, las sodomizaba. Gracias a Botticelli fui una madona renacentista y gracias a Goya un monstruo lascivo que devoraba a sus hijos empezando por las pantorrillas. Gracias a Aubrey Beardsley, un rosquete con una rosa en el culo y a Piet Mondrian un triángulo isósceles». Madre mía. Pero veamos una de las mayores líneas argumentales de la novela: Fonchito le cuenta a su padre y a su madrastra sus encuentros con un misterioso hombre llamado Edilberto Torres, un personaje absolutamente anodino y carente del menor interés, que se limita, la mayor parte del tiempo, a poner cara triste, o a llorar, o a demostrar muy misteriosamente sus conocimientos sobre la familia de Fonchito. Se sugiere que sólo el joven lo ve. El agnóstico don Rigoberto inmediatamente asume, de forma inexplicable, que Edilberto Torres es el mismísimo demonio (¿y por qué no un fantasma, o un ángel, o un robot, o un extraterrestre, o un holograma proyectado desde el futuro?). Siguen luengas y torpes conversaciones entre los cónyuges, salpicadas de aburrido y maquinal erotismo, sobre si Fonchito miente, si está loco, si Edilberto Torres es real, si se trata de un milagro, si el jovenzuelo es un místico, etc. Continúan los encuentros con E. T., cada uno de los cuales es, increíblemente, menos revelador que el anterior. En la última página de la novela se nos da a entender que, efectivamente, el misterioso personaje era una sostenida broma de Fonchito y que jamás ha existido.

¿Y por qué retomar una vez más al sargento Lituma, de esa forma completamente forzada y artificial? Hay un argumento policial. Lituma y su superior investigan unas cartas de extorsión. El grafólogo no puede examinar la letra, lo cual resolvería el caso en los primeros capítulos, porque está de baja (durante toda la novela) tras haber sido operado de hemorroides. De pronto, en medio de la investigación, el sargento se acuerda de que uno de los Inconquistables, a quienes ya conocimos en La casa verde, y a los que Lituma no ve desde hace años, andaba siempre pintando arañitas, y justamente las cartas de extorsión están firmadas con el dibujo de una araña. Ya tiene un sospechoso. Da con dos de sus antiguos compinches. Mientras habla con ellos, se da cuenta de que el que dibujaba las arañitas no era Josefino, que está ausente, sino José. ¿Cómo ha podido equivocarse?, se pregunta, como si fuera un misterio. Después duda de si de verdad alguien dibujaba arañitas: ¿no le estará fallando la memoria? Y ahí termina el tema. Mucho más tarde, cuando se encuentre al culpable (cosa que ocurrirá de forma casi automática, sin apenas esfuerzo por parte de los policías), nada se dirá de las arañas ni habrá ninguna relación con los Inconquistables, a quienes Vargas Llosa parece haber sacado de paseo por el mero gusto de rememorar los buenos tiempos. (Por cierto, se nos dice que han pasado veinte años de los hechos finales de La casa verde, de 1966, lo cual situaría esa novela, de forma absurda, en los años noventa del siglo XX).

Todo es irreal en El héroe discreto. Los personajes son casi todos ellos meros peleles sin entidad, los diálogos son afectados y completamente falsos, los escenarios (Lima y Piura, tan minuciosamente dotadas de vida en aquellas lejanas novelas de los años sesenta) apenas existen salvo en alguna frase aislada. La trama (doble y en capítulos alternos, una vieja costumbre) daría quizá para dos cuentos cortos, pero se estira increíblemente a lo largo de más de trescientas ochenta páginas y, como consecuencia, hay capítulos enteros escritos con piloto automático, hechos de nada, por los que uno avanza incrédulo, triste, sediento, como por un desierto. Todo el libro bulle de inconsistencias y errores de todo tipo (argumentales, de estilo, lingüísticos, de coherencia, de cronología, de visualización) que acentúan aún más esa plomiza sensación de irrealidad. Los personajes, asombrados inexplicablemente ante unos hechos que les parecen prodigiosos, se preguntan una y otra vez si lo que están viviendo es real, no se creen unos a otros, dudan todo el tiempo de todo, comparan lo que les pasa con una telenovela, y es como si Vargas Llosa nos dijera: «Claro, hombre, si yo también me doy cuenta de que todo esto no hay quien se lo crea, pero es que a mí lo que me importa es otra cosa».

Lo que le importa, parece, es la resistencia de sus héroes ante la barbarie del mundo posmoderno. El problema por ese lado es que difícilmente son héroes bajo ningún punto de vista. Felícito no acepta el chantaje tan solo porque no puede traicionar la memoria de su padre, que le dijo en su lecho de muerte que no se dejara pisotear por nadie; en ningún momento duda, en ningún momento toma una decisión: todo le viene dado, como a una máquina ya programada. Don Ismael Carrera, un anciano millonario que se casa con su criadita Armida para echar por tierra las aspiraciones hereditarias de sus dos crapulosos hijos, apenas aparece en la novela y es un personaje totalmente esquemático y desganado que sólo sirve para darle problemas a su empleado don Rigoberto (pero, en realidad, ni siquiera se justifican los problemas que le causa, ya que, ¿por qué, si Ismael se va de luna de miel a visitar al papa a Roma, don Rigoberto tiene que quedarse en Lima durante toda la novela –testificando en el juicio que provocan los hijos de aquél para declarar a su padre incapacitado– en lugar de irse con su familia de viaje cultural a Europa, como es su sueño ahora que se ha jubilado?). Este, don Rigoberto, parapetado en «su pequeño espacio de civilización, defendido contra la barbarie», supuestamente resiste los embates de la incultura y de la prensa sensacionalista (escándalo es una de las palabras que más aparecen en el libro –sobre todo acompañada del verbo estallar–, y todos los personajes tienen tanto miedo a verse involucrados en uno que casi resulta cómico), pero presenta facetas, o quizá se trate de inconsistencias, que nos hacen pensar que no sólo no es un héroe, sino que realmente forma parte de la peor clase de barbarie. Por ejemplo: cuando los hijos de Ismael violan a una chiquilla, don Rigoberto es el encargado de ir a taparles la boca con dinero a los padres de la víctima.

Hay un ingenuo mundo de señorones, criaditas y honrados trabajadores, hecho de lugares comunes, situaciones estereotipadas e imágenes cristalizadas, que parece provenir directamente de los culebrones televisivos y que necesitaría una verdadera dosis de magia narrativa (uno imagina que dentro de las posibilidades de un escritor de la talla de Mario Vargas Llosa) para cobrar vida y dejar de ser algo torpe, caduco y ofensivo. Cuando Ismael y Rigoberto se reúnen, la joven esposa del primero se retira «para que los dos caballeros hablen de sus asuntos importantes», tras lo cual ambos paladean un coñac que «tenía un aroma con reminiscencias del roble del tonel». «Mostró Narciso [el chófer negro de Ismael] la blanca dentadura mientras sonreía de oreja a oreja». Fonchito, al saber que don Ismael se ha casado con su sirvienta, dice: «¿Es bonita, por lo menos?»; y Lucrecia, hablando de Armida, dice: «Me muero de ganas de verla convertida en una señora decente», y comenta de ella que hasta hace poco era «una de las mujeres más humildes del Perú», refiriéndose a la que era la sirvienta de un millonario con cama en su mansión. Felícito es, según don Rigoberto, «un hombre humilde, sin duda, provinciano, algo tímido, pero bienintencionado», y, asombrado, éste dice sobre Armida, la criada convertida en señora decente: «La mujer más rica del Perú escapándose con una maletita en la mano, en un ómnibus de mala muerte y como una pelagatos cualquiera».

Por un instante, el tema del centro, vagamente aludido en un par de ocasiones y apenas desarrollado hacia el final, hace que el lector lamente que no se haya transitado con más atención por esa senda, insólita en la obra de Vargas Llosa y muy estimulante, sobre todo en lo que concierne a Felícito, el cual encuentra ese centro mediante la práctica diaria del Qi Gong. Don Rigoberto, por su parte, parece hallarlo en la «Oda a Francisco de Salinas». El erotómano sibarita, en otro momento, dice envidiar a los creyentes, «a quienes tienen una fe y tratan de organizar su vida de acuerdo a sus creencias». ¿Es ese, para el autor, el hilo del epígrafe borgiano del libro («Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo»), una creencia religiosa, o una religión del arte, o un fuerte referente moral? Da la impresión de que el culto al arte que practica don Rigoberto no es sino el sucedáneo con que tiene que conformarse quien no puede aspirar a la bendita ignorancia de las personas de fe, como si no existiera otra forma de espiritualidad fuera del estricto catolicismo. De todas formas, todo el tema apenas se desarrolla y, cuando se hace, es con evidente desgana.

Es curioso y quizá significativo que en la única ocasión en que se alude a la metáfora apuntada en el epígrafe, don Rigoberto trastoque llamativamente los términos. El héroe, en el mito, usa el hilo para salir del laberinto sólo tras haberse enfrentado al monstruo, que le espera precisamente en el centro. Don Rigoberto, en cambio, desaprovechando una oportunidad de emparentar de forma elegante algunos motivos del libro, sólo piensa en la salida: «No saldría nunca de este laberinto, cada vez más pasillos, más sótanos, más vueltas y revueltas. ¿Eso era la vida, un laberinto que, hicieras lo que hicieras, te llevaba ineluctablemente a las garras de Polifemo?». El aparente gazapo, que confunde dos seres mitológicos, nos permite hacer una de esas lecturas caprichosas a las que se tiende con los libros muy tediosos que, además, dicen cosas raras (equivalentes a las ociosas ideas de ciencia ficción que puede sugerirnos, en una mala película de romanos, la visión de un reloj de pulsera). Polifemo, ese gigante con un solo ojo y sin garras, representaría una visión superficial, reducida, literalista, mental y tenebrosa de la vida: esa parece ser la divisa de El héroe discreto. El Minotauro, ausente en el laberinto y en la novela, figura dionisíaca y de raíces inmemoriales (análoga al hombre-toro shivaísta o al Enkidu del Poema de Gilgamesh), simbolizaría precisamente el centro, el ser, el yo profundo, y también el universo polimorfo e inaprensible, la fuerza de la vida y de las sensaciones, el verdadero dolor y el verdadero placer, la danza inagotable de la realidad, la imaginación, «la más alta esfera» de la que habla el platónico poema de Fray Luis de León.

Ismael Belda es escritor y crítico literario.

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