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ROBERTO FAENZA. Sostiene Pereira

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La controversia que suele provocar, incluso en el juicio de cada espectador, cualquier adaptación cinematográfica de una obra de ficción literaria, puede evitarse si, como es el caso, el comentarista ha visto la película y escribe sobre ella sin conocer todavía la novela. Así la novela desparece como referencia inexcusable y es la narración cinematográfica lo único que viene a ser considerado, evitándose esos prejuicios que suscita el discurso cinematográfico cuando es producto de una reconversión del lenguaje literario.

La película Sostiene Pereira es un relato sobre la «toma de conciencia» de un personaje y su ulterior compromiso, tema que estuvo muy en boga a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. Creo que Il Generale della Rovere, de Roberto Rosellini, fue el filme inicial de varios que tratarían el asunto desde distintas perspectivas, aunque con bastante fortuna. La Grande Guerra, de Mario Monicelli, Tutti a casa, de Luigi Comencini, o Una vita difficile, de Dino Risi, pueden ser ejemplos del desarrollo de esta temática. En ellos, personajes con poca sensibilidad social, o al servicio de un poder opresivo, o sumidos en cierto individualismo satisfecho, viven una experiencia que les hace conscientes de encontrarse inmersos en un problema colectivo del que no pueden dejar de formar parte, y esa comprensión, como una sacudida, les obliga a salir de su egotismo y a solidarizarse con los demás, aun con el riesgo de perder la vida. En el caso de los filmes de Monicelli, Comencini y Risi, el asunto estaba tratado en clave tragicómica, mediante ese estilo entre humorístico y sobrecogedor con que el cine italiano acuñó un tipo de comedia cinematográfica digna de revisión –pese al riguroso olvido que padece, al menos entre nosotros– apoyada siempre en el histrionismo, que en muchas ocasiones podrá calificarse de genial, de actores como Alberto Sordi o Vittorio Gassman.

Sostiene Pereira conserva –o recupera– bastantes componentes de aquel tipo de películas. Por un lado, narra la catarsis de una especie de periodista y traductor que, encerrado en su literaria torre de marfil en los años más duros de la repercusión social del ascenso fascista en Portugal, va descubriendo, gracias al encuentro fortuito con un joven aprendiz de escritor y su novia, el verdadero rostro de la impostura y el horror que le rodean, hasta llegar al compromiso con los perseguidos y el sacrificio personal. Por otro, afronta la narración desde una perspectiva tragicómica, apoyándose decididamente en la interpretación de un actor extraordinario, Marcello Mastroianni. Mastroianni compone con maestría la personalidad de ese viudo adiposo y enfermo aunque todavía pulcro y atildado, para quien el tiempo se detuvo el día en que murió su mujer, tan vulnerable en lo emotivo como reacio a salir del encantamiento de su refugio literario y de unas rutinas minuciosas presididas por el temor a la muerte. El viejo actor nos ofrece un ejercicio interpretativo lleno de matices, que encuentra su culminación en una mirada donde se entrelazan todas las contradicciones y angustias del personaje, hasta hacerle mostrar a veces los ojos sorprendidos o asustados de un niño.

La dirección de Roberto Faenza es muy convincente y acierta con el ritmo pausado que requiere la evolución espiritual y sentimental que se nos va describiendo. Aunque en ocasiones aparecen espacios de la ciudad de Lisboa, el escenario está más bien insinuado en ciertos aspectos de la decoración, como la azulejería de la casa de Pereira y de otros lugares, el mobiliario, los objetos, todo ello presentado de modo muy cuidadoso, que pretende resaltarlos como elementos dramáticos significativos, lo que le da a la narración una fuerte certeza visual. Como se trata de una película «de época», la necesidad de administrar ciertos factores escasos que deben jugar continuamente para recrear la atmósfera –vestuario de los soldados y gentes, vehículos– impregna la narración de un leve aire teatral, un tono de simulacro que no perjudica al estilo narrativo, sino que intensifica su carácter casi apologal, que a veces, como en la relación de Pereira con su portera, tiene resonancias kafkianas.

Pero es principalmente la interpretación de Mastroianni lo que consigue hacer asumibles, ya que no creíbles, los dos aspectos más endebles de la trama, el arranque y el final. El arranque, en lo que toca al texto sobre la muerte al parecer deslumbrante, pero que no se nos presenta, que origina la atracción de Pereira hacia el joven escritor, un personaje que, al menos en la interpretación que hace de él Stefano Dionisi, no parece justificar que se despierte en el veterano periodista una fascinación tan radical hacia sus dotes intelectuales y su independencia de criterio. El final, en ese enredo telefónico grotesco, más propio de un vodevil, verdadero deus exmachina que prepara el desenlace de la película, en que intervienen el camarero Manuel y el doctor Cardoso, aunque la interpretación de Joaquim de Almeida y de Daniel Auteuil, en apoyo de la de Mastroianni, hayan conseguido dar credibilidad a los elementos previos a la pueril intriga. Por otra parte, las últimas imágenes de la película, un Pereira exultante y rejuvenecido en plena calle, introducen en el relato una retórica que, por muy simbólica que pretenda ser, deja en manos del espectador la ardua responsabilidad de sacar al personaje de esa ciudad infestada de patrullas militares y policías sanguinarios.

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