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Momentos críticos

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En junio de 2012, ocho actores españoles, dirigidos por el inglés Dan Jemmett, firmaron contrato con el Teatro de La Abadía para representar la obra El café, una adaptación de la comedia de Goldoni hecha por Rainer Werner Fassbinder y montada en los años setenta con su compañía Antiteatro. La elección de la obra no es inocente en un momento de crisis, pues el antiteatro se hizo famoso por oponerse a cualquier forma de complacencia, empezando por la de complacer al espectador con dramas convencionales. Sirviéndose de antecedentes como el cabaret, el musical o la comedia del arte, creó, de hecho, un estilo antinaturalista, de calculada artificialidad, en el que cobraban suma importancia el gesto y la coreografía de movimientos, para producir un efecto de alienación similar al que proponía Brecht. Esos recursos estaban al servicio de la sátira que Fassbinder hacía de la burguesía, pero la mordacidad de su visión sigue siendo bienvenida en el estado de cosas actual.

Los actores y el director pronto se encontraron con que el espíritu contestatario del autor alemán se veía amenazado por una de las lacras que satiriza: el vil metal. O, mejor dicho, la falta del vil metal, también conocida como recortes. A finales de noviembre de 2012, según informaron más tarde, se notificó a la fundación Teatro de La Abadía que se suspendía la subvención estatal acordada para la obra; eso, sumado a «los sucesivos recortes a las instituciones que forman su patronato, hacía imposible producir el espectáculo». Pero, en vez de tirar la toalla, los actores propusieron seguir adelante con un modelo de financiación alternativo, consistente en no cobrar sueldo fijo sino en ligarlo a la recaudación de taquilla. Se trataba, aclararon, de una «iniciativa excepcional» y «un modelo de producción que deseamos que no se extienda», al menos en el teatro público. Y, en efecto, lo que estaba en juego, además de una producción particular, era un modelo de teatro. La Abadía, como dice su presentación institucional, es una «fundación cultural con financiación pública y gestión privada», lo que le permite «obrar con menos ataduras que un teatro institucional al uso, con mayor libertad de riesgo y plena independencia artística». En teoría, si desaparece la gestión privada, se acaba la independencia; y si se quita la subvención, disminuye la libertad de riesgo. Lo que eso quiere decir en la práctica es que, sin una red de seguridad financiera, se vuelve muy difícil montar proyectos como éste, con ocho actores, largos ensayos y vestuario y escenografía costosos.  

En otro caso, esas cuestiones pertenecerían a la historia institucional, pero el inteligentísimo montaje de Jemmett ha incorporado los avatares de la producción en el argumento, para ofrecernos una alegoría sobre los momentos críticos que vive la cultura. Si Fassbinder le da una vuelta de tuerca sarcástica a Goldoni, Jemmett le da una más a Fassbinder. De entrada, a la obra se le ha añadido el subtítulo «La comedia del dinero», lo que explicita dónde se pone el acento, con el aditivo de que «comedia» sólo puede entenderse de manera irónica. Aunque subsisten los estereotipos sociales y las triangulaciones amorosas del argumento, la comedia adquiere el regusto ácido de la sátira. Como ha señalado el director, «Fassbinder quería destruir la risa fácil del teatro burgués». Ya no nos entretenemos con intrigas inconsecuentes, sino que presenciamos los desmanes de ocho personajes obsesionados por el dinero, el juego, el alcohol, el sexo y el embuste. Todos ellos se cruzan en el café, un espacio abstracto que, en la depurada escenografía de Jemmett y Vanessa Actif, se funde con una sala de juegos, demarcada por ocho tragaperras alineadas al fondo del escenario.

Desde el momento en que entran a escena, los actores se ubican delante de ellas y empiezan a apostar. A continuación los personajes narran historias de cara al público, en monólogos o diálogos acendradamente histriónicos. En el primero, un «mala lengua», Don Marzio (Miguel Cubero), habla de la relación sexual entre el conde Leandro y la prostituta Lisaura (Lidia Otón). Después se presenta Eugenio (Daniel Moreno), un jugador empedernido que acabará por perderlo todo y se verá obligado a vender los pendientes de su mujer (y, más tarde, a su mujer) para pagar sus deudas y seguir jugando. Después oímos la versión de Lisaura, que hace un fantástico elogio de sus atractivos. Y así sucesivamente con cada uno, mientras los cuadros describen la fauna del café. Sin embargo, no hay nada mecánico en estas escenas: la acción empieza de manera fuerte y dinámica, y los actores se lucen tanto en sus parlamentos como en sus ejercicios físicos, marcados por posturas artificiosas, a las que la impecable dirección de Jemmett confiere el estatuto de tableaux vivants. Todos los actores son estupendos, pero Otón, Cubero y Lucía Quintana –en el papel de esposa predadora y despechada– elevan el listón cada vez que intervienen.

Uno nota dos cosas conforme se avanza. La primera –en lo relativo al fondo– es que se habla constantemente de dinero: el dinero se presta, se pierde, se apuesta y se derrocha, pero nunca se devuelve ni se capitaliza. Los embaucadores se salen con la suya, y el único inocente, un criado llamado Tráppolo, acaba pagando las desmesuras ajenas y mirando el pozo de una solución desesperada. La segunda –en lo relativo a la forma– es que a menudo los actores se detienen en mitad de una escena, como desganados o faltos de fuerza. El efecto es desconcertante, hasta que uno se da cuenta de que, sencillamente, una obra afectada por recortes no para de entrecortarse. El tijeretazo más brutal llega entre el primer y el tercer acto: después de que los actores se cambien apuradamente en escena y a sus espaldas se proyecte un texto a toda velocidad, Jesús Barranco, el actor que interpreta a Tráppolo, nos explica que tuvieron que cortar el segundo acto por falta de presupuesto y procede a resumir las peripecias en términos esquemáticos. A partir de ahí, la obra se sume en una metateatralidad muy consecuente con su agenda crítica, pero bastante adversa, la verdad, para el placer del espectador. Las interrupciones se hacen más frecuentes, las escenas pierden vivacidad, los comentarios de Tráppolo se vuelven más abatidos y las actuaciones se convierten en remedos de malas actuaciones. 

El hecho de que se busque de manera intencional suscitar el tedio, hacer que el espectador responda a la historia con una reacción física, es uno de los legados del antiteatro. Y vale la pena aguantárselo. En este punto pienso en una declaración del director, que afirma no creer «en la calidad literaria de esta obra, que no funciona, sino en lo que fluye bajo su texto, un trabajo que requiere actores radicales y apasionados». La dedicación de estos ocho se comprueba no sólo durante los calculados cambios de tono, sino sobre todo al acercarnos al final, cuando atan los cabos argumentales a toda prisa, de manera mecánica, como si estuviesen interpretando una mala pieza dentro de la pieza, para luego hacer una somera reverencia ante el público, recoger sus cosas y desaparecer por la entrada de la sala. Queda la escena final, a cargo de Tráppolo, pero incluso esta termina detrás de bambalinas. Y, al encenderse las luces, nadie sale a recibir los aplausos. Lo que equivale a decir algo sencillo: si seguimos así, se acaba el teatro.

*       *      *

La crisis se siente también en la cantidad de obras modestas, con pocos actores y escasos medios, que se montan en estos últimos tiempos. Las salas más pequeñas fomentan el microteatro, que viene a ser el equivalente de los cinco botellines de cerveza por tres o cuatro euros: un programa ligero de piezas o sketches breves, por el que se paga poco y sin pensarlo mucho, porque seguro que se pasa bien. Pero, incluso en las salas medianas, las producciones independientes propenden a cierto minimalismo de emergencia. La buena noticia es que, gracias a la implicación de directores y actores, esos teatros suelen estar llenos. No me parece exagerado decir que, hoy por hoy, en Madrid las obras más interesantes, provocadoras y despiertas suelen montarse en salas independientes, con pocos gastos de producción, pero con una sólida inversión de talento.

Una de ellas, que no debe de haber costado más que alquilar una sola tragaperras, es Recortes. La propuesta, que se compone de dos obras breves –Frágil y Reflectante–, se autocalifica como «teatro urgente», y transpone a nuestro ámbito el proyecto Theatre Uncut, en el que varias personalidades del teatro británico decidieron responder al malestar político con piezas sobre problemas expresamente contemporáneos. Las dos que integran esta función se ocupan de los recortes en el ámbito de la sanidad pública. Aunque responden a problemas del sistema británico, la excelente adaptación de Juan Cavestany las pone a resonar en medio de las medidas españolas. De manera que hay, como suele decirse, un mensaje. Y, por ende, un riesgo de que el drama caiga en denuncia: frases como «han puesto la mira en los débiles» o «somos gente pequeña» apuntan de manera muy obvia hacia fuera de la escena. Pero ambos textos combinan la conciencia del presente con un sentido muy fino de la progresión dramática y buenas dosis de ironía. Reflectante es un cuento desgarrador que, por momentos, se inclina hacia el absurdo, mientras que Frágil, un monólogo en apariencia simple, involucra al público de modo directo hasta la última línea.

En la primera obra, Nuria Gallardo interpreta a una madre de una chica minusválida (nunca se nombra la minusvalía, pero se infiere que es algún tipo de distrofia muscular). Al no poder cuidarla en casa tras la retirada de una subvención, ha debido ingresarla en un centro público, donde las cosas tampoco marchan muy bien que digamos. Pero el monólogo no es una retahíla de penas: Gallardo habla con igual naturalidad de neurología, de la atracción que siente por un doctor americano, de escollos administrativos y, contra un tabú generalizado al tratarse estos temas, de la sexualidad de su hija, a la que quisiera ofrecerle la oportunidad de gozar con un hombre. Resignación, esperanza, alegría y furia se mezclan en su voz, y Gallardo hace propio cada uno de esos registros. Dejo a los espectadores seguir la intrigante transformación física del personaje, pero digamos que entra a escena como una señora sin gracia, arrastrando un carrito de hacer la compra, y sale como un perfecto payaso, con peluca fucsia, chaqueta roja y medias de rayas. Agreguemos que el proceso no tiene nada de gracioso.

Alberto San Juan, de quien ya se ha hablado un par de veces en este espacio, interpreta en Frágil a un maníaco depresivo en pleno subidón anímico, que irrumpe en casa de su terapeuta tras enterarse de que cerrarán el centro de asistencia pública en que le atienden. No es un papel muy exigente, en la medida en que se basa en una sola nota, pero eso no quita para que San Juan sepa darla con el equivalente actoral del oído absoluto. La obra se presenta como un diálogo entre el paciente y la terapeuta, con una particularidad: el público debe decir las réplicas de la segunda. No se asusten. A nadie se le pide que suba al escenario e improvise, como en el cuento «Instrucciones John Howell» de Cortázar. Las réplicas se proyectan en una pantalla que está a espaldas del actor y todos debemos leerlas al unísono. En la representación a la que asistí casi todo el público se prestó a ello, y parte del juego de dar la réplica, primero en frases breves, luego en oraciones de más peso, era ver cómo aparecían frases que pocos hubiéramos imaginado decir en un teatro junto a decenas de desconocidos. La escasa acción culmina en un efectivo coup de théâtre, pero el clímax del diálogo llega cuando el teatro entero lee a viva voz: «Todo esto es una puta mierda y las cosas tienen que cambiar». Rara vez se vive una catarsis semejante.    

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Ficha técnica

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