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Los esclavos felices

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A Luis Gago

Andante con moto: combatiendo al dragón

El lector que se sienta atraído por el título del libro, pero no disponga de mucho tiempo, o al que sus preferencias le inclinen más a una visión resumida que a una lectura crítica y sosegada, puede limitarse a leer la Presentación, el apartado final del capítulo V, titulado «Las tres crisis de la economía española», y el epílogo del libro, «Socialdemocracia hoy». Obtendrá un panorama bastante fiel del propósito del autor, pero se perderá la brillante exposición, por parte de un excelente economista, de una cuestión política de máxima actualidad: a saber, por qué la socialdemocracia no consigue nunca llevar a cabo plenamente sus objetivos económicos y sociales de reforma sin desgarrarse internamente. Por ello aconsejo leer el libro de la primera a la última página: vale la pena.

Sevilla comienza sentando dos premisas: primera, la crisis financiera que estalló en Estados Unidos en 2008, y que anunciaba el fin de treinta años de políticas neoliberales, fue también la conclusión de un proceso de declive de la socialdemocracia; segunda, ésta ha vivido desde la segunda posguerra mundial deslumbrada por una doble ilusión: que el capitalismo pondría su gran capacidad productiva al servicio de todos los ciudadanos y que la oposición revolucionaria acabaría encauzándose por medio de instituciones democráticas. Añádase a ello la confusión con que la socialdemocracía ha encarado la última crisis y sus propuestas para atajarlas, y entonces se entenderá por qué está varada en un dilema angustioso. El autor va desgranando (capítulo I) el relato de un proceso que comienza con el triunfo aliado en 1945 y el florecimiento de la socialdemocracia a partir de esa fecha. El siguiente capítulo recuerda el final de la convertibilidad del dólar y del sistema de cambios fijos, la elevación del precio del crudo y la implantación de políticas de demanda dirigidas a paliar sus efectos sobre la producción y el empleo, que originaron una combinación letal de inflación y desempleo, propiciando un «rearme neoliberal» que recalcaba los fallos inherentes a las intervenciones estatales y presentaba el mercado de trabajo como un mercado más. Y aquí aparece ya nuestro país, con su transición de la dictadura a la democracia y la implantación de un Estado «potente» que rápidamente desarrollaría políticas de bienestar gracias a un sistema fiscal progresivo capaz, además, de financiar un amplio proceso de descentralización política.

La socialdemocracia está varada en un dilema angustioso

El triunfo del conservadurismo orientado a desbaratar el poder sindical y desmantelar el Estado socialdemócrata y sus instituciones se explica en el capítulo III. Busca reducir el tamaño del Estado, su influencia en el funcionamiento de la economía y recortar su capacidad regulatoria y redistributiva basándose en argumentos de eficacia. En la España de los años ochenta el autor destaca el afianzamiento del Estado del bienestar – sanidad, educación y, en menor medida, pensiones– gracias al mantenimiento de la estructura progresiva del sistema fiscal. La década de los noventa contemplaría el triunfo absoluto en las economías occidentales del credo capitalista, canonizado en el llamado «Consenso de Washington», y la aplicación en Europa del modelo neoliberal, con sus recortes del Estado del bienestar y del esquema progresivo en la tributación al tiempo que se procedía a la eliminación de regulaciones (capítulo IV). Simultáneamente, nuestro continente asiste a la consolidación del mercado único y la aparición de la unión monetaria en un contexto de globalización de los mercados financieros y –¡lo cual es muy relevante para el autor!– el predominio de la economía respecto a la política. Simultáneamente, el paso de un gobierno socialista a otro conservador en España no se notó, afirma Sevilla, pues ambos se sometieron al cumplimiento de los objetivos de convergencia aprobados en Maastricht (p. 314).

Allegro assai: cómo y por qué estamos como estamos

El capitulo V, titulado significativamente «Del neoliberalismo a la crisis financiera», no sólo es el más extenso (122 páginas), sino el más decididamente programático y crítico del libro. Sevilla lo abre con una afirmación muy clara: la redistribución de la renta es un derecho político, no una concesión que impone obligaciones a sus beneficiarios. Como luego intentaré analizar, esta visión da lugar a numerosos distorsiones conceptuales, con graves consecuencias para el buen entendimiento de casi todos los problemas concretos que el autor examina en esas páginas. Tres protagonistas aparecen si cabe con más fuerza que en el resto del libro: Estados Unidos, Europa y España. 

El gran país norteamericano verá transcurrir la primera década del presente siglo inmerso en una nueva burbuja tras dar paso la tecnológica a la inmobiliaria, creciendo a crédito, envuelto en una política exterior belicista, una política fiscal regresiva y unas reformas sanitarias y de la seguridad social guiadas por el doble propósito de reducir el gasto público y subvencionar el privado; todo ello ignorando los problemas, resumidos en un desequilibrio extremo de la balanza de pagos. Aun así, Estados Unidos crecía más que Europa, lastrada, a juicio de los críticos neoliberales, por el peso muerto de doctrinas y políticas socialdemócratas, e incapaz de responder a las perturbaciones económicas habida cuenta de la rigidez de sus mercados y el gran peso del Estado. La llamada Estrategia de Lisboa se proponía nada más y nada menos que convertir la economía europea en 2010 en la «más competitiva y dinámica del mundo, capaz de crecer de manera sostenible con más y mejores empleos y mayor cohesión social y respeto por el medioambiente». Sevilla ofrece un resumen acertado de sus componentes básicos y no se muestra especialmente crítico ante ese moderno sermón al modo del de Don Quijote a los cabreros sobre la edad dorada, salvo para al referirse a la relevancia otorgada a la productividad como medio de «ampliar las posibilidades de una economía» y recordar que se acusaba a la evolución salarial de la disminución de la misma cuando acaso sean los empresarios los incapaces de «mejorar los niveles de productividad al ritmo necesario».

Más incisivo es el análisis de otros dos grandes mimbres del proyecto europeo: la unión monetaria y el Pacto de Estabilidad. Su premisa es que la visión económica que anima a este último se apoya en la creencia en «el carácter autorregulatorio de los mercados siempre que estos puedan operar con suficiente libertad y [que] el sector público constituye un riesgo potencial para la estabilidad» y, lo cual es más grave, que se fomenta, por recelo ante las decisiones de los políticos, la “desconfianza sobre el funcionamiento de la propia democracia» (p. 365). Dejemos de lado momentáneamente esta afirmación y sigamos el hilo argumental del autor, que apunta a «un compromiso implícito de aumentos regulares en los salarios que se negocian entre trabajadores y empresarios, dejando la gestión de la productividad en manos de estos últimos» [la cursiva es mía], para apoyar que, si se vincula crecimiento de los salarios con productividad, lo cual califica de sensato, «se podría sustituir la presión tradicional por mejorar los salarios por la presencia de los trabajadores, tanto en aquellas políticas públicas que tratan de mejorar los niveles de productividad como en la gestión de la misma en sus respectivas empresas» (p. 367).

Pero lo más sustancial de su visión del marco europeo es la referencia a las reformas del mercado de trabajo, de las pensiones y de los impuestos. Destaca de las primeras el énfasis en las políticas activas de empleo, entendidas como búsqueda de empleo y no como mera distribución de subsidios de paro, siendo mucho más detallado y atrevido su repaso de las reformas en los sistemas de pensiones, guiadas –puntualiza– por el fin de recortar las pensiones futuras, habida cuenta tanto del envejecimiento de la población como del coste creciente de aquellas, para lo cual se refuerza la relación entre pensiones satisfechas y contribuciones efectuadas por el beneficiario, sin dejar de mencionar medidas como el retraso en la edad de jubilación. Sevilla critica, en definitiva, un sistema cuyo componente redistributivo –dice– es cada vez menor.

Frente a la opinión de quienes sostienen que el Estado del bienestar acabaría resultando financieramente insostenible, el autor proclama que en este y en otros casos se pretende directamente una reducción de derechos. ¿Qué clase de derechos?, estaría alguien tentado de preguntar. La respuesta se detalla en las páginas 371-377, cuya atenta lectura recomiendo. Se trata, lisa y llanamente, de que el Estado asuma todos los riesgos y no el beneficiario, pues en tal caso, se nos dice, «el seguro social que garantiza las pensiones dejaría de serlo» (p. 373). ¿Por qué? Pues porque, desde una perspectiva de política social, «resultaría arbitrario decidir el componente redistributivo de la pensión (la diferencia entre la pensión a que se tiene derecho y la resultante del cálculo actuarial basado en las contribuciones realizadas) sin tener en cuenta la situación de necesidad de sus beneficiarios» (p. 374), ya que ello no parece compatible con «la dignidad del Estado». La recomendación sería mantener, con ciertas modificaciones, el sistema de reparto y reforzar con cargo a los recursos generales del Estado el componente redistributivo, admitiéndolo en su integridad para las pensiones más bajas, cuyas «necesidades» se reconocerían plenamente al tiempo que se recorta en las pensiones más elevadas, atendiendo si ello fuera posible «al conjunto de ingresos-necesidades de cada pensionista» (p. 375). Para terminar, y refiriéndose a las reformas impositivas, se recuerda tanto la reducción de la imposición sobre las rentas como la minoración de la imposición patrimonial, que debilitan aún más el carácter progresivo que cabría esperar de la imposición directaA 30 de junio de 2012, un contribuyente con unas rentas del trabajo de 300.000 euros pagaba un tipo marginal del 52 como media en España, con un límite inferior del 51,9 en Madrid y un máximo del 56 en Cataluña. Además, si obtenía 50.000 euros en concepto de rentas del ahorro, el tipo aplicable era el 25,4..

No me detendré demasiado en el análisis de la evolución de la economía española en la última década del siglo XX y la primera del XXI, pues sus planteamientos son los habituales en este tipo de ejercicio y sus dardos a los cambios en el marco impositivo los ya enunciados antes. En el apartado de la financiación autonómica –cuestión en la cual Sevilla es un gran experto–, únicamente repetiré una conclusión de máxima actualidad: a saber, que en un sistema tan políticamente descentralizado resulta difícil que el Gobierno central controle el gasto del conjunto de las administraciones (p. 389). ¡Algo que ya se ha comprobado hasta la saciedad, por no mencionar el enorme despilfarro que ha facilitado! Páginas después vuelve a la cuestión de la reforma de las pensiones, cuyo entramado ya se ha presentado, y añade algunas pinceladas: por ejemplo, la posibilidad –¿o conveniencia?– de establecer con carácter obligatorio una cotización complementaria para las rentas más altas hecha por el empleado, que se abonaría en una cuenta de capitalización para dar lugar a una pensión complementaria. En cuanto a las reformas del mercado de trabajo, reconoce el fracaso de los intentos acometidos, realiza afirmaciones un tanto aventuradas sobre la evolución de los salarios reales y la productividadLos costes laborales unitarios crecieron en España durante el período 1995-2005 un 22,8%, frente al 14,4% en la Europa de los Quince y un 17,7% en Estados Unidos; de 2005 a 2010, nuestros costes aumentaron un 12,1%, frente a un 9,8% en la Europa de los Quince y un 7,5% en Estados Unidos. En cuanto a la productividad y el empleo, nuestros respectivos ritmos de crecimiento fueron los siguientes: la primera, un 2,8 % entre 2005 y 2008, y un 8,7% entre 2008 y 2011, mientras que el segundo creció un 6,3% a lo largo del primer período y se redujo en un 13,3% entre 2008 y 2011., y sostiene que un posible endurecimiento de la contratación temporal podría traducirse parcialmente en más desempleo o en una ampliación de la economía informal.

El autor se enfrenta (pp. 396-447) a la génesis, consecuencias y remedios de la crisis financiera y la recesión económica para, a continuación, reflexionar sobre cómo se ha hecho frente en nuestro país a tan crítica situación. La descripción de Sevilla respecto a la primera de ambas cuestiones se comentará a continuación, pero valga adelantar que, sin aportar grandes novedades, sus apuntes sobre la recesión económica son claros y bien documentados. «Las tres crisis de la economía española», como se apuntó a principio, es el título que el libro ofrece para analizar los acontecimientos más recientes. Aquí se destaca la desaceleración del crédito, el retroceso en la demanda interna y en la actividad, así como la enorme caída en el empleo. Simultáneamente, las finanzas públicas sufrieron un grave deterioro, resultado tanto de la reducción de la actividad como de las medidas de estímulo, cifradas por el autor en unos 42.000 millones de euros, y no todas «keynesianamente» eficaces, añadiría yo. El relato concluye, primero, con lo que se ha dado en llamar «reformas estructurales», y que Sevilla acoge bajo el título de «políticas para mejorar la posición competitiva»: esto es, reforma del mercado de trabajo, de las pensiones, de la productividad y de las cajas de ahorros. Sobre ellas se hablará más adelante, pero adelanto mi disconformidad respeto a su juicio (p. 450) según el cual «la adopción de estas políticas de ajuste constituyen la evidencia de un fracaso» que achaca, al parecer, únicamente a «no haber sido capaces de gestionar la evolución de la productividad».

Sevilla: «la redistribución de la renta es un derecho político, no una concesión que impone obligaciones a sus beneficiarios«

La crisis financiera y sus posibles soluciones es uno de los apartados menos satisfactorios de la obra. El análisis de la misma se presenta en dos planos sin un hilo conductor entre ambos. Comienza con un resumen general iniciado en la página 403 sobre las «explicaciones» de la misma y concluye en la página 418 refiriéndose a «las nuevas regulaciones adoptadas en Estados Unidos y la Unión Europea; el segundo se concentra en España y apunta únicamente a «las cajas de ahorro» (pp. 445-447). Este reseñista, al detenerse en el marco general, halla abundantes puntos de acuerdo con el autor (falta de regulaciones adecuadas, políticas de rescate bancario y esbozo de nuevas medidas de reforma), aunque mantiene más reservas cuando se enfrenta a los habituales enfoques un tanto doctrinarios respecto a la naturaleza intrínsecamente inestable del capitalismo y demás argumentaciones al uso. Pero cuando nos adentramos en el territorio nacional, el circunscribir el análisis de la crisis bancaria a los problemas de las cajas de ahorro supone una limitación inexplicable, puesto que se hurta la respuesta a cuestiones básicas: ¿cómo se han reconocido –u omitido– pérdidas registradas –o no–  en los balances, cómo se han intervenido, fusionado, saneado, liquidado o recapitalizado las entidades afectadas y cuál ha sido el acierto de los entes supervisores (Banco de España y CNMV) y de los poderes reguladores (Gobierno central y autonomías) en las medidas de saneamiento y reestructuración? Por último, es claro que cuando se escribían esas páginas el autor no podía conocer las vacilaciones supervisoras, la ineptitud –unida en más de un caso a la codicia irresponsable– de los altos ejecutivos de las entidades y la letal colusión entre las oligarquías políticas, económicas y sociales dominantes en el ámbito territorial de numerosas cajas. Aun así, cabe preguntarse si la catastrófica situación que asola a una buena parte de nuestro sistema bancario se hubiera corregido de haber invertido a tiempo el Estado en su saneamiento, por ejemplo, los fondos malgastados en el llamado «Plan E». Probablemente, en 2010 tal decisión constituía un tabú que no encajaba en los habituales esquemas socialdemócratas y, a cambio, se escogieron soluciones menos escandalosas, pero que a la postre se han revelado totalmente insuficientes y más costosas, entre otras razones por su parsimoniosa aplicación.

El libro concluye reuniendo y resumiendo los postulados básicos de las tesis desgranadas en sus cinco extensos capítulos. Bastará ahora con recoger los puntos esenciales que describen los pilares que el autor considera definitorios de la socialdemocracia.

Las políticas redistributivas constituyen uno de los rasgos básicos, entendiéndose como derechos ciudadanos a disponer de igualdad de oportunidades que nivelen hasta cierto punto las diferencias iniciales de renta. Igualmente relevante es la necesidad de combatir el desinterés de los votantes por la política –consecuencia de la pérdida de identidad de los partidos socialdemócratas– y su idea de que las instituciones y los derechos heredados constituyen una realidad cuya conservación no exige esfuerzo alguno. Añádase que la desafección por la política ha abierto la vía para cimentar el predominio de la esfera de la economía sobre la política y, sin negar la necesidad de encontrar un nuevo compromiso entre capitalismo y democracia en pro de una sociedad más equilibrada, Sevilla reclama cambios sustanciales en campos tales como la reforma del sistema financiero, la promoción de las actividades productivas frente a las puramente apropiativas, encontrar un nuevo papel a los trabajadores, pergeñar unas organizaciones obreras más actualizadas y, por último, redefinir el abanico de intervenciones del Estado en las esferas nacional e internacional a fin de reverdecer sus políticas compensatorias y redistributivas en pos del objetivo de igualdad de oportunidades (empeño para el cual resulta imprescindible una profunda reforma fiscal). Tales mandamientos se resumen en uno: «entender la política como un instrumento que permite también configurar la sociedad en la que nos gustaría vivir, aceptando pagar lo que sea necesario para ello» (p. 464).

Con ese voto de confianza a la socialdemocracia cierra el autor su obra. Ahora al lector crítico le queda por analizar qué grado de certidumbre puede depositarse en el diagnóstico y qué esperanza conceder a su realización. Intentaré ofrecer dos comentarios respecto a sendas cuestiones económicas mencionadas por Sevilla y de plena actualidad en España: la productividad y su aportación al crecimiento de la economía, por un lado, y las políticas redistributivas y la consolidación fiscal, por otro, antes de enfrentarme en el último apartado a la cuestión de las razones de los fallos persistentes de las recetas socialdemócratas para salir de la crisis.

Para empezar, Sevilla no recalca que la crisis ha puesto de manifiesto la necesidad de reformas que aumenten el crecimiento potencial de nuestra economía; o, más concretamente, cómo impulsar la acumulación de capital físico, humano y tecnológico, y mejorar su eficiencia. En los años previos a 2008, España aumentó su stock de capital pero, debido al aumento del empleo, la intensidad total del mismo no se incrementó, y tampoco se redujo la diferencia entre el capital productivo instalado en nuestros sectores tecnológicamente punteros y sus semejantes en la Unión Económica y Monetaria. Además, la crisis ha acentuado nuestras carencias de capital entre 2001 y 2010, y como un tanto a regañadientes (p. 443) se reconoce, España ha descendido quince puestos en la clasificación internacional de competitividad. Ese descenso se explica por el alza de los costes laborales, combinada con una escasez alarmante de trabajadores con cualificaciones medias, y por la aparente paradoja de que la mayor educación no se traduce en mayores rendimientos salariales, porque muchos puestos de baja cualificación son desempeñados por trabajadores de alto nivel educativoJorge Juan, Nada es gratis. Cómo evitar la década perdida tras la década prodigiosa, Barcelona, Destino, 2011, pp. 165-184.. Conclusión: debemos mejorar la calidad general de la educación para obtener un mayor rendimiento del capital humano, pero no son escasas las deficiencias que obstaculizan un mejor aprovechamiento del capital tecnológico y la transmisión de sus avances hacia la actividad económica. La cuestión es compleja, entre otras razones porque la dualidad del mercado de trabajo supone en ocasiones un freno a la innovación empresarial y el esquema de negociación colectiva existente obstaculizaba la reasignación de los factores de producción en las empresas y sectores productivos; se trata de problemas que no se resuelven culpando de ellos exclusivamente a los empresarios y mostrando una actitud deferente con nuestros sindicatos.

Según el autor, los que sostienen que el Estado del bienestar es financieramente insostenible pretenden  una reducción de derechos

La segunda cuestión es la escasa atención prestada por el autor a las políticas dirigidas a equilibrar las cuentas públicas: eso que se conoce como consolidación fiscal. A falta de ritmos de crecimiento elevados, y ante el dilema entre contención del gasto o elevación de impuestos –concretamente, los que recaen «exclusivamente sobre los niveles de renta más elevados» (p. 384)–, Sevilla, siguiendo enfoques keynesianos, parece inclinarse por esa segunda vía. Pues bien, los Presupuestos Generales del Estado para 2012 se prestan para hacer un cálculo aproximado del monto de los incrementos impositivos que generaría semejante política y opinar de manera más fundamentada respecto a su viabilidad.

Los Presupuestos presentados por el Gobierno a finales de marzo de 2012 sirven como plantilla en la cual insertar los numerosos cambios que impone la evolución económica del primer semestre del año, así como para incluir los efectos de las decisiones gubernamentales introducidas el 13 de julio. Teniendo presente estas «enmiendas», nos encontramos con que las necesidades de financiación del Estado, sus organismos autónomos y la Seguridad Social –en adelante, la Administración Central– ascenderían aproximadamente al 4,63% del PIB, es decir, o sea, algo más de 12.000 millones de euros respecto a lo previsto a finales de marzo (se trata de una cifra que variaría en función del PIB alcanzado a finales de año: ¿descenso del 1,5%, del 1,7% o del 2%?). Cierto es que Bruselas ha aflojado su senda de ajuste y ahora exige unas necesidades de financiación del total de las administraciones públicas del 6,3% para el año en curso. Por lo tanto, el cumplimiento dependerá de las comunidades autónomas. Si su desviación no supera el umbral del 2%, sería posible mantener que cumpliremos el nuevo límite bruselense del 6,3%; por el contrario, si su desviación se acerca al 2,5% del PIB, entonces estaríamos hablando de cifras cercanas a los 9.000 millones de euros. Estos cálculos son, evidentemente, aproximados y reposan en tres supuestos que cabe calificar cuando menos de inciertos: a) que la recesión no supere apreciablemente el 1,5% -1,7% previsto en estos momentos; b) que los gastos por carga financiera de la deuda, prestaciones por desempleo y pensiones no se incrementen demasiado; y c) que la recaudación impositiva no se desplome como resultado de la agravamiento de la recesiónEn un breve pero enjundioso trabajo (publicado en el núm. 228 de Cuadernos de Información Económica de la Fundación FUNCAS), los profesores José Félix Sanz Sanz y Desiderio Romero Jordán cuantifican los efectos que originarían distintas combinaciones de subida en los tipos del IVA, advirtiendo de entrada que el nuestro es el país de la Europa de los Veintisiete cuya recaudación por este impuesto en relación con su PIB es más baja. Pues bien, en el caso de subir un punto los tres grupos de IVA, y con datos de 2011 para las familias, el aumento anual de la recaudación sería de 2.392 millones de euros, de 1.475 millones en caso de subir dos puntos el tipo reducido y de 2.699 millones si ese incremento se aplicase únicamente al tipo normal. Ahora bien, podrían adoptarse dos decisiones más drásticas y, en consecuencia, más impopulares: eliminar el tipo superreducido, de forma que existiesen sólo dos tipos en el impuesto (el reducido del 8% y el normal del 18%), en cuyo caso podrían recaudarse 8.168 millones de euros o, por el contrario, incrementar el reducido del 8 al 18% manteniendo el superreducido, con un efecto recaudatorio de 4.428 millones de euros. Finalmente, el Gobierno se decidió el pasado 13 de julio por incrementar con efectos a partir del 1 de septiembre el tipo reducido del 8% al 10% y el normal o general del 18 al 21%; adicionalmente, algunos productos y servicios que tributaban hasta ahora el 8% pasarán al 21%. Según sus cálculos, el efecto recaudatorio esperado para el cuatrimestre final del año en curso ascendería a unos 2.300 millones de euros. Por último, si fueran precisas nuevas subidas impositivas, podría comenzarse por la supresión de ciertos beneficios fiscales; ahora bien, en caso de retocar de nuevo el IRPF, lo más eficaz sería descartar subidas en los tipos marginales más altos del IRPF, pues la única vía para obtener mayores ingresos sería subiendo los tipos bajos e intermedios..

Ahora bien, hay quienes, desde postulados que pudieran calificarse de socialdemócratas, consideran estos Presupuestos autodestructivos, porque la austeridad conduce inexorablemente a una minoración clara de los ingresos y a un incremento en gastos sociales. Es un argumento que cuenta cada vez con más simpatizantes y, por ello, conviene traducirlo en cifras. Pues bien, no se fuerza la mecánica presupuestaria si se modifica el ejercicio anterior y, por ejemplo, se deduce de los ingresos la suma de 12.300 millones de euros a que ascendía el aumento de recaudación previsto en el RDL 20/2011 y los aproximadamente 2.000 millones de euros correspondientes al último cuatrimestre del año en IVA debido a las modificaciones recientemente aprobadas. En tal caso, la necesidad de financiación de la Administración Central ascendería al 5,45% del PIB que, sumado al 2%-2,5% de las comunidades autónomas, arrojaría una cifra total para las Administraciones Públicas de entre el 7,45% y el 7,95% del PIB: en millones de euros, una media de casi 15.000 millones más. Esto es, para «cuadrar» en estos Presupuestos, la única respuesta –dejando a un lado la supresión de algunos beneficios fiscales– consistiría en incrementar los impuestos y reforzar la lucha contra el fraude. Lo segundo es siempre obligado y lo primero, sin ser «ricardiano» en exceso, se me antoja arduo después de los recientes incrementos impositivos, salvo que se crea, un tanto doctrinariamente, en alguna versión hispana del prometido gravamen francés sobre las grandes fortunasEl proyecto de Presupuestos francés, aprobado el 28 de septiembre, prevé un aumento de impuestos de 20.000 millones de euros, equivalente a dos tercios del ajuste total. En las primeras informaciones de prensa disponibles se indica que, por un lado, 10.000 millones recaerán en «las familias más pudientes» y, de ellos, 6.200 millones se concentrarán en «los contribuyentes con rentas más altas»; el resto se atribuye a los impuestos pagados por sociedades –especialmente las grandes empresas–, ya sea mediante elevación directa de sus gravámenes o a través de reducciones de beneficios fiscales. Ahora bien, al repasar el detalle de esas subidas impositivas se observa que las rentas más altas –«los ricos»– aportarán 4.530 millones (un 15% del ajuste total previsto), a los que cabría añadir otros 490 millones derivados de reducciones en la llamada «ayuda por carga familiar», de los cuales, sin embargo, puede sospecharse que eran beneficiarios numerosos contribuyentes con rentas medias. El mismo día, el Gobierno español aprobaba también el Proyecto de Presupuestos Generales del Estado para el año próximo. Su objetivo es reducir el déficit del las Administraciones públicas del 6,3% del PIB, que se espera alcanzar este año, al 4,5%, esto es, 19.132 millones de euros para ser precisos. De esa reducción, 0,7 puntos corresponden a la Administración Central y a la Seguridad Social, y 0,8 puntos a las comunidades autónomas, confiando que las corporaciones locales consigan equilibrar sus cuentas, que en 2012 habrían sido deficitarias en 0,3 puntos. Para lograr ese propósito, la Administración central hace recaer un 41% de su contribución al ajuste –4.375 millones de euros– en mayores ingresos impositivos y el 59% restante (6.396 millones) en recortes en los gastos, excluyendo los derivados de aportaciones a la Seguridad Social, pago de intereses de la deuda y transferencias a Administraciones territoriales. Las dudas se centran, primero, en si se alcanzarán los objetivos fijados para 2012 –lo cual se antoja difícil– y, segundo, en el cumplimiento de unas previsiones macroeconómicas que pudieran resultar demasiado optimistas.. A ello debe añadirse que la traducción en menores recortes de prestaciones sociales y en más gasto –de consumo y de inversión– y, con posterioridad, en mayores ingresos fiscales no sería ni inmediata ni segura.

Finale –  Poco allegretto: el gran benefactor

Las cifras antes expuestas señalan un rasgo fundamental de las propuestas de reforma del autor y, por ende, de los programas socialdemócratas: a saber, su despego por precisar los costes de sus políticas y el olvido a la hora de explicar las consecuencias a medio plazo en términos de presión fiscal, endeudamiento, crecimiento y empleo. Cierto es que, habitualmente, el problema se soluciona recurriendo a grupos sociales merecedores de soportar el peso de financiar tan loables propósitos, sin detenerse a pensar si tales fórmulas bordean lo confiscatorio –como dice nuestra Constitución– o si los presuntos remedios no son vistosos intentos de poner puertas al campo, amén de violar acuerdos internacionales.

Conviene recordar que la conquista de esos pilares del Estado del bienestar que tan acertadamente defiende Sevilla no fue fácil, aun cuando en su inicio tuvieran mucho que ver burguesías y gobiernos conservadores y una izquierda europea empapada entonces de una decidida aspiración utópica que en ocasiones la empujó a aceptar y propiciar enfrentamientos violentos con gobierno, instituciones y personas que juzgaban enemigos de sus designiosUn recorrido histórico muy completo es el ofrecido por Geoff Eley en Forging Democracy. The History of the Left in Europe, 1850-2000, Oxford, Oxford University Press, 2002 (Historia de la izquierda en Europa, 1850-2000, trad. de Jordi Beltrán, Barcelona, Crítica, 2003). También puede consultarse la obra de Ignacio Sotelo, El Estado social. Antecedentes, origen, desarrollo y declive, Madrid, Trotta, 2010, reseñada por Elisa Chuliá en Revista de Libros, núm. 178 (octubre de 2011), pp. 18-19, y, sobre el socialismo español, Santos Juliá, Los socialistas en la política española, 1879-1982, Madrid, Taurus, 1997, y «Continuidad y ruptura en el socialismo», Leviatán, núm. 17 (1984), pp. 121-130.. En la medida en que «la provisión de servicios sociales y [la consecución] de garantías contra el infortunio grave se logró gracias a una fiscalidad progresiva, de forma que las modernas democracias fueron recortando las diferencias entre riqueza y pobreza»Tony Judt, Ill Fares The Land, Londres, Penguin, 2010,  p. 13 (Algo va mal, trad. de Belén Urrutia, Madrid, Taurus, 2010). Las citas se han tomado del original inglés., los socialdemócratas comenzaron a sentirse cada vez más cómodamente instalados en las democracias liberales, pero no está muy claro si también a aceptar con sinceridad que no siempre el Estado es el único instrumento eficaz para asegurar la provisión de bienes públicos y que el libre mercado resulta compatible con «los objetivos sociales y la legislación a favor del bienestar colectivo»Tony Judt, ibídem, p. 60..

La crisis financiera y sus posibles soluciones es uno de los apartados menos satisfactorios de la obra.

La aparición de la Teoría General y del keynesianismo popularizado en recetas constituyeron el terreno abonado sobre el cual, a partir de 1945, la socialdemocracia sembró sus políticas, según las cuales la intervención pública podía corregir rápida y eficazmente las incertidumbres creadas por el funcionamiento de los mercados, asegurar mediante impuestos la financiación de un Estado de bienestar cada vez más amplio y generoso y, en definitiva, erradicar las desigualdades. Pasaron los años y, en la década de los setenta, las consecuencias de la creencia en la eficacia omnímoda de las políticas neokeynesianas de demanda y del papel compensatorio del Estado (ineficiencias económicas, estancamiento de la competencia y la innovación, espíritu empresarial agostado, perdida de la iniciativa privada y endeudamiento públicoTony Judt, ibídem, p. 72. Por lo que a la dinámica de la deuda pública se refiere, este es un aspecto que no suele comentarse todo lo que debiera pero que, junto a los recelos despertados por la auténtica situación de nuestro sistema bancario, minan la confianza externa en las posibilidades de España para remontar la crisis. En su Informe Anual correspondiente a 2010, el Banco de España dedicaba un capítulo a analizar las «Perspectivas fiscales en España tras la crisis». En veintiséis páginas se explicaba la gravedad de la situación y se cifraba el esfuerzo que requeriría enderezar el crecimiento de nuestra deuda y situarlo en niveles aceptables. Concretamente, para que en el año 2020 nuestra deuda en términos de PIB volviese a ser del 60%, se precisaría cumplir tres condiciones: que el tipo de interés medio pagado no superase la tasa de crecimiento del producto, alcanzar el equilibrio presupuestario en el año 2015 y mantener un superávit primario del 2,5% hasta 2020. Además, se estimaba que un incremento de diez puntos del PIB en la ratio de deuda genera una reducción del crecimiento del PIB real por cabeza de 0,15 puntos cada año.) motivaron que un número creciente de ciudadanos comenzaran a preguntarse si algunas de esas intervenciones eran realmente ajenas al origen de muchos de sus problemas económicos y de sus consecuencias sociales. No lo eran, desde luego, como tampoco han estado libres de culpa quienes sostuvieron que los mercados no precisaban regulación alguna y que los poderes públicos debían limitarse a suministrar infraestructuras, seguridad jurídica o administrar parsimoniosamente un catálogo tasado de servicios públicos. El cataclismo financiero y económico que comenzó en 2007 y del que todavía luchamos por salir ha suministrado el mejor tónico tanto a los socialdemócratas como a la izquierda radical para reavivar sus raíces utópicas y proponerse un nuevo asalto al sistema, olvidando los primeros la pasividad y las torpezas de algunos gobiernos socialistas de aquí y allá en el diagnóstico y el tratamiento del actual colapso económico, y mostrando los segundos la inanidad de sus propuestas de salvamento.

A los efectos de esta reseña, lo que interesa es la posición que la socialdemocracia adopte para enfrentarse a dos postulados, ambos cruciales para el futuro del capitalismo liberal y de la democracia representativa: uno, que los mercados son habitualmente competitivos y eficientes y, otro, que los Estados se guían exclusivamente por el bien público y todas las instancias del poder son diligentes e incorruptibles. Si la respuesta a ambas cuestiones es que la primera es siempre falsa y la segunda constituye una verdad incontrovertible, ello supondrá que ha fracasado la corriente reformista que evita creerse única interprete del devenir de la Historia, liga socialismo con defensa de la democracia y que tantos éxitos le ha reportado desde principios del siglo XX. Después de fomentar episodios más o menos dilatados de tensiones sociales y, en ocasiones, de violencias insurreccionales, se impondrán las tendencias más radicales, cuyos escasos logros se guían por impulsos incontrolados que contribuyen escasamente a una construcción renovada de un Estado de bienestar duradero y, por el contrario, acaban por propiciar el retorno del capitalismo en lugar de su abolición, como dicen buscar.

La presente crisis económica constituye un excelente banco de pruebas para juzgar si la socialdemocracia española –y, por extensión, también la europea– es capaz de presentar un programa coherente que, en lugar de defender numantinamente un Estado de bienestar como el actual, a todas luces insostenible, facilite recuperar unos niveles de riqueza que permitan la reducción constante de las escandalosas desigualdades actuales en el marco de una democracia liberal. De no ser así, el capitalismo de mercado volverá a convertirse en el manual de instrucciones para esa salida de la crisis. Si se acepta como razonable esta falsilla para juzgar el éxito de la socialdemocracia, la interesante obra de Sevilla puede servirnos como un primer contraste.

Empecemos por algunas piezas del dibujo que ofrece el autor para criticar las reformas aconsejadas a fin de recomponer la situación económica y reemprender la senda de crecimiento capaz de recuperar un Estado de bienestar sostenible y digno de tal nombre. Una de las más significativas la suministra la reforma laboral y los reparos que a la misma opone el autor. Se critica, para empezar, el empeño de implantar un contrato único de trabajo, olvidando que una de las causas que obstaculiza la reducción del paro es la apreciable diferencia entre los costes de despido en los contratos indefinidos y en los temporales. Por desgracia, el Gobierno ha mostrado en este campo su inclinación por los paños calientes, y no se ha atrevido a hacer lo que debía hacer: acabar con la dualidad de contratos, estableciendo en su lugar uno único en el cual el coste del despido vaya incrementándose en función de la duración del mismo. Ese es precisamente el tipo de contrato que favorecería el interés tanto de empresarios y trabajadores por mejorar la formación, propiciando, en consecuencia, la reducción de la enorme diferencia que en este punto ha existido entre España y la media de la Unión Europea. Tampoco se priva Sevilla de atacar las reformas en la negociación colectiva, olvidando que la combinación entre flexibilidad interna en las empresas y una relación más estrecha entre productividad y condiciones salariales aconseja dar prioridad a los convenios de empresa respecto a los de ámbito superior. Y concluye con una defensa de la «ultractividad del convenio vencido», debido a que los trabajadores pierden poder de negociación y se otorga al empresario la posibilidad de reducir salarios. En resumen, esas posiciones parecen responder a un silogismo expuesto en las páginas 360 y 361, según el cual, primero, la evolución de la productividad es contraria a la salarial porque, segundo, los empresarios suelen ser incapaces de mejorar adecuadamente los niveles de productividad: ergo, la competitividad –¡que no es sinónimo de productividad!– sólo queda salvaguardada si se reducen los salarios. ¿No recuerda todo ello a una versión actualizada de la lucha de clases?

Sevilla no recalca que la crisis ha puesto de manifiesto la necesidad de reformas que aumenten el crecimiento potencial de nuestra economía.

Es llamativa la ausencia de discusión, siquiera sumaria, de dos materias centrales en el examen, actual y futuro, del Estado de bienestar: la educación y la sanidad. Mucho se ha discutido respecto a las grandes lagunas que muestra la primera de ellas: mediocres resultados en comparación con otros países –como revelan los informes Pisa–, en los cuales lo más preocupante, por ejemplo, no es tanto que nuestros estudiantes de quince años se sitúen en la media de las notas más bajas en las pruebas de comprensión lectora como que, entre los que obtienen resultados más brillantes, nuestros participantes se encuentren claramente por debajo del promedio de los países de la OCDE en que se realizan estas pruebas. Añádase a ello que tenemos muchas universidades, pero ninguna calificada entre las mejores, y ello a pesar que gastamos 2,29 veces más en un estudiante universitario –superando a países como Francia y Alemania– que en uno de secundaria postobligatoria y olvidamos la formación profesional, con un resultado final nefasto para el crecimiento de la economíaJorge Juan, ibídem, pp. 165-171 y 182-184..

Dicho esto, con la sanidad entramos en un campo muy ligado a otra cuestión muy relevante para Sevilla: las pensiones. Aquí lo primero que conviene proclamar es que –creo– nadie está en contra de una sanidad de calidad, general y lo más equitativa posible. Lo cuestión es cómo lograrla y mantenerla. Tanto más cuanto que, entre los años 2000 y 2008, nuestro gasto en sanidad ha registrado un incremento anual promedio de 6.500 millones de euros, hasta alcanzar en ese último año el 9% del PIB y ello, en buena medida, debido al envejecimiento de la población y al mayor coste de la atención médica. Nada de extraño tiene que se gaste más en sanidad, pero cabe preguntarse (como hacen los autores de Nada es gratis) por qué los españoles acudimos al médico un 40% más que nuestros socios europeos o tenemos un gasto farmacéutico un 40% superior, por ejemplo, a los del Reino Unido, Dinamarca o Portugal. Ello revela la necesidad imperiosa de tomar decisiones inmediatamente si queremos preservar la calidad de nuestra sanidad y no escandalizarse ante la adopción de medidas de copago que existen desde hace tiempo en países como Alemania, Francia, Italia, Portugal, Suecia y Reino Unido, puesto que, de continuar esta tendencia, la financiación de la suma de gastos sanitarios y dependencia podría absorber el 20% del crecimiento tendencial del PIB previsto por el Gobierno en su Programa de Estabilidad.

El apartado de las pensiones es tratado detenidamente por SevillaEn general en el apartado «Más políticas neoliberales para Europa» del capítulo V, pp. 371-377, y en «La economía española hasta la crisis», pp. 394-396. El cuadro 2-4, «Reformas recientes en los sistemas de pensiones en la UE 15», en la página 65 del Informe Anual 2010 del Banco de España, ofrece información sobre algunas de esas medidas neoliberales. y merece comentarse como broche de este repaso de cuestiones que la socialdemocracia gusta de poner enfáticamente sobre el tapete evitando cifrar su dimensión y aclarar sus consecuencias. Veamos: nuestro autor reconoce la necesidad de reformas –no explica los porqués–, se refiere después a las bases de la preparada por el anterior Gobierno y, a continuación, presenta sus propuestas. Es falso que el sistema sea insostenible, porque los defensores de las tesis fatalistas se han olvidado de un detalle: a saber, que si el componente «contributivo» del sistema ha de financiarse con cargo a la Seguridad Social, el «redistributivo» –que ahora se conoce como «no contributivo»– debe correr a cargo de los Presupuestos del Estado. Lo contrario no sólo carece de sentido sino que, además, corresponde hacerlo «de acuerdo con las necesidades de sus beneficiarios». ¡Así de sencillo!

Ahora bien, algunos detalles nos ponen en guardia. Primero la demografía, que Sevilla no concreta: en 1970, la relación entre población en edad de trabajar y los mayores de sesenta y cinco años era en España de 5,65; en 2011, de 3,67, y se prevé que en 2050 sea de 1,65. Recientemente, la OCDE ha avisado que ello supone pasar de un gasto actual en pensiones del orden del 10% del PIB a otro entre el 14-15% en 2050; en miles de millones de euros, entre 85.000 y 100.000. Cabe preguntarse si los recetarios socialdemócratas son conscientes de ello; acaso sí, pero resultaría recomendable que explicasen sus soluciones habida cuenta de que no se trata, como parece lamentarse Sevilla, de «menos socialdemocracia», sino de una socialdemocracia diferente.

Y parcialmente lo hacen. No mencionan la subida de las cotizaciones –probablemente habría que duplicar las actuales–, porque el efecto sobre el empleo y la posición competitiva de nuestras empresas serían enormes. Pero Sevilla ofrece como remedio la subida de impuestos, tanto los pagados por los que trabajaban como los soportados por los propios pensionistas, añado yo. Quizá, sospecho, se considere más equitativo gravar a quienes superen un cierto nivel de ingresos o, lo cual sería más apropiado, forzar las rentas de capital. Pero es de temer, primero, que esos ingresos resultasen insuficientes y, segundo, que ello exigiría restringir drásticamente la libertad de movimientos de capital. Sospecho, por tanto, que, en lugar de reducir incertidumbre, estas recetas ocasionarían nuevos problemas.

En resumen, vista desde cualquier ángulo, la economía española padece profundos problemas cuya solución es refractaria a recetas simplistas. Resulta prioritario reducir el enorme endeudamiento privado y sanear las cuentas públicas; urge por ello la puesta en práctica de normas legales que limiten tanto el déficit como el gasto público de nuestras Administraciones. En contra de lo que suele afirmarse como cierto, un déficit público elevado puede limitar la actividad al impulsar un endeudamiento creciente y propiciar tipos de interés más altos. El consumo y la inversión privados sólo se estimulan con un clima de confianza y cuando fluye normalmente la financiación, retos estos ligados a la reestructuración definitiva del sector financiero.

La libertad y la justicia dependen de la existencia de valores y derechos que no tienen precio y que nadie puede violar jamás

Ahora bien, esos objetivos –en los cuales cualquier análisis socialdemócrata podría estar de acuerdo– precisan el apoyo de reformas decididas que apuntalen un alto nivel de competitividad y un crecimiento sostenido de la economía. Y ello no depende ni de políticas de demanda atolondradas ni de recortes apresurados y poco selectivos, como los últimamente adoptados. Todos conocemos cuáles son los pilares de esa estrategia: la educación y la investigación, las reformas laborales y administrativas que permitan a las empresas mejorar su competitividad ganando mayores cuotas en los mercados exteriores, el fomento de una mayor competencia y, finalmente, rediseñar con calma y equidad un Estado de bienestar que podamos sostener a medio y largo plazo. Esas serían las piezas de una política pensada para corregir los actuales desequilibrios económicos y recuperar la senda del crecimiento y del bienestar. Pero es de temer que, si persiste el empecinamiento socialdemócrata en sus planteamientos actuales, no sólo se desvanecerá una vez más el sueño de abolir el capitalismo, sino que será una versión renovada de este la que nos saque del marasmo en el cual hace poco nos sumió una interpretación dislocada del mismo.

Dicho esto, el futuro dependerá no sólo de cambios y reformas económicos sino, igualmente, de renovaciones trascendentales en nuestras creencias y marcos institucionales de carácter político, y ésta sí es una tarea realmente difícil. Para acometerla, deberíamos comprender que las democracias representativas en las cuales vivimos no constituyen per se un régimen caracterizado por la virtud de sus propósitos sino que son, sencillamente, una forma de gobierno que no asegura que sus instituciones básicas hagan innecesarias las virtudes personales de sus ciudadanos, ni que los representantes por estos elegidos no cedan a la tentación de utilizar en provecho propio los mecanismos de poder que les hemos confiado, profesionalizando el disfrute de sus instituciones claves.

Está cada vez más claro que, ante las críticas, los políticos profesionales responden exigiendo en nombre de la democracia la cesión del pensamiento libre por parte de los ciudadanos. Hasta ahora ha sucedido que el modelo de democracia representativa ha sobrevivido por su utilidad para encontrar soluciones a los problemas económicos y sociales, pero si esto fuese cada vez menos seguro el atractivo de soluciones utópicas que prometen posibilidades ilimitadas a todos y cada uno de los ciudadanos será cada vez mayor y los peligros para la libertad, cada vez más cercanos. Acaso el paradigma más claro de esa amenaza lo constituyan esos dos banderines de enganche que son el Estado del bienestar y las políticas redistributivas. Con el primero, y cual moderna versión de la tierra prometida, se brindan derechos cuya vigencia es imposible garantizar indefinidamente, pues dependen de recursos escasos; y mediante las segundas se apoya una maraña de intervencionismo público que, en el menos malo de los casos, asegura ineficiencia y despilfarro y, en el peor, corrupción y clientelismo político. Si, como esclavos felices, defendemos la intervención constante del Estado en la actividad económica, la imposición redistributiva confiscatoria o la educación igualitaria a toda costa, y confiamos a los poderes públicos la tarea de reducir, si fuera necesario para ello, la pluralidad de valores, entonces corremos el peligro de olvidar que la libertad y la justicia dependen de la existencia de valores y derechos que no tienen precio y que nadie, bajo ningún pretexto, puede violar jamásLa redacción de esta reseña se concluyó el día 13 de agosto de 2012 y se actualizó el 30 de septiembre con la incorporación de la nota 5..

Raimundo Ortega es economista.

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