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¿Nueva matemática moderna o matemática postmoderna?

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Hace un año, el 24 de septiembre de 1998, la New York Review of Books publicaba un artículo de Martin Gardner titulado The New New Math que tuvo amplio eco en los Estados Unidos y ha sido discutido por profesores de matemáticas en nuestro país En 1997 la NCTM (National Council of Teachers of Mathematics) dedicaba buena parte de su «libro del año» a las «new new math», también llamadas «fuzzy math» (no confundir con los «fuzzy sets», «conjuntos borrosos») y de otras maneras..

Nos es fácil describir en pocas palabras ––bueno, quizá tampoco en muchas– esta nueva tendencia exitosa en algunos estados de los USA, sobre todo en California. El lector puede hacerse una idea de lo que le espera si se le advierte de que las palabras más frecuentes son «multiculturalismo» y «equidad» en vez de, digamos, «número» y «función». Aunque a veces se afirma tener interés en que «se entiendan los conceptos», se considera que lo importante no es obtener respuestas correctas, sino la práctica gozosa del trabajo en grupo para hallarlas. La búsqueda de demostraciones más o menos rigurosas de los resultados, un valor claramente en baja, es suprimida o relegada a lugares secundarios. No es fácil, por otra parte, encontrar una tendencia de la matemática a la que responda todo esto, y la respuesta que se le puede ocurrir al observador bien intencionado –el gran impulso que ha tenido en los últimos años, en parte gracias a las computadoras, la llamada matemática discreta: teoría de grafos, combinatoria, probabilidad finita, etc.– no es la adecuada, visto que, como señala agudamente Gardner, se prescinde casi por completo de la mina de material didáctico atractivo que es la matemática recreativa. Nos cuenta también Gardner cómo en un libro de más de 800 páginas (y que cuesta 56 dólares, estamos en USA) se plantea el problema de hallar la media de helados comidos por treinta alumnos durante ocho días, y la respuesta es 30/8 = 3,75. Sí, el lector no está ante un fallo grave del linotipista, para «resolver» el problema no hace falta saber cuántos helados comieron los alumnos. Pero lo más notable ––con serlo– no es que ni los alumnos ni su profesora se apercibieran de que algo no cuadraba, sino que el autor del artículo donde se da cuenta de lo anterior considerase que «había sido un éxito enorme conseguir que los alumnos trabajaran así de bien en el contexto de su experiencia» (sic).

Ahora retrocedamos treinta años y contemplemos el asunto con perspectiva. En esa época, según recuerda Gardner, el NCTM había dado impulso a la «New Math», la matemática moderna en su versión europea. En realidad, el movimiento (o como se quiera llamar) de las «matemáticas modernas» arrancó hacia 1955, cuando distintos grupos de profesores de matemáticas empezaron a plantearse la necesidad de modificar la enseñanza de esta ciencia y la manera de llevarlo a cabo. Parece que un catalizador de este proceso fue el éxito del lanzamiento del Sputnik soviético, que atemorizó a los americanos y presentó como imperiosa la necesidad de mejorar el aprendizaje de las ciencias y en especial de la matemática. Por cierto, la revista teórica del Partido Comunista de España publicó entonces un artículo, firmado por un miembro del comité central, donde se demostraba que el capitalismo no podría lograr nunca nada parecido.

Curiosamente –o no tanto, si se mira bien––, la iniciativa de los cambios no partió de los imperios en guerra –fría– que se repartían el mundo, sino de países pequeños (Suiza, Bélgica, Holanda) de buen nivel material y cultural, a los que se llama, no sin razón, civilizados. Y sobre todo de Francia, que ha mantenido hasta hoy una gloriosa tradición matemática. Ya entonces los USA y la URSS eran también las dos grandes potencias matemáticas. Pero los primeros han cultivado la tradición de una enseñanza secundaria poco exigente, de nivel bajo y hasta muy bajo, que parece haber alcanzado hoy su punto más alto (es decir, más bajo); a esta fase sigue una universidad que es, en sus cimas, la envidia de todas. Y Rusia, que ya antes de la Revolución poseía una aristocracia matemática muy notable, creó una escuela que, pese al daño causado por el aislamiento y las incómodas condiciones de trabajo, alcanzó gran altura. Los americanos se sumaron a la reforma después y con más reticencias (algunas tan sensatas como las de M. Kline); los soviéticos, que hacían las cosas a su modo, respetando sus tradiciones y criterios, se vieron mucho menos afectados que otros.

Quedamos, pues, en que durante los sesenta se cambió, y de qué manera, la enseñanza de las matemáticas en muchos lugares; no estaría mal intentar ver las raíces e intenciones de tales cambios, y para ello puede venir bien alejarse un poco. Las matemáticas tienen peculiaridades que las distinguen de otras ciencias (y otras asignaturas), entre ellas la de provocar en los estudiantes odios y amores en mucha mayor medida que otras, fruto de dificultades conocidas. Todos podemos citar ejemplos de personas inteligentes, y brillantes en otras materias, que se han estrellado con las matemáticas. Todo esto lleva a darles un status algo diferente, y se habla de don o talento para las matemáticas, en un sentido parecido al que tienen para la música o el ajedrez, donde suele manifestarse a edades muy tempranas. Algo debe de tener que ver lo dicho con que desde hace más o menos dos siglos –desde que se fundó en París la Escuela Politécnica, digamos– haya venido utilizándose la matemática, más aun que la física, como instrumento para la selección de ciertas elites, sobre todo en Francia (la citada Politécnica y la Escuela Normal Superior), pero también en escuelas de ingenieros de alto nivel de todo el mundo.

En los últimos años cincuenta grupos de profesores y pedagogos empezaron a replantearse la forma de enseñar y mejorar la situación en el sentido de vencer estas dificultades de comprensión y disminuir la cantidad de fracasos. Había también en estos medios una conciencia de que la matemática –se entiende en tanto que ciencia, la investigación matemática– había progresado enormemente en los últimos decenios, mientras que el modo de enseñarla seguía siendo el mismo: se trataba, pues, de reflejar en la enseñanza elemental los avances de la ciencia superior, y de hacerlo de manera que acabase con las dificultades conocidas. Para intentarlo se introdujeron algunas nociones de la teoría de conjuntos (conjuntos, aplicaciones) y del álgebra abstracta (grupos, espacios vectoriales), todo ello acompañado de numerosos cambios tanto en la materia de los programas como en la forma de presentarla. También, aunque con mucho menos énfasis, aparecieron algunas nociones (abiertos, cerrados, fronteras) de la topología.

Todo esto causó inquietud no sólo entre los padres de los alumnos, sino también en el gremio docente, porque muchos tuvieron que aprender algo nuevo, y no resultaba tan sencillo. Se cambió mucho el contenido y la manera de escribir los libros de texto, poniendo en circulación una terminología tan abundante como novedosa, se hablaba de «numerales» o «cardinales» y no de números. Se abandonó la geometría clásica a la manera de Euclides en favor de una geometría analítica que manejaba ecuaciones de rectas y curvas a la manera del álgebra lineal. Se intentó aumentar la precisión del lenguaje y el rigor de los razonamientos, a menudo en detrimento de la intuición, en particular de la geométrica. La principal inspiración matemática de la reforma parecía venir de Nicolas Bourbaki, pseudónimo empleado por algunos de los mejores matemáticos franceses –N. Cartan, C. Chevalley, J. Dieudonné, A. Weil– desde los últimos años treinta para publicar una serie de libros que con el título Elementos de matemáticas pretendían ofrecer una presentación bien organizada y fundamentada de sus partes básicas, para lo que utilizaron como elemento unificador la noción de estructura matemática, dividida a su vez en algebraicas (grupos, anillos, cuerpos), las más conocidas, de orden y topológicas, y el lenguaje de la teoría de conjuntos. Y no es posible obviar la influencia del psicólogo suizo Jean Piaget, padre de la psicología evolutiva y autor de trabajos fundamentales sobre la adquisición de las nociones físicas y matemáticas por el niño; para acabarlo de arreglar, Piaget ofrecía una base psicológica de los tres tipos de estructura de Bourbaki.

La reforma se llevó a cabo –en España por decreto, sin muchos miramientos, pero en otros sitios fue parecido– y se mantuvo durante unos quince años hasta que hubo un acuerdo bastante amplio sobre su fracaso y la conveniencia de volver atrás: el slogan fue «Back to basics». No es posible analizar aquí las razones del fracaso, digamos tan sólo que, además de los errores administrativos y docentes cometidos en casi todas partes, hubo motivos más profundos: el uso –abuso– prematuro y exagerado del rigor y la abstracción, el intentar hacer explícito lo que hasta entonces había permanecido implícito, procurando que el alumno tomara conciencia de sus propias operaciones en lo que podría ser una mala interpretación de las ideas de Piaget, la hipertrofia del vocabulario, el olvido de la intuición (de las intuiciones), la ausencia de ejemplos significativos bien asimilados que pudieran justificar las nociones abstractas que venían a unificarlos…

Se diría que esta vuelta atrás no tuvo unos padrinos intelectuales tan ilustres como los arriba citados, ni tampoco otros, cada uno lo hizo a su manera. Pero sí pudo advertirse, al menos en Europa occidental, una tendencia común en el sentido de favorecer el aumento de alumnos en la enseñanza secundaria, de facilitar el paso de las barreras tradicionales (nuestras Reválidas, el Bac francés, etc.) o suprimirlas, y de, sin duda para facilitar lo anterior, rebajar la dificultad de los programas y la exigencia de su conocimiento. Claro que se dirá, con razón, que nada de esto fue exclusivo de las matemáticas. Este proceso ha sido particularmente visible en España: primero por el paso de los cuatro primeros cursos del antiguo bachillerato a la EGB; después la creación de la ESO –esa provocación irresistible a la imitación de Ortega: «¡No es ESO, no es ESO!»– ha reducido los institutos a su mínima expresión.

¿Qué balance provisional podemos hacer de todo lo dicho? Son muchas, qué duda cabe, las imágenes y comparaciones que podemos utilizar. Una es ver las «matemáticas modernas» como una reforma que vino a sanear e introducir rigor en la anticuada y lamentable enseñanza de las matemáticas (en la Iglesia católica de la época), y el «Back to basics» como la contrarreforma obligada: las «nuevas matemáticas modernas» serían entonces las del Papa actual, compitiendo con los tres tenores y las estrellas del rock por el mercado mediático; si queremos una versión musical de lo dicho, nos encontramos con la sustitución del gregoriano, Palestrina o Bach por esas cancioncillas que sólo es posible escuchar en las iglesias católicas y las campañas electorales de nuestro país. Pero también es posible entenderlas como la matemática que corresponde a la postmodernidad y a lo políticamente correcto. En cualquier caso, para volver a la cita de Benet que encabeza el artículo, como una contribución necesaria ––aunque, ¡ay!, quizá no suficiente– a ese país feliz.

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