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Shakespeare en la Rusia profunda

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La editorial Akal, dentro de su colección de bolsillo, ha iniciado una serie, Clásicos de la literatura eslava, donde, además de incluir nuevas traducciones de obras de autores muy leídos, precedidas de interesantes introducciones (Taras Bulba de Nikolái Gógol, El jugador de Fiodor Dostoievski o La madre de Maxim Gorki, por ejemplo), presenta otras menos conocidas, como El héroe de nuestro tiempo de Mijáil Lermóntov (la historia del frío Pechorin, antecedente de esos personajes a la vez atormentados y dañinos cuya influencia llega hasta los existencialistas) o Nosotros de Evgueni Zamiátin (precursor de todas las grandes distopías del siglo XX, de 1984 de George Orwell a Un mundo feliz de Aldous Huxley). Recientemente se han incorporado al conjunto, reunidas en el mismo volumen, las novelas Una lady Macbeth de Mtsensk, de Nikolái Leskov, y El rey Lear de la estepa, de Ivan Turguéniev, la primera traducida por Gala Arias Rubio, que es la directora de la serie, y la segunda por Ana Sánchez Gil.

Es de sobra sabido que el desarrollo de la literatura rusa a lo largo del siglo XX –sólo treinta y seis años median entre La hija del capitán de Alexandr Pushkin y Guerra y paz de Lev Tolstói– es uno de los fenómenos más significativos y consistentes de la modernidad literaria, por la variedad e importancia de sus autores y la peculiar identidad y riqueza del material narrativo logrado. No puede dudarse de que los rusos consiguieron durante el siglo XIX crear una gran cultura literaria y poner en la historia un modelo de literatura que ya es clásico, y que ha servido de referencia a muchos autores sucesivos de otras lenguas, desde Pío Baroja a Raymond Carver. Sin embargo, se ha reflexionado menos sobre el fenómeno de cómo esos autores fueron capaces de unificar dos propósitos en apariencia divergentes: el de dar sentido literario a una lengua, la rusa, menospreciada hasta entonces por las clases aristocráticas dominantes, y el que sus proyectos narrativos no dejasen de pretender armonizarse con la literatura universal. Lo cierto es que los escritores rusos, muy ceñidos a su realidad inmediata, nunca tuvieron una visión meramente localista o costumbrista de su labor, nunca perdieron la perspectiva de estar integrados en un imaginario que desbordaba las estrictas fronteras de su lengua y de su país. Al contrario: el Quijote, los autores renacentistas y barrocos, los contemporáneos europeos, fueron modelo y estímulo para ellos. Ejemplo de esa inquietud, que desbordaba el marco del puro ámbito nacional, son las novelas que quiero reseñar. En ellas, dos obras importantes de Shakespeare sirven como expreso referente y modelo para los textos de Leskov y Turguéniev, que no por ello dejan de conectar estrechamente en sus trabajos con lo que pudiéramos denominar la «Rusia profunda».

Nikolái Leskov (1831-1895) fue un escritor controvertido en su país: mientras autores como Tolstói o Gorki lo ensalzaron, y Anton Chéjov le reconoció la condición de maestro, otros lo menospreciaron y muchos años después de su muerte Leskov era aún para Vladimir Nabokov un escritor «de segunda fila». Sin embargo, fue ensalzado por narradores y pensadores no rusos, como Thomas Mann o Walter Benjamin. A pesar de ser respetuoso con la tradición religiosa y de talante antirrevolucionario, tuvo que sufrir el rigor de la censura y de la represión. Adscrito en general a la estética del realismo, Leskov no dejó de sentirse atraído por otras posibilidades expresivas, como la mitificación burlesca, de la que es un magnífico ejemplo La pulga de acero.

En el caso de Una lady Macbeth de Mtsensk (un relato que ha conocido diversas lecturas estéticas, pues a Shostakovich le sirvió de motivo para una de sus dos óperas, y el director de cine Andrzej Wadja hizo, basándose en ella, la película Lady Macbeth en Siberia), Leskov utiliza la referencia shakesperiana para construir un drama sangriento que transcurre en el mundo provinciano. Desarrollada a lo largo de quince capítulos de enorme concisión narrativa –y el buen tono de la traducción al español hace imaginar que es una de las características del original–, la novela narra la historia de Katerina Lvovna Izmailova, una mujer de veinticuatro años que lleva cinco casada con un comerciante en harinas de cincuenta y tantos, que convive además con su suegro, de ochenta, y cuya existencia está abrumada por el aburrimiento, según se encarga de remarcar la voz del narrador, que suena como la de un cronista circunspecto y preciso. Su condición femenina no debe hacernos pensar, en consonancia con el título del relato, que se trata de una réplica de la esposa del Macbeth de la tragedia clásica, aquella firme inductora de los crímenes de su marido, que se avergonzaría de tener «un corazón tan blanco» cuando lo ve dudar. En Katerina Lvovna, Leskov ha reunido a los dos personajes centrales de la tragedia de Shakespeare: Macbeth y su esposa. En el caso de la novela rusa, el irresistible deseo que lleva a la protagonista a cometer sus sucesivos crímenes no se basa, en un principio, en la ambición de poder sino en la fascinación amorosa por un joven empleado del negocio familiar. Las brujas que con sus vaticinios despiertan en Macbeth su irresistible pasión no existen en la novela del ruso, pero el encuentro fortuito con ese joven y bello Serguéi cumplirá la misma función, llevándola a eliminar cualquier obstáculo que pueda interponerse entre ella y su amante. Claro que en la irresistible disposición de Katerina Lvovna influye también la ambición material, pero la sustancia de su comportamiento está impregnada de una especie de delirio amoroso, erótico, expuesto con admirable naturalidad y crudeza para tratarse de una novela de 1865. Carente del engolamiento y la pretenciosidad que lastraban tantas novelas europeas de su época, parece el antecedente directo de muchas obras del siglo XX, aunque no cae nunca tampoco en el tremendismo, a pesar de lo extremadamente duro de las acciones criminales que, mediante el veneno, la agresión violenta o la asfixia de la víctima, va cometiendo Katerina Lvovna, primero sola, luego con ayuda del hombre que la ha seducido, que resulta al correr de los sucesos un Don Juan arribista que carece de escrúpulos.

El núcleo dramático de la historia transcurre a lo largo de un verano y, como en tantas novelas y cuentos rusos, la estación cálida y luminosa establece un espacio cargado de sugestiones sensuales, donde en las noches «se respiraba un perfume embriagador que empujaba a la pereza, a los placeres y a los deseos más oscuros». Como el Macbeth clásico, Katerina Lvovna acabará derrotada por su destino, en su caso encadenada a una cuerda de presos camino de los trabajos forzados, hasta el episodio final que rematará la naturaleza indomeñable de su obsesión amorosa. Pero sus sórdidos crímenes no despiertan en el lector un rechazo instintivo de su figura pues, como en el caso del Macbeth clásico, se convierten en elementos necesarios para comprender toda la dimensión de un personaje complejo, dominado por una pasión que el autor, en uno de los capítulos más largos del texto, cuando la mujer y su amante charlan y se acarician bajo un manzano florido una noche de luna llena, consigue perfilar psicológicamente con maestría. Nada sobra en esta historia austerísima, tenebrosa, en la que, pese a lo escaso de los medios, tanto el espacio físico como la comunidad humana que rodean a la protagonista están perfilados con eficacia y verosimilitud.

Mucho más conocido entre nosotros que Leskov, Ivan Turguéniev (1818-1883) se caracterizó por su apertura al mundo occidental –visitó diversos países europeos y murió en París– y sus convicciones nihilistas. Precisamente las traductoras, en la introducción al libro, señalan que no sólo han querido reunir dos homenajes literarios a Shakespeare en la literatura rusa del siglo XIX, sino «mostrar la curiosa comparativa entre el autor de Padres e hijos, occidentalista y nihilista […] y el eslavófilo y crítico con los movimientos revolucionarios Leskov». Su infancia en una familia notable de terratenientes le permitió a Turguéniev conocer de cerca el mundo oprimido de los siervos y los campesinos, que reflejó en varias de sus obras. El rey Lear de la estepa tiene como marco ese mundo, y la réplica del personaje de Shakespeare está encarnada en Martin Petróvich Járlov, un hombre de gigantesca talla, hercúleo y tosco («De él emanaba un fuerte hedor, olía a tierra, a monte, a ciénaga»), un hidalgo campesino presuntuoso y vocinglero pero de noble corazón, dueño de muchas almas, con ciertas tendencias hipocondríacas y padre de dos hijas: Anna, la mayor, casada, y Evlampia. La historia de Járlov (treinta y un capítulos también ejemplares por su gran condensación expresiva y dramática que, sin embargo, es capaz de exponer con claridad lo necesario para comprender en todos sus extremos al personaje central, con sus contradicciones, y el mundo de sus afectos, miedos y miserias) es descrita durante una velada invernal por una persona que lo conoció siendo el narrador muchacho, mientras vivía en la hacienda de su madre, viuda, poderosa terrateniente, a quien Járlov había salvado la vida en un accidente y por el que sentía fuerte agradecimiento, manifestado a través de una constante tutela. En este caso, el papel de Cordelia, la hija buena del drama originario, tendría cierta relación con esta viuda, la madre del narrador, que vela por Járlov.

La recurrente hipocondría del pintoresco personaje lo lleva a sentir ciertas premoniciones sobre su muerte y a tomar la resolución de transmitir en vida formalmente a sus hijas todas sus propiedades

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