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Padre Isla: Cartas familiares

Cartas familiares

JUAN PEDRO APARICIO

Las Cartas familiares del padre Isla acaban de ser editadas por el Instituto Leonés de Cultura y la Universidad de León.

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Se cumple este año el tercer centenario del nacimiento del padre Isla. Con tal motivo, la Universidad de León y el Instituto Leonés de Cultura han reeditado una selección de sus cartas familiares, la que ahora comentamos, en facsímil de una edición catalana de 1884.

No se puede hablar del padre Isla sin mencionar su Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes (1758), que lo convirtió en el autor más célebre de su tiempo, pero cuya lectura, desaparecidas las circunstancias sociales en las que nació, resulta hoy enormemente fatigosa. De ahí el acierto de haber optado por publicar estas Cartas para su centenario. A Azorín le parecían lo mejor del padre Isla, aunque el Fray Gerundio fuera saludado en su día como otro Don Quijote, fundamentalmente por su intención satírica. A mi modo de ver, ni siquiera en eso son comparables. La sátira de Cervantes penetra en la esencia de lo humano; el Fray Gerundio apenas traspasa lo meramente formal, alanceando una cierta retórica del siglo.

Estas Cartas familiares –hay una edición más amplia en la Biblioteca de Autores Españoles– recogen las que escribió el padre Isla a María Francisca, su hermana sólo de padre y mucho más joven que él, y al marido de ésta, desde el año 1755 a 1781, es decir, desde sus 53 años a los 79, edad en la que murió. Son, pues, veintiséis años de correspondencia y un total de doscientas treinta y seis cartas, con varios años en blanco, de 1761 a 1768, se supone que los que vivió en Pontevedra cerca de su hermana residente en Compostela.

En los primeros años las cartas menudean, desde las treinta y siete que escribe el año 1755 a las cincuenta y tres del año 1758, prácticamente una a la semana, siguiendo la cadencia del correo de la época, para ir decreciendo hasta las diez de 1761. Luego, tras la ya mencionada interrupción, la correspondencia se reanuda en 1768. Son los años lacerantes del destierro en Italia –tras la expulsión de los jesuitas de nuestro país– cuando nuestro hombre parece más necesitado de ellas. Y, sin embargo, apenas logran una mínima regularidad. Así, el primer año hay sólo una, otra el siguiente, ninguna en el 70, dos en el 71, ninguna en el 72, ni en el 73, acaso los años más duros, una o dos los siguientes, seis en el 78, tres en el 79, cuatro en el 80 y once en el 81, el año de su muerte.

Hay que decir que el padre Isla no quiso que fueran publicadas, «sólo imaginarlo me estremece», confesó. María Francisca, sin embargo, a poco de morir su hermanastro, las entregó a la imprenta. Heredera universal de sus escritos tuvo la intuición genial de salvarlas para la posteridad, como anticipado Max Brod, el amigo que desoyera la orden de Kafka de quemar sus manuscritos. «Yo no tengo madre [que encomendarte a mi muerte] –le había escrito el padre Isla– pero tengo hijos, aunque tan pobres, que si tú no cuidas de ellos, se pudrirán de hambre en un rincón.» Estos hijos eran sus libros, no las cartas.

El padre Isla nació en Vidanes, provincia de León, un 24 de abril de 1703; tiempo convulso, coincidente con la llegada al trono español de la dinastía borbónica tras la Guerra de Sucesión y la consiguiente pérdida de los territorios europeos en Italia, Flandes y Luxemburgo. España cuenta con sólo seis millones de habitantes, el cuatro por ciento de los cuales pertenecía a la nobleza, clase ociosa, depredadora por ley, en la que habría que incluir al clero, mientras que el grueso de la población debía trabajar en condiciones muy precarias y con muy escasos rendimientos. Pero, si cuando el padre Isla viene al mundo, el Antiguo Régimen se mantiene firme, cuando muere, en 1781, la población española prácticamente se ha doblado y el orden establecido se halla a punto de saltar por los aires. Son ochenta años, pues, decisivos. En ellos germinan los cambios que van a configurar nuestros días.

Las cartas, sin embargo, resultan demasiado tímidas por lo que se refiere al entorno, siendo como son íntimas y familiares, en una época además en la que todo lo que se escribía debía ser cuidadosamente sopesado. Prudente, pues, en lo concerniente a lo público, no obstante la agudeza de muchos de sus juicios, el padre Isla se nos muestra perfectamente integrado en el sistema, un sistema en el que la maquinaria del poder político y religioso había alcanzado la perfección, siniestra perfección, por cierto. No se podían leer libros sin el permiso eclesiástico, mucho menos publicarlos. Baste recordar los problemas de Jovellanos para constituir la biblioteca de su querido Real Instituto Asturiano de Gijón, arteramente espiada por elementos del Santo Oficio.

Una lectura atenta permite, no obstante, vislumbrar el estancamiento profundo de la sociedad española. La atmósfera es paralizante. La estructura del imperio es lo más parecido a una bicicleta que no camina, con la consiguiente pérdida de equilibrio. No se puede ir hacia delante, ni hacia atrás (según parece, los jansenistas intentaron recuperar los modos de la Iglesia primitiva); y sólo porque su entorno se mueve, cree moverse todavía. Finalmente, tras la invasión napoleónica, no mucho después de morir el padre Isla, se desgajan las colonias americanas, desde San Francisco de California a la Patagonia. La caída no puede ser más estrepitosa.

Pero, sin salir de las cartas, cabe lamentarse de que María Francisca no diera también a la imprenta las que ella escribió. Hubieran podido formar un conjunto con verdadera sustancia de novela epistolar. En cualquier caso, la lectura de las que tenemos nos acerca, siquiera de modo parabólico, a la misma entraña del siglo en que se escribieron, a aquella intrahistoria de que hablaba Unamuno. Hay evolución y hay intriga en ellas, la del desenvolvimiento de una vida hasta su acabamiento con la muerte; y la apariencia del siglo es todavía feliz. Incluso las guerras son anotadas con enorme desapego, como movimientos de fichas sobre un tablero. El español no ha de entender la vida más que como un criadero de hijos para el cielo, sin importarle que su presente sea un verdadero infierno. Dios le resarcirá con creces en la eternidad. Así lo asume el propio autor de manera expresa en algunas reconvenciones a su hermana. Porque, a pesar de que la Inquisición prohibiera su Fray Gerundio y de que sufriera pena de destierro, nunca se situó el padre Isla fuera del sistema, como sí llegó a estarlo, por ejemplo, Jovellanos, tan claro siempre sobre la necesidad de reformarlo.

El padre Isla se nos muestra en estas cartas como escritor inspiradísimo y feliz, con una capacidad expresiva admirable. Le vemos en su plenitud vital e intelectual, a punto de dar a la imprenta el Fray Gerundio, leído por los reyes y agotado antes de salir a la calle. Conocemos enseguida sus problemas con la Inquisición, que no parecen preocuparle en exceso, tan seguro se siente de sus fuerzas intelectuales. Atendemos a su vida apacible en el noviciado de Villagarcía de Campos, apegado a su tabulino (que no sabemos si es su escritorio), como un intelectual y un hidalgo de campo, una especie de Delibes del XVIII, con la escopeta al hombro y la péñola en la mano. Le seguimos en la cima de su gloria profesional en la Cuaresma de Zaragoza, de cuyos sermones ha sido encargado.

Irónico, mordaz, imaginativo, vehemente, cauto, alegre, mimoso, coqueto, algo ñoño, nada pacato, hipocondríaco, murmurador en ocasiones, desinteresado económicamente, buen dialéctico, cariñoso, toda su compleja humanidad asoma en las cartas hasta el punto de que él mismo nos resulta como personaje mucho más cercano que cualquiera de sus entes de ficción. Sus sentimientos, su padecimiento, sus desengaños nos conmueven como en la más lograda de las novelas; el amor, la vida, la muerte, la frustración, la desgracia, la añoranza, la soledad desfilan ante nuestros ojos…

Amor, hemos dicho. Y aquí entramos de lleno en lo más destacable de las cartas, que constituyen a mi modo de ver una especie de diario de un corazón enamorado que alcanza con frecuencia lo sublime, un corazón a veces orgulloso, a veces humillado, a veces doliente, a veces eufórico. No quiero decir, quede claro esto, que haya transgresión alguna en sus relaciones. Nada sexual veo, ni siquiera en su intención, a pesar de que el mismo padre Isla guste de transitar por terrenos ambiguos, como cuando escribe: «Recibe mil abrazos de este esqueletillo de tu hermano, los cuales más te servirán de desengaño, que de tentación…».

El amor del padre Isla por su hermanastra es, a mi juicio, el amor de un hombre por una mujer; un amor platónico, es cierto y, esto hay que subrayarlo, que nunca quiso dejar de serlo; pero un amor hacia una persona del otro sexo, sublimado hasta cotas muy altas que, sin embargo, nunca rozan lo místico y que, acaso precisamente por esa relación de sangre que lo sustenta, tampoco llega a decrecer con el paso del tiempo.

Las últimas cartas, las del destierro y máxima penuria en Italia, estremecen por su fondo de patetismo. En medio del pesar de la vida que se acaba y de la fatua levedad de las cosas humanas, persiste todavía la fuerte textura de su amor, un amor a punto de traspasar las barreras temporales: «… considerándote muerta, o a lo menos moribunda, sólo me consolaba la esperanza de que tardaría poco en seguirte, y la viva confianza en los méritos de Jesucristo de que nos juntaríamos en el paraíso para no separarnos por toda la eternidad».

Según Carmen Martín Gaite en su Usos amorosos del dieciocho en España, que sorprendentemente no tiene en consideración estas Cartas, existía por entonces la curiosa figura del cortejo o chichisveo, una especie de enamorado platónico que los maridos de clase alta consentían al lado de sus mujeres para entretenerlas durante ese tiempo en que ellos no podían estar a su lado. El cortejo estaba representado por una persona que generalmente tenía libre entrada en la casa y era casi tan conocida en ella como el marido, sin que traspasase casi nunca los linderos del amor platónico o de la pasión contenida. Vistas bajo esa luz, las Cartas cobran una emoción altísima, una emoción que emana de ellas con la sutileza y fragancia del mejor de los perfumes, llegando a veces a mostrar la más alta ternura que pueda experimentar un varón por una mujer.

Si el padre Isla quiere reprochar ciertas astucias menores a su hermana, escribe tras una jornada de caza: «… traje mis trece liebres a casa, que aún las estamos comiendo en compañía del ViceProvincial, y aunque vi una raposa, no quise tirarla, temiendo si acaso eras tú». A veces, sobre honda base irónica, dibujan la cordura y el desamparo del enamorado a su pesar: «Una mujer nos mató a todos [Eva], y todos se mueren por ellas, siendo esto segundo en mi dictamen el mayor castigo de la culpa original. Yo no estoy exento de él, pues aunque sólo me muero por una, para matar sobra un puñal…».

O como, cuando planeando ir a verla, tras años de alejamiento, escribe: «Temo llegar a esa ciudad cuando tú estés en los baños, y eso será para mí a la manera de quien desea ver cuanto antes la cara de Dios, y le detienen en el purgatorio».

Su desazón es grande si la carta no llega. Escribe entonces: «Si tal vez me he quejado con alguna amargura de que me le hagas desear tanto, no es, cierto, porque dude de tu fineza, sino porque un amor vehemente es poco sufrido: sus quejas, cuanto más injustas, son más estimables, no por lo que suenan, sino por lo que significan. Perdóname y ámame persuadida a que no pocas veces las que parecen ofensas del oído, son lisonjas del corazón».

veces descubre sus celos: «Te ama tanto que casi me dio celos; porque, aunque es mujer, leí no sé dónde que las gigantas tenían cosas de hombres; que en una gran mole para todo hay cabimiento».

Pero ninguna reflexión tan bella como la de una de las últimas cartas, fechada el 24 de junio de 1781, muy poco antes de su muerte. Incólume vibra todavía el sentimiento en declaración que indaga en la entraña inexplicable del amor: «Ni tú ni yo, ni persona alguna que ame de veras, sabe traducir bien lo que el corazón quiere decir. Su lenguaje original es absolutamente intraducible y en todas materias es menester entender mucho más de lo que dice, aunque no se halle modo de expresar lo que se entiende».

Emoción honda, pues, manando de un viejo corazón enamorado. No en vano estas cartas se han comparado con las de santa Teresa.

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