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De catástrofes y riesgos de la sociedad tecnológica

Nuestra hora final. ¿Será el siglo XXI el último de la humanidad?

MARTIN REES

Crítica, Madrid

Trad. de Joan Lluís Riera Rey

222 págs.

19 €

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El ominoso título del último libro de Martin Rees puede hacer pensar que éste se ha dejado llevar por el catastrofismo. De hecho, está dedicado a considerar la posibilidad de catástrofes de varios tipos ligadas al espectacular desarrollo tecnológico de las últimas décadas y al que se puede prever en el futuro próximo. Examina los riesgos del uso imprudente, equivocado o perverso, es decir, de la imprevisión, el error y el terror, de los últimos desarrollos de la física, la química, la biología, la informática y la automática, o del agravamiento de los problemas ambientales, sin olvidar causas puramente naturales, como las erupciones volcánicas o el impacto de un asteroide con la Tierra.

Pero Rees es un científico prestigioso y reflexivo, una primera figura de la cosmología Véase Revista de Libros, núm. 72 (diciembre de 2002), págs. 32-33, y núm. 78 (junio de 2003), págs. 23-24. que probablemente se ha planteado esta cuestión incitado por la necesidad de pensar globalmente, tan propia de su disciplina. Su libro no es el mero producto de una preocupación catastrofista, sino una reflexión bien fundada sobre la vulnerabilidad de una sociedad cuando se hace, a la vez, altamente tecnológica y planetaria. De modo más concreto, se trata de una meditación sobre lo que él llama el lado oscuro de la ciencia, que hace ya inevitable que puedan provocarse cataclismos a causa de negligencias culpables o errores inocentes o, peor aún, que individuos o grupos organizados sean capaces de cometer actos de megaterror o bioterror, contando incluso con el apoyo de algunos Estados.

Rees habla desde dentro de la ciencia y, por ello, no la rechaza, ni a ella ni a su racionalidad, como hacen algunos pensadores desde otros ámbitos. Más bien propone un análisis de los peligros derivados de su uso perverso o imprudente para establecer cautelas o acciones que puedan asegurar la continuidad de la vida humana, al menos durante más de un siglo. No debemos olvidar nunca que el siglo XX nos ha traído la bomba nuclear, un peligro que estará siempre con nosotros, pues las armas nucleares pueden desmantelarse, pero no desinventarse. Rees advierte de la necesidad que tenemos de generar una nueva actitud ética, idea reforzada por algunas realidades nuevas o posibles a corto plazo, como el terrorismo a gran escala, la posibilidad de virus altamente letales creados con biotecnología, el control del carácter humano mediante técnicas biológicas o un virus informático que podría afectar a toda la economía. El mensaje del libro es que los avances técnicos pueden hacer más vulnerable a una sociedad, no menos, a no ser que todas las naciones adopten políticas sostenibles de bajo riesgo basadas en la tecnología de hoy.
Muchos dirán que eso es una exageración, que una cosa es que haya problemas y otra muy distinta que sean tan graves y tan difíciles de resolver. Al cabo, su visión es claramente pesimista y lo resume en dos afirmaciones suyas: dice que dentro de veinticinco años un atentado terrorista o un error humano al manejar la tecnología habrá producido alguna catástrofe con más de un millón de muertos y que la probabilidad de que nuestra civilización supere el siglo XXI no pasa del 50%. Como buen cosmólogo, se plantea ese eventual fracaso desde una perspectiva universal, considerando lo que va a suceder en la Tierra durante el próximo siglo como un indicio significativo de cómo se resolverá en el futuro la inquietante disyuntiva «entre un cosmos casi eterno lleno de formas de vida cada vez más complejas y sutiles y otro conteniendo sólo materia inerte o, todo lo más, simple vida bacteriana». Al hilo de esta agitación que vivimos, se pregunta también: ¿es tan sólo un espasmo momentáneo o es, por el contrario, un simple aviso de los tiempos por venir?

Cabe pensar que Rees exagera: al fin y al cabo suele suponerse que los astrofísicos y los cosmólogos son especialmente sensibles a la fragilidad de la vida humana y la de nuestro planeta, no más de una mota de polvo en la inmensidad que ellos estudian. Pero no es así, y él resume su postura ante el mundo citando al matemático de Cambridge Frank Ramsey: «No me siento en modo alguno humilde ante la inmensidad de los cielos. Por muy grandes que sean las estrellas, no pueden pensar ni amar […]. En mi visión del mundo, el primer plano lo ocupan los seres humanos, las estrellas están al fondo como diminutas monedas de un penique», frase que recuerda al famoso pensamiento número 200 de Pascal Blaise Pascal, Pensamientos, Madrid, Alianza, 1986. La numeración es la de la edición de Lafuma. : «El hombre es sólo una caña, […] pero es una caña pensante […] un vapor, una gota de agua, es suficiente para matarlo. Pero aun cuando el universo lo aplastase, el hombre sería todavía más noble que lo que lo mata, porque sabe que muere […]. El Universo no sabe nada. Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento». En ella no aparece, sin embargo, el sentimiento de asombro y temor reverencial que el mismo Pascal expresa así: «El silencio y la oscuridad de esos espacios infinitos me estremece» (pensamiento núm. 201).

Lo que importa, en todo caso, es saber si conviene tomar en serio a Rees. Opino, sin embargo, que debemos tomarlo muy en serio. Aunque esas predicciones puedan parecer desmedidas, conviene pensar en ellas. La primera no es absurda en modo alguno. De hecho, un ataque terrorista con tal poder destructor no es tan raro como puede pensarse. En julio de 2001, el ejercicio «Invierno oscuro» simuló en Estados Unidos un ataque biológico terrorista. El supuesto era que nubes de aerosol con virus de viruela se lanzaban simultáneamente en tres zonas comerciales de otros tantos Estados. La conclusión fue que, en un caso real, habría habido al menos tres millones de infectados, de los que un tercio habrían muerto. Otros estudios confirman el riesgo, de manera especial alguno de la OMS. Un peligro peor aún podría ser una pequeña bomba nuclear en manos de un grupo terrorista, ligera y fácil de transportar, pero muy letal. La segunda predicción parece imposible, pero sólo si suponemos que «no superar el siglo XXI » significa la muerte de todos los habitantes de la Tierra. Sin embargo, podría hundirse nuestra civilización dejando viva a mucha gente, a causa, por ejemplo, de un derrumbe económico provocado por un supervirus informático, o una pandemia terrible causada por un descuido o por un ataque terrorista, o una guerra nuclear futura que hoy no podemos ni imaginar. Cualquiera de esas alternativas dejaría muchos supervivientes, pero podría dañarse tanto la estructura social que resulta imposible prever qué sucedería. Si el riesgo no es cero, y no lo es, debemos pensar en ello tal como lo hace Rees.

Me parece un buen ejercicio intelectual leer este libro en conjunción con Conocimiento prohibido, de Roger Shattuck Roger Shattuck, Conocimiento prohibido, Madrid, Taurus, 1998. Véase la recensión de Álvaro Delgado-Gal en Revista de Libros, núm. 26 (febrero de 1999), págs. 3-8. , quien, teniendo en cuenta las nuevas realidades, plantea algo tan políticamente incorrecto como la necesidad de reanalizar ese principio tan básico desde la Ilustración de que el arte y la ciencia deben gozar de libertad absoluta. Lo hace desde el análisis de textos literarios, que le llevan a pensar que la cultura occidental ha llegado, quizá, a «una crisis en [su] larga tarea de reconciliar liberación y límites». Palabras fuertes, sin duda. Pero, curiosamente, se observa una intrigante e inquietante relación entre las advertencias del cosmólogo Rees y las del profesor de literatura Shattuck. Ahora bien, ¿son fundados esos temores?

«En el siglo pasado, se dieron más cambios que en los mil años precedentes, pero los que se verán en el nuevo siglo harán que parezcan pequeños.» Rees cita esta frase de H. G. Wells, un visionario, pronunciada en 1902 en una conferencia titulada «Descubrimiento del futuro». En ella intentaba averiguar las hondas transformaciones que se acercaban debidas a la tecnología. Aunque algunas de sus realizaciones suscitaban temor (por poner un ejemplo, el diario londinense The Daily Mirror llegó a pedir que se destruyesen todos los aparatos de rayos X), se ponían grandes esperanzas en ellas, pues aún perduraba el optimismo decimonónico. No sin razón, como conviene recordar, hay tres cosas altamente deseables que son imposibles sin ciencia y tecnología: mejor salud y vida más larga, supervivencia de los hijos y liberación de las penalidades físicas (baste recordar que la vida media en España era de unos 32 años a comienzos del siglo XIX , mientras que en los inicios del XX había subido a los 42-44 años y actualmente se acerca ya a los 80). Pero Wells era demasiado inteligente para ser un optimista ingenuo, y por ello teme que ese progreso no resulte gratis ni sea inevitable: «Es imposible asegurar que algunas cosas no destruirán del todo a la raza humana […] quizá algo venido del espacio, una pestilencia, o una enfermedad de la atmósfera, algún veneno en la cola de un cometa […] alguna droga o una locura autodestructiva en la mente humana». Al final de su vida, en 1946, se había transformado en un pesimista Charles Percy Snow, «H. G. Wells», en Nueve hombres del siglo XX, Madrid, Alianza, 1969. .

Sin duda nuestras vidas cambian mucho a causa de las nuevas tecnologías, pero es muy difícil predecir el sentido de los cambios: la realidad acaba siempre por sorprender. Es famosa la predicción de un comité de notables convocado por el Ayuntamiento de París al iniciarse el siglo XX para que le asesorase sobre los problemas del futuro. Uno de los más graves, según el dictamen de aquellos sabios, sería qué hacer con las grandes cantidades de excrementos de los caballos que tiraban de un número creciente de coches. No podían haber previsto el auge que iban a alcanzar los automóviles. En 1937, la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos realizó un estudio para determinar cuáles serían las tecnologías más importantes de la segunda mitad del siglo. La Academia contaba, sin duda, con toda la información pertinente y, sin embargo, no fueron capaces de prever ni la energía nuclear, ni la importancia de los antibióticos (curiosamente, pues Fleming había descubierto la penicilina ocho años antes), ni los ordenadores, ni los transistores, por no hablar de la robótica.

El mal uso de la microbiología y la bioquímica podría causar grandes epidemias y catástrofes. Tradicionalmente, las armas químicas y biológicas eran las bombas atómicas de los Estados pobres. Pero ya no se precisa un Estado: un grupo terrorista reducido con varios especialistas podría fabricarlas con cierta facilidad. El cómo está disperso, y cada vez lo estará más, en laboratorios de hospitales, institutos de investigación agrícola y fábricas del todo pacíficas. Especialmente terrible podría ser un ataque con nuevos virus creados por la ingeniería genética. Uno parecido al ébola, pero más lento en su actuación para dar tiempo a que un infectado le pase la enfermedad a más personas antes de morir, podría causar un desastre difícil de imaginar. Están además los grandes arsenales químicos o bacteriológicos que aún son operativos y siguen sin desmantelarse.

Un ordenador superinteligente podría ser la última invención de la raza humana, pues, tras sobrepasar el nivel de nuestra inteligencia, las máquinas llegarían a tomar el poder, dando paso a un futuro poshumano. Ellas mismas podrían diseñar una nueva generación más inteligente aún y así sucesivamente, llegándose a una cúspide en la que la tasa de invención se haría infinita. Ha llegado incluso a darse nombre a ese momento: «la singularidad». Es un argumento de ciencia ficción sobre cuya forma radical confieso mi escepticismo. Pero parece inevitable, o al menos probable, una forma más suave en que los humanos dejen a los ordenadores tantas funciones que se llegue a una catástrofe por el automatismo de un programa de software ante una contingencia imprevista. No es una cuestión baladí ni sin antecedentes: recordemos una crisis de la bolsa de Nueva York hace algunos años, suscitada por una inestabilidad explosiva de una red de ordenadores ante una nueva situación. Algo mucho más grave pudo haberse producido cuando el presidente Reagan lanzó su Guerra de las Estrellas (de las Galaxias en España) para construir un sistema de defensa ante los misiles balísticos intercontinentales de la Unión Soviética. Constaba de un conjunto de sensores ultrasensibles y láseres ultrapotentes situados en satélites. Los primeros detectarían la radiación infrarroja del lanzamiento de los misiles desde una base soviética, y los segundos los derribarían mediante un pulso láser. Todo estaría automatizado, ya que el proceso debería durar menos de diez minutos, el tiempo que tardarían los misiles en llegar a una altura que los haría ya invulnerables para los láseres. Pero se correría el riesgo de que los sensores disparasen el sistema automáticamente, confundidos por algún fenómeno eléctrico natural de la atmósfera, iniciándose una guerra nuclear sin que los humanos tuvieran tiempo de corregir el fallo.

Según Kennedy, el riesgo de una guerra nuclear causada por la crisis de los misiles de Cuba en 1962 estuvo entre un 33% y un 50%, y el consejero presidencial Arthur Schlesinger Jr. afirmó que «no sólo fue el momento más peligroso de la guerra fría; lo fue de toda la historia humana. De no contar con líderes como Kennedy y Jruschov, no estaríamos aquí» Jesús Martín Ramírez y Antonio FernándezRañada, De la agresión a la guerra nuclear, Oviedo, Ediciones Nobel, 1996. . Hoy nos preocupamos poco del riesgo de una guerra nuclear, pero se ha perdido mucho tiempo y se ha avanzado poco en el desmantelamiento efectivo de las armas nucleares que existen. Si los 13.000 megatones de poder nuclear que había en 1990 se repartiesen de modo uniforme por los 150 millones de kilómetros cuadrados de tierra emergida, a España le corresponderían unas 3.000 bombas como la que destruyó Hiroshima, que sólo tenía 12 kilotones. Ahora quedan algunas menos, pero las hay tecnológicamente más refinadas. Creo que estos datos sugieren que la posibilidad de una catástrofe como la que sugiere Rees debería tomarse muy en serio.

El director científico del proyecto Manhattan, Robert Oppenheimer, era un extraordinario físico teórico, gran organizador y persona de gran cultura, versado en la filosofía y la cultura de la antigua India. Cuando se probó la primera bomba en Nuevo México, eligió dos citas del Bhagavad-Gita: «Si estallara en el cielo / el resplandor de mil soles / sería como el esplendor / del Poderoso», y «Ahora me he convertido en la Muerte, destructora de Mundos». Kenneth Bainbridge, quien trabajó en el diseño de las primeras bombas y fue más tarde director del departamento de Física de Harvard, tradujo estos mensajes al lenguaje ordinario, diciéndole más prosaicamente al terminar aquella prueba: «Ahora somos todos unos hijos de perra».
Oppenheimer ejerció su dirección decididamente y con mucho éxito, pero más tarde se sintió atacado por las dudas –Shattuck lo califica de «moderno Hamlet»– y no quiso colaborar en la fabricación de la aún más potente bomba de hidrógeno, lo que valió ser tildado de «un riesgo para la seguridad nacional». Una reflexión descorazonadora viene a la mente: quienes incurren en el pensamiento crítico pueden verse arrojados a la marginalidad política y social. En 1947 dio una conferencia en el MIT (Massachusetts Institute of Technology), una especie de descargo de conciencia Robert Oppenheimer, «La física en el mundo contemporáneo», en Martin Gardner (ed.), Great Essays in Science, Nueva York, Pocket Books, 1997. . Contenía dos ideas certeras. Primero aplicó el elusivo principio de complementariedad de la física cuántica propuesto por Niels Bohr a dos aspectos de la ciencia: el primero es su forma de vida, dedicada a la búsqueda de la verdad, al descubrimiento desinteresado y a la experimentación; el segundo son sus aplicaciones, normalmente más buenas que malas para nuestras vidas. Se trata de la complementariedad entre el pensamiento y la acción. Demasiado pensamiento llega a matar a la acción. Demasiada acción hace perder el norte. Lo importante aquí es que los problemas éticos surgen al pasar del primero a la segunda, o, en palabras de Goethe, «el que actúa carece de escrúpulos, sólo quien contempla tiene conciencia».

De entonces data también una afirmación muy citada de Oppenheimer: «En un sentido más bien elemental, los físicos han conocido el pecado; y este es un conocimiento del que no podrán desprenderse». Habla sin duda de un conocimiento moral, recurriendo al concepto cristiano a pesar de no ser creyente ni religioso. Esta advertencia suya no es del todo clara, pues ¿quién cometió realmente el pecado? ¿Quiénes diseñaron la bomba o quiénes les ordenaron fabricarla? ¿Los electores de los políticos que sancionaron su lanzamiento en Hiroshima y Nagasaki? ¿Los nazis que iniciaron la guerra? ¿Se trataría de un pecado colectivo de las sociedades que desde entonces han sido incapaces de desactivar el peligro?

Es intrigante la confluencia entre los riesgos de una sociedad tecnológica que señala Martin Rees y la larga cadena histórica de signos de temor ante el uso excesivo o arrogante del conocimiento analizados por Shattuck. Más sorprendente aún resulta el recelo ante el mero conocimiento sin más que expresan historias como las del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal o el mito de Prometeo: al fin y al cabo, ¿cómo podría alguien haber barruntado en aquellos tiempos el tremendo desarrollo tecnológico del siglo XX , con la secuela de grandes guerras, el Holocausto, Hiroshima y Nagasaki, y el terrible contraste entre opulencia y miseria que hoy vemos por el mundo? De lo que no puede caber duda es de que todo enfoque del problema debe pasar por entender que «muy probablemente debemos pagar un precio por el conocimiento en términos de compromiso moral», en palabras del filósofo de la ciencia Nicholas Rescher Nicholas Rescher, Forbidden Knowledge and Other Essays on the Philosophy of Cognition, Dordrecht, Reidel, 1987. .

Montaigne y Pascal son, de entre los que señala Shattuck, dos casos de recelo ante la imaginación humana. Los dos utilizaron la misma metáfora para describir sus riesgos: la portée, es decir, el alcance, tal como el de un brazo o una idea. El primero afirmó: «El hombre sólo puede ser y sólo puede imaginar según su portée, […] sus intentos de elevarse por encima de sí mismo son acciones imposibles y monstruosas». Mientras que el segundo insistía: «Conozcamos nuestra portée». Pero, últimamente al menos, no nos interesa pensar en nuestro alcance, y por eso, en fechas más recientes, Carl Sagan, uno de los descubridores del invierno nuclear Paul R. Ehrlich, Carl Sagan, Donald Kennedy y Walter O. Roberts, El frío y las tinieblas. El mundo después de una guerra nuclear, Madrid, Alianza, 1986, precisamente una muestra de lo que pudo ocurrir por olvidar la portée, nos advierte: «Los seres humanos somos muy inteligentes, pero no lo bastante para prever todas las consecuencias de nuestros actos». Quizá pensaba en ello Montaigne cuando escribió en uno de sus últimos ensayos: «En el trono más alto del mundo sólo podremos sentarnos sobre nuestro propio culo».

Pero ¿hay realmente cosas que no deberíamos saber? ¿O cosas cuyo conocimiento no debería poder extenderse libremente, bien porque sus aplicaciones podrían ser destructivas, bien porque la mera posesión de su conocimiento sea peligrosa? Esta pregunta parece abominable a todos los que luchan por entender mejor alguna parcela del mundo. Si tomamos en serio la idea montaigneana y pascaliana de portée, ¿no lanzaríamos un torpedo bajo la línea de flotación de los esfuerzos por superar nuestros propios límites que nos definen tan certeramente como especie? Los grandes pensadores, artistas, científicos, músicos, juristas…, que contribuyeron a mejorar el mundo, ¿no pudieron hacerlo gracias a haber despreciado sus propios límites? ¿Cómo podríamos curar el sida o resolver el problema de la energía o eliminar el hambre en el mundo preocupándonos por refinamientos intelectuales como nuestra portée?

Los terribles sucesos del siglo XX han dejado una huella que no podemos olvidar. Rees habla del «lado oscuro de la ciencia», refiriéndose a su uso perverso, pero me parece que ese es más bien el lado oscuro del ser humano, del mismo modo que el lado brillante suyo es el uso de la ciencia para aliviar el sufrimiento y las penalidades de las gentes. La idea de portée es cada vez más necesaria, pero sólo si se interpreta en términos éticos y a modo de principio de precaución. Porque sin ella o algo parecido es difícil conseguir los acuerdos necesarios para lograr una ética de aceptación universal, en la que el ser humano sea siempre un fin y nunca un medio. Es un proyecto imposible, pero que no podemos abandonar. Al enfrentarnos a él debemos pensar siempre en los enormes beneficios brindados por la ciencia; prescindir de ella daría lugar a una catástrofe sin precedentes. Sin embargo, no podemos olvidar que los problemas del mundo no podrán resolverse ni sin la ciencia ni sólo con la ciencia.

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