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Tiziano cortesano

Tiziano y las cortes del Renacimiento

Fernando Checa Cremades

Madrid, Marcial Pons, 2013

528 pp. 35 €

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Es difícil exagerar la importancia de Tiziano (ca. 1489-1576) en la evolución del arte europeo desde los inicios la Era Moderna: su extraordinaria longevidad, para lo normal en la época, hizo que su arte influyera en varias generaciones de artistas. Por otro lado, su valoración del colorito veneciano por encima del disegno centroitaliano (que no dejó de irritar a Vasari), así como su «invención» de la pittura di macchia, contribuirían decisivamente al desarrollo arte posterior, es decir, el Barroco. Sin el ejemplo de Tiziano, ni Rubens ni, por extensión, Velázquez habrían alcanzado las calidades a las que llegaron; y a ello hay que añadir que, a través de Rubens, su influencia se haría notar en el debate dieciochesco entre poussinistas y rubensianos, en la parisiennse École des Beaux Arts, que terminaría con el triunfo de los últimos, dando paso a la pintura romántica, con figuras como Eugène Delacroix. Por otro lado, su persona se convirtió pronto en modelo para las aspiraciones sociales de los artistas contemporáneos, y no sólo en Italia, donde estos habían alcanzado ya desde el siglo XVI un alto grado de reconocimiento, sino en países como España, donde aún en los siglos XVI y XVII seguía sometiéndoseles al pago de la alcabala, un impuesto que gravaba los oficios manuales, equiparando, por tanto, a pintores y escultores con cualquier trabajo propio de un artesano.

Ahora bien, la pugna legal por la exención del pago de la alcabala llevada a cabo por los pintores españoles no fue principalmente por una cuestión económica, sino que se correspondía con una voluntad de reivindicación de la pintura como arte liberal, equiparable con la actividad de poetas o pensadores. En ese sentido, era habitual que sus defensores recurrieran al tópico horaciano ut pictura poesis –la pintura es como la poesía– formulado por el poeta latino en su Ars Poetica, pero también acudiendo a las anécdotas de Plinio el Viejo sobre el mítico pintor griego Apeles y el ennoblecimiento de su actividad por Alejandro Magno. Por eso no es casual que en su diálogo L’Aretino, de 1557, Ludovico Dolce calificara ya a Tiziano como alter Apelles. Por su parte, el emperador Carlos V, equiparado así con Alejandro Magno, lo consideraría huius saeculi Apelles, en la propia patente en que elevaba al pintor a la categoría de conde palatino en 1533. En este sentido, Tiziano se convertiría en el paradigma de las ambiciones de los artistas contemporáneos. Sin duda, las ansias nobiliarias, tanto de Rubens –convertido en gentilhombre de cámara de la infanta Isabel, gobernadora de los Paises Bajos–como de Velázquez en su lucha por obtener el hábito de Santiago, se vieron espoleadas también en este aspecto por el ejemplo tizianesco.

Tiziano se convirtió en un ejemplo de éxito social para Rubens y Velázquez

Sirvan estas breves referencias para valorar la trascendencia del personaje escogido por Fernando Checa para elaborar un libro lleno de erudición, pero también de sensibilidad; un libro de más de medio millar de páginas que se lee, sin embargo, con verdadero placer. Y sirvan también estas líneas para enfatizar el valor que supone para un historiador español enfrentarse a un tema de relevancia internacional en un contexto extremadamente competitivo, en contraste con lo producido en la mayoría de nuestras universidades, donde cada vez se escribe más sobre menos, hasta llegar a obras de absoluta insignificancia que sólo interesan a quien las escribe.

Fernando Checa ha elegido para su trabajo una faceta de la actividad de Tiziano poco estudiada en su conjunto, aunque sí se cuente con numerosas publicaciones parciales: su actividad como artista cortesano, es decir, al servicio de diversas cortes tanto italianas como extranjeras. En cierta medida, el libro aquí reseñado puede ser entendido como una especie de condensación de una actividad investigadora muy coherente que Checa ha desarrollado a través de su vida profesional, ya desde su tesis doctoral de 1980, precisamente sobre Carlos V y la imagen del héroe en el Renacimiento, en la que Tiziano ocupaba un lugar destacado, hasta nuestros días.

El libro cuenta con una bibliografía que ocupa diecinueve densas páginas y que engloba lo más relevante de lo escrito sobre el artista de Pieve di Cadore, incluyendo textos clásicos como los de Filóstrato o Alberti, de sus propios contemporáneos como Baldassare Castiglione y su buen amigo Pietro Aretino, los no menos clásicos catálogos de eruditos decimonónicos como los de Joseph Archer Crowe y Giovanni Battista Cavalcaselle o, en fin, los más recientes estudios monográficos, especialmente importantes para la corte de Ferrara, de Charles Hope o los de Augusto Gentili. Su escrutinio, lejos de aburrir con una acumulación artificial de títulos y autores, se revela como un útil instrumento para aquel que desee profundizar más en algunas de las cuestiones planteadas en el texto.

Finalmente, una cuestión previa más: el arte de corte al que Fernando Checa ha dedicado de un modo u otro una parte sustantiva de su labor investigadora es ahora un terreno de estudio podríamos decir que «normalizado», con seminarios, congresos y publicaciones específicas, pero cuando el autor comenzó a trabajar en este terreno resultaba ciertamente sospechoso en el contexto de un marxismo vulgar que era el que entonces imperaba entre los historiadores más jóvenes. No sería hasta que fueron conociéndose obras como las de Norbert Elias cuando este campo de trabajo se vio de algún modo «redimido». Creo que es de justicia señalarlo como muestra de la independencia intelectual del autor.

Alberto Durero, El libro cuenta con una primera parte, de carácter más general, referida al contexto humanístico del arte de corte en la Italia de los primeros decenios del siglo XVI, centrado sobre todo en los valores y cualidades codificados por Castiglione en su Il libro del Cortegiano, de 1528. Para el gran humanista mantuano, uno de esos valores era la grazia, una elegancia carente de afectación que debía cualificar al cortesano y que se convertiría en un buscado requisito para la retratística contemporánea: es difícil no pensar, en este sentido, en obras como Joven con un guante, del propio cadorino. Pero Checa extiende otras cualidades teorizadas por Castiglione no ya a la figuración ideal del cortesano, sino a la propia praxis pictórica: por ejemplo, la sprezzatura, una desenvoltura aparentemente descuidada, aunque difícil de conseguir, que él relaciona con la pincelada suelta y la pintura de «borrones» que caracteriza buena parte de la producción del pintor. Otra importante contribución de esta primera sección la constituye la identificación de las reflexiones sobre la belleza ideal elaboradas entre otros por Marsilio Ficino en Florencia o, sobre todo, por Pietro Bembo y su círculo en la corte de la reina Caterina Cornaro en Ásolo, donde el amor es definido platónicamente como expresión del deseo de la belleza. No parece que Tiziano fuera un intelectual, pero sí fue claramente receptivo al contexto cortesano en que se movía y sin duda es aquí, en ese contexto, donde hay que situar buena parte de su pintura mitológica y especialmente sus poesie, sobre las que habremos de volver.

Ferrara, Mantua, Urbino y Pésaro fueron las primeras cortes principescas en que Tiziano pudo dar forma a su muy personal interpretación de diversos episodios de la mitología clásica, especialmente en Ferrara, donde reinaba Alfonso I d’Este (1476-1534), casado en segundas nupcias con Lucrezia Borgia. Un extraordinario militar que fue, además, uno de los más importantes mecenas de la época, Alfonso construyó en su palacio ferrarés una preciosa galería para exhibir su colección, conocida con el nombre de Camerino d’Alabastro, así llamada por los finísimos, casi neoclásicos bajorrelieves de tema mitológico, obra del veneciano Antonio Lombardo, que lo adornaban.

Para las pinturas, Alfonso, que contó con la ayuda del humanista Mario Equicola, secretario de la hermana del duque Isabella d’Este, había elegido una serie de obras descritas por Filostrato el Mayor en su obra Imágenes, basándose en pinturas perdidas de grandes artistas de la Antigüedad. La decoración del Camerino constituía, pues, un importante y coherente ejercicio de ekphrasis y para ello el mecenas no dudó en dirigirse a artistas de la categoría de Fra Bartolommeo o del propio Rafael, los cuales mandaron diseños a Ferrara. pero fallecieron antes de poder iniciar sus obras, el primero en 1517 y el segundo en 1520. Un jovencísimo Tiziano, en aquellos momentos de unos treinta años de edad, se haría cargo entonces de la mayor parte de la decoración, aparte de retocar el famoso Festín de los Dioses del anciano Giovanni Bellini, que ya estaba en poder del duque. La aportación de Tiziano, realizada entre 1516 y 1524, consistió en tres grandes lienzos: Ofrenda a Venus, Bacanal de los Andrios y Baco y Ariadna, los dos primeros en el Museo del Prado y el último en la National Gallery de Londres. El éxito de la serie fue extraordinario y catapultó a la fama al veneciano, pues con estas obras Tiziano había creado un nuevo estilo all’antica, más cercano a la poesía que a la arqueología y, al mismo tiempo, con unas composiciones llenas de movimiento y expresividad y un colorido lleno de sensualidad.

La trascendencia de estas obras ferraresas abriría para Tiziano nuevos horizontes en otras cortes, como en Mantua, para cuyo Gabinetto dei Cesari del Palazzo Te, construido por Giulio Romano para Federico Gonzaga, el artista realizaría una serie de retratos de emperadores romanos, hoy perdida pero conocida a través de copias y dibujos, o los importantes retratos de los duques Francesco Maria della Rovere y su esposa Eleonora Gonzaga que inauguraban nuevos formatos y contenidos. Pero, de entre las obras de Tiziano vinculadas a la corte de Urbino, merece especial mención la llamada Venus de Urbino, seguramente un encargo directo del hijo de los duques, Guidobaldo della Rovere.

Se trata de uno de los más fascinantes lienzos del pintor, que, además, ha hecho correr ríos de tinta y que Checa analiza con sensatez, eludiendo las más inverosímiles interpretaciones iconológicas. En la correspondencia de Guidobaldo con su agente, inquiriendo por el estado de los cuadros que tenía aún Tiziano en su poder, y que incluían también un retrato del comitente, la ahora llamada Venus es mencionada simplemente como la donna nuda, lo que parece debilitar algo las más fantasiosas interpretaciones, aunque es cierto que existen detalles iconográficos –el laurel, las rosas, etc.– que la relacionan con Venus. Para Checa, sin embargo, resulta inútil buscar un texto antiguo concreto que vincular con la imagen: en su opinión, se trataría de un tipo de pintura que, aunque inspirada en fuentes antiguas, no guarda un paralelismo preciso con ninguna y cuya más obvia virtud radicaba en su fuerte carga erótica. Una obra que se ubica en una serie de donne nude que arranca en la Venus de Dresde de Giogione/Tiziano, mucho más idealizada y púdica que la de Urbino, hasta acabar en la Olimpia de Manet. Pietro Aretino, en una carta dirigida a Giulio Romano en 1542, usaría el concepto de anticamente moderna e modernamente antica para estas obras, que más tarde copiaría Vasari en su vida del Romano y que viene como anillo al dedo a esta obra evidentemente pensada para excitar la libido del comitente.

Checa dedica el resto del libro, casi las dos terceras partes, a las relaciones de Tiziano con los Habsburgo: básicamente con el emperador Carlos y con Felipe II, aunque también destaca el importantísimo papel desempeñado en esas relaciones por María de Hungría, la hermana del emperador. Esta elección está plenamente justificada, pues ellos fueron los mecenas más fieles y más refinados del artista, motivo por el que, a pesar de las cuantiosas pérdidas sufridas a lo largo del tiempo, en cantidad y calidad, los tizianos españoles siguen siendo incomparables.

Tiziano, El primer encuentro entre Tiziano y el emperador se produjo en Parma en 1529, durante el primer viaje de este último a Italia. Ya durante su recorrido por las principales ciudades italianas el emperador había experimentado un auténtico deslumbramiento al observar el lujo y el refinamiento de las pequeñas cortes italianas. Para un personaje formado en lo artístico en el ámbito centroeuropeo y castellano, el exquisito gusto pictórico de sus anfitriones debió de resultar algo muy distinto a lo hasta entonces conocido. Pero fue sobre todo en lo que respecta a la imagen, a la representación del poder en los retratos y esculturas cortesanas que pudo ver, lo que pareció impactarle más. Así, no debe sorprender que la extraordinaria serie de los Amores de Júpiter de Correggio, regalada por el duque de Mantua, no le suscitara, al parecer, la menor emoción, mientras que sí supo apreciar la novedad de los retratos de Tiziano, sobre todo en la medida en que proyectaban una imagen nueva y heroica de los gobernantes. Fue Federico II, duque de Mantua, quien propició este primer encuentro entre el artista y el monarca en Parma, y su primer fruto fue un retrato del emperador, revestido de su armadura, hoy perdido, pero del que se conocen copias. Este primer retrato, en la medida en que puede juzgarse por la copia (de Rubens, por lo demás) muestra una sutil combinación de modelos iconográficos ligados a la tradición borgoñona, con unos efectos pictóricos plenamente modernos y aquí Checa arguye convincentemente sobre la rara capacidad de Tiziano para adaptar su manera pictórica a los gustos y expectativas de sus diferentes comitentes, «colaborando» en cierta medida con ellos para construir sus personae , tan distintas, por ejemplo, entre un condottiero ennoblecido y el emperador.

A la impresión causada por este retrato en Carlos se añadiría la que le produjo el retrato de la emperatriz Isabel de 1548. Como ella había muerto nueve años antes, el pintor se vio obligado a utilizar como modelo un retrato anterior, de artista desconocido pero, según las fuentes, de segunda fila. Sin embargo, parece ser que el emperador sintió como si viera a su esposa rediviva y, de hecho, sería uno de los pocos cuadros que llevaría consigo a su retiro final de Yuste. En cierta manera, esa virtud de volver a la vida o de dar nueva vida a los efigiados aparece también en el retrato ecuestre del emperador en Mühlberg de 1547, obra que no fue encargada por el propio Carlos, sino por su hermana María de Hungría.

Este retrato ha hecho correr también ríos de tinta y se convertiría en una especie de icono de los Austrias españoles, contribuyendo de forma decisiva a la construcción de la imagen imperial. Como sucedió con el primer retrato de 1529, Tiziano realizó aquí una síntesis de minuciosidad flamenca –la armadura y el arnés del caballo se conservan todavía en la Real Armería madrileña y permiten la comparación con lo pintado– y de temas llenos de clasicismo. La voluntad de realismo se ve reflejada también en la representación del acontecimiento, pues todas las crónicas contemporáneas de la batalla coinciden en las circunstancias que aparecen retratadas en el lienzo, mientras que la idealización atañe sobre todo a las alusiones clásicas, sólo que aquí, más que en el retrato anterior, esa síntesis alcanza cotas excepcionales de convicción.

Naturalmente, las referencias formales al Marco Aurelio ecuestre capitolino son y fueron siempre obvias, pero aún pueden extraerse más relaciones entre el cuadro y la estatua. Como es bien conocido, ésta se salvó de su destrucción durante la Edad Media por haber sido erróneamente identificada como una representación de Constantino, el primer emperador cristiano. Sin embargo, desde principios del siglo XVI, en los círculos humanistas se conocía la verdadera identidad de la misma –es decir, la de Marco Aurelio– y Tiziano, que había visitado Roma en 1545, no podía desconocerlo. Ahora bien, aunque es imposible verificarlo, es probable que popularmente la estatua siguiera siendo conocida como la de Constantino. De ese modo, en esa ambigüedad semántica, la imagen representaría, por un lado, la cualidad del imperium, ejemplificado por Marco Aurelio y, por otro, de la pietas constantiniana, del vencedor de Majencio e instaurador del cristianismo. Carlos V seguramente se habría sentido cómodo con esa doble identificación en su papel de debelador de los príncipes protestantes.

De las pinturas realizadas por Tiziano para Carlos V, La Gloria fue la más próxima a su corazón

Pero la imagen tiene otras connotaciones: como es bien sabido, se la ha relacionado desde hace mucho tiempo con la estampa de Durero conocida como El Caballero, la Muerte y el Diablo, inspirada a su vez en el Enchiridion, o manual del caballero cristiano, de Erasmo. Durero fue muy cercano y, de hecho, colaboró con ese mundo de los ideales caballerescos elaborados en la corte de Maximiliano I, el padre de Carlos V, y expresados en su autobiografía ficcionalizada conocida como Der Weisskunig. El joven príncipe debió de empaparse de ese ambiente caballeresco, de sus mitos y leyendas, un mundo lo que lo haría especialmente receptivo a la imagen de Tiziano. Como vemos, pues, una obra de una extraordinaria densidad semántica, aunque expresada de un modo sustancialmente nuevo.

De entre todas las restantes pinturas realizadas por Tiziano para Carlos V, incluyendo otros retratos y obras de devoción, la conocida como La Gloria fue sin duda la más cercana a su corazón, pues, como indica Checa, fue una de las rarísimas pinturas encargadas personalmente por el emperador, que intervino en la iconografía y que, además, llevó consigo a su último retiro del monasterio de Yuste. Con una originalísima y, al mismo tiempo, bastante enigmática imaginería, aún no enteramente aclarada, pero que incluye figuras bíblicas (Moisés, David, Noé), santos (san Juan, san Jerónimo) y varios retratos (entre ellos los del emperador y el todavía príncipe junto con otros miembros de la familia real), Checa ha relacionado convincentemente la pintura con el Juicio Final de Miguel Ángel, terminado en 1541 y que, obviamente, Tiziano tuvo que conocer durante su estancia en Roma en 1545-1546. Esto resulta evidente a cualquier que observe las figuras, nunca mejor dicho, miguelangelescas del primer plano, con sus poderosas anatomías. Al contrario que la obra del florentino, sin embargo, la de Tiziano no representa un juicio universal, sino particular, el de los –futuros– difuntos de la Casa Imperial envueltos en sudarios. Y, al contrario que la pintura de la Capilla Sixtina, que muestra un Juez más parecido a un Júpiter tonante que fulmina a los pecadores que a un Dios compasivo, aquí vemos un ámbito de luz, con las figuras de la Trinidad desmaterializadas, una imaginería con claras evocaciones agustinianas. Gracias al padre Sigüenza, sabemos que Carlos pasó los últimos momentos de su agonía contemplando este cuadro y el retrato de la emperatriz Isabel, los dos de Tiziano.

Si la función de las pinturas era para el emperador representativo –es decir, la imagen plasmada en los retratos– y devocional, con numerosos cuadros que apelaban a los aspectos emocionales, en el caso de su hijo, Felipe II, la relación que mantuvo con el pintor y su pintura fue bien distinta. El todavía príncipe Felipe debió de conocer, no al pintor, pero sí algunas importantes obras salidas de sus pinceles, en el Château de Binche de su tía María de Hungría, durante su Felicissimo Viaje (1548-1551), organizado para que este conociera sus futuros reinos. Como es bien conocido, en el salón principal donde se celebró la recepción colgaba la impresionante serie de las Furias del pintor veneciano y es seguro también que tuvo que conocer el retrato ecuestre del emperador en Mühlberg, guardado entonces en el palacio real de Bruselas.

Rafael,

El primer retrato del joven príncipe que nos ha llegado, realizado en Augsburgo en 1551, debió de constituir para él una sorpresa, dada su escasa experiencia artística y, de hecho, se quejaría de que le parecía inacabado, evidentemente por la pincelada veneciana más suelta y transparente de cuanto estaba acostumbrado a ver en la pintura flamenca. Checa relaciona esta imagen de Felipe, de cuerpo entero, revestido de armadura, de pie y con una mano apoyada en el morrión empenachado que descansa sobre una mesa, con el primer retrato perdido del emperador, que conocemos sólo por la copia de Rubens y algunas estampas, y ello le sirve para enfatizar el significado último de la versión filipina. En efecto, en 1551 se dirimía entre Carlos V y su hermano Fernando, con la participación activa también de la hermana de ambos, María de Hungría, la división de los ingentes dominios territoriales del primero, quien accedió finalmente en 1553 a que su hermano menor recibiera el Imperio, en un proceso que supuso un fuerte distanciamiento entre los hermanos. Para el autor, el retrato de Felipe por Tiziano, que consagra algunas de las características más destacadas de la imagen «oficial» de los Austrias españoles –la inexpresividad, el aire distante–, busca enlazar con la tradición de romanidad del Imperio, no tanto a través de alusiones arqueológicas, sino plasmando el ideal de auctoritas que le era inherente, con una poderosa imagen que contrasta con las mediocres representaciones que se conservan de su tío Fernando.

Según algunos autores, el encuentro en Augsburgo entre Felipe y el pintor veneciano sirvió también como punto de partida de la serie de poesie que empezarían a ejecutarse poco después de 1551. De hecho, algún autor, como Manuel Fernández Álvarez, sugiere que el cuadro de Venus y un organista, actualmente en la Gemäldegalerie de Berlín, en el que el músico muestra un gran parecido con Felipe II, podría ser el origen de las siguientes poesie que el pintor fue suministrando al monarca español a lo largo de los añosManuel Fernández Álvarez, «Felipe II: el rey y el hombre», en Felipe Ruiz Martín, La Monarquía de Felipe II, Madrid, Real Academia de la Historia, 2003, p. 22..

El debate sobre el significado del término poesía aplicado a las pinturas de desnudos mitológicos del pintor veneciano sigue estando abierto, aunque en sus aspectos esenciales existe cierto consenso. Parece indudable el carácter ovidiano de estas obras, no sólo porque en su mayoría las imágenes se basen en las Metamorfosis del poeta romano, sino porque comparten con éste la voluntad explícita de excitación erótica. Tendríamos, pues, por un lado, una ekphrasis poética, al dar forma visual a los textos ovidianos, pero, por otro lado, una innegable carga erótica que, de hecho, es tratada con toda naturalidad en las cartas cruzadas entre el monarca español y el pintor veneciano. Así, en una carta de 1554 dirigida por Tiziano a Felipe II, escribe: «E perché la Danae che io mandai già a V. M. si vedeva tutta la parte d’innanzi, ho voluto in quest’altra poesia variare e farle mostrare la contraria parte, accioché riesca il camerino ove hanno da stare più grazioso alla vista», lo cual, evidentemente, deja poco espacio para la especulación.

Poesía pintada, pues, pero en la que no existe una servidumbre estricta con respecto a los textos aludidos, sino una voluntad creativa o inventio del artista que la hace auténticamente suya, que le da su voz. Dentro de la larga tradición de donne nude en la pintura veneciana, que arranca con Giovanni Bellini, las poesie pintadas por Tiziano para Felipe II suponen la culminación. En este sentido, son especialmente importantes los entonces llamados Baños de Diana, es decir, las historias de Acteón y Calisto, por su complejidad compositiva, por su colorido vibrante, por ese ondeggiar le figure alabado por Ludovico Dolce en Tiziano, que suavizaba los contornos. El cuadro con la historia de Diana y Calisto, en particular, con la disposición de sus figuras en sucesivos contrapposti, formando un friso, supone quizá la más clara respuesta dada por el cadorino a la tradición florentina y centroitaliana de disegno y anatomías escultóricas. Leído en clave del enfrentamiento que Tiziano mantuvo de un modo u otro con Miguel Ángel a lo largo de toda su vida, resulta sugerente hacer una comparación entre la fábula de Diana y Calisto y, por ejemplo, La batalla de Cascina de Miguel Ángel, con sus forzados contrapposti, su dibujismo agresivo, sus figuras escultóricas.

Resulta extraordinario comprobar cómo el artista capaz del más refinado erotismo, que alude en sus cartas al rey a un camerino para sus pinturas, es decir, a un espacio básicamente privado, para un goce individual, fuera también capaz de suministrar los más hondos y sentidos cuadros religiosos con los que Felipe II llenó los espacios de su gran fundación de El Escorial. Composiciones como La última cena o, sobre todo, El entierro de Cristo, rezuman un aire de serena aflicción que, como apuntara el propio Checa en su texto para la exposición sobre el arte en El EscorialCatálogo de De El Bosco a Tiziano. Arte y Maravilla en el Escorial, Madrid, Patrimonio Nacional 2014, pp. 235-239., resalta la austeridad y sobriedad del edificio, una muestra más de la extraordinaria versatilidad de un artista que marcó un profundo surco en la historia del arte occidental.

Vicente Lleó Cañal es catedrático de Historia del Arte en la Universidad de Sevilla. Ha publicado, entre otros libros, La Casa de Pilatos (Barcelona, Electa, 1998) y El Real Alcázar de Sevilla (Barcelona, Lunwerg, 2002). Recientemente se ha reeditado Nueva Roma: mitología y humanismo en el Renacimiento sevillano (Madrid, Centro de Estudios Europa Hispánica, 2012).

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Venus of Urbino by Titian

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