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Modernidad de Montaigne

LOS ENSAYOS (SEGÚN LA EDICIÓN DE 1595 DE MARIE DE GOURNAY)

Michel de Montaigne

Acantilado, Barcelona

Trad. de Jordi Bayod Brau

1793 pp.

58 €

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Estudiosos y lectores coinciden desde un comienzo en advertir la modernidad de los escritos de Montaigne. «Como Shakespeare –escribe Peter BurkeAsí comienza Burke su claro libro Montaigne (trad. de Vidal Peña, Madrid, Alianza, 1985). Y agrega: «Antes de la Ilustración, fue un crítico de la autoridad intelectual; antes del psicoanálisis, un frío observador de la sexualidad humana; y antes del nacimiento de la antropología social, un estudioso desapasionado de otras culturas. Resulta fácil verlo como un moderno nacido fuera de época».–, Montaigne es, en cierto sentido, contemporáneo nuestro. Pocos escritores del siglo XVI son más fáciles de leer hoy, ni nos hablan tan directa e inmediatamente como él». Es uno de sus evidentes atractivos: es moderno en su prosa, su pensamiento, su estilo y en la audaz invención de un género literario de diseño moderno: el ensayo. Nos resulta hoy más cercano que otros pensadores posteriores, que pasan por ser los grandes pioneros de la modernidad, como Descartes y Newton, como ha subrayado muy bien hace poco Stephen ToulminEn su libro Cosmópolis. El trasfondo de la modernidad (trad. de Bernardo Moreno Carrillo, Barcelona, Península, 2001). Véanse especialmente pp. 51 y ss., 68 y ss.. Con su escritura ágil y fresca, sus reflexiones mundanas y flexibles, su escepticismo y su tolerancia, contrastan con la rigidez teórica y la tensión sistemática de esos otros maestros de la filosofía y la ciencia, empeñados en dar con una certeza absoluta, una verdad sólida y tajante. Montaigne escribe en el otoño del Renacimiento, mientras que Descartes, nacido tres años después de su muerte en 1592, pertenece ya a otra generación muy distinta, marcada por el fracaso de la tolerancia religiosa, es decir, tras la muerte de Enrique IV en 1610, fin de una época, a la que sigue la desgarradora guerra europea de los Treinta Años. Escepticismo y tolerancia avivan nuestra simpatía actual, tanto como ese desenfadado estilo que evita la pedantería y la rigidez profesoral. Montaigne fue, en cierto modo, un moralista, pero no predica una doctrina ni se engola nunca en sus sentencias. No tenía ningún afán pedagógico, ningún credo eclesiástico: «No formo al hombre; lo recito». Si antes de los cuarenta años decidió retirarse «de la esclavitud de la corte y de los deberes públicos» (frase digna de un epicúreo) a su torre entre sus muchos libros y dedicarse a escribir sobre sí mismo, fue en definitiva para conversar consigo mismo y, paradójicamente, como va descubriéndonos, para conversar con muchos otrosEso está muy bien analizado, en profundidad, como otros aspectos de su obra, en el excelente estudio de Jesús Navarro Reyes, Pensar sin certezas. Montaigne y el arte de conversar, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2007., sus autores antiguos y sus potenciales lectores, con la sinceridad y libertad que sólo el retiro permiteReiteradamente Montaigne insiste en la originalidad de su tema, un relato reflexivo, en principio, de tema autobiográfico, privado y familiar, pero que luego se revela universal, pues trata de la condición humana. Recordaré unas pocas líneas muy significativas. Al final de su primer Prólogo, escribe: «Así, lector, soy yo mismo la materia de mi libro; no es razonable que emplees tu tiempo en un asunto tan frívolo y tan vano. Adiós, pues». Escribe luego, en el capítulo segundo del tercero (titulado «El arrepentirse»): «Los demás forman al hombre; yo lo refiero y presento a uno particular muy mal formado, y al que, si tuviera que modelar de nuevo, haría en verdad muy distinto de lo que es […]. Expongo una vida baja y sin lustre. Tanto da. Toda la filosofía moral puede asociarse a una vida común y privada igual que a una vida de más rica estofa. Cada hombre comporta la forma entera de la condición humana». Y, en el capítulo siguiente: «Mi forma esencial es propicia a la comunicación y a la manifestación. Yo soy del todo exterior y evidente, he nacido para la sociedad y la amistad. La soledad que amo y que predico, consiste, sobre todo, en dirigir hacia mí mis afectos y pensamientos, en restringir y estrechar no mis pasos sino mis deseos y mi atención, renunciando a la preocupación ajena, y rehuyendo a ultranza la servidumbre y la obligación, y no tanto la multitud de hombres como la multitud de asuntos. La soledad local, a decir verdad, más bien me extiende y ensancha hacia fuera»..

No insistiré más en esa modernidad de nuestro autor; resulta un trazo distintivo y evidente en su obra. Pero sí quiero detenerme en otro rasgo no menos notorio, y que ahora ya no es usual, sino que puede parecer una reliquia de otros tiempos, algo poco corriente entre los modernos: sus muy numerosas citasLo señala con su franca agudeza Antoine Compagnon, en su fino y muy actualizado prólogo a la reciente versión española de Los ensayos que aquí se comenta (p. XXI): «El lector actual ya no sabe muy bien cómo comportarse frente a esas citas. Desde Villey conocemos sus fuentes, y los editores nos facilitan la traducción. Esto ya es un punto ganado. Ello no impide que el lector común –yo mismo: me conozco– tenga tendencia a saltarse las citas, como si no formaran parte del pensamiento del autor, como si fueran una sobrecarga, algo que, por lo demás, en algún caso el mismo Montaigne sugiere, pero también ahí con un grano de sal».. Los ensayistas actuales no suelen citar, o al menos no suelen hacerlo con frecuencia, ni a los poetas latinos ni a los clásicos del pensamiento antiguo. La razón más clara es que no los han leído o no los recuerdan, como suponen, con razón, que tampoco los leyeron ni recuerdan sus lectores. (Tampoco los políticos intercalan ya citas en sus discursos, como solían los más cultos de antaño.) En cambio, el texto de los Ensayos está plagado o alfombrado de esas citas. No por mero afán de erudición ni por adornar sus reflexiones, sino porque se apoyan en ellas. Parece que en sus amenas y varias reflexiones «la voz propia del yo va surgiendo progresivamente de una coral polifónica de textos ajenos», según dice Jesús NavarroEn el capítulo bien titulado «La autoría compartida», op. cit. , p. 247..

En varios lugares, Montaigne se justifica de esos «adornos prestados»: «Alguno podría decir de mí que no he hecho aquí sino un amasijo de flores ajenas sin aportar de mi propia cosecha más que el hilo para unirlas. Cierto, le concedo a la opinión pública que estos adornos prestados me acompañan. Mas no entiendo por ello que me cubran ni me oculten: es lo contrario de mi intención, que no quiere hacer gala más que de lo mío» (III, 12). Si algunos de sus primeros lectores le hicieron ese reproche a Montaigne, otros lo elogiaron por eso. Quevedo, uno de los primeros españoles que lo menciona y aprecia, alaba los Essais porque son «un libro tan grande que quien por leerle dejara de leer a Séneca o Plutarco, leerá a Plutarco y Séneca». Todavía es más clara la sentencia francesa, anónima, que precisaba: «Si vous avez lu Montagne, vous avez lu Plutarque et Sénèque, mais si vous avez lu Plutarque et Sénèque, vous n’avez pas lu Montaigne»Tomo las referencias del excelente artículo de Juan Marichal en La voluntad de estilo, Madrid, Revista de Occidente, 1971, p. 103..

«Yo soy yo y mis lecturas», podría haber dicho Montaigne; parodiando a Ortega. Ciertamente no lo dijo, pero es muy difícil imaginar cómo habría pensado el mundo y a sí mismo sin esa continua apoyatura en sus autores favoritos, antiguos clásicos latinos y griegos, en su gran mayoríaAndré Gide hizo una selección de textos de Montaigne expurgados de todas sus citas. Está editada, en una buena versión castellana de Juan Gabriel López Guix, bajo el título de Montaigne. Páginas inmortales. Selección y prólogo de André Gide (Barcelona, Tusquets, 1993). El prólogo es admirable, pero la selección, amputada de las citas, resulta desconcertante y narcisista. (Fue un encargo para lectores norteamericanos. Es comprensible que Gide se molestara cuando el libro se reeditó en Francia.). Autodidacta en buena medida, lector infatigable, no fue un erudito ni un humanista profesional. No sabía griego, pero conocía a fondo el latín. Recordaba con pasión algunos pasajes de los grandes poetas latinos: Lucrecio, Horacio y Virgilio. Y Séneca era su autor preferido por sus sentencias; le encantaban sus prosas aguzadas y su ingenio moral. Pero Plutarco es el escritor a quien más apreció y utilizó. Sobre él dejó escrito: «Es mi hombre» («C’est mon homme»). Tanto del autor de las Vidas paralelas como de las Moralia, que leía en la magnífica traducción de Amyot. También le divertía, y lamentaba que no fuera diez veces más extenso, el famoso texto de Diógenes Laercio: Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, un tesoro de anécdotas sobre los viejos sabios. Las Vidas le gustaban más que las Historias y las Anécdotas más que las teorías físicas o metafísicas de los filósofos. No estimó mucho ni a Platón ni a Aristóteles. Pero sintió singular simpatía por la teoría de los escépticos griegos, teoría que negaba la posibilidad de conocer la verdad, que conocía a través de los libros de Sexto Empírico, traducido al latín por Henri Estienne. (En su biblioteca, Montaigne hizo grabar las más famosas máximas escépticas en griego, tal vez para no escandalizar a algunos.) En fin, su arte de conversar implicaba ese recurrir a las voces de los antiguos, no por amontonar citas y alardear de sabio, en una miscelánea como la que escribieron otros autores de la época, como algo antes fray Antonio de Guevara en sus Epístolas familiaresSobre la relación de Montaigne con las obras de Guevara he escrito en otros lugares. El contraste con la figura y obra del obispo de Mondoñedo (1480-1543), autor de éxito, predicador cortesano e inagotable amontonador de citas de los antiguos, a menudo de invención propia, es, en mi opinión, muy interesante. Por otra parte, es fácil ventear en las Epístolas de Guevara aires precursores del género ensayístico. y Pedro Mexía en su Silva de varia lección, o algo después el docto Robert Burton en su Anatomía de la melancolía.

Lo señaló muy bien Gilbert HighetGilbert Highet en La tradición clásica, I (trad. de Antonio Alatorre, México, Fondo de Cultura Económica, 1951) dedica unas páginas admirables (I, 295-305) a Montaigne. En ellas resume los estudios de Pierre Villey y ofrece una precisa y completa lista de los autores leídos y citados en los Ensayos.: «Si Montaigne trae a cuento y cita esos libros clásicos no lo hace por simple afán de deslumbrar a sus contemporáneos con su saber […]. Aportaba sus lecturas con naturalidad […]. Su actitud hacia sus libros no fue mecánica, sino orgánica. No imitó a los antiguos en la forma en que Ronsard imitó a Virgilio. No quiso ser un clásico con vestimenta moderna, como tampoco quiso ser un sabelotodo. Lo que quiso ser fue Michel de Montaigne, y amó a los clásicos porque ellos podían ayudarle a realizar este propósito. De manera que los asimiló, los utilizó y los vivió». En efecto, gracias a sus lecturas, Montaigne se siente acompañado. Sin su retiro y sus libros no habría sido libre para expresarse, retratarse y conversar. Su riqueza interior viene de ahí; su sinceridad radical, su libertad de opinión, se dibujan sobre esas voces de fondo. «Sin los otros, sin sus lecturas y sus citas, Montaigne no tendría nada que decir y ni siquiera se conocería», anota Antoine Compagnon en su prólogo citado. Y la selección y las citas revelan su sagaz criterio personal. No quiso oficiar de filósofo, pero extrajo de los maestros antiguos lecciones de largo alcance. De los estoicos (es decir, de Séneca), la independencia del yo frente al azar, las servidumbres y el temor a la muerte; de Epicuro, la importancia del placer y el afecto al cuerpo; de los escépticos, la tolerancia y su amable relativismo (de ahí también su lado conservador en religión y política).

Al expresar sus ideas y opiniones (sus fantaisies), en terso y coloquial estilo, con su acento amistoso, perspicaz, irónico, sin prejuicios, Montaigne se mostró en la escritura entero, desnudo y veraz como antes nadie lo había hecho, y su libro, a su vez, ha conservado su imagen amistosa y singular. Logró su propósito: lo recordamos tal cual era, sin falsías ni chismorreos ni máscaras. De ahí, en gran medida, su modernidad.

Es un gozo poder leerlo en una buena traducción, actualizada en sus expresiones, basada en la última edición crítica y en el texto más completo –el de 1595, al cuidado de Marie de Gournay–, y acompañado de numerosas y discretas notas, y dos prólogos atractivos. Jordi Bayod Brau ha hecho su tarea con excelente gusto y seriedad. En España tardó mucho en publicarse una versión completa de los Essais, hasta finales del XIX. El libro había sido incluido en el Índice eclesiástico a mediados del XVII. Y tuvo ente nosotros muy pocos lectores –aunque algunos de excepción, como Quevedo y Feijoo, quienes sí lo apreciaron– hasta ese final de siglo. Por fin, logró estima y consideración y ejerció su influencia entre los grandes ensayistas del 98 (Unamuno, Azorín, etc.)Véase, al respecto, el sugerente y fino libro de Adolfo Castañón, Por el país de Montaigne, México, Paidós, 2000.. Y varias traducciones durante el siglo XX. Entre las recientes, debemos destacar, por su precisión y claridad, la parcial de Marie-José Lemarchand, Ensayos I, Madrid, Gredos, 2002. Pero, sin duda, ésta de Jordi Bayod, excelente y editada con ejemplar cuidado, marca un claro hito en esa breve tradición.

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