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Una epopeya del progreso moral

Los ángeles que llevamos dentro. El declive
de la violencia y sus implicaciones

Steven Pinker

Barcelona, Paidós, 2012

Trad. de Joan Soler Chic

1.103 pp. 42 €

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El último libro de Steven Pinker puede considerarse una descomunal, elefantiásica nota a pie de página a otro libro suyo anterior, La tabla rasa, y más en concreto a uno de los mitos que allí quedan desacreditados: el del buen salvajeSteven Pinker, La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana, trad. de Roc Filella Escolà, Barcelona, Paidós, 2003.. Creo que todos hemos oído o leído alguna vez que nuestros antepasados estaban sumidos en el atraso tecnológico y morían devastados por enfermedades que la medicina moderna es capaz de curar o prevenir con facilidad, pero que, a cambio de esto, estaban bendecidos por la paz social, nacían y morían en comunidades pequeñas y concordes, alejados de atracos, atentados terroristas, genocidios, guerras mundiales, amenazas nucleares y otras muchas formas de violencia que acosan a los integrantes de las sociedades modernas y «civilizadas». Quién sabe, tal vez, todo considerado, habría valido la pena vivir en ese «pequeño mundo antiguo», por emplear el título de la novela de Antonio Fogazzaro.

Por el contrario, Pinker se dispone a convencernos de que en ese mundo antiguo no sólo la esperanza de vida era más corta y no había trenes de alta velocidad, ni Internet, ni aire acondicionado, ni donuts, sino que, para colmo de males, la probabilidad de perecer de muerte violenta era considerablemente más alta (entre cuatro y diez veces más alta) que en nuestros días, sobre todo en las sociedades sin Estado, esas supuestas anarquías felices (pp. 85-96). Desde el comienzo de su exposición, Pinker muestra sus cartas: «en la actualidad quizás estemos viviendo en la época más pacífica de la existencia de nuestra especie» (p. 19). Todos los índices de violencia (homicidios, torturas, esclavitud, aplicaciones de la pena capital, frecuencia de las guerras, genocidios, terrorismo, racismo, sexismo, maltrato animal) muestran un declive –irregular y lleno de caprichos en ocasiones– a lo largo del tiempo.

El relato de Pinker es épico, pero no porque ponga los ojos en blanco o emplee un lenguaje inflamado y retumbante; al contrario, la narración es sobria, está pespunteada con multitud de datos y estadísticas, pero posee el brío estilístico suficiente para mantenerte alerta durante sus más de mil páginas. Es épico por la magnitud del empeño y por la diversidad de herramientas intelectuales que el autor pone en juego, moviéndose con autoridad y soltura desde la filosofía moral y política hasta la estadística, pasando por la historia, la biología, la psicología y la economía, sin dejar de hacer gala en todo momento de una erudición tan amplia que raya en lo inverosímil.

Sadismo como adicción

No es sólo que hubiera más violencia en tiempos pasados, sino que la gente era más insensible al valor de la vida humana. En la página 191 se nos muestra una serie de elocuentísimos grabados sobre algunas formas de tortura en la Europa medieval y moderna: la sierra, la garra de gato, el empalamiento, la cuna de Judas, la rueda o la hoguera. Pero el detalle turbador es que todas estas muestras de crueldad no se llevaban a cabo en los sótanos policiales de Estados despóticos, sino a la vista del público, para regocijo y edificación de las masas, que a menudo participaban con entusiasmo en estos aquelarres de violencia. «La tortura –nos ilustra Pinker– solía ser una actividad participativa. A una víctima aprisionada en el cepo le hacían cosquillas, la golpeaban, la mutilaban, la apedreaban o la manchaban de barro y heces, lo que en ocasiones provocaba asfixia» (p. 193).

Y no hay que pensar que éstas fueran expansiones obscenas reservadas al populacho. Samuel Pepys fue, sin duda, una de las personas más amables y sofisticadas del siglo XVII en Inglaterra, alguien que llevaba un diario privado que se hizo famoso al ser publicado más de un siglo después de su muerte. Pues bien, en la entrada correspondiente al 13 de octubre de 1660, Pepys consigna lo siguiente: «A Charing Cross, a ver al comandante general Harrison colgado, ahogado y descuartizado; mientras estaba allí, él parecía todo lo alegre que puede estar un hombre en esa situación. Lo abrieron, y enseñaron a la gente su cabeza y su corazón, y hubo fuertes gritos de júbilo […]. Desde allí a la casa del Señor, y luego llevé al capitán Cuttance y al señor Sheply a la Sun Tavern y les invité a unas ostras» (p. 209).

No es sólo que hubiera más violencia en tiempos pasados, sino que la gente era más insensible al valor de la vida humana

Hoy nos parecería que alguien que reacciona con tal ecuanimidad ante tan bárbaro espectáculo es que tiene encallecida la conciencia o es un sádico, señal elocuente de lo remilgados que, sin advertirlo, nos hemos vuelto en materia moral de entonces a esta parte. Ramiro Reig, en una reciente biografía de Vicente Blasco Ibáñez, nos narra este episodio de la vida del escritor valenciano, que resulta revelador de cosas que sucedían en la España de la segunda mitad del siglo XIX: «Tal vez el único hecho traumático de su infancia fue el que su padre lo llevara a una ejecución pública. El horror a la pena de muerte le quedó grabado en la pavorosa escena a la que tuvo que asistir siendo niño»Ramiro Reig, Vicente Blasco Ibáñez. Una biografía, Valencia, Faximil Books, 2012 (libro digital Kindle, posiciones 105-106)..

Por fortuna, los seres humanos y otros animales experimentamos, como el joven Blasco Ibáñez, una aversión visceral ante el cuadro del dolor ajeno. Las ratas son sensibles al sufrimiento de sus congéneres y dejarán de pulsar una palanca que les proporciona comida si advierten que esa misma pulsación ocasiona una descarga eléctrica a una rata vecina. Con el mismo diseño experimental se comprobó que un grupo de macacos era capaz de renunciar a la comida para no causar daño (en forma de descarga eléctrica) a un compañero. Un miembro del grupo estuvo cinco días sin comer y otro se privó de comida durante doce días con tal de evitarse el espectáculo del tormento ajeno. Frans de Waal, que es quien relata estos resultados, añade, no obstante, esta significativa apostilla: «Un sacrificio semejante guarda relación con el estrecho sistema social y la vinculación emocional existente entre los macacos, como se evidencia en el hecho de que la inhibición para no dañar al otro era más pronunciada entre individuos que se conocían entre sí que entre desconocidos»Frans de Waal, «Seres moralmente evolucionados», en Frans de Waal y otros, Primates y filósofos. La evolución de la moral del simio al hombre, trad. de Vanesa Casanova Fernández, Barcelona, Paidós, 2007, pp. 23-111 (pp. 54-55). Véase también Frans de Waal, La edad de la empatía. ecciones de la naturaleza para una sociedad más justa y solidaria, trad. de Ambrosio García Leal, Barcelona. Tusquets, 2011, pp. 100, 106-107..

Por supuesto, en humanos están documentadas estas reacciones por debajo del diafragma e incluso en condiciones ajenas al laboratorio. Pinker nos recuerda el caso de unos reservistas alemanes que mataron a mansalva a un contingente de unos mil ochocientos judíos el 13 de julio de 1942 en el pueblo de Józefów, en Polonia. Los reservistas del batallón alemán no eran psicópatas asesinos, sino hombres normales, hombres grises, de cierta edad y con familia; y a su frente estaba el comandante Wilhelm Trapp, un sujeto humanitario, que incluso hizo a sus soldados la extraordinaria oferta de que quien no se sintiera con ánimo de llevar a cabo la tarea podía dar un paso al frente, romper filas y ser asignado a otra misión. Unos doce hombres aprovecharon esta oferta y no hubo represalia alguna contra ellosLo cuenta Christopher Browning en Aquellos hombres grises. El batallón 101 y la solución final en Polonia, trad. de Montse Batista, Barcelona, Edhasa, 2002, p. 119. Vale la pena leer los afilados comentarios que el psicólogo Gerd Gigerenzer hace sobre esta experiencia en su libro Gut Feelings. Short Cuts to Better Decision Making, Londres, Penguin, 2007, pp. 179-181.. Los demás tuvieron que realizar la macabra faena. Para minimizar su aspecto gore, el médico del batallón dio instrucciones a los soldados sobre cómo tenían que disparar: debían tender a las víctimas en el suelo, boca abajo, calar la bayoneta y emplearla como guía para apuntar a las vértebras cervicales en la base del cuello y, a continuación, disparar. No siempre salían las cosas según este guión. Un soldado alemán, trastornado por el cruel trato dado a los judíos durante el desalojo del pueblo, disparó a una de sus víctimas demasiado alto, y nos ha dejado testimonio de lo que sucedió a continuación: «Toda la parte posterior del cráneo de mi judío se arrancó y los sesos quedaron expuestos. Algunos trozos del cráneo salieron disparados y fueron a parar a la cara del sargento Steinmetz. Eso fue motivo para que, después de volver al camión, me presentara ante el sargento primero para pedirle que me eximiera. Me puse tan enfermo que no pude más, sencillamente. Entonces el sargento primero me relevó»Christopher Browning, op. cit, p. 133..

Con el tiempo y la participación en más ejecuciones en masa, acabó por producirse una habituación a la sensación de espanto por la que hubieron de pasar los soldados del batallón en su bautismo de sangre en Józefów. «Al haber matado ya en una ocasión –nos aclara Browning–, la segunda vez los soldados no experimentaron una impresión tan traumática. Como muchas otras cosas, matar era algo a lo que uno podía acostumbrarse»Christopher Browning, op. cit, p. 168..

Pero no cabe duda de que el sadismo implica algo más que la atonía emocional adquirida ante el sufrimiento de otro, y ese algo más es la tendencia cada vez más irrefrenable, y quizá finalmente adictiva, a perpetrarlo uno mismo en piel ajena. Pinker explica el sadismo (pp. 721-722) como una forma de adicción a la que uno puede habituarse paulatinamente. Recurre para ello a la veterana teoría del proceso oponente de Richard SolomonRichard Solomon, «The Opponent-Process Theory of Acquired Motivation», American Psychologist, vol. 35, núm. 8 (1980), pp. 691-712.. La cláusula central de esta teoría es que los cerebros de los mamíferos están organizados para reaccionar de manera opuesta y compensatoria ante cualquier desviación del estado de neutralidad emocional. Cuando uno se inyecta heroína por primera vez, experimenta una euforia instantánea (el proceso primario es de signo hedónico positivo) y el desagradable síndrome de abstinencia (el proceso oponente) es leve. Pero, si seguimos chutándonos, el placer que se obtiene en el proceso primario va reduciéndose paulatinamente y a la vez aumenta el dolor de la retirada de la droga, con lo que, al final, el drogadicto sigue pinchándose más para huir del proceso oponente, cada vez más aversivo, que para revivir los placeres de sus primeras experiencias, que habrán menguado para entonces inexorablemente.

El sadismo puede convertirse en una adicción de manera parecida, sólo que en sus primeros experimentos con el dolor ajeno, el aspirante a sádico todavía encuentra alguna repugnancia ante lo que está a punto de hacer, que se ve compensada en el proceso oponente con una euforia moderada. Con la repetición habitual de la actividad sádica, el proceso primario de compasión se amortigua y el proceso oponente acaba dominando y dando su signo al balance neto de satisfacción. A esas alturas, el sádico habrá alcanzado el gusto adquirido por el dolor ajeno, se habrá convertido en adicto al mismo.

De ser cierta esta teoría, contendría dos mensajes: uno esperanzador y otro preocupante. El esperanzador es que el sadismo puede atajarse en sus conatos iniciales (cuando los niños juegan a achicharrar hormigas con una lupa o a arrancar alas a los insectos); el recado preocupante es que, una vez afianzado, resultará difícil de erradicar, por haberse acostumbrado el sádico a sus malsanos placeres en aumentoEl maltrato de animales en la infancia es una señal premonitoria de psicopatía en adultos, según Jonathan Pincus. Véanse su Instintos básicos, trad. de Lorenzo F. Díaz, Madrid, Oberon, 2003, p. 51, y Robert Hare, Sin conciencia, trad. de Rafael Santandreu, Barcelona, Paidós, 2003, p. 94.. En el París del siglo XVI, una de las diversiones más populares era la quema de gatos: se los hacía descender lentamente hasta una hoguera; el animal aullaba de dolor mientras era chamuscado, asado y, por fin, carbonizado. Todo esto en medio de la refocilación general de la concurrencia, entre la que no faltaban reyes y reinas (pp. 208-209).

¿Por qué no nos resulta evidente el progreso moral?

¿Cómo puede hablarse de progreso moral si, según Rudolf Rummel, 179 millones de personas murieron en el siglo XX a manos de sus gobiernos? (p. 428). Y esto sólo por lo que hace a la violencia intraestatal, porque si consideramos la violencia interestatal nos aparece enseguida la Segunda Guerra Mundial que, con sus 55 millones de muertos, se sitúa a la cabeza como el episodio más sangriento de la historia humana. ¿No confirma todo esto que el siglo XX ha sido el peor de todos en cuanto a exhibición de crueldad se refiere?

En términos absolutos, si nos limitamos a contar muertos, esto es cierto, pero se trataría de un cálculo sesgado, pues estamos ignorando la población mundial en cada momento. La Segunda Guerra Mundial ha sido el suceso más destructivo de todos en términos absolutos, pero en ese período había dos mil quinientos millones de personas en el planeta, 4,5 veces más que hacia el año 1600. Esto significa que los desastres acaecidos en el siglo XVII, como la Guerra de los Treinta Años (siete millones de víctimas entre 1618 y 1648), hay que multiplicarlos por 4,5 para alcanzar una perspectiva correcta acerca del peso proporcional de cada una de las dos masacres. Matthew White es un experto que mantiene una activa base de datos sobre las peores cosas que nos hemos hecho los hombres unos a otros, recalibrando los datos sobre bajas humanas según el número de personas que habitaban la Tierra en el momento en que se produjo la masacre, y tomando como referencia la población mundial a mediados del siglo XX. Corregida de este modo (con el dato de la población mundial como telón de fondo), la lista de las veintiuna peores atrocidades está encabezada por una recóndita guerra civil habida durante la dinastía china Tang, en el siglo VIII, y que se estima causó unos treinta y seis millones de muertos, una sexta parte de cuantos pisaban el planeta por entonces. Después de tener en cuenta el porcentaje de víctimas de un conflicto en relación con la población global, la Segunda Guerra Mundial pasa del primero al noveno puesto en esta lista negra (que puede consultarse en la p. 270). Por lo tanto, la primera dificultad que tenemos para apreciar el declive de la violencia es nuestra propensión a considerarla en términos absolutos (número de muertos) y no en términos relativos o proporcionales (porcentaje de víctimas sobre la población mundial)Jeremy Waldron desaprueba y encuentra descuidado este método de medir la violencia en términos relativos o porcentuales en su reseña del libro: véase «A Cheerful View of Mass Violence», The New York Review of Books, 12 de enero de 2012..

El siglo XX ha sido el peor de todos en cuanto a exhibición de crueldad se refiere

Otro problema que tenemos para evaluar el impacto de la violencia a lo largo de la historia es lo que Amos Tversky y Daniel Kahneman llaman el sesgo de la disponibilidad, según el cual medimos subjetivamente la frecuencia con que ocurren los hechos por la facilidad con que somos capaces de traerlos a nuestra memoria. Esto hace que los sucesos próximos o muy aireados por los medios de comunicación nos parezcan más habituales de lo que realmente son y que, en cambio, infravaloremos la importancia de lo sucedido hace mucho tiempo o todo aquello que recibe una cobertura informativa más escuálidaAmos Tversky y Daniel Kahneman, «Availability: A heuristic for judging frequency and probability», Cognitive Psychology, núm. 4 (1973), pp. 207-232. También Daniel Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio, trad. de Joaquín Chamorro Mielke, Barcelona, Debate, 2012, pp. 20 y 174-191.. El sesgo de disponibilidad nos lleva a sobreestimar la frecuencia de los divorcios entre las estrellas de cine, o los casos de corrupción entre los políticos, pues son el tipo de noticias que aparecen una y otra vez en los medios de comunicación y en primera plana. Es evidente que la Segunda Guerra Mundial ha recibido la atención de miles de historiadores y ha consumido kilómetros de metraje en documentales y películas, por lo que nos resulta fácil recordarla como un episodio singularmente aciago. Comparado con esto, ¿quién sabía algo de esa oscura rebelión en la China de los Tang ocurrida hace trece siglos? Yo no, desde luego.

Por último, fuerza es reconocer que el progreso moral es quebradizo y no puede darse por sentado. Por ejemplo, según el análisis estadístico llevado a cabo por el físico Lewis Fry Richardson, las guerras empiezan y acaban por azar, sin responder a patrones causales (pp. 283-284). ¿Quién podía vaticinar, tras la pacífica segunda mitad del siglo XIX, que estallarían en el siglo XX dos conflagraciones a escala mundial entre las grandes potencias europeas, con miles de millones de muertos a sus espaldas (pp. 314 y 402)? La contingencia es importante en la historia de la violencia. Pinker llega a afirmar, con un punto de provocativa exageración, que la persona más decisiva en el decurso del siglo XX tal vez sea Gavrilo Princip, un nacionalista serbio de diecinueve años que asesinó al archiduque austro-húngaro Francisco Fernando mientras cursaba una visita de Estado a Bosnia, precipitando con ello la Primera Guerra Mundial, sin la cual habrían quedado reducidas a la irrelevancia figuras como Lenin o Hitler, sin las cuales a su vez serían incomprensibles las hecatombes acaecidas en las décadas inmediatamente posteriores: los exterminios en masa de los comunistas, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto nazi (pp. 286-287).

No hay manera de descartar estadísticamente que matanzas de ese calibre, o peores, puedan repetirse. Es absurdo pretenderlo y Pinker se cuida en todo momento de posar de futurólogo. Al contrario, admite sin rebozo que el futuro es impredecible y que, por más visos de no violencia que él advierta en los últimos tiempos, todo esto puede truncarse y tal vez por un acontecimiento en apariencia nimio (como el asesinato perpetrado por Gavrilo Princip). Pequeñas causas pueden tener efectos desproporcionados, y esto lo sabe el autor: «A veces –reconoce– me hago la siguiente pregunta: “¿Cómo sabes que mañana no habrá una guerra (un genocidio o una acción terrorista) que refute tu tesis?” Pero la pregunta no capta la idea del libro. La cuestión no es si hemos entrado en la era de Acuario, en la que hasta el último terrícola ha sido pacificado para siempre, sino comprender que se han producido considerables reducciones en los niveles de violencia, y que es importante entenderlas […]. Si las circunstancias cambian radicalmente, la violencia puede volver a aumentar» (pp. 478-479). Por decirlo en términos bursátiles, tiempos de paz pasados no garantizan tiempos de paz futuros.

Los cinco grandes remedios. 1: el Estado

El Estado ha sido el pacificador más sistemático de la convivencia humana (p. 885). La mala fama que precede al Estado responde a que es el que causa más muertes, en términos absolutos, a la población en que se asienta; pero, si tenemos en cuenta el tamaño de las poblaciones, y medimos la violencia estatal sobre el trasfondo de los contingentes humanos multitudinarios que administran los Estados, resulta que las sociedades con Estado son las más pacíficas en términos relativos. Dicho de otra forma: si tomamos al azar un individuo, éste tendrá más probabilidades de morir de forma violenta en una sociedad sin Estado que en otra dotada de él.

Para entender las razones de por qué esto es así, Pinker recurre al siempre servicial juego del Dilema del Prisionero (o, para ser más exactos, a una variante de él, a la que llama «el Dilema del Pacifista»). No explicaré el Dilema del Prisionero, pero sí un avatar clásico del mismo, que es el pago de los impuestos. Cada uno de nosotros tiene dos líneas de conducta abiertas: cooperar cumpliendo sus obligaciones con el fisco o defraudar. Lo mejor para cada uno es que todos los demás cooperen mientras uno se escabulle; pero si todos piensan y hacen lo mismo, todos acaban peor por tratar cada uno de quedar mejor: no habrá caudales públicos con que costear las infraestructuras, los servicios de protección civil, muchos hospitales y centros educativos, el alumbrado y alcantarillado de las ciudades, etc. Esto es lo característico del Dilema del Prisionero: cuando cada interviniente en él sigue su estrategia racionalmente dominante (defraudar), todos acaban sumidos en un equilibrio inferior de desorden y empobrecimiento. Pero, por otro lado, las iniciativas de cooperación unilateral (pagar aunque los demás no paguen) carecen de atractivo, con lo que pretender llegar por esa vía al óptimo social de la cooperación compartida puede ser desechado sin error como una quimera.

Thomas Hobbes, mucho antes de que se supiera nada de teoría de juegos, ya dio con una posible solución al dilema: crear una agencia externa al juego, dotada de cuanto poder de coerción hiciera falta para disuadir a los parásitos sociales de incumplir su parte. En el caso del pago de los impuestos, esa agencia coercitiva es la Inspección de Hacienda; pero, más en general, cuando se trata del mantenimiento del entero orden social, el organismo que tiene en mente Hobbes para asegurar el mantenimiento –si es preciso, por la fuerza– de la paz interna es el Estado.

La solución hobbesiana no es, por desgracia, completa. Sí, es verdad, al instituir el Estado ya hemos erigido un vigilante a tiempo completo del orden social, pero, como preguntaba Juvenal, Quis custodiet ipsos custodes? ¿Quién vigila a nuestros vigilantes? ¿Quién nos protege de nuestros protectores? ¿Cómo nos guardamos de nuestros guardianes?Decio Junio Juvenal, Sátiras, VI, 347, trad. de Manuel Balasch Recort, Madrid, Gredos, 1991, p. 224. Juvenal emplea la frase en un contexto más erótico que político: ¿quién vigila a los que vigilan la honestidad de una mujer? Con esta dificultad, que se le pasó por alto a Hobbes, tuvieron que luchar a brazo partido los pensadores liberales posteriores. Locke, Montesquieu, Kant, los Padres Fundadores de la república estadounidense y otros acabaron convergiendo en que, para evitar que el Estado se desmandara y se convirtiera en lo que ya había sido en muchas ocasiones, un Leviatán destructor, había que maniatarlo con las instituciones de una democracia liberal: que hubiera una Constitución en que quedara establecido con nitidez que la soberanía (es decir, la propiedad del Estado) correspondía a los ciudadanos y que los políticos eran sólo los administradores temporales de esa propiedad; que por esa Constitución los gobernantes estaban formalmente comprometidos a defender los derechos e intereses de los ciudadanos, y así esquivar la tentación de desarrollar intereses propios del estamento político para ponerse luego a su servicio; que el poder del Estado debía ser troceado tanto en vertical (legislativo, ejecutivo y judicial) como en horizontal (central, regional y local), fomentando el control recíproco de las partes; que los cargos públicos estuvieran sujetos a reelecciones periódicas y pudiesen ser reemplazados por la oposición política sin derramamiento de sangre, pues, después de todo, ellos sólo eran gestores transitorios de la soberanía popular; y, muy importante, que existiera un prensa libre y plural, y también organizaciones de la sociedad civil en que voluntariamente pudieran encuadrarse los ciudadanos que desearan comprobar de cerca que los poderes públicos cumplían su cometido y no se extralimitaban en sus funciones.

Toda esta maraña de ingenios parciales ha tenido en muchas ocasiones un éxito imposible de desdeñar (aunque sea imperfecto y nunca pueda darse por definitivo), ha conseguido apersogar al Leviatán político, cortarle las uñas y convertirlo en una fuerza pacificadora de primera magnitud, sin tener que padecer sus peores contraindicaciones. Y esta pacificación se ha conseguido no sólo de puertas adentro, sino también de puertas afuera: «Las democracias nunca libran guerras entre sí», como nos recuerda Pinker (p. 376).

Kant llamó la atención, en su opúsculo La paz perpetuaImmanuel Kant, La paz perpetua, trad. de Joaquín Abellán, Madrid, Tecnos, 1985, pp. 21-26., sobre otro ingrediente que contribuye a desactivar la agresividad entre los pueblos, y es que sus Estados estén integrados en una misma organización intergubernamental, una confederación de Estados (como la Unión Europea). Esta organización supranacional no tiene por qué ser un Estado mundial que tenga a los Estados nacionales como súbditos y a los que someta ejerciendo un monopolio de la violencia legítima, al modo en que lo hacen los Estados nacionales con sus ciudadanos. Kant desaconseja este Estado internacional, y es prudente seguir su consejo, pues, entre otras cosas, no se podría «salir» de él en el caso de que se desbocara; no habría circunscripción política diferente en la que refugiarse frente a las exacciones de un Leviatán planetario.

Los cinco grandes remedios. 2: el doux commerce

Pinker defiende que, no obstante los barquinazos y vacilaciones, se ha producido un considerable progreso moral desde el siglo XVII hasta nuestros días (pp. 194 y 845). Pero no aclara en ningún momento qué entiende por moral ni qué tipo de moral es la que ha progresado. Una definición operativa de «moral» podría ser ésta: las calificaciones morales (bueno, malo y demás) recaen sobre conductas de una persona que producen efectos externos (favorables o desfavorables) sobre el bienestar de otra y que son llevadas a cabo por quien actúa con algún grado de intencionalidad (véase, no obstante, la página 622).

En cuanto a los tipos de moral, distinguiré entre una moral innata (a la que llamaré «moral cálida») y una moral culturalmente aprendida (la «moral fría»). Para no inducir a equívocos, aclaro que esta distinción está ausente del libro de Pinker, que se ocupa ante todo de los progresos culturales en la moral, de las causas que los precipitaron y de los momentos en que se produjeron. Lo cual no obsta para que dedique también largas parrafadas a la empatía y al instinto grupal, que, como veremos, son vástagos de la moral cálida y guardan una relación conflictiva –que el propio Pinker subraya– con la moral fría del respeto, que aprendemos por cauces culturales. Quede claro, pues, que la dicotomía entre moral cálida y moral fría corre de mi cuenta, y de ella me ocuparé a fondo en el apartado siguiente. La he introducido porque, aparte del interés que pueda tener en sí misma, contribuye a entender mejor algunas de las cosas que Pinker afirma en su texto, y esto último es aquí lo que de verdad cuenta. De momento, en los párrafos que vienen a continuación, me ocupo de la moral cálida innata y de las circunstancias y mecanismos que, según Darwin y otros biólogos actuales, promovieron su origen y consolidaciónHe profundizado en las diferencias entre moral fría y moral cálida en «Moral cálida y moral fría. En defensa de una distinción», Claves de razón práctica, núm. 165 (septiembre de 2006), pp. 74-82; y en mi libro Menos utopía y más libertad, Barcelona, Tusquets, 2005..

Charles Darwin consideraba, en El origen del hombre (1871), que las facultades morales (cálidas) en los seres humanos se habían desarrollado en un proceso de selección de grupo, es decir, en medio de enfrentamientos intertribales: «Cuando dos tribus de hombres primitivos, que viviesen en el mismo país, compitiesen entre sí, dado que en otras cualidades hubiere paridad, la victoria estaría de parte de la compuesta por individuos más valerosos, más simpáticos y fieles, dispuestos siempre a avisarse mutuamente de los peligros y a defenderse y a ayudarse […]. Una tribu dotada de las bellas cualidades antes indicadas vencería a las otras y se difundiría […]. De este modo, las cualidades morales y sociales avanzarían poco a poco y se difundirían por todo el mundo»Charles Darwin, El origen del hombre, trad. de A. López White, Buenos Aires, Albatros, 1965, p. 175. .

Los grupos con miembros más cooperativos triunfan sobre los agusanados por oportunistas sin escrúpulos

La selección de grupo, propuesta en un principio por el ornitólogo británico Vero Wynne-Edwards en 1962, fue rápidamente rechazada como una sensiblera defensa de que los organismos individuales podían actuar movidos por el bien común, pero en tiempos recientes ha sido rescatada del ostracismo por algunos primeros espadas de la biología evolucionista, como David Sloan Wilson, Edward O. Wilson o Martin NowakElliott Sober y David Sloan Wilson, Unto others, Cambridge, Harvard University Press, 1999; Martin Nowak y Roger Highfield, Supercooperadores, trad. de Francesc Reyes Camps, Barcelona, Ediciones B, 2012; Edward O. Wilson, La conquista social de la tierra, trad. de Joandomènec Ros, Barcelona, Debate, 2012 (este último libro recibió recientemente una excelente reseña por parte de Carlos López Fanjul en esta misma publicación, «Del enjambre a la tribu», Revista de Libros, núm. 185 (enero/febrero de 2013)). Un espléndido artículo divulgativo es el de David Sloan Wilson y Edward O. Wilson, «Evolución “por el bien del grupo”». Investigación y ciencia (enero de 2009), pp. 46-57. Algo más exigente, y conteniendo importantes reparos a la selección de parentesco, es el de Martin Nowak, Corina Tarnita y Edward O. Wilson, «The evolution of eusociality», Nature, vol. 466, núm. 7310 (26 de agosto de 2010), pp. 1057-1062.. Según los defensores de la selección de grupo (o, más en general, de la selección multinivel), la selección natural no sólo se verificó entre los componentes del grupo sino, asimismo, entre grupos enfrentados. Ésta fue una fuerza que estimuló el altruismo dentro del grupo, que habría tenido todas las de perder si la competencia por sobrevivir y reproducirse hubiese surgido entre grupos aislados. Ésta es la razón que lleva a Martin Nowak y a Roger Highfield a sostener «la paradójica teoría de que gran parte de la virtud humana se forjó y se reforzó en el crisol de la guerra»Martin Nowak y Roger Highfield, Supercooperadores, p. 126. Cuando los biólogos aluden al altruismo, están refiriéndose al altruismo evolutivo, un tipo de comportamiento en el que el benefactor pierde con su manera de proceder parte de su eficacia biológica y hace que incremente la suya el receptor de sus favores. Véase Robert Royd y Joan B. Silk, Cómo evolucionaron los humanos, trad. de Jaume Bertranpetit, Barcelona, Ariel, 2001, pp. 216-217. En los episodios de altruismo evolutivo no hace falta en ningún momento que el donante piense en estas consecuencias ni que las emplee como motivos para la acción. Por contraste, en los casos de altruismo psicológico, el benefactor tiene la intención expresa de incrementar el bienestar del receptor o donatario incluso a costa de su propio bienestar, si es preciso..

Esto no impedía que aflorasen egoístas dentro del grupo, pero éste creaba sus propios anticuerpos en forma de reciprocidad directa (si tú me traicionas, te pagaré con la misma moneda en la siguiente ronda, con lo que piénsatelo antes de defraudarme)Los trabajos clásicos sobre la emergencia de la cooperación en el Dilema del Prisionero jugado repetidas veces son Michael Taylor, The Possibility of Cooperation, Cambridge, Cambridge University Press, 1987; y Robert Axelrod, The Evolution of Cooperation, Nueva York. Basic Books, 1984. y de una vigilancia mutua permanente, en la que cada miembro patrullaba la comunidad en busca de desaprensivos poco dispuestos a colaborar en la defensa común, que, una vez identificados, eran sometidos a un «castigo altruista» o al chismorreo acerca de su pésima disposición a cooperar (reciprocidad indirecta)Algunas consideraciones escépticas acerca de la importancia de la reciprocidad directa (o altruismo recíproco) y la reciprocidad indirecta en la consolidación de la moral (cálida) pueden encontrarse en Edouard Macher y Ron Mallon, «Evolution of Morality», en John M. Doris (ed.), The Moral Psychology Handbook, Nueva York, Oxford University Press, 2010, pp. 3-46 (pp. 24-29)..

En la selección multinivel, los grupos más cohesionados actuaban casi como «individuos colectivos» (valga el oxímoron) en su contienda con otros grupos. Se entendía, sin necesidad de mayores explicaciones, que, en situaciones de conflicto con extraños, el individuo debía diluirse en el grupo y postergar sus intereses particulares por mor de la integridad física del grupo y del éxito frente a sus enemigos.

Sugiero representar esta selección multinivel, al menos en sus rasgos generales, y siguiendo la inspiración de Darwin, como un Dilema del Prisionero anidado o estratificado (así podría llamársele), en el que los individuos juegan frente a sus camaradas de grupo y, a la vez, como parte de un individuo colectivo (un grupo sin fisuras internas) frente a otros grupos. Los resultados del Dilema del Prisionero jugado entre grupos espolean el altruismo en el interior de cada grupo. Los grupos más tachonados de altruistas tienen las de ganar en la competencia intergrupal, como ya notara Darwin. El mismo Pinker, poco amigo de la selección de grupo, escribe no obstante: «Nuestra aptitud [biológica] depende no sólo de la buena suerte, sino también de la suerte de la comunidad» (p. 682). Y cita esta aguda reflexión del escritor William Broyles sobre sus peripecias como soldado en Vietnam: «Pese a su imagen de extrema derecha, la guerra es la única experiencia utópica que la mayoría llegamos a tener. Las ventajas y las posesiones individuales no cuentan nada: el grupo lo es todo. Lo que tienes lo compartes con tus amigos» (pp. 471-472).

Así pues, en un Dilema del Prisionero anidado, los individuos que juegan en el seno del grupo están, a un nivel más alto, jugando otro Dilema del Prisionero entre grupos. Este Dilema del Prisionero de segundo nivel (entre grupos) influye en el Dilema del Prisionero de primer nivel (entre individuos del mismo grupo), por cuanto fomenta la cooperación a esta escala individual: los grupos con miembros más cooperativos triunfan sobre los agusanados por oportunistas sin escrúpulos.

En el trato entre grupos, las opciones básicas son competir (emprender la guerra) o cooperar (mantener la paz y hasta practicar el intercambio o comercio). En la primera opción se trata de hacerse con los recursos del rival; en la segunda, de dividir el trabajo entre los grupos, de modo que los recursos vayan a parar a quien más provecho sepa sacarles, para, a continuación, intercambiar los bienes y servicios producidos con esos recursos. Los grupos que finalmente optaron por la solución cooperativa del comercio y rechazaron la confrontación bélica quedaron mejor situados en la carrera hacia la prosperidad económica e incluso la preeminencia militar, pues la coordinación de sus economías facilitó en muchos casos la constitución de unidades políticas de mayor alcance.

Desde otro punto de vista, la solución comercial (frente a la guerrera) en la relación intercomunitaria relajó el abrazo del oso de la colectividad sobre el individuo, lo relevó de buena parte de sus lealtades al grupo y le permitió ocuparse de sus negocios privados. Esta libertad de los modernos, dicho en el lenguaje de Benjamin Constant, permitió dar sus primeros vagidos a un nuevo tipo de moral: la moral fría del respeto. No parece casual que las grandes potencias comerciales de los siglos XVII y XVIII, Holanda e Inglaterra (ese «país de tenderos», como despectivamente lo motejaba el militarista Napoleón), fueran también las naciones económicamente más florecientes y asimismo aquellas en las que primero prendió con fuerza el individualismo liberal y la revolución humanitaria.

Moral fría del respeto frente a moral cálida grupal

La actividad comercial es, por supuesto, antiquísima: hay indicios de intercambio mercantil ya en el Paleolítico superior, hace entre treinta y cinco mil y cuarenta mil años. Pero el comercio, como juego de suma positiva, empieza a sustituir a la guerra (un juego de suma cero o incluso de suma negativa) sólo mucho más tarde. El siglo XVIII es relativamente pacífico, al menos entre 1713 y 1789: los grandes Estados dejan de hacerse la guerra unos a otros y tratan de dilatar sus dominios, pero ya no a través de la derrota del adversario, sino ganando territorios para la expansión comercial. Digamos que, en el juego del Dilema del Prisionero estratificado, se cambia la estrategia no cooperativa de guerrear por la cooperativa de comerciar. «Los Estados soberanos se convirtieron en potencias comerciales, que tendían a favorecer la transacción de suma positiva por encima de la conquista de suma cero», escribe Pinker (p. 323)Podría parecer incongruencia seguir aludiendo al Dilema del Prisionero estratificado, que sirve para modelar la selección (natural) multinivel, cuando lo que se desea es aclarar el despegue de la moral fría y los orígenes culturales de esta moral fría en el paulatino predominio de las prácticas comerciales sobre las guerreras. Es, desde luego, muy habitual entre los biólogos reservar la selección natural para explicar los cambios en las frecuencias génicas de una población, pero quienes defienden la selección de grupo tienden a ver los rasgos culturales como algo también sujeto a la selección natural, esto es, piensan que la selección natural no sólo actúa sobre la información impresa en los genes, sino también sobre la información cultural, lo que a la larga es susceptible de alterar la información genética. Cosa que tendría sentido si considerásemos la cultura de una población como su «fenotipo extendido», por emplear la expresión de Richard Dawkins. Esto es lo que sostienen con meridiana claridad Martin Nowak y Roger Highfield: «La selección natural puede intervenir en la cultura humana lo mismo que en los genes» (Martin Nowak y Roger Highfield, Supercooperadores, op. cit, p. 126). Para entender esto, pensemos que los individuos se adaptan al entorno, pero en ocasiones se trata de un entorno empapado con modificaciones culturales de largo alcance temporal. Cuando esto es así, da comienzo un sincronizado ballet culturgénico, en el que el genoma humano no sólo dibuja el perímetro de las culturas posibles, sino que también ocurre (y reconocer esto es menos ortodoxo) que las prácticas culturales persistentes en el tiempo pueden llegar a alterar la composición de ese genoma. Por ejemplo, ya hemos visto que, según Darwin, las conductas cooperativas en el seno de la tribu acabaron por convertirse en disposiciones innatas o «instintos sociales». El cocinado de los alimentos seleccionó mutaciones para bocas e intestinos más pequeños. Los avances en la tecnología de la caza propiciaron que la especie humana tuviera una morfología más grácil que la de sus robustos antepasados homínidos. En estos casos fueron cambios culturales los que alteraron el rumbo de la evolución natural, no al revés. Otro ejemplo de lo mismo lo proporciona la ingesta de leche. En las poblaciones del noroeste de Europa, el oeste de Asia y África, está muy extendida la costumbre de que los adultos beban leche fresca, mientras que en los países mediterráneos se consumen productos lácteos (yogur, queso) desprovistos de lactosa. Esto ha traído como consecuencia que el alelo dominante que controla el procesamiento de lactosa se dé con mayor frecuencia en las zonas del mundo en que se toma abundante leche fresca, y esté ausente o sea menos probable en el acervo génico de las poblaciones en que no se ingieren lácteos o sólo lácteos despojados de lactosa; de ahí que los grupos humanos en que se consume poca o ninguna leche más allá de la infancia exhiban intolerancia a la lactosa. He aquí otra muestra de coevolución culturgénica: prácticas culturales diferentes acaban por fijar o eliminar genes en poblaciones distintas, pues la selección natural ha dispuesto de tiempo suficiente (unas trescientas generaciones) para hacerlo. Véase Peter Richerson y Robert Boyd, Not by Genes Alone. How Culture Transformed Human Evolution, Chicago, The University of Chicago Press, 2005, pp. 192-193. Por último, hay indicios, muy preliminares en todo caso, de que los integrantes de culturas abiertas al comercio se comportan de manera más equitativa en sus tratos con extraños que aquellos otros que pertenecen a culturas más autárquicas. Invito a consultar Joseph Henrich, Robert Boyd, Samuel Bowles, Colin Camerer, Ernst Fehr, Herbert Gintis y Richard McElreath, «Overview and Synthesis», en Joseph Henrich, Robert Boyd, Samuel Bowles, Colin Camerer, Ernst Fehr y Herbert Gintis (eds.), Foundations of Human Sociality, Nueva York, Oxford University Press, 2004, pp. 18-22, 39 y 46. Aunque es a todas luces prematuro extraer conclusión alguna de todo esto, bien podría suceder que algunas de estas vicisitudes culturales, si arraigan con el tiempo, acaben repercutiendo en la naturaleza humana, biológicamente considerada. Matt Ridley ha sugerido, a este respecto, una coevolución culturgénica entre aumento de los contactos comerciales y aumento en la actividad de los genes que estimulan la secreción de oxitocina en el cerebro, la hormona de la simpatía. Por utilizar sus palabras, «tal como los genes para digerir la leche en la adultez han cambiado como respuesta a la invención de la lechería, los genes que inundan a nuestro cerebro con oxitocina probablemente han cambiado en respuesta al crecimiento demográfico, la urbanización y el comercio […]. Me sorprendería que la genética del sistema de oxitocina no mostrara evidencia de haber cambiado rápida y recientemente como respuesta a la invención del comercio, por coevolución culturgénica». Véase Matt Ridley, El optimista racional, trad. de Gustavo Beck Urriolagoitia, Madrid, Taurus, 2011, pp. 104-105..

El comercio es una actividad que por lo general trasciende las fronteras del grupo, con lo que adviene paulatinamente un cambio de largo alcance: el desarrollo de normas para tratar de manera humanitaria a los extraños, algo que no sólo no estaba considerado en la moral cálida de los grupos, sino que era incluso contrario a ella. Como aclaran lapidariamente Sober y Wilson: «La selección de grupo favorece la amabilidad dentro del grupo y la antipatía entre grupos»Sober y Wilson, Unto others, pp. 9 y 326.. A pesar de ello, el comerciante era ese pacífico individuo extranjero que resultaba admitido (por lo común al amparo de un anfitrión amigo) en el ámbito de otra comunidad. En palabras de Friedrich Hayek, «únicamente para un individuo –y no para el grupo al que pertenecía– era posible la admisión pacífica a un territorio extraño y, de este modo, la adquisición de un conocimiento que no estaba al alcance de sus compañeros»Friedrich Hayek, The fatal conceit, Londres, Routledge, 1988, p. 43.. Al atravesar el umbral del grupo de pertenencia, los comerciantes fueron seguramente los primeros en zafarse de la moral cálida tribal, y también los primeros en desplegar un talante cosmopolita y desarraigado, en el que las normas del respeto e inviolabilidad personal, así como las del cumplimiento de los contratos, ocuparían un lugar creciente.

No se trata de favorecer a los conocidos, sino de no causar daño a los desconocidos 

Algo nuevo empieza a suceder en materia moral. Ya no se trata de favorecer a (y sacrificarse por) los conocidos, sino de no causar daño a los desconocidos. Esta moral (emocionalmente más fría) del respeto a la humanidad en cualquier otro (a su vida, a su dignidad y a su hacienda) fue una innovación cultural que tuvo que ser aprendida con esfuerzo, y todavía seguimos en este proceso de aprendizaje. El progreso moral de que habla Pinker es un progreso en la moral fría, no en la moral cálida, que sigue con nosotros prácticamente en los mismos términos que en el Pleistoceno, y que ahora, en las sociedades atestadas en que nos movemos, desplegamos en el círculo íntimo de los familiares, amigos, colegas de trabajo o camaradas de armas. Pero, al lado de esta moral atávica y ancestral, han ido evolucionando normas para el trato cotidiano con la muchedumbre de desconocidos con que nos tropezamos a diario al vivir en una civilización extensa y que pueblan fugazmente las comisuras de nuestra atención. Es inútil esperar que tratemos a esta turbamulta de extraños con la misma solicitud y desvelo con que nos ocupamos de nuestros seres queridos. Lo que se espera de nosotros es algo mucho más modesto: que nos abstengamos de ocasionarles daños evitables.

La formulación positiva de la Regla de Oro («Haz a los demás lo que quieras que a ti te hagan», o «Ama al prójimo como a ti mismo») a duras penas llegamos a satisfacerla con nuestros prójimos más próximos, pero es un afán perdido de antemano pretender extenderla a círculos de relación más amplios. En cambio, nuestras facultades morales pueden estirarse para dar cumplimiento a la Regla de Oro en su formulación negativa: «No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti». No les mates, robes o atropelles su dignidad, pues no deseas que ellos hagan otro tanto contigo. A despecho de la similitud en su enunciación, hay un abismo que bosteza entre las dos versiones de la Regla de Oro, la positiva y la negativa. La versión positiva es mucho más exigente y su alcance de aplicación, más restringido; la versión negativa, en cambio, que es la base de la moral fría del respeto, puede tener un alcance universal y presidir el trato con cualquier otro miembro de la especie humana. Pinker, aunque no desarrolla esta distinción entre moral cálida y moral fría, capta, no obstante, la médula del asunto cuando escribe: «Para ser franco, yo no amo a mis vecinos, no hablemos ya de mis enemigos. Así pues, es mejor el siguiente ideal: no mates a tus vecinos ni a tus enemigos, aunque no les ames» (p. 771)Encuentro inconsistente la postura de Pinker a lo largo de su libro en relación con la Regla de Oro. Mientras en la página 255 escribe que «Podemos ver este fundamento de la moral en las numerosas versiones de la Regla de Oro descubierta por las principales religiones», más adelante sostiene casi lo contrario: «Ninguna sociedad define la virtud y la maldad cotidianas según la Regla de Oro o el imperativo categórico» (p. 818).

Un excurso: la moralización del asco

La definición de moral que he propuesto (considerar pasibles de elogio o censura morales sólo aquellos actos llevados a cabo con premeditación por una persona para ocasionar, respectivamente, beneficios o daños evitables a otra) es vulnerable a ciertos contraejemplos propuestos por el psicólogo Jonathan Haidt, y de los que Pinker se hace eco (p. 813). Haidt nos cuenta la siguiente historia ficticia:

Julie y Mark son hermanos y están viajando juntos por Francia en unas vacaciones escolares de verano. Una noche se quedan solos en una tienda cerca de la playa y deciden que sería interesante y divertido probar a hacer el amor. Téngase en cuenta que sería una experiencia nueva para los dos. Julie está tomando ya píldoras anticonceptivas y Mark usa además un condón, para mayor seguridad. Se lo pasan bien haciendo el amor, pero deciden no repetir. Guardarán esa noche como un secreto especial, que los hará sentir incluso más próximos entre sí. ¿Qué piensas de todo esto? ¿Estuvo bien que hicieran el amor?Jonathan Haidt, «The Emotional Dog and Its Rational Tail: A Social Intuitionist Approach to Moral Judgment», Psychological Review, vol. 108, núm. 4 (2001), pp. 814-834 (p. 814).

Fijémonos en que no hay peligro de descendencia genéticamente averiada por una relación sexual endogámica, puesto que ambos han usado, cada uno por su cuenta, un sistema de control anticonceptivo, y es muy improbable que ambos fallen a la vez. Tampoco parece que se hayan hecho daño emocional, pues, de creer la historia, se sienten más unidos que nunca después de tan singular experiencia. A pesar de todo lo cual, dice Haidt, la mayor parte de la gente a la que propone el caso rechaza lo ocurrido y, tras una búsqueda vana de buenos argumentos racionales en que apoyar su rechazo, terminan por decir: «No sé, no puedo explicarlo; sólo sé que está mal». Sencillamente repudian, con una aversión visceral, una escena semejante entre hermanos. Hume habría compartido con entusiasmo esta actitud; es lo que él decía: los sentimientos morales prevalecen sobre las razones cuando se juzga una acción como ésta. O, dicho en sus palabras, «La moralidad es, pues, más propiamente sentida que juzgada»Tratado de la naturaleza humana, trad. de Félix Duque, Madrid, Editora Nacional, 1977, p. 691..

Haidt utilizó otras historias inventadas, que incluían comerse a tu mascota una vez que ésta había fallecido, limpiarte con una toalla que tuviera los colores de la bandera nacional o masturbarte con un pollo muerto. Se trataba de situaciones cuidadosamente escogidas, en las que no se producía daño a ningún ser vivo (humano o no), no obstante lo cual provocaron una reacción unánime de censura en los oyentes. Pero cuando se les pidió que justificaran las razones de su rechazo, muchos declararon encontrarse desbordados y perplejos, sorprendidos de su propia incapacidad para justificar su actitud contraria a tales actos. Se limitaban a decir cosas como «Está mal practicar la masturbación con un pollo muerto». Esto no se discute, como tampoco que la reacción experimentada estaba a caballo entre el asco y la repulsa moralHaidt, «The Emotional Dog and Its Rational Tail», p. 817..

El siguiente es un caso real de canibalismo mutuamente consentido entre adultos en el que la reacción de repugnancia se sobrepone al juicio moral y condiciona con mayor claridad aún el sentido de éste. El suceso se produjo en Alemania en el año 2003. Armin Meiwes, un informático de cuarenta y dos años, anunció por Internet su deseo de conocer a alguien con la intención (explícitamente declarada por él en el anuncio) de matarlo después y devorarlo. Por extraño que pueda parecernos, al anuncio respondieron unos doscientos hombres. Meiwes efectuó varias entrevistas cara a cara con algunos de ellos y al final escogió a uno llamado Bernd Brandes. El encuentro se produjo en una granja propiedad de Meiwes, los hombres conversaron durante un rato y al final Brandes tomó varias pastillas para dormir mezcladas con media botella de Schnaps. Meiwes, siguiendo con el plan convenido entre los dos, cortó el pene de Brandes y lo frió en aceite de oliva. A continuación ambos hombres intentaron comérselo, pero no lo consiguieron, visto lo cual Meiwes se puso a leer una novela de Star Trek mientras Brandes tomaba un baño de agua caliente a la vez que se desangraba. Pocas horas más tarde, y siempre siguiendo lo pactado, Meiwes, tras darle un beso, mataba a Brandes clavándole un cuchillo de cocina en el cuello; hecho lo cual, lo cortó en pedacitos que guardó en el congelador. A lo largo de las siguientes semanas, Meiwes fue descongelando trozos del cadáver de Brandes y llegó a consumir unos veinte kilos de su cuerpo, cocinándolo con aceite de oliva y acompañando las comidas con un vino tinto sudafricano.

Un estudiante, que había seguido por la web los contactos de Meiwes con distintos hombres y el trato que les ofrecía, alertó a las autoridades, que detuvieron y procesaron a Meiwes. En el juicio fue condenado por homicidio solicitado, pero la sentencia fue apelada y al final lo declararon culpable de asesinato. Es verdad que el caso produce un rechazo visceral profundo, pero no está claro qué es lo que hubo de inmoral en cuanto sucedió entre esos dos adultos que libremente consintieron en llevar a cabo esta ceremonia de canibalismoEl caso está narrado en Paul Bloom, La esencia del placer, trad. de Carlos Abreu, Barcelona, Ediciones B, 2010, pp. 41-42..

Una pista la proporciona Haidt cuando comenta los experimentos, con técnicas de neuroimagen, llevados a cabo por el psicólogo Alan Sanfey (por entonces en Princeton) y sus colegas con sujetos experimentales a los que se les dejaba observar situaciones que normalmente producen repudio moral: «Una de las tres áreas que presentaban más diferencias (cuando se comparaban las respuestas injustas frente a las justas) era la ínsula frontal, un área de la corteza situada en la parte frontal inferior del cerebro. A la ínsula frontal se la conoce por estar activa en la mayoría de los casos de emoción negativa o desagradable, particularmente en el enojo y el disgusto»Jonathan Haidt, La hipótesis de la felicidad, trad. de Gabriela Poveda, Barcelona, Gedisa, 2006, p. 72.. La ínsula es, asimismo, una región cerebral muy directamente involucrada en las reacciones viscerales de asco. Los humanos con esta zona dañada son incapaces de reconocer los gestos de asco de otros y también se alimentan de forma indiscriminada deglutiendo todo tipo de bazofias repulsivas. Que aparezca ahora vinculada con el disgusto e indignación morales parece revelar una conexión emocional estrecha entre las respuestas de asco y de abominación moral. Parece haber, asimismo, una relación estrecha entre las sensaciones de pureza y limpieza, por un lado, y el agrado moral, por otro; no por nada, y para realzar la bondad de una persona, hablamos de su pureza de corazón o de la limpieza de sus intenciones. Y cuando la conducta de alguien nos ofende moralmente, mencionamos sus «sucias» motivaciones, o decimos que «está podrido», o que lo que hace «es repugnante»En el artículo de Joshua Greene y Jonathan Haidt, «How (and where) does moral judgment work?», Trends in Cognitive Sciences, vol. 6, núm. 12 (diciembre de 2002), pp. 517-523 (p. 518), se compara la reacción cerebral, capturada mediante neuroimágenes, que tienen los sujetos ante enunciados sin contenido moral, pero que evocan situaciones desagradables («Él lamió la toalla sucia»), con otros de alto contenido moral. Todo parece indicar que la relación entre el asco y la moral es una calle de dos direcciones: la prohibición sagrada y profana de comer carne de vaca entre los hindúes (o la de comer carne de cerdo entre judíos y musulmanes) es muy capaz de engendrar reacciones de repugnancia física hacia estos manjares..

La revolución humanitaria de los siglos XVII y XVIII

La primera victoria importante de la moral fría del respeto se produce entre los siglos XVII y XVIII en Europa y luego en Estados Unidos. Tal y como Pinker lo pinta, la principal causa exógena de esta «revolución humanitaria» fue la creciente popularidad de los libros impresos, tras el invento de Gutenberg en 1452, y el consiguiente aumento de la alfabetización (pp. 245 y 768-769). Especialmente influyentes fueron las novelas y, en particular, las novelas epistolares, que permiten al lector tener acceso directo a los interiores mentales de un narrador que se expresa en primera persona. Nada como esto (piensa Pinker, quizás aquí con más arbitrariedad de la deseable) para enseñar a la gente a leer la mente de sus semejantes, aunque se trate de entes de ficción, y compadecerse de sus desventuras. Las novelas de Samuel Richardson, Pamela o la virtud recompensada (1740) y Clarissa (1748), fueron tal vez los primeros best-sellers de la historia de la literatura y adiestraron al público a salir de la cápsula de su yo y a aprender el arte de la empatía y la preocupación solidaria por sus semejantes (p. 247). Es cierto que Pinker distingue (pp. 720-721) entre empatía y simpatía (o compasión). La empatía consiste en saber leer la mente de otro, y algunos sádicos son temibles expertos en tal cosa. La simpatía presupone la empatía, pero entraña además la facilidad de sentir como propios (al menos en parte) los estados de ánimo ajenos: alegrarse con la alegría del otro o deprimirse con su aflicción. Tras establecer la distinción, Pinker se olvida de ella y emplea el término «empatía» para referirse a ambas cosas. Yo haré aquí lo mismo.

Una forma de entender el libro objeto de esta reseña es contemplarlo como una teoría de la dinámica del cambio cultural aplicada al caso concreto de la violencia. Aun con recaudos y titubeos, Pinker sugiere que el progreso en la moral fría del respeto y del no daño sigue en esencia este curso: se produce un avance tecnológico que incrementa el capital social de un grupo humano, es decir, las herramientas de que disponen sus miembros para encontrar complementariedades y engarces entre los conocimientos y habilidades de sus componentes, para transmitirse entre sí información y contagio de actitudes, para reducir los costes de coordinación y cooperación entre ellosEsta definición de capital social se inspira en James Coleman, Foundations of Social Theory, Cambridge, Harvard University Press, 1990, pp. 304-313. Hay una definición distinta de capital social centrada en el individuo, según la cual el capital social es el conjunto de recursos que puede allegar una persona en virtud de la cantidad y calidad de sus contactos. Para esta otra definición, véase José Luis Molina, El análisis de las redes sociales. Una introducción, Barcelona, Bellaterra, 2001, pp. 51-54; o Charles Kadushin, Understanding Social Networks, Nueva York, Oxford University Press, 2012, pp. 168-175.. En el caso de la revolución humanitaria, el avance tecnológico clave fue la imprenta, que hizo posible que individuos que ocupaban posiciones centrales en la red social (escritores, filósofos, juristas, legisladores) expandieran sus ideas de trato más humanitario o de control del Estado al resto de la población. En las situaciones más afortunadas, estas ideas alcanzaron rango jurídico, dejaron de ser simples ejercicios declamatorios y se convirtieron en derechos exigibles ante los tribunales. Se han producido dos oleadas principales en la defensa de los derechos humanos: una a finales del siglo XVIII, en la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776) y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), en plena Revolución Francesa. La otra oleada se produjo a mediados del siglo XX, con la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), completada en décadas posteriores por otros documentos legales que protegían a minorías étnicas, mujeres, niños y homosexuales.

Los comportamientos que hacía tan solo unas décadas eran aceptados como normales son ahora rechazados como inhumanos y aborrecibles

Con el paso del tiempo estas ideas se transforman, como diría Ortega y Gasset, en creencias: se filtran sigilosamente a los estratos inconscientes de la conducta, transformándose allí en costumbre y ademánJosé Ortega y Gasset, Ideas y creencias, en Obras completas, Madrid, Alianza, 1987, tomo 5, en especial pp. 386-387.. Cuando tal cosa sucede, los comportamientos que hacía tan solo unas décadas eran aceptados como normales son ahora rechazados como inhumanos y aborrecibles. En esta mutación de las ideas en creencias tácitas, estas últimas adquieren un vigor deontológico por el que las antiguas prácticas son vistas como crueldades inaceptables, hasta llegar a ostentar en algunos casos el rango de tabúes, cosas que quedan apartadas incluso de la imaginación. Con lo que «de repente, de un plumazo, se pone en práctica el cambio. Por ejemplo, el comercio de esclavos fue abolido como consecuencia de la agitación moral que convenció a los hombres que tenían poder de que debían aprobar leyes y respaldarlas con armas y látigos. Las diversiones sangrientas, las ejecuciones públicas en la horca, los castigos crueles y el encarcelamiento de deudores fueron también suprimidos por leyes de los legisladores que habían recibido la influencia de los agitadores morales y los debates públicos por ellos suscitados» (p. 238). En otra de sus obras, el autor nos recuerda que las creencias y normas de la moral fría del respeto tienen una historia y van reemplazándose unas a otras: hasta 1978 se repudiaba la fecundación in vitro, que hoy es bien aceptada. Antes eran tenidos por inmorales el divorcio, los hijos ilegítimos, el trabajo de la mujer fuera de casa, la homosexualidad, la masturbación, la sodomía, el sexo oral o el ateísmo; hoy son admitidos como opciones personales lícitas. Y a la inversa: se han pasado a calibrar moralmente conductas a las que hasta hace poco se tenía por éticamente neutras. En sociedades como la estadounidense y la europea, fumar en público se considera ya un acto inmoral, cuando hasta hace poco era una cuestión de preferencias autónomas. Los chistes sobre minorías étnicas, comer hígado de pato, comprar abrigos de piel, la crianza de pollos en cautividad, la violencia en la televisión, ciertos experimentos con animales de laboratorio, contaminar la atmósfera, etc., son otros ejemplos de lo mismoSteven Pinker, La tabla rasa, pp. 402-405.. Muchas de estas repulsas morales se han convertido en prohibiciones legales y otras llevan el mismo camino.

Pinker considera dos posibles explicaciones genéricas y complementarias del progreso en la moral fría registrado entre los siglos XVII y XVIII:

1) El proceso de civilización, del que habla Norbert Elias, el pulimiento paulatino que las costumbres, las tradiciones religiosas, las convenciones en materia sexual, las instituciones políticas o las estructuras familiares van ejerciendo sobre la madera torcida de que está hecha la condición humanaNorbert Elias, El proceso de la civilización, trad. de Ramón García Cotarelo, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1993..

2) El racionalismo ilustrado, que sirve para introducir innovaciones en la cultura moral (del mismo modo que el proceso de civilización actúa cribándolas y seleccionándolas). La Ilustración impulsó hábitos de reflexión y lectura («la extensión de las luces»), y alentó la consideración de que las instituciones sociales y políticas podían ser racionalmente reconstruidas como resultados de un contrato social, a través del cual se instituyen poderes para poner a salvo al hombre de los peores ángeles que anidan en su interior (el egoísmo, la disposición a la revancha excesiva frente a los agravios, la ojeriza a los extraños, etc.); como también se levantan mediante ese pacto social pretiles y quitamiedos que pongan a resguardo a los ciudadanos de los peores ángeles que se albergan en el pecho de sus gobernantes, creando premeditadamente frenos a su poder: derechos individuales no pisoteables por ellos, división de poderes, elecciones periódicas, prensa libre, etc.

Por el racionalismo ilustrado se inyectan deliberadamente novedades en las venas de la cultura moral; por el proceso de civilización, el decurso del tiempo selecciona y asienta unas y descarta otras. Ambas fuerzas complementarias del progreso en la moral fría se corresponden aproximadamente, asegura Pinker, a dos concepciones rivales de la naturaleza humana, que Thomas Sowell llamó la visión restringida y la visión no restringidaThomas Sowell, A Conflict of Visions. Ideological Origins of Political Struggles, Nueva York, William Morrow, 1987, passim..

De acuerdo con la visión restringida, los hombres nacemos deficitarios («restringidos») en materia de conocimiento y virtud, y no es de esperar que mejoremos grandemente en ninguno de estos terrenos. Sólo cabe aspirar a una atemperación de nuestras carencias naturales por medio de instituciones espontáneas (las costumbres, tradiciones y convenciones antes mencionadas), que, en la medida en que hayan superado la prueba del tiempo, podrán considerarse como cápsulas de «sabiduría sin reflexión» (según la expresión acuñada por Edmund Burke). Pero sería una muestra de arrogancia intelectualista por nuestra parte pretender crear «hombres nuevos» o «sociedades utópicas».

Según la visión no restringida, la naturaleza y la sociedad humana son maleables en gran medida por el ambiente y la educación, de modo que el progreso moral y político exige de nuestra parte intervenciones explícitas y conscientes orientadas a desprendernos de las inmundicias acumuladas por la tradición (esclavitud, tortura, caza de brujas, persecución de herejes, etc.) y sustituirlas en bloque por prácticas morales racionales (basadas en los criterios de imparcialidad y universalizabilidad) y por instituciones políticas orientadas expresamente a la mejora de la condición humana por el gobierno y a la creación de barreras contra los previsibles abusos de los gobernantes.

La visión restringida peca de ingenua por su confianza en el poder de filtro del tiempo sobre las normas tradicionales; y la visión no restringida peca de ingenua por su confianza en los poderes de la razón humana para mejorar al hombre y sus términos de convivencia. Necesitamos el concurso de ambas visiones, y la rectificación que una ejerce sobre la otra, para entender la evolución moral (pp. 257-260)Pero, en otros momentos (pp. 252 y 903), Pinker se olvida de las explicaciones sociológicas del progreso moral y coquetea abiertamente con posturas metafísicas, como el realismo o platonismo ético, según el cual «las verdades morales están ahí para que las descubramos, igual que descubrimos las verdades de la ciencia y las matemáticas»..

Allí donde no se produce la difusión de innovaciones racionales, el desarrollo de la moral fría se detiene. Pinker llega a decir (pp. 480-487) que la cultura islámica, a la vanguardia mundial durante buena parte de la Edad Media, ha quedado rezagada en los progresos material, político y moral por su renuencia a adoptar algunos avances de la civilización occidental, como la ciencia, la filosofía moderna, los instrumentos financieros del capitalismo y, sobre todo, la imprenta. Debido a todo esto, el islam se perdió la revolución humanitaria de los siglos XVII y XVIII, menudean todavía por aquellas latitudes las autocracias y continúan practicándose sevicias degradantes: lapidar, marcar con hierro, amputar lengua o manos y hasta crucificar. Más de cien millones de niñas y muchachas musulmanas sufren cada año la ablación del clítoris. Prevalece una puntillosa cultura del honor, llevada por algunos grupos de exaltados (Al Qaeda, Hamás, Hezbolá) a la prédica del exterminio genocida de los enemigos del islam: sionistas, infieles, politeístas, etc. Y una parte considerable de este primitivismo moral es consecuencia de la reluctancia secular a adoptar un instrumento de capital social, la imprenta, basándose en el dogma de que Dios se ha expresado a los musulmanes en árabe y es blasfemo imprimir el Corán en otra lengua.

El instinto de grupalidad

Pero también en la civilización occidental brotaron movimientos contrailustrados que, como el nacionalismo y el comunismo, explotaron el lado oscuro de la moral cálida; en especial, la facilidad innata con que se desencadena en el ser humano la urgencia de pertenecer a un grupo, identificarse con él y disolverse en él. En 1954, Muzafer Sherif y sus colaboradores de la Universidad de Oklahoma llevaron a cabo un experimento con veintidós chicos blancos de once años y un cociente intelectual superior a la media en el parque estatal de Robbers Cave, una zona montañosa al sureste de Oklahoma. Los experimentadores dividieron al azar a los muchachos en dos campamentos y les dejaron elegir el nombre de su grupo: unos optaron por llamarse los «Serpientes de cascabel» y los otros, los «Águilas». En un principio, ninguno de los dos grupos conocía la ubicación del campamento del otro, pero, apenas se localizaron entre sí, comenzaron las hostilidades entre ellos, incluidas peleas a puñetazos y la quema de la bandera del grupo rival. Poco después, Henri Tajfel, un judío polaco que perdió a todos sus parientes y amigos en el Holocausto, llevó a cabo otros famosos experimentos al efecto de mostrar que basta colocar etiquetas arbitrarias a personas de dos grupos (como «sobrestimadores» y «subestimadores», o admiradores de Paul Klee frente a seguidores de Vasili Kandinski) para que se despierte la acometividad entre ellosVéase Judith Rich Harris, El mito de la educación. Por qué los padres pueden influir muy poco en sus hijos, trad. de Mercedes Cernicharo y Dimas Mas, Barcelona, Grijalbo, 1999, pp. 166-171.. El instinto de «grupalidad –como lo llamaba Tajfel– aparece en etapas tempranas de la vida y parece ser algo innato» (p. 683)De la misma opinión es Jesse J. Prinz, «Is Morality Innate?», en Walter Sinnott-Armstrong (ed.), Moral Psychology, vol. 1. The Evolution of Morality: Adaptations and Innateness. Cambridge, The MIT Press, 2007, pp. 367-406 (p. 375)..

El nacionalismo sirve a grandes cucharadas la pócima del instinto de grupalidad a sus feligreses. Pinker describe el nacionalismo como «el resultado de la soldadura de tres elementos: el impulso irracional tras el tribalismo; una concepción cognitiva de “grupo” como pueblo que comparte lengua, territorio y antepasados, y el aparato político del gobierno». El nacionalismo puede ganar púas y ferocidad cuando tiene componentes narcisistas de reivindicación de una grandeza merecida, pero cuya consecución ha quedado frustrada por las pérfidas maquinaciones de un enemigo interno o externo, hacia el que se dirige el resentimiento de los nacionalistas (pp. 684-685).

Basta colocar etiquetas arbitrarias a personas de dos grupos para que se despierte la acometividad entre ellos

En condiciones normales, el instinto grupal se observa en comunidades de radio reducido, pero un modo de amplificar esta sensación de pertenencia a un grupo (y de no pertenencia a los demás) lo constituyen las ideologías colectivistas, que proponen una «causa» o ideal colectivo para uncir a él a contingentes muy numerosos de personas. Las Cruzadas, las guerras de religión europeas, las guerras de la Francia revolucionaria y napoleónica, el Holocausto o los genocidios de Stalin, Mao y Pol Pot estaban basados en lo mismo: la proposición a las masas de un bien común de valor infinito, que demandaba a esas masas sacrificios también infinitos (incluida la libertad individual en los regímenes totalitarios), y que convertía en infinitamente perversos e indeseables a quienes no compartían «la causa» y, por tanto, en blancos justificados de las peores atrocidades. Algunos de los más funestos episodios de violencia y muerte masivas están sustentados en la succión, por parte de un ideólogo colectivista encumbrado al poder, de una plétora de voluntades individuales para apoyar un proyecto colectivo «ilusionante» y enardecedor.

El poder de contagio social puede utilizarse tanto para esparcir y asentar actitudes humanitarias y liberales como para incrustar, asimismo, en un público amplio la convicción de que la violencia colectiva está justificada para alcanzar metas utópicas. Recordemos el papel esencial de la propaganda en los regímenes comunistas y nazi. La psicología social, por otra parte, ha mostrado –a través de los experimentos de Solomon Asch, Stanley Milgram o Philip Zimbardo– la capacidad de un grupo o de sus dirigentes para conseguir la conformidad de la conducta de cada uno de sus miembros respecto a objetivos o puntos de vista compartidos, incluso aunque antes o en privado los considerasen irracionales o aborrecibles. La parálisis de tantas personas honradas y sensatas ante las tropelías cada vez más intolerables de los capitostes nazis y comunistas, y el hecho de que incluso llegaran a secundarlas, se debía no a que pensaran que eso era una buena idea, sino a que estimaban que los demás creían que eso era una buena idea (p. 732). Estos falsos consensos pueden convertirse con facilidad en lo que en teoría de juegos se llama un «equilibrio estable»: nadie tiene incentivos o coraje para apartarse unilateralmente de él ni se animará a romper esa fementida unanimidad, a menos que un número considerable de otras personas lo hagan a la par que él. Mientras tanto, todos seguirán atrapados en una espiral de silencio y conformidad cobardes.

Las ideologías colectivistas están especializadas en miniaturizar a los individuos y sus planes de vida, y en exigir el sacrificio de unos y otros a un magno plan colectivo enunciado por un líder carismático. Esta facilidad con la que las ideologías colectivistas minusvaloran las vidas de los individuos singulares y concretos ha demostrado con holgura su potencial para fabricar violencia homicida a lo largo del siglo XXHay también en el comunismo componentes ilustrados, como la glorificación de la razón humana y su presunta capacidad para diseñar sociedades perfectas, hacerlas realidad y dirigir después su rumbo histórico..

Los cinco grandes remedios. 3: la feminización de la sociedad

La feminización de la sociedad también desempeña su parte en la reducción de la violencia. El sexo masculino es el sexo agresivo, pues son ellos quienes han de competir entre sí para encontrar y retener una pareja sexual, mientras que las mujeres son dadas a esquivar los riesgos que puedan poner en peligro la supervivencia de su prole. Las dispares estrategias de que se valen unos y otras para alcanzar el éxito reproductivo regulan su actitud psicológica hacia la violencia. La cada vez mayor presencia pública de las mujeres (en el trabajo, en la vida política) obra de antídoto contra las disposiciones comportamentales más hirsutas de la masculinidad: pundonor, posesividad, búsqueda de la gloria mundana, afán de dominio, rapacidad sexual, etc.

Apoyándose en Malcolm Potts, biólogo experto en asuntos de reproducción, Pinker hace suyo el aserto de que el control de las mujeres sobre su capacidad reproductora y sobre las consecuencias de la misma puede ser uno de los métodos más eficaces para reducir la violencia en las áreas más azotadas por ella en el mundo actual (p. 895). Los varones maximizan su éxito reproductivo (o su eficacia biológica, por decirlo en términos más precisos) dejando simultáneamente embarazadas al mayor número posible de mujeres; en cambio, la biología reproductora de las mujeres ciñe a una cantidad mucho menor la cantidad de hijos que pueden tener (entre treinta o cuarenta a lo sumo), cuya supervivencia sigue dependiendo críticamente en muchos sitios de ganarse la complicidad de un varón en el reparto de los costes de la crianza. Las mujeres, a diferencia de lo que sucede con los hombres, están más interesadas en la calidad de su descendencia que en su cantidad, de modo que prácticas como la poliginia, la violación o el infanticidio atentan contra sus intereses reproductores. Los primeros conatos de repudio de la violación sólo se hacen patentes en Occidente en las leyes del siglo XVIII, pero el viraje definitivo en las actitudes hacia ella en Estados Unidos y Europa habría de esperar a la segunda oleada del feminismo en la década de 1970, y se debe en buena medida a la publicación de un superventas de la erudita Susan Brownmiller: Contra nuestra voluntad: hombres, mujeres y violación (1975).

El infanticidio –y en especial el infanticidio femenino selectivo– sigue dándose profusamente hoy día, incluso en sociedades de rango estatal, como China o India (p. 556), con el efecto neto de engrosar la proporción de jóvenes camorristas en la colectividad, pues no hay que olvidar que «el gran universal del estudio de la violencia es que la mayor parte de la violencia la cometen hombres de edades comprendidas entre quince y treinta años» (p. 156).

Los cinco grandes remedios. 4: el círculo en expansión de la empatía

El 1 de diciembre de 1955, una mujer negra, Rosa Parks, fue detenida en Montgomery (Alabama, Estados Unidos) por desacatar las leyes de segregación racial en los transportes públicos, que obligaban a los negros a ceder sus asientos a los pasajeros blancos en la sección reservada a éstos. En realidad, ella estaba sentada en una parte del autobús situada detrás de la sección reservada a los blancos, por lo que se negó a levantarse, y por esto fue detenida. Nadie podía sospecharlo por entonces, pero este incidente desencadenó el Movimiento por los Derechos Civiles y contra la segregación racial en Estados Unidos. Su caso fue visto por el Tribunal Supremo de Estados Unidos, que declaró inconstitucional la segregación racial en los transportes públicos.

Rosa Parks no fue en absoluto la primera persona encarcelada por no ceder su asiento a un blanco en el autobús. En 1952, un policía disparó y mató a un hombre negro por idéntico motivo y en la misma ciudad (Montgomery); y pocos meses antes, en 1955, dos mujeres, Claudette Colvin y Mary Louise Smith, fueron detenidas en incidentes separados por parecida razón. ¿Qué tuvo, pues, de especial el incidente de Rosa Parks? Pues que esta mujer estaba singularmente bien conectada: era secretaria de la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP) de su zona, era miembro muy activa de la iglesia metodista, durante los fines de semana trabajaba como voluntaria en un centro de acogida o en un club de botánica, los miércoles por la noche ayudaba a tejer mantas para el hospital del distrito, etc. Además, Rosa Parks tenía amistades influyentes, como Edgar D. Nixon, antiguo dirigente de la NAACP de Montgomery, quien, tras conocer su arresto, se puso en contacto con un eminente abogado blanco, Clifford Durr, que conocía personalmente a Rosa Parks porque había arreglado los trajes de presentación en sociedad de sus tres hijas. Nixon y Durr pagaron la fianza y la condujeron a su casa. Esa misma noche, Jo Ann Robinson, presidenta de un grupo de maestros de escuela y amiga personal de Rosa, convocó un mitin improvisado al que asistieron maestros y padres de alumnos, en el que se sugirió un boicot a la línea de autobuses el lunes siguiente. Un todavía desconocido Martin Luther King, por entonces con veintiséis años y nuevo ministro de la Iglesia Baptista de la ciudad, encabezó este boicot a los autobuses de Montgomery, que fue un éxito completo. En pocas palabras, Rosa Parks era una conectora, con vínculos fuertes de amistad y a la vez con nexos débiles con casi toda la población de Montgomery, una persona muy conocida en la ciudad, un pilar de la comunidad. Su posición estratégica hizo que todas las subredes sociales de Montgomery se movilizaran en su favor, y que su caso acabara teniendo trascendencia nacional. Los útiles de capital social (teléfono, telégrafo, prensa) contribuyeron, qué duda cabe, a la difusión de lo ocurrido a Rosa Parks, pero el estado de una red social y la posición que una persona determinada ocupa en ella son también datos cruciales para saber si el proceso de civilización va a consolidarse o va a pasar de largo, para comprender si un incidente aislado va a acabar en nada o va a ser la chispa que provoque un incendio, una reacción en cascada, un episodio masivo de contagio socialLa historia de Rosa Parks está bien contada en Charles Duhigg, El poder de los hábitos, trad. de Alicia Sánchez Millet, Barcelona, Urano, 2012, pp. 247-255. De nuevo me he permitido «completar» a Pinker introduciendo estas someras nociones de teoría de redes, ausentes en su ensayo, porque encuentro no sólo que son compatibles con cuanto él dice acerca de los cambios en la moral fría y la manera en que se consolidan, sino porque apuntalan además con mayor firmeza sus puntos de vista..

Peter Singer ha defendido que la empatía y su expansión en círculos de radio cada vez más amplios es la clave para entender el progreso moral

¿Es la empatía la fuerza moral que ha puesto en marcha las revoluciones por los derechos en la segunda mitad del siglo XX, y lo que ha hecho que prestemos atención y apoyo solidario a los intereses y bienestar de las minorías raciales, las mujeres, los niños, los gais e incluso los animales? El filósofo moral Peter Singer ha defendido que la empatía y su expansión en círculos de radio cada vez más amplios (la familia, el clan, la tribu, la nación, la especie y todos los animales sintientes) es la clave para entender el progreso moralPeter Singer, The Expanding Circle: Ethics, Evolution, and Moral Progress, Princeton, Princeton University Press, 2011, pp. 120 y 170. La primera edición de esta obra data de 1981.. Pinker reconoce con largueza lo mucho que su libro debe al de Singer (pp. 609-610). Pero a la vez no puede dejar de notar que la empatía (entendida como simpatía o compasión por el bienestar o malestar ajenos) es una criatura de la moral cálida y, como casi todo en este tipo de moral, tiene su vertiente oscura e inquietante. La empatía se despierta cuando entramos en conocimiento de una persona concreta (y puede extenderse, eso sí, al grupo al que pertenece esa persona), por lo que presenta un par de problemas para convertirse en la base sentimental de una moral del respeto universal (a cualquier miembro de la especie humana):

1. Puede entrar en colisión con la justicia, haciendo que favorezcamos a una persona particular, por conocer su caso y circunstancias, y antepongamos su bienestar al de otros que merecen igual o mayor atención. Cuando tal cosa sucede, la empatía se convierte en agente abrasivo de la imparcialidad. He aquí un ejemplo: «[Daniel] Batson observó que cuando las personas se compadecían de Sheri, una niña de diez años con una enfermedad grave, también apoyaban que para el tratamiento médico se saltara a otros niños que llevaban más tiempo esperando o que se hallaban en peor situación» (p. 769).

Los filósofos morales se han percatado de esta parcialidad de nuestros sentimientos empáticos y la han ilustrado con historias ficticias pero verosímiles. Vas conduciendo tranquila y felizmente tu descapotable nuevo tapizado en cuero y, de repente, ves a una niña accidentada, con una pierna cubierta de sangre, al borde de la carretera. La oyes gritar pidiendo auxilio. Tienes un momento de titubeo. Si la metes en el coche y la llevas al hospital más próximo, adiós a tu tapicería nueva. Calculas mentalmente que te costará doscientos euros volverla a tener limpia. Pero enseguida te das cuenta de que eso es una fruslería comparado con la posibilidad de salvar una vida humana. Te reprochas a ti mismo la vacilación momentánea que has tenido. Detienes el coche y auxilias a la niña.

A los pocos días recibes una carta de UNICEF en que te piden una donación de cincuenta euros para un país pobre del África subsahariana. La donación será destinada a proporcionar sales de rehidratación oral a unos veinticinco niños que sufren una grave diarrea deshidratante. Sin estos cincuenta euros esos niños están condenados a morir por una causa fácilmente evitable. Tú, como la mayoría de la gente, ignoras estas peticiones provenientes de organizaciones encargadas de encauzar ayuda humanitaria a los habitantes de países pobres del Tercer Mundo. Lo curioso es que el día anterior tú has estado dispuesto a sacrificar doscientos euros para salvar la pierna de una niña y ahora no parece que tengas intención de donar sólo cincuenta euros para salvar a veinticinco niños deshidratados. (O con cualquier tipo de afección curable –desnutrición, sarampión, malaria, etc.–, enfermedades que ocasionan más de diez millones de muertes infantiles al año.)

La explicación a esta conducta moralmente incongruente está en nuestro pasado evolutivo. Hemos vivido durante miles de años (más del noventa por ciento de la historia de nuestra especie) en grupos reducidos, donde conocíamos a quienes tenían necesidad de nuestra ayuda y estábamos dispuestos a aliviar los sufrimientos visibles de aquellos que teníamos delante. Pero la evolución de nuestro cerebro no nos ha dotado de una sensibilidad similar para socorrer a quien no vemos y está alejado físicamente de nosotrosMarc Hauser, La mente moral, trad. de Miguel Candel, Barcelona, Paidós, 2008, pp. 34-35. El mismo ejemplo se cuenta en Joshua Green, «From Neural “Is” to Moral “Ought”», en Walter Glannon, (ed.), Defining Right and Wrong in Brain Sciences, Nueva York, Dana Press, 2007, pp. 221-229 (pp. 223-224). La fuente original es Peter K. Unger, Living high and letting die: Our illusion of innocence, Nueva York, Oxford University Press, 1996..

2. Tenemos un gradiente de empatía, que empieza con nuestra persona, se extiende a nuestros familiares y amigos íntimos, a los compañeros de trabajo y a los connacionales. Y en cada una de estas expansiones, nuestra empatía pierde fuerza y sería por completo desaforado e impertinente pretender que está a nuestro alcance repartir nuestra capacidad de desvelo y asistencia de modo imparcial a cualquier habitante del planeta. «Esperar que el gradiente de empatía humana –dice Pinker– se aplane tanto que los desconocidos signifiquen para nosotros tanto como la familia o los amigos es una utopía en el peor sentido de la palabra “utopía” en el siglo XX, pues requeriría la anulación inalcanzable y dudosamente deseable de la naturaleza humana» (p. 770). La utopía comunista aspiraba a esta imposible dilatación de la empatía a escala universal, a la reviviscencia de la moral cálida, presente en las bandas de cazadores-recolectores (el «comunismo primitivo» del que hablaba Marx), pero ahora en el marco de una sociedad populosa y opulenta, que se deseaba presidida por un fraternal comunismo poscapitalista, punto y final de la historia del progreso humano tanto en sus aspectos morales como materiales. Craso error, que llevó al derrumbadero a sociedades enteras y que hubieron de pagar durante décadas millones de personas.

La empatía puede servir como cabeza de puente para extender nuestra atención solidaria más allá del horizonte provinciano e insular de nuestro círculo íntimo. Pero esta cabeza de puente es siempre volátil y mudadiza, y lo que se requiere para establecer una moral universal sólidamente instalada es el respeto hacia cualquier otro objetivado en derechos respaldados por tribunales de justicia. Y para esto último hay que montarse en la «escalera mecánica de la razón», una imagen que Pinker toma prestada de Peter SingerPeter Singer, The Expanding Circle, pp. 88 y 113..

Los cinco grandes remedios. 5: la escalera mecánica de la razón

Pinker confiesa (pp. 624-625) no tener claro cuál fue la causa exógena de la revolución por los derechos que floreció en la segunda mitad del siglo XX, pero acaba inclinándose por las tecnologías que aumentaron la movilidad de las personas y las ideas: trenes de alta velocidad, aviones a reacción, televisión, teléfono, fax, Internet, etc. Todo un copioso repertorio de instrumentos que permitió a las personas y a sus modos de pensar circular con mayor rapidez por una red social cada vez más densamente poblada e interconectada por herramientas de capital social. Los individuos que ocupaban lugares centrales en esa red lo tuvieron más fácil para hacer llegar sus mensajes a los rincones de la periferia, dejando sentir por todas partes su influencia y poder de contagio. Y, otra vez, lo que en principio fue rechazado por contrario a las costumbres acabó reemplazando a esas costumbres y convirtiéndose en ese paisaje moral de fondo que ya nadie advierte y todos dan por sentadoPor desgracia, nunca hay que descartar que este paisaje moral de fondo se altere en un sentido regresivo. Eric Kandel, premio Nobel de Medicina en el año 2000, de origen austríaco y ascendencia judía, nos recuerda el cambio abrupto que en el inconsciente moral colectivo de su país se produjo cuando, en marzo de 1938, Hitler anexionó Austria a Alemania sin resistencia alguna. Los hasta entonces amables vieneses se convirtieron en una turba de indeseables que empezó a ensañarse con la minoría judía, bien aceptada entre ellos sólo unos meses antes. Véase Eric Kandel, En busca de la memoria, trad. de Elena Marengo, Buenos Aires, Katz, 2007, pp. 32-37. Otro aviso de que el progreso moral no puede darse por sentado..

Éste fue el «proceso de civilización», un proceso selectivo que decantó y aposentó ciertas novedades racionales que, a modo de mutaciones, se introdujeron en la cultura euroamericana. Se trató, en realidad, de una cascada de mutaciones racionales que ofrecían una imagen cada vez más abstracta de la condición humana. Cuando Pinker se refiere a «la escalera mecánica de la razón», a lo que alude es a que las normas de la moral fría del respeto se aplican a un sujeto racionalmente abstracto, del que se han desincrustado todas sus cualidades concretas (sexo, color de piel, orientación sexual o religiosa, pertenencia cultural, etc.), de modo que quede como único dato relevante su pertenencia a la especie humana. Y es ese dato desnudo de pertenencia a la especie lo que le hace sujeto de derechos, pues, por supuesto, las normas de respeto no han de quedar libradas a la benevolencia de las gentes, sino que deben contar con un respaldo jurídico efectivo en el caso de ser violadas. Los derechos reconocidos a las minorías raciales fueron después extendidos a las mujeres, los niños, los homosexuales y, según algunos, deben alcanzar también a los animales como criaturas sintientes. Una vez que se inicia el proceso racional de abstracción, o eliminación de singularidades, la tendencia de la razón es a, por su propio impulso, dejar al hombre cada vez más descortezado, sin atributos, salvo el de su pertenencia a la especie humana. O, incluso, según los defensores de los derechos de los animales, el único rasgo decisivo que debe quedar tras esta sistemática exfoliación es la capacidad de sentir dolor.

Es una propensión de los filósofos comunitaristas suponer que es erróneo este despojamiento de concreciones que desemboca en ese irreal hombre sin atributos por el que abogan los liberales. Pero es justo al contrario: devolver al ser humano características concretas y asignarle derechos en función de ellas significa incurrir en los viejos errores de los «derechos diferenciados en función del grupo», trocear jurídicamente a la humanidad por signos de pertenencia y etiquetas debidas al azar e involuntariamente poseídas (la mayoría de ellas), y hacernos retroceder a épocas preilustradas, en las que el etiquetado social disparaba el instinto grupal y la animosidad entre comunidadesUna conocida defensa de los derechos diferenciados en función del grupo se encuentra en Will Kymlicka, Ciudadanía multicultural, trad. de Carme Castells Auleda, Barcelona, Paidós, 1996, pp. 57-76..

Pinker insiste (pp. 623 y 897-899) en la índole liberal de estas revoluciones por los derechos. No se trata de reconocer derechos diferenciados en función del grupo a los negros, las mujeres, los niños o los homosexuales, sino más bien de ignorar todas estas singularidades y, más allá de ellas, advertir que todas estas personas pertenecen al «gran grupo», el de la especie humana. No es una carencia, como piensan los filósofos comunitaristas o multiculturalistas, que el yo liberal sea un yo desencarnado y abstracto, pues sólo un yo así puede ser sujeto de derechos universales y recipiendario de una moral del respeto, igual para todos. Las concreciones que singularizan a una persona (sus raíces sociales y familiares, sus creencias religiosas, su nacionalidad o sus gustos musicales) lo convierten en objeto de afecto especial por parte de unos pocos (su círculo íntimo, sus seres queridos, quienes comparten sus aficiones o su origen, etc.), y ésta es la base de una moral cálida de diámetro siempre reducido, pero no de una moral ecuménica del respeto, que es de lo que aquí se trata.

A pesar de alguna ocasional carencia o desliz (que me he permitido señalar), que a nadie le quepa duda de que el texto de Pinker no sólo es un libro grande, sino también un gran libro, un hercúleo esfuerzo –el más convincente que conozco– por dotar de contenido a esa siempre un tanto gaseosa y evanescente expresión: «progreso moral».

Juan Antonio Rivera es catedrático de Filosofía de IES. Es autor de El gobierno de la fortuna (Barcelona, Crítica, 2000), Lo que Sócrates diría a Woody Allen: cine y filosofía (Madrid, Espasa, 2003), Menos utopía y más libertad: la teoría política y sus aditivos (Barcelona, Tusquets, 2005) y Carta abierta de Woody Allen a Platón (Madrid, Espasa, 2006).

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