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De cuando la casta era elite

Memorial de transiciones (1939-1978). La generación de 1978

Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona

Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015

736 pp. 35 €

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Sorprende, en los tiempos que corren, que un político español sea capaz de escribir un libro como éste. Sus más de setecientas páginas, escritas en una excelente prosa, contienen testimonios de indudable valor histórico y una amplísima galería de personajes, tratados con una elegancia y una agudeza psicológica al alcance sólo de los buenos escritores. Sentido del humor, capacidad de evocación, hondura intelectual: las memorias de Ortega Díaz-Ambrona son un festín para el buen lector y una inyección de moral para quienes piensen que el nivel de nuestra clase política, también llamada casta, ha caído tanto en los últimos tiempos que apenas supera el analfabetismo funcional. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Que el autor dejó la política hace más de treinta años? Pues eso lo explica todo.

Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona, nacido en 1939, en la inmediata posguerra, fue ministro con Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo (1980-1981) y secretario general de UCD en su etapa final (1982-1983). A la coalición centrista se había incorporado en el momento de su fundación como miembro del grupo Tácito, uno de los más influyentes en el abigarrado panorama de la democracia cristiana española durante el tardofranquismo y la Transición. La singular historia de este amplio sector de opinión constituye uno de los ejes narrativos de una obra que pretende iluminar las diversas transiciones intelectuales, sociales y políticas vividas en España hasta el pacto constitucional de 1978. En este complicado proceso se produjo un fenómeno que todavía hoy en día sigue siendo uno de los grandes misterios de la «Transición con mayúscula», como la llama el autor: el estrepitoso fracaso de la democracia cristiana como fuerza preponderante en el centroderecha español tras la muerte de Franco. La respuesta de Juan Antonio Ortega no resuelve del todo el enigma –él mismo se apresura a reconocerlo–, pero aclara algunos aspectos de un problema ciertamente intrincado, que tiene un correlato insoslayable en el otro segmento del arco político español, donde muchos daban por descontada la hegemonía del Partido Comunista de España, rotundamente desmentida ya en las elecciones de 1977. Puede que este doble error de quienes esperaban una réplica del modelo italiano responda a los mismos motivos, uno de ellos tan obvio que apenas nadie ha reparado en él: que en el muestrario de las democracias europeas de la Guerra Fría, Italia constituía mucho más la excepción que la regla. Es verdad que el peso del catolicismo, por un lado, y el protagonismo de los comunistas en la lucha contra el fascismo, por otro, hacían muy tentador el paralelismo entre los dos países, pero la experiencia demostró que esa analogía histórica y cultural no era suficiente para que la España democrática siguiera la excepción italiana. 

La peripecia personal del autor, vinculado desde su juventud a los sectores católicos de la oposición antifranquista, aporta otras claves para entender lo que él denomina el «chasco» y el «fiasco» de la democracia cristiana española. Una, probablemente decisiva, fue su tendencia patológica al faccionalismo, por lo menos desde los tiempos de Izquierda Democrática Cristiana, fundada por Manuel Giménez Fernández y dirigida tras su muerte por Joaquín Ruiz-Giménez, el primero ministro de la CEDA durante la República y el segundo, ministro de Educación cesado por Franco tras los sucesos de 1956. A este grupo habría que añadir la corriente dirigida por José María Gil Robles, líder de la CEDA en los años treinta, y a los llamados católicos del régimen, que también reivindicaban para sí la marca democristiana y cuyas figuras más representativas fueron los ministros Alberto Martín Artajo y Federico Silva Muñoz. En las antípodas de este sector plenamente franquista se encontraban el Partido Nacionalista Vasco y Unió Democràtica de Catalunya, que en la Guerra Civil se habían alineado con la República, hasta el punto de que el líder de UDC, Manuel Carrasco i Formiguera, fue fusilado en Burgos en plena guerra, tras huir de la Barcelona republicana para evitar ser asesinado por católico. Así pues, la extensa, y no muy bien avenida, familia democristiana abarcaba desde partidos proscritos por la dictadura hasta un catolicismo abiertamente colaboracionista, pasando por grupos de oposición moderada más o menos tolerados por el régimen. Con estas diferencias y divisiones llegaron a la cita electoral de junio de 1977, con el resultado ya conocido: la lista del llamado Equipo Demócrata-Cristiano del Estado Español –el nombre lo dice todo– fue literalmente barrida en las urnas.

Ortega Díaz-Ambrona describe pormenorizadamente el proceso que condujo a la inmolación electoral de la Democracia Cristiana. Puede parecer ventajista decir que se veía venir, pero entre el personalismo de unos, la ingenuidad de otros y el «sálvese quien pueda» de todos aquellos que buscaron acomodo en otras formaciones, la opción democristiana llegó ya muy mermada al 15-J; tanto es así que, en vísperas de las elecciones, los sondeos realizados para la Moncloa atribuían al Equipo Demócrata-Cristiano que encabezaba Ruiz-Giménez tan solo once escaños, once más de los que obtuvo finalmente. Junto a sus problemas de liderazgo y a su pulsión autodestructiva, la democracia cristiana fue víctima de un fenómeno generacional que se entiende mejor tras la lectura de este Memorial de transiciones.
El membrete de «generación de 1978» utilizado por el autor puede resultar cuestionable si nos ceñimos a la lógica, de por sí discutible, de la teoría de las generaciones históricas, que suele buscar la fecha definitoria de cada una de ellas en el arranque de su trayectoria pública, más que en la culminación de una especie de proyecto colectivo, como lo sería en este caso la Constitución de 1978. El hecho es que esa generación, cualquiera que sea el año que la identifique, está formada en buena parte por una elite funcionarial vinculada a los altos cuerpos de la Administración: letrados del Consejo de Estado, como Landelino Lavilla, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón y el propio Ortega Díaz-Ambrona; diplomáticos, como Marcelino Oreja, Rafael Arias-Salgado y José Pedro Pérez Llorca; abogados del Estado, como José Manuel Otero Novas, y profesores universitarios, como Íñigo Cavero, Raúl Morodo, Óscar Alzaga, José María Maravall y Gregorio Peces-Barba, por citar sólo a quienes, por edad, cabría incluir en la generación de 1978.

Las memorias de Díaz-Ambrona, como en su día las de Raúl Morodo, constituyen un excelente testimonio sobre el mundo ferozmente competitivo de las oposiciones, con todo lo que comportaban: largas temporadas de encierro y estudio, a menudo en el Ateneo de Madrid; el aprendizaje de complicados mecanismos de poder, a la vez sutiles y brutales, que determinaban la suerte de los aspirantes; una visión meritocrática, casi darwinista, de la vida social y profesional, y una sólida y selecta red de relaciones personales tejida en los pupitres de las bibliotecas, en las pausas para el café y en las tertulias de la Docta Casa. Al clima de «cultura, tradición y libertad» que se respiraba en ella le dedica un revelador epígrafe titulado «El Ateneo de Madrid y sus consecuencias», en el que recuerda la curiosa mezcolanza «de inconformismo y adaptación, de opositores al régimen y opositores a notarías», que podía percibirse entre los más asiduos.

De ese mundo surgió una parte significativa de la clase política de la Transición, sobre todo de UCD, provista de un bagaje intelectual extraordinario y caracterizada por algunos rasgos que, en lo bueno y en lo malo, determinaron su actuación en aquellos años, desde un compromiso desinteresado con la vida pública, entendida como servicio, hasta el narcisismo propio de una elite funcionarial que tal vez sobrevaloró sus aptitudes políticas. La mayoría de sus miembros, como Díaz-Ambrona, empezó militando en la democracia cristiana, y en particular en el grupo Tácito, para pasar luego a UCD y acabar volviendo a la función pública o a la actividad profesional. Los problemas, primero, de la democracia cristiana y, posteriormente, de UCD son inseparables de las virtudes y defectos de la llamada «generación de 1978». El autor apunta su incapacidad para asumir el mando ante el fracaso, largamente anunciado, de los viejos líderes de la democracia cristiana: «Nos faltó liderazgo». Esta explicación, seguramente válida, no excluye la contraria: que esa concentración de lumbreras y egos, proyectada fuera del escalafón –su hábitat natural–, degeneró a menudo en una concepción personalista de la política, con tendencia a la anarquía. El problema del liderazgo, por defecto o por exceso, tenía, pues, un doble filo de muy difícil manejo. Lo primero les llevó a UCD en busca de un líder que supiera adónde iba y ejerciera como tal; lo segundo los convirtió en la principal oposición interna a Suárez, un chusquero de la política, como le gustaba definirse, cuyo estilo populista y carismático acabó chocando con el espíritu de cuerpo de los antiguos tácitos y su concepción meritocrática de la vida. Concluida la Transición, ¿cuántos de ellos no se consideraban más capacitados que Suárez para gobernar en democracia?

Todo ello no fue óbice, sino todo lo contrario, para que este grupo generacional prestara grandes servicios al país. Es frecuente que los funcionarios de alto nivel desempeñen un papel clave en el desmantelamiento de un Estado autoritario al borde del colapso antes de que se derrumbe sobre sus moradores. Esa compleja operación de ingeniería política requiere un perfecto conocimiento de la estructura del viejo Estado para proceder a su gradual sustitución –«de la ley a la ley»– por uno nuevo. La definición de la perestroika como una «revolución de los subsecretarios», según la expresión atribuida a un colaborador de Gorbachov, responde a esa ley de bronce de las transiciones. También la función decisiva que en los años setenta desempeñaron Díaz-Ambrona y sus compañeros de generación. Un cuarto de siglo después, en un suplemento especial de El País sobre las primeras elecciones democráticas, se recogía la respuesta de una fuente anónima a las razones del éxito de UCD y del descalabro de Alianza Popular. Mientras esta última fue fundada por exministros del franquismo, políticamente quemados para una transición democrática, «UCD se constituyó con los que fueron subsecretarios con Franco». Y los que no lo eran al morir el dictador lo serían muy pronto, como el autor de este libro, nombrado subsecretario de Justicia por Landelino Lavilla –otro tácito– en 1977.

Su relato termina en 1978 con la Constitución que dio cima a un proyecto de libertad y convivencia largamente sentido por varias generaciones, sobre todo por la de los nacidos en torno a la Guerra Civil. El final del libro resulta algo abrupto, tal vez porque el autor prefirió concluir sus memorias antes de que las virtudes de la Transición se convirtieran, como dijo hace años Josep Maria Colomer, en los vicios de la democracia. Su «Epílogo en los umbrales del reinado de Felipe VI», y en particular el epígrafe titulado «El péndulo ataca de nuevo», tienen algo de inventario de los riesgos y disfunciones que amenazan hoy a nuestra democracia: «La España actual anda más sobrada de pícaros que de estadistas, afirma Díaz-Ambrona, que confiesa su preocupación por la magnitud que ha alcanzado el problema territorial y, citando a Ortega y Gasset, por la «ausencia de los mejores» de la vida pública. Su magnífico Memorial de transiciones debería ser lectura obligada para una casta gobernante que tiene mucho que aprender de aquella generación.

Juan Francisco Fuentes es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense. Sus últimos libros son Adolfo Suárez: biografía política (Barcelona, Planeta, 2011) y, con Pilar Garí, Amazonas de la libertad. Mujeres liberales contra Fernando VII (Madrid, Marcial Pons, 2014). Es coeditor, con Javier Fernández Sebastián, del Diccionario político y social del siglo XIX español (Madrid, Alianza, 2002) y del Diccionario político y social del siglo XX español (Madrid, Alianza, 2008).

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