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En febrero de 1944, Primo Levi fue deportado a Auschwitz junto con otros seiscientos cincuenta judíos. Desde entonces se ha podido identificar únicamente a cuatrocientos noventa: el resto tienen la consideración oficial de «personas desconocidas» y han desaparecido sin dejar huella: nadie sabe quiénes eran ni de dónde venían. Levi –uno de los sólo veinticuatro supervivientes judío-italianos del transporte– regresó a Italia en el otoño de 1945 y la necesidad de dar testimonio era tan intensa que empezó a anotar, desordenadamente, pensamientos y hechos, conversaciones, cosas vistas y oídas en Auschwitz, en el reverso de billetes de tren, trocitos de papel, paquetes de cigarrillos aplastados: en cualquier cosa que pudiera encontrar. Esta frenética redacción de notas era un preparativo para algo extraordinario. «Probablemente, si no hubiera escrito mi libro, habría sido uno de los condenados de la tierra», me dijo Levi cuando lo entrevisté para una biografía. Completó Se questo è un uomoSi esto es un hombre, trad. de Pilar Gómez Bedate, Barcelona, El Aleph, 2010. en diez meses.

Cerca de siete mil judíos italianos –una quinta parte de la comunidad judía del país– había perecido en los campos de concentración nazis. Virtualmente todas y cada una de las familias judías de Italia habían perdido a un familiar o a un amigo. La familia más cercana de Levi –su madre y su hermana– había sobrevivido y su casa seguía en pie. (El padre de Levi, un ingeniero industrial, había muerto de cáncer en 1942.) La casa, sin embargo, apenas resultaba habitable después de los bombardeos aliados, y gran parte de los muebles de la familia hubieron de ser recuperados del que había sido el cuartel general de la Gestapo en el Albergo Nazionale de Turín. (El hotel había sido requisado por los alemanes y convertido en cámaras de tortura, así como en almacén para el botín robado a los judíos de la ciudad). El treinta por ciento de las casas de Turín habían sido destruidas o dañadas, y la mitad de las calles, carreteras, puentes y vías férreas habían quedado reducidas a escombros. Ester Levi, la madre de Primo, estaba mucho más preocupada por la economía del año en ciernes; pero su hijo, que se había visto arrojado a ejercer de sostén de la familia –un papel al que no estaba acostumbrado–, se sentía demasiado angustiado emocionalmente para buscar trabajo.

Levi estaba traumatizado de un modo que sólo podían comprender sus amigos supervivientes. Después de la intensidad de pesadilla de Auschwitz, todo parecía descolorido, fútil y falso. «Tenía la sensación de estar viviendo –me dijo–, pero sin estar vivo». Además, el hábito de la civilización parecía en él muy frágil. Un amigo se quedó perplejo al verlo arremeter un día durante un paseo contra un arbusto de caquis silvestres, mordisqueando luego los frutos. La noche de su regreso a casa, Levi había dormido debajo de un edredón de la SS robado del campo, con un mendrugo de pan escondido debajo de su almohada: la suavidad de su propia cama parecía una comodidad increíblemente civilizada después de sus once meses de reclusión.

Todavía más importante que dar testimonio de Auschwitz era su necesidad compulsiva de desahogarse

Al igual que todos los exiliados, Levi tenía la sensación de que había regresado a un mundo diferente que había seguido avanzando sin él. Dondequiera que fuera, los italianos hablaban con temor de la amenaza de la bomba atómica de Rusia. Preguntaban cuánto tiempo habría de pasar antes de que hubiera una Plaza Roja en Roma; se profetizaban nuevas guerras de clases y un catastrófico derrumbamiento final de la sociedad italiana de la posguerra. Pero Levi, que había sido rescatado del campo por el Ejército Rojo, era incapaz de compartir el anticomunismo de la clase dirigente: la Rusia soviética no era ninguna democracia, él mismo podía verlo, pero, sin Stalingrado, los nazis habrían ganado la guerra y toda Europa sería ahora una enorme colonia alemana. El prosovietismo instintivo de Levi no hizo más que acentuar su sensación de soledad y alienación. Para empeorar las cosas, parecía de repente que no había un solo italiano que hubiese sido un fascista. Como si la palabra «nuevo» pudiese eliminar el turbio pasado de camisa negra de un periódico, el diario La Stampa de Turín se rebautizó como La Nuova Stampa. Entretanto, los deportados seguían regresando a Turín; por las paredes de la ciudad aparecieron fotografías de almas perdidas: «¿HA VISTO A ESTOS HOMBRES?». Además de los deportados, aún había que dar con lo que los cálculos apuntaban que eran trescientos setenta mil prisioneros de guerra italianos. El país se encontraba moral y psicológicamente destrozado.

Se predijeron hambre y enfermedades para la fase más cruda del invierno de 1945 y a Levi le incumbía encontrar trabajo. Con la esperanza de reconstruir su carrera de químico y restablecer los lazos con sus amigos, empezó a viajar a y desde Milán, donde había trabajado brevemente antes de su arresto. Al igual que Turín, la capital lombarda había sufrido una terrible devastación en los bombardeos, pero los periódicos salían a la calle y los teatros habían vuelto a abrir sus puertas. Y fue más o menos ahora, con su mente puesta en exorcizar su terrible experiencia en un libro, cuando Levi dijo que empezó a abordar a pasajeros del expreso Milán-Turín y a contarles lo que había visto y padecido. Pronto se encontró hablando con extraños en la calle, en los tranvías y los autobuses que estaban empezando a volver a circular, refiriendo su historia a todo aquel que estuviera dispuesto a escuchar. La compulsión de actuar de este modo era abrumadora y Levi no tenía ningún reparo en hacerlo. Hablar era su modo de encontrar consuelo y de volver a encontrarse a sí mismo: se sentía renovado y liberado con ello.

De momento, la obligación moral de dar testimonio de Auschwitz era secundaria respecto a su necesidad compulsiva de desahogarse. En los trenes abarrotados entre Turín y Milán, sorprendentemente, nadie le dijo que bajara su voz. Un pasajero pidió incluso amablemente a Levi si podía hablar más alto, porque era duro de oído. Otro le pidió permiso para escuchar su conversación, ya que sonaba –dijo– tan “increíble”. Estos momentos mostraron a Levi que un público potencialmente inmenso –no sólo su círculo de conocidos– estaba deseoso de oír su relato. Tan solo en una ocasión un pasajero, un sacerdote, preguntó a Levi por qué tenía que dirigirse a extraños con una historia que sonaba tan malvada. Levi contestó que no podía evitarlo. Se trataba quizá de un signo de que estaba emergiendo de las profundidades.

Levi era un narrador nato. Una amiga, Mila Momigliano, quedó deslumbrada con su fascinante talento. En los últimos y fríos meses de 1945, todos los días de la semana, Levi visitó a Momigliano en su cama en la Via Digione de Turín, donde ella estaba recuperándose de una bronquitis. «Yo estaba tumbada en la cama embelesada, sin moverme o pronunciar una sola palabra». Mientras Levi estaba sentado junto a la cama de Mila Momigliano estaba creando el libro que habría de convertirse en Si esto es un hombre; estaba dando vida a su obra maestra literalmente mientras hablaba. Muchos, sin embargo, encontraban el estilo de narración de Levi extrañamente impersonal, incluso frío. Parecía que estaba hablando de la vida de otra persona, no de la suya en absoluto: era casi como si estuviera haciendo una declaración oficial. Muchos se preguntaban cómo podía sentarse allí y contar su espantoso relato al tiempo que mantenía una actitud aparentemente tranquila.

A comienzos de la primavera de 1946, Levi había escrito catorce poemas, una oleada que equivale a una quinta parte de toda su producción poética. Aunque se burlaba de la «estupidez» de estar esperando la llegada de la inspiración poética, sí que tenía una extraña fe en el daimon –la chispa creativa divina– de los antiguos griegos. Así que el daimon visitó ahora a Levi y lo que surgió fueron versos sombríos y airados. «Buna» transforma a los esclavos del Comando Químico 98 de Auschwitz en sulfurosos espectros dantescos y en legiones de los condenados. Los versos rebosan la influencia de Dante filtrada a través de T. S. Eliot. Y cuanta más poesía escribía entonces Levi, más adaptaba pasajes de la Divina comedia de Dante, aunque fuera sólo por analogía, para comunicar la desolación espiritual de Auschwitz.

Un nuevo tipo de desesperación debió de apoderarse de Levi según fue avanzando el nuevo año, porque fue entonces cuando alumbró su poema más lóbrego y más furioso, «Salmo». Posteriormente le cambió el título por el de «Shemà» y los versos fueron escritos mientras estaban celebrándose los juicios de Núremberg y Levi lanza una maldición sobre aquellos que se olviden o dejen de contar a las generaciones futuras lo que había sucedido bajo la ocupación nazi. «Os encomiendo estas palabras», entona Levi con una burlona autoridad bíblica; «Repetídselas a vuestros hijos, o que vuestra casa se os desplome». Ninguno de estos primeros poemas estaba pensado para ser publicado: se trataba de una limpieza ritual privada. Pero todo ello constituía una parte esencial del libro que estaba incubándose entonces.

En enero de 1946, después de tres meses de estar en paro, Levi empezó a trabajar en una fábrica de pintura cerca de Turín. Los dieciséis meses que iba a pasar en Du Pont de Nemours & Company (DUCO) marcarían la génesis de Si esto es un hombre. DUCO era una filial de la empresa de pintura y explosivos industriales Nobel-Montecatini, que tenía su sede en Milán. Los trenes al pueblo de Avigliana, situado a orillas de un lago, donde se encontraba la fábrica, eran tan infrecuentes que, entre semana, Levi dormía en la fábrica. Le asignaron una habitación en la casa que tenía la empresa para sus empleados solteros (Casa Scapoli, aunque con sus paredes pintadas de rojo la villa se conocía también a veces como la Casa Rossa).

Aunque Levi argüía que Si esto es un hombre estaba poco pulida, se trata de una obra literaria de gran complejidad

El cuarto de Levi era espartano y sus vistas daban a las montañas. La Casa de Solteros había sido requisada por la SS durante la guerra y, por el hecho de ocuparla ahora, Levi se sentía, en cierta medida, vengado por la ofensa cometida con él como judío. En su retirada del norte de Italia, los alemanes habían hecho explotar la planta de nitrato de amonio de la fábrica y, junto con las bombas estadounidenses, esto había dejado gran parte de DUCO convertida en un amasijo de ruinas. Sin embargo, Levi pensaba que podía escribir aquí y le venía bien que la Casa de Solteros ofreciera un panorama tan extraordinario. Podían divisarse los atardeceres de invierno, de un delicado fulgor rosa y anaranjado, a lo largo del valle de Susa. Desde su ventana Levi podía distinguir la abadía y la fortaleza medieval de San Michele, una vista que no había cambiado desde que John Ruskin la dibujara un siglo antes.

Durante sus largas noches en la Casa de Solteros, Levi había escrito una fantasía caprichosa aparentemente no conectada con el campo. En «Los mnemagogos», un investigador científico hace pruebas con extrañas fragancias que ha preparado y que despiertan recuerdos. Una botella de cristal libera un perfume silíceo como un pedregal montañoso; otra, el aroma de un aula polvorienta. Como Levi estaba dispuesto a trasplantar sus impresiones de Auschwitz y convertirlas en literatura, no es de extrañar que estuviera preocupado con la eficacia de su memoria (mnemagogos es una palabra acuñada por él a partir del griego y que significa «despertadores de recuerdos»). Y, a pesar de que Levi sentía intensamente la obligación moral de no olvidar lo que le había sucedido, sabía también que tendría que realizar una asombrosa proeza de rememoración si iba a escribir el libro que tenía ahora en mente. Contaba únicamente con su memoria para seguir; no tenía acceso a ningún otro recurso.

Como Levi vivía una vida monacal en la Casa de Solteros, trabajando con pinturas de día y escribiendo de noche, prefería no mezclarse mucho con el personal. La fábrica estaba llena de su propio dolor causado por la guerra y Levi tuvo cuidado de no ofender sensibilidades infligiendo su historia a las personas con que trabajaba. Aquellos trabajadores de DUCO que habían sobrevivido a la retirada de Rusia en invierno habían sufrido unas penurias mucho peores –pensaban ellos– que Primo Levi. Habrían de pasar muchos años antes de que emergiera con todo su peculiar horror el conocimiento del genocidio de Hitler; entretanto, Levi era considerado simplemente otra víctima más de la normal y cotidiana violencia nazi.

El borrador original de lo que habría de convertirse en Si esto es un hombre fue un texto mecanografiado fechado en 1946 y titulado «Historia de diez días». Levi había empezado a escribir su libro hacia atrás, empezando con el último capítulo. No es de extrañar que sus recuerdos más recientes de Auschwitz –la huida de los alemanes y la llegada del Ejército Rojo– fueran los más apremiantes, de ahí que comenzara con ellos. Según un testigo presencial, apenas había acabado de cenar en la cantina de Nobel cuando se volvía en bicicleta a la Casa de Solteros en un estado de gran agitación ante lo que estaba a punto de hacer. En vez de dormir, Levi se zambullía precipitadamente en la escritura y durante los diez meses siguientes trabajó con energía concentrada en el manuscrito. Y escribía, si no en un estado casi de trance, sí con una extrema facilidad, con las palabras brotando de él –dijo– «como una presa cuyas aguas, tras abrirse la esclusa, se precipitan de un modo incontenible».

Aunque Levi argüía que Si esto es un hombre estaba desprovista de prosa pulida conscientemente, se trata, de hecho, de una obra desbordante e intensamente literaria de gran complejidad, y mucho más deliberadamente libresca de lo que a Levi le gustaba admitir. El capítulo que estaba ahora cobrando cuerpo en la Casa de Solteros estaba lleno de alusiones a la literatura italiana, la literatura que Levi decía haber estudiado tan a regañadientes en el colegio. Los novios, el clásico de Manzoni de comienzos del siglo XIX, con sus historias de hambre y tierras devastadas, es la novela más importante de Italia. Para el colegial Levi, sin embargo, había sido una novela romántica de época «insufriblemente aburrida». De hecho, Manzoni era un moralista italiano de la escuela de Voltaire, que había intentado valerse de la razón para entender todo aquello que resultaba irrazonable en el ser humano. El momento más grandiosamente orquestado de la novela –la famosa descripción de Milán asolada por la peste en el siglo XVII– debió de volver poderosamente a Levi, ya que «Historia de diez días» guarda sorprendentes semejanzas con él. Devastada por las tropas alemanas en la Guerra de los Treinta Años, Milán es una ruina y en sus hospitales no hay cirujanos. Para Levi, la víspera de su rescate por el Ejército Rojo, los muertos vivientes de Auschwitz escarban comida entre «vendajes deshechos» y se arrastran por el suelo como una manzoniana «invasión de gusanos». En este magnífico capítulo, que resultaría ser el último del libro, Levi estaba reconstruyendo una experiencia que ahora apenas podía creer, y tras ella se encontraba Manzoni.

A pesar de su horripilante tema, «Historia de diez días» contiene destellos de un humor sereno, y su afirmación de la dignidad humana infunde una suerte de dicha en el lector. Levi no hace hincapié en la mecánica de los asesinatos en masa, sino en lo que quedaba del rostro humano en el campo. Una semana después de completar «Historia de diez días» produjo uno de los más grandes himnos al espíritu humano. El milagro es que «El canto de Ulises» fue escrito casi enteramente en una sola pausa para almorzar, media hora de frenético trabajo ininterrumpido, o esto es lo que afirmaría más tarde Levi. Estaba dando forma sin duda a las notas desordenadas que había ido escribiendo a mano desde su llegada; sin embargo, la composición de este capítulo fue asombrosamente rápida. El tema inmediato de Levi era el prisionero francés Jean Samuel, que Levi pensaba que probablemente no habría sobrevivido. Retrotrae su mente hasta un día del verano de 1944 en el que había acompañado a Jean a recoger la ración de sopa del campo. Mientras los dos recorrían la fábrica, Levi recordó el canto «Ulises» del Infierno de Dante. Intentó a duras penas traducir los versos al francés para Jean al tiempo que le explicaba su significado. Ulises está dirigiéndose a la tripulación de su barco mientras se embarcan para emprender su último viaje:

Considerate la vostra semenza:   Considerad cuál es vuestra ascendencia:
Fatti non foste a viver come bruti,   para vivir cual brutos no os hicieron,
Ma per seguir virtute e conoscenza  mas para profesar virtud y ciencia

En medio del infierno de Auschwitz, las palabras de Ulises brillan con una dignidad sublime. Muchos se han preguntado si Levi se había sentido realmente anegado en Auschwitz por Dante: el contrapunto de belleza clásica en uno de los lugares más terribles del mundo sugiere quizá más bien el artificio de una ocurrencia posterior. Sin embargo, en la Italia de Levi, Dante no sufrió nunca el destino que tiene en el mundo anglosajón, donde suele tenerse por un aburrido exponente de la teología medieval. Levi perteneció también a la última generación de italianos que fueron educados en gran medida con una enseñanza memorística. En el colegio había que aprenderse de memoria secciones completas de la Divina comedia. Años más tarde, Levi contó a un periodista que, si hubiera tenido que salvar a dos escritores italianos de un incendio en una biblioteca, los elegidos habrían sido Dante y Manzoni.

Según iba avanzando el autoexorcismo, Levi se esforzaba por escribir con un lenguaje de una precisión y una belleza maravillosas. A finales de marzo de 1946, empezó el espeluznante capítulo «Examen de química». Entonces no tenía ni idea de que su despiadado examinador alemán, el Dr. Wilhelm Pannwitz, había muerto, antes de cumplir cuarenta años, de un tumor cerebral. Aquí Levi describe no sólo el Departamento de Polimerización de Auschwitz dirigido por Pannwitz, sino todo el campo, como un gigantesco experimento de laboratorio diseñado para transformar la sustancia de la humanidad. Dos fueron las influencias literarias que entraron en juego. La primera fue Jean-Henri Fabre, el entomólogo francés; la segunda, Aldous Huxley. En Souvenirs entomologiques, un libro predilecto del Levi niño, Fabre había descrito una sociedad de termitas tan implacable y diversa como la de Auschwitz, con honradas e incansables trabajadoras, aventureras, productoras y hormigas parásitas. Los alemanes de este capítulo son, en consecuencia, la «máquina gris» que desfila como los insectos de Fabre en una hilera matemática que no piensa. Los prisioneros son «arañas», el Kapo es una «gallina», mientras que el propio Pannwitz es un «espécimen zoológico» sin nombre. Las primeras novelas de Huxley estaban también plagadas de imágenes de laboratorio y la aproximación biológica a la escritura del autor inglés fue de gran utilidad para Levi, ahora que estaba empezando a clasificar las especies para el bestiario humano del campo. De niño, Primo se quedaba incansablemente absorto con las minucias de la vida de los insectos y «Examen de química» es un escaparate para esa disciplina miniaturista. Maxima in minimus: los hechos más pequeños son los más relevantes.

Levi volvió a la mesa de escribir con una confianza renovada para empezar la sección «Octubre de 1944» de Si esto es un hombre, comenzada el 5 de abril y completada tres días después. Durante este tiempo, Levi examinó el mayor crimen de los nazis: los gaseamientos masivos de seres humanos. Su lenguaje dantesco sugiere un estado de horror ciego. Pero la imagen moderna del infierno de Levi es mucho más perturbadora que las horcas y los diablos de la visión medieval de Dante. El infierno del siglo XX de Auschwitz no es ningún maligno castigo externo por los pecados cometidos: en Auschwitz eran castigados los inocentes y la capacidad para crear el infierno en la tierra estaba en manos de seres humanos de aspecto normal.

«Octubre de 1944» es el informe de un testigo presencial, que no contiene nada que no hubiera visto u oído el propio Levi. Sin embargo, la cuidada objetividad del capítulo se viene abajo cuando Levi recuerda a Kuhn, el prisionero judío que dio gracias a Dios en voz alta por haber salvado su vida de las cámaras de gas, balanceándose de un lado a otro en su litera y dirigiéndose al Todopoderoso con un sonsonete talmúdico. Es un repetidor de amenes egoístamente ciego. «Si yo fuese Dios, escupiría al suelo la plegaria de Kuhn». Levi raramente levanta su voz y nunca es intimidante, pero aquí asoma la rabia del indignado. Que alguien ensalzara la gloria de Dios mientras que a sus compañeros les quedaban menos de dos días de vida constituía para Levi una blasfemia. Lo que no admite Levi es que él hubiera sentido también la tentación de rezar durante esa «selección» de 1944; pero tan pronto como se dio cuenta de que no iba a morir se sintió profundamente avergonzado, según declaró en una entrevista al final de su vida, y se «contuvo».

A medio camino de la redacción del libro se produjo en Italia un acontecimiento de una gran trascendencia política. El 9 de mayo de 1946, el rey, Vittorio Emanuele III, abdicó. Italia tenía que decidir ahora en referéndum si iba a seguir siendo una monarquía o se convertiría en una república. Levi reflexionó muchísimo sobre la crisis de la abdicación, atemorizado y fascinado a un tiempo por ella. Escribió a Jean Samuel, que finalmente había logrado sobrevivir a Auschwitz: «Después de la larga parálisis del fascismo, estamos a punto de emborracharnos de política». Confiaba en que la crisis pudiera traer consigo una completa transformación social; pero temió un resurgimiento de los camisas negras cuando estallaron en las calles de Turín violentos enfrentamientos e integrantes de la vieja guardia empezaron a negar con sus cabezas y a susurrar alabanzas secretas del Duce. Entretanto, en un clamor de libros, películas y periódicos se exhortaba a los italianos a unirse al mundo democrático. Ésta iba a ser la primera elección libre en más de veinte años.

«Sólo después de haber escrito Si esto es un hombre, volví a sentirme un “hombre”», escribió a Jean Samuel

El país se encontraba dividido en partes muy semejantes pero, por doce millones a diez, los italianos votaron a favor de una república. La familia real gobernante más antigua de Europa, la casa de Saboya, había llegado a su fin. Para Levi y sus amigos, la Constitución republicana de Italia fue el acontecimiento político más maravilloso de la época. La abogada Bianca Guidetti Serra, quizá la más fiel y más antigua amiga de Levi, me dijo que fue el momento definitorio de su generación. «Lo cierto es que teníamos la sensación de que el mundo había vuelto a echar a andar y esta vez nadie iba a detenernos». Derrocar a la familia real en Italia significaba deshacerse del pasado y de la miopía nacionalista del fascismo, el Duce y sus adláteres para siempre. Las esperanzas de Levi para una nueva Italia eran ilimitadas y, como recordó más tarde, «casi místicas». Según iba extendiéndose el espíritu republicano por Italia, el animado éxito de Rita Hayworth, «Amado mío», de Gilda, la famosa película de Hollywood, se oía por todas partes en bares y cafés, e irradiaba en medio de la posguerra una sensación de sexualidad y exuberancia. Levi pensaba a veces que sus esperanzas para una nueva Italia habían quedado cristalizadas en el himno de Hayworth. En los cines de todo el país se proyectaba entre grandes aclamaciones El gran dictador, de Charlie Chaplin, que se burlaba de Hitler y Mussolini. De un modo que ahora resulta difícil comprender, el optimismo que entonces sentía Levi por la vida y por las perspectivas de los asuntos humanos tuvieron un impacto significativo en la escritura de Si esto es un hombre. Aquí estaba un libro que armonizaba con el tenor de los tiempos y con la felicidad que sentía entonces Levi con su nueva vida y con la perspectiva de su inminente matrimonio. No sólo recoge los aspectos macabros de Auschwitz, sino que está impregnado de humanidad y de un sentimiento de esperanza.

La escritura prosiguió durante todo el verano y el otoño. El capítulo más sardónicamente irónico del libro, «Más acá del bien y del mal», fue iniciado en septiembre. Aquí Levi analiza los trueques realizados a escondidas por los prisioneros con trozos de pan, tabaco y dientes de oro. La SS mostró su abierta connivencia en este comercio, lo que ponía en ridículo sus cacareadas moral y superioridad racial. Más allá del bien y del mal de Nietzsche aparece maliciosamente parodiado en el título del capítulo. El ataque del filósofo alemán a la moral occidental y su menosprecio de la compasión judeocristiana por los débiles habían anunciado un momento de la década de 1940 –Auschwitz– en el que la humanidad empezó a morir. Nietzsche había completado su obra suprema, Ecce Homo, en Turín en 1888, y Levi sabía muy bien que Hitler había utilizado su violento darwinismo social como justificación para el exterminio de los judíos europeos.

Este capítulo, con su estilo de comunicado, estaba modelado a partir de los informes de fábrica que Levi había de elaborar todas las semanas en la planta de DUCO. Se distribuían entre el personal y eran leídos por todo el mundo, desde los ayudantes de laboratorio hasta los directores. Levi publicó uno de ellos, «La aparición de pequeños agujeros en los esmaltes», en una revista especializada del sector, Pitture e Vernici (Pinturas y barnices). El informe no guarda ninguna conexión evidente con «Más acá del bien y del mal» más allá de la precisión y la lucidez en la escritura, cualidades que Levi pensaba que eran «cortesía soberana» del escritor. La prosa clara era, en cualquier caso, el antídoto más eficaz de Levi contra la anarquía lingüística –la confusio linguarum– de Auschwitz.

En diciembre de 1946, Si esto es un hombre estaba virtualmente finalizada. Exhausto por el esfuerzo, Levi sintió también un alivio inmenso. «He trabajado en este libro con amor y con rabia», escribió a Jean Samuel, añadiendo: «Creo que he logrado algo más que simplemente rescatar mis recuerdos del olvido». De hecho, escribir el libro había proporcionado a Levi un camino de vuelta del mundo de los muertos al de los vivos. Como él mismo me dijo: «Fue sólo después de que mi humanidad hubiese sido anulada, después de haber escrito Si esto es un hombre, cuando volví a sentirme un verdadero “hombre”, un hombre en el sentido del título de ese libro». El último capítulo completado del libro, «Die drei Leute vom Labor», lleva marcada a lápiz la fecha del 22 de diciembre de 1946, un hito en la historia de la literatura italiana.

El manuscrito requirió, sin embargo, un trabajo considerable. Lucia Morpurgo, la prometida de Levi, empezó a imponer coherencia reordenando las diversas secciones. Pudo imprimir un ritmo mejor a los capítulos después de pedirle a Levi que le leyera secciones en voz alta, y ella era una crítica muy rigurosa: cada palabra tenía que ser consciente de su propia etimología, planteada y buscada. Lucia tenía los mimbres necesarios para acometer esta labor. Su padre, Giuseppe Marpurgo, había escrito dos novelas antes de la guerra, Yom Hak-Kippurim y Beati misericordes, que fueron de las primeras que abordaron en Italia temas judíos. Su aterciopelada prosa d’annunziana no había envejecido bien, a pesar de que ambas contienen narraciones eficaces y muy lógicas. Lucia contribuyó a que la prosa de Levi sonara menos clásica, menos fosilizada; una insistencia demasiado grande en el italiano latinizado se compadecía mal con la modernidad del libro. En cuanto el manuscrito estuvo listo, Levi quiso que lo vieran otras personas. Camillo Treves, un comunista al que había conocido en el Milán de la época de la guerra, quedó asombrado por la madurez de la visión de Levi. «Si había un libro con derecho a la universalidad –me dijo Treves–, era éste». Aunque Levi afirmaba no saber si su libro era «mediocre, bueno o muy bueno», sabía secretamente que había escrito una obra excepcionalmente poderosa. Si esto es un hombre era un libro que tenía que escribirse, pero Levi quería que fuera leído por otros. Necesitaba encontrar un editor.

Levi tenía una prima en Massachusetts, Anna Yona, que era una respetada periodista de radio local. Con la esperanza de abrirse un hueco en el mercado estadounidense, envío a Yona algunos capítulos de muestra. Yona tradujo al inglés «El canto de Ulises» y lo envió a una joven redactora, Adeline Lubell, de la editorial Little, Brown de Boston. Impresionada por lo que leyó, Lubell pidió poder ver más material. Sus superiores, sin embargo, se mostraron escépticos.

En 1946, el tema del reciente y funesto pasado de Europa no despertaba interés en los lectores estadounidenses, que se sentían más bien repelidos. (No puedo pensar en ningún escritor judío estadounidense, con la excepción de Saul Bellow, que se sintiera entonces conmovido de forma imaginativa por el genocidio nazi.) Lubell solicitó a una augusta autoridad judía, el rabino Joshua Loth Liebman, que le diera su opinión. Con buenas conexiones en los círculos literarios, Liebman tenía el poder de introducir a Levi al otro lado del Atlántico. Era un rabí reformado establecido en Massachusetts, cuya guía de autoayuda, Peace of Mind (Paz de mente), fue el best seller estadounidense de 1946. Sin embargo, el rabí recomendó a Little Brown que rechazase el libro de Levi. No puede decirse que se tratara de un juez apropiado; su superventas, un fárrago de retórica rimbombante, reclamaba la «paz mundial», pero sin mencionar ni Auschwitz ni los juicios de Núremberg, que acababan de concluir. Al vivir tan lejos de Europa, el rabino Liebman quizá no había sido capaz y no había estado dispuesto a aceptar la terribilità de Auschwitz, y es probable que los capítulos de Levi fueran al cesto de la papelera en gran medida sin ser leídos. Puede que el rabino desaprobara también el modo en que Levi eludía la profecía y la desesperación. ¿Dónde estaba la angustia, la ferocidad del Antiguo Testamento, dentro de este frío documento? El modesto esfuerzo de descripción y comprensión por parte de Levi parecía demasiado insulso –demasiado amable– para el tema que abordaba. El escritor italiano tendría que esperar otros cuarenta años hasta que Estados Unidos le prestara atención.

Escribía, si no en un estado casi de trance, sí con una extrema facilidad, con las palabras brotando de él 

Para el Año Nuevo de 1947 Levi había empezado a enseñar su manuscrito a los editores italianos. Su primera elección era Einaudi en Turín, el editor más avanzado y de mayor éxito comercial de Italia. Giulio Einaudi, el fundador, estaba rebosante de iniciativas y se encontraba buscando siempre lo que él llamaba «novità», lo «ultimísimo» en literatura. Mantenía una relación estrecha y controvertida con el Partido Comunista Italiano y constituía una parte importante de la cultura antifascista italiana. Apodado en su círculo como «El Príncipe», Einaudi poseía unos modales impresionantemente aristocráticos y le rodeaba una reputación de frivolidad, pero sus trabajadores eran cuidadosamente seleccionados por su estricta seriedad moral. Cesare Pavese era el director ejecutivo. Levi confiaba en que su manuscrito no acabara entre el montón de sensiblerías que aguardaban el juicio de Pavese: un personaje lúgubre que fumaba en pipa, Pavese era famoso por rechazar manuscritos con una velocidad centelleante.

Levi depositó su fe, en cambio, en la ayudante de Pavese, la novelista Natalia Ginzburg. Había nacido en el seno de una familia antifascista ejemplar. Su padre había sido arrestado en Turín en 1934 acusado de subversión, mientras que su marido, Leone Ginzburg, había sido asesinado por los alemanes en Roma en 1944. No hay duda de que Levi vio puntos en común en el sufrimiento que había padecido Natalia durante la guerra y, en medio de grandes esperanzas, fue ella la encargada de recibir su manuscrito en las oficinas de Einaudi. Una semana más tarde llegó un veredicto demoledor. Natalia Ginzburg hizo todo lo posible por suavizar el golpe; pero el libro no resultaba «adecuado», le dijo, para la lista de Einaudi. Levi se sintió herido y enfadado. Como Natalia era una amiga de la familia, no insistió en que le diera más explicaciones, pero recuperó el manuscrito con un silencio circunspecto. Dice mucho a favor de su sentido de la lealtad a Ginzburg el hecho de que siguiera siendo su íntimo amigo durante toda su vida. «Es una buena persona, y una estupenda escritora, pero no es una pensadora», fue su veredicto.

Lo cierto es que Levi estaba destrozado –la decisión había hecho una gran mella en su orgullo y su joven ambición– por la negativa. El rechazo de su libro fue una suerte de vislumbre del montón de porquería del mundo literario, aunque la renuencia de Ginzburg a publicar a Levi formaba parte de una renuencia colectiva más amplia entre los italianos a afrontar su brutal y lamentable pasado reciente. En 1985, cuando entrevisté a Natalia Ginzburg, reconoció arrepentida lo que ella misma denominó su «error»: «Debió de ser un momento terrible en la vida de Primo, pero por entonces yo era joven y tonta, y además no fui la única responsable». Cesare Pavese había opinado también –correctamente, como se demostraría más tarde– que no era el momento adecuado para publicar a Levi. Los italianos tenían otras cosas de las que preocuparse, como encontrar trabajo y construir un mundo mejor para sus hijos, que leer sobre los campos de la muerte alemanes.

Existía, quizás, otro motivo para que no se hubiera aceptado el original de Levi. Las alusiones del libro a Dante, la belleza y elegancia clásicas de la prosa, se interpretaron como una vuelta al fascismo y a la insistencia del régimen en la antigüedad romana. Las frases marmóreas de Levi delataban la influencia de «l’arte di parlare bene», que había sido un ingrediente básico de la educación fascista en los colegios. Además, los orígenes latinos de la construcción de algunas frases («El amanecer nos sorprendió como una traición»), los fragmentos de Virgilio y Cicerón, conferían al libro una riqueza literaria antigua. La nueva generación de escritores italianos querían desprenderse de las influencias clásicas y abrazar la descarnada «escuela de los noticiarios» del realismo, que aspiraba a una inmediatez sin refinar sacada directamente de las calles. Las primeras obras de ficción del joven Italo Calvino, a pesar de que tuvieran un extraordinario trasfondo gótico, estaban influidas por Hemingway y por las películas antirretóricas de la Resistencia, como Roma, città aperta, de Rossellini. Levi no pertenecía a ningún cenáculo ni salón literario. Alejado del centro de las cosas en la fábrica de pinturas DUCO, había seguido su propio camino solitario dentro de la literatura. Su única concesión a la moda del verismo de documental se produce en el prefacio de su obra, e incluso entonces se trata de un comentario semiirónico: «Me parece superfluo añadir que ninguno de los hechos ha sido inventado».

El libro fue rechazado por otras cinco editoriales italianas, entre ellas Edizione di Comunità, propiedad de la empresa judío-protestante Olivetti. El libro era «bastante interesante», declaró el director de Comunitá, el profesor Doriguzzi, pero aún no era el momento adecuado para publicarlo. Puede que jugase también en contra de Levi un elemento de esnobismo. ¿Dónde estaba el lustre de su nombre? Entre las cabezas coronadas del nuevo talento literario de Italia –Pavese, Calvino, Elio Vittorini–, Levi carecía de todo prestigio. Más tarde su libro sería aceptado por una oscura editorial de Turín, dirigida por un hombre de letras con aires de dandy, Franco Antonicelli. Apuesto y esbelto para sus cuarenta y cinco años, Antonicelli era una criatura en conjunto llamativa, pero bajo su exterior atildado se escondía un hombre de una gran probidad moral, que había demostrado un tremendo coraje físico durante la Resistencia. Levi había encontrado a su hombre.

Entretanto, el libro había cambiado su título de «En el abismo» (un relato de H. G. Wells) a «Los hundidos y los salvados», y posteriormente a Si esto es un hombre. Antonicelli tomó el título definitivo del poema de Levi «Shemà»; al describir las condiciones de los internos de Auschwitz, el poema había pedido a los lectores: «Considerad si esto es un hombre». La elección de Antonicelli era brillantemente ambivalente, ya que tanto los nazis como sus prisioneros habían quedado deshumanizados por su trabajo en el campo. Y Levi, al incluir en el título tanto a la víctima como al agresor, reforzaba la objetividad y la autoridad moral del libro. La frase contenía un eco de la pregunta llena de asombro que hace Samuel Taylor Coleridge al Viejo Marinero, «What manner of man art thou?» («¿Qué clase de hombre eres?»), así como una alusión a la famosa novela de la Resistencia de Elio Vittorini, Uomini e no (Hombres y no), que había inundado las librerías italianas después de la Liberación. Pero puede que una fuente más fascinante para el verso del poema fuera la película más popular de la temporada: La belle et la bête, de Jean Cocteau. Proyectada en Turín a públicos que la veían embelesados, la película presenta a un monstruo que dice de sí mismo con tristeza: «Si yo fuera un hombre».

A finales de año, Levi se enteró de la triste verdad: Si esto es un hombre apenas se había leído fuera de Turín

El 11 de octubre de 1947, un mes después de que Levi contrajera matrimonio con Lucia Morpurgo, se publicaba Si esto es un hombre; su sobrecubierta reproducía un grabado de Goya, un esbozo para el famoso lienzo «El 3 de mayo en Madrid: los fusilamientos de patriotas madrileños». En aquellos tiempos se esperaba que los libros se abrieran camino por sus propios medios. No hubo entrevistas al autor con Levi, ni artículos en revistas, ni se organizaron fiestas de presentación. Entre noviembre de 1947 y la primavera siguiente se publicaron en Italia no más de doce reseñas de Si esto es un hombre. La mayoría de los críticos ofrecieron valoraciones comedidas, muy convencionales, alabando la «moralidad» de Levi, al tiempo que no estaban seguros de cuál era el tipo de libro al que estaban enfrentándose. La revista izquierdista Il Ponte daba la bienvenida de forma poco convincente a un «nuevo escritor», pero no llegó una sola palabra de las conocidas como grandi firme (los grandes nombres) de Italia, como Alberto Moravia o Vittorini. Más dolor causaron aquellos críticos que etiquetaron a Levi como un «testigo». Levi habría de cargar con esta palabra –testimone– como un lastre, y es algo que acabaría molestándole enormemente. Parecía el elogio más envenenado: él se tenía en primer lugar por un escritor y, en segundo, por un testigo.

Entre las críticas indiferentes, fueron dos las que sobresalieron. Una era del gran crítico piamontés Arrigo Cajumi y la otra, de Italo Calvino. Cajumi era famoso por su menosprecio de los grandes prebostes culturales, y su crítica de Levi, en la portada de La Stampa (que ya había dejado de ser La Nuova Stampa), estaba dirigida en parte a los literati de Italia, la mayoría de los cuales estaban sometidos a la política partidista o a la Iglesia. «Al ignorar a los partidos políticos, Levi llega naturalmente al arte». Cajumi fue el único de los críticos italianos que identificó un trasfondo darwinista en la narración. Decía que Levi había escrito sobre el acontecimiento central de su vida (que era también el acontecimiento central del siglo XX) como un «escritor nato». Ninguna crítica proporcionaría a Levi un placer tan intenso. Cajumi había salvado su autorrespeto literario y lo había presentado como el escritor que él quería ser. Algunos meses más tarde, la crítica de Italo Calvino para el diario comunista de Italia, L’Unità, ensalzaba un «libro nuevo y magnífico». Bastaba el retrato que hacía Levi del «gélido» Dr. Pannwitz como muestra de un talento extraordinario para la caracterización, decía Calvino, y una «verdadera fuerza narrativa». Cuatro años más joven que Levi, Calvino acababa de publicar su extravertida primera novela, Il sentiero dei nidi di ragno (El sendero de los nidos de araña), nacida directamente de su experiencia en la Resistencia italiana. Con su mensaje triunfalista de revuelta partisana, el libro de Calvino era de un tipo muy diferente del de Levi, a pesar de lo cual Calvino fue hermanado con Levi (por Cajumi) como un nuevo y «prometedor» escritor italiano.

A finales de año, Levi se enteró de la triste verdad de que Si esto es un hombre apenas se había leído fuera de Turín y que, mientras que la novela sobre la Resistencia de Calvino había vendido seis mil copias inmediatamente después de publicarse, su propio libro no había vendido más de mil quinientos, poco más de la mitad de la tirada. Los italianos, en su afán de encontrar una nueva conciencia nacional, habían preferido la desenfadada fantasía partisana de Calvino, con su mundo en blanco y negro de vencedores y vencidos, al perturbador tratado moral de Levi. Éste pensaba que no podía haber ninguna secuela de Si esto es un hombre, ningún segundo acto. Había satisfecho su obligación cívica de dar testimonio y sentía que ya no podía hacer nada más. Así, a comienzos de 1948, con su mujer embarazada, abandonó sus planes de convertirse en un escritor profesional y volvió a dedicarse a la química a tiempo completo.

Hacia el final de su vida, Levi estaba deprimido y abrumado por los problemas domésticos. Se encontraba trabajando en una colección de cartas imaginarias enviadas por un científico a un acaudalado mecenas turinés (las cartas explicaban diversos fenómenos científicos y químicos), pero el libro no iba bien. También le tenían preocupado otros asuntos. Casi el último artículo periodístico que escribió, «El agujero negro de Auschwitz», condenaba amargamente a la nueva generación de historiadores alemanes que sostenían que el genocidio nazi no era un ejemplo excepcional de infamia humana, sino sólo un eslabón dentro de una reacción en cadena que empezaba con el gulag soviético y proseguía con Vietnam y más allá. Levi se sintió claramente horrorizado ante esta maniobra para reducir lo que él veía como la atrocidad por antonomasia del hombre. En otro lugar habló del «laido conato» («asqueroso intento») de los llamados «historiadores» revisionistas. Para un hombre que raramente levantaba su voz, aquellas eran palabras fuertes. Sólo cabe hacer conjeturas sobre si la depresión que se apoderó de él en sus últimos meses se vio agravada por su terrible pasado, pero lo que es seguro es que Auschwitz lo había convertido en un escritor.

Ian Thomson es escritor, crítico y periodista. Experto en literatura italiana y traductor al inglés de Leonardo Sciascia, entre sus libros destacan Primo Levi: A Life (Londres, Hutchinson, 2002; Primo Levi, trad. de Julio Paredes, Barcelona, Belacqva, 2007), que ganó el Premio W. H. Heinemann de la Royal Society of Literature en 2003, Bonjour Blanc. A Journey through Haiti (Londres, Hutchinson, 1992) y The Dead Yard: Tales of modern Jamaica (Londres, Faber, 2009). 

Traducción de Luis Gago
© The Times Literary Supplement / NI Syndication
www.the-tls.co.uk

*Este artículo es una versión editada de una conferencia impartida por el autor en la Royal Society de Londres el 2 de octubre de 2011. 

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