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¿Sociedad de trabajadores?

Un nuevo mundo feliz. La precariedad del trabajo en la era de la globalización.

ULRICH BECK

Paidós, Barcelona

270 págs.

El trabajo flexible en la era de la información.

MARTIN CARNOY

Alianza, Madrid

280 págs.

3.369 ptas. 20,25

Utilidad, deseo y virtud.La formación de la idea moderna de trabajo.

FERNANDO DÍEZ

Península, Barcelona

304 págs.

Trabajo y posmodernidad:el empleo débil.

LUIS ENRIQUE ALONSO

Fundamentos, Madrid

272 págs.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Basta con sentarse en una terraza de verano al atardecer, cuando el calor ya se aburre, y tener los ojos y oídos bien abiertos. El espectáculo sociológico es inmenso. No es deformación profesional, sino algo literal. La procesión visual empieza: vendedores que no venden, sino limosnean con el pretexto de mecheros o pañuelos; mercaderes étnicos (chinos, norteafricanos) que arrastran un verdadero bazar en sus brazos; acompañantes latinoamericanos de lentísimos ancianos a los que pasean con infinita paciencia; veloces distribuidores de tele-comidas que ocupan con estruendo de motocicleta las aceras. Y al hilo de tanta imagen novísima, las conversaciones de aquí y de allá: la del maduro galán, prejubilado a su pesar, que se dedica a matar literalmente el tiempo; la de los jóvenes, muy jóvenes, que comentan los escarceos financieros de algún conocido; la del padre o la madre que se enorgullece de que el niño tenga trabajo, aunque sea trabajo-basura y acabe durando siempre un suspiro; la del eterno becario que está permanentemente a prueba y en prácticas. No sigo por no revolcarme en el costumbrismo. El mirón de terraza tiene ante sí el espectáculo del nuevo mundo urbano. ¿Un mundo del trabajo? No resulta claro que se pueda categorizar en esos términos y, sin embargo, todos los sujetos que aparecen en la relación (incluso el prejubilado a su pesar) adquieren algún sentido gracias a lo que comúnmente hemos llamado trabajo, pues parece que realizan (o realizaron) una actividad de utilidad social gracias a la cual reciben ingresos que les permiten salir adelante.

Es lógico que la cosa dé que pensar. Y de algunos casos del pensamiento actual sobre el nuevo mundo del trabajo dan cuenta los libros que aquí reseño. El conjunto que forman está dominado por esa pregunta esencial sobre la actualidad de la sociedad del trabajo que acabo de plantear. Las respuestas que dan son variadas, como habrá ocasión de comprobar, pues variadas son sus estrategias para aislar la clave o el marco que permite responderla.

Fernando Díez oficia de historiador. Supuesta la actualidad del problema, nos propone rastrear la historia. La que escoge se sitúa hace mucho tiempo, en el siglo XVIII . ¿Es necesario ir tan lejos? Su libro, Utilidad, deseo y virtud. La formación de la idea moderna de trabajo, da sólidas razones a favor de esa excursión histórica, pues fue en ese período, al hilo de la constitución del nuevo pensamiento económico y de la filosofía de la Ilustración, cuando se crearon las imágenes y lenguajes del trabajo que acabaron conformando la autoconciencia de la sociedad burguesa en los dos siglos posteriores.

La imagen del ser humano como trabajador surge entonces en un proceso crítico que tiene al menos dos caras. Por un lado, esa imagen es crítica de la tradición y pretende emanciparse de sus tópicos políticos y religiosos. Por otro lado, ya desde sus albores, la idea de que el trabajo sea el núcleo que define al ser humano como ser social es puesta en cuestión, contraponiendo al amor propio (vanidad, deseo insaciable) que supuestamente mueve al nuevo sujeto social la virtud del buen ciudadano, único fundamento posible de una república ordenada. El tema es, pues, de interés y actualidad: no se trata tan solo de un buceo histórico más o menos erudito, sino de reconstruir nuestras ideas sobre el significado social del trabajo, el papel del trabajador en el orden social emergente y las polémicas que esa inusitada centralidad del ciudadano-trabajador suscita.

Reconstruyendo el titubeante pensamiento económico que emerge del primer y segundo mercantilismo y que, pasando por la fisiocracia, culmina en la nueva Economía Política de Adam Smith, Díez muestra el proceso que permitió concebir el trabajo como una categoría abstracta, emancipada paso a paso de los tópicos de la sociedad estamental y sus asignaciones asimétricas de valor, honor o reconocimiento a los distintos oficios concretos. Aparece así el concepto de trabajo abstracto, fuente de la riqueza de las naciones, y que se distingue en productivo o improductivo en función del proceso de valorización del capital. El sujeto de esa abstracción es el trabajador de carne y hueso que resulta también reconceptualizado psicológica y moralmente. En el plano psicológico, deja de ser pensado como un sujeto cuya inercia natural hacia el ocio y la inactividad ha de ser quebrada por el látigo del hombre o del hambre. En contra de esta imagen, empieza a ser concebido como un sujeto activo que acomete sus tareas en razón de sus motivaciones pasionales. Éstas no son hijas tan solo de la necesidad, sino fundamentalmente de la imaginación de un bienestar futuro que lo induce a la dura labor en el presente. El trabajador resulta así imaginado como un futuro consumidor que, como tal, puede perderse en la ensoñación de un consumo sin tasa y acabar desorientado, por lo que precisa también ser conformado moralmente. Y la naciente ciencia económica del XVIII se afana en esta labor. Sobresale el moralista Adam Smith, que reconforma al trabajador como un ser esculpido por la virtud de la prudencia: cauto, ahorrativo, frugal, amante de una cierta comodidad que resulta satisfactoria y realimenta su deseo de seguir trabajando. Emerge así la imagen del nuevo héroe civilizatorio: un sujeto que, en razón de una administración prudente de sus propias pasiones, huye de la cristiana ascesis que renuncia al gozo y alcanza la suave moralidad de un egoísmo bien enderezado.

He aquí las nuevas imágenes y lenguajes del trabajo y su trabajador. Surgen desde el principio acosadas por una duda, no menos hija de la Ilustración, sobre su viabilidad civilizatoria. ¿Cómo debe concebirse propiamente al nuevo sujeto protagonista de la sociedad posestamental: como trabajador o como ciudadano? ¿Lleva lo uno a lo otro? ¿Es compatible ese doble estatuto? En boca de Rousseau, la filosofía de la Ilustración pone ya en duda su mismo sueño: que ese trabajador que asegura la riqueza de las naciones, que trabaja movido por sus propias pasiones y, al hacerlo, se conforma como sujeto moral, sea el núcleo o el garante de una nueva comunidad que asegure la libertad de los humanos. La vieja contraposición poiesis/praxis es redefinida, pero sigue viva. Como veremos, la lectura de uno de los últimos trabajos de Beck permitirá reencontrar en la actualidad este tema recurrente. Es mérito de Díez hacérnoslo ver ya en los albores del pensamiento moderno.

No puedo abundar aquí en sus propuestas. Sólo quiero mostrar mi acuerdo con el tipo de investigación que realiza; más en concreto, con sus motivaciones (polémicas) últimas. Y es que, en efecto, su indagación permite cuestionar tres tópicos recurrentes. Dos vienen de la tradición de investigaciones que arranca de Weber. El primero de ellos asegura que el origen del nuevo etos del trabajo se encuentra en la ascética intramundana cristiana. En contra de este lugar común, Díez muestra que se origina en el pensamiento ilustrado, en el marco de su lucha contra el legado cristiano. El segundo tópico va de la mano de la idea de la diferenciación y asegura que lo propio de la modernidad es la separación tajante de las esferas de la economía y la moral. En contra, Díez alega convincentemente que las nuevas categorías económicas han sido desde el principio pensadas en términos morales y que no hay atisbo en ningún momento de un pensamiento económico neutralizado moralmente, sino de lo contrario: una economía siempre moral. El tercer y último tópico es el que insiste en firmar certificados rotundos de nacimiento, de forma que los nuevos seres nacen siempre compactos, coherentes y en bloque. En contra de esto, la indagación de Díez saca a la luz que las nuevas categorías (trabajo, deseo, trabajador, etc.) surgen llenas de ambivalencia, afirmadas y negadas a la vez, y de ahí que su deriva posterior sea el desatarse de esa ambivalencia primigenia.

Si de la historia pasamos a la actualidad y atendemos a lo que la sociología contemporánea tiene a bien decir sobre el trabajo, encontramos el diagnóstico de una transformación cuyo sentido sólo es alcanzable en el marco de la esa larga historia de cuyo arranque se acaba de dar cuenta. Tres libros publicados últimamente abordan el tema: El trabajo flexible en la era de la información, de Martin Carnoy, un reputado especialista norteamericano que investiga en la estela de Manuel Castells y su hipótesis de la sociedad de la información; Trabajo y posmodernidad: el empleo débil, de Luis Enrique Alonso, uno de nuestros mejores especialistas en sociología económica, aunque difícil de encasillar por lo amplio de su curiosidad intelectual; y, por último, Un nuevo mundo feliz. La precariedad del trabajo en la era de la globalización, de Ulrich Beck, padre de esa idea de la sociedad del riesgo que tanto domina los debates sociales actuales. Tres aproximaciones y un punto de encuentro en que se coincide en que el trabajo, tal como fue concebido y vivido en la modernidad, se ha convertido en una realidad de estatuto difícil, abierto, polémico, susceptible de teorizaciones incompatibles.

Interesante, polémico e informado, el libro de Carnoy luce por su espíritu californiano: es soleado, cosmopolita, optimista. La suya es una sociología del impacto o, más propiamente, del impacto del impacto. Y digo esto porque su centro de atención es de qué manera las nuevas tecnologías de la información impactan sobre el trabajo y, a través de él, sobre algunas instituciones sociales cruciales, como la familia y la comunidad. No sostengo con esto que haya que interpretarlo como un caso del denostado determinismo tecnológico, pues sus declaraciones son explícitas y frecuentes en contra de tal hipótesis. Pero, aunque no lo sea y salpimente aseveraciones que aseguran que las tecnologías no se engendran a sí mismas en el vacío, ni determinan unilateralmente mundos sociales, ni actúan por sí solas, lo que le interesa a Carnoy es mostrar el mundo de posibilidades e imposibilidades que se genera tras la revolución de las tecnologías de la información y su dinámica en la sociedad red. Es decir, el núcleo temático es el del impacto tecnológico y en él centra su atención.

Carnoy niega y afirma. Niega o pone en cuestión con profusión de datos algunos tópicos muy extendidos: que el trabajo esté abocado a desaparecer o que las nuevas tecnologías comporten su descualificación generalizada o que arrastren una depresión de los salarios y una desigualdad de rentas creciente. Ciertamente, los datos muestran que esto último se ha ido dando en Estados Unidos desde los tiempos de Reagan, pero Carnoy contraargumenta que no es a resultas de las nuevas tecnologías, sino de ciertas políticas públicas que toman a lo tecnológico como pretexto legitimador. Hasta aquí las negaciones. ¿Y cuáles son las afirmaciones? Dos cruciales: la primera es que el trabajo está abocado a una flexibilización creciente; la segunda, que el trabajador se va individualizando progresivamente. Evidentemente, lo uno tiene que ver con lo otro, pues a un trabajo flexibilizado corresponde un trabajador individualizado.

Flexibilización e individualización: el viaje analítico de destrucción de tópicos parece acabar en la afirmación de los más escuchados en la actualidad. ¿Qué significa flexibilización del trabajo? Muchas cosas, y parece que el análisis de Carnoy es poco concluyente o firme a la hora de fijarlo. Pero si observamos con detenimiento, podríamos alcanzar una conclusión: la flexibilización es presentada como una virtud adaptativa, exigida por la deriva autónoma del entorno tecnoeconómico del trabajo, y se muestra inmediatamente como un Jano de dos caras antitéticas. Creo que este es el cogollo de la argumentación de Carnoy. En efecto, como virtud adaptativa constituye un valor al que nos hemos de acoger para sobrevivir en la nueva economía. El valor –y de ahí la utilización del término virtud– es positivo, no tanto por lo que la flexibilización del trabajo produce inmediatamente, sino más bien por sus potencialidades: se puede hacer de la necesidad (adaptación a un entorno cambiante) virtud. Y es aquí donde encaja su ambivalencia. La flexibilidad que presenta Carnoy tiene siempre dos caras: la de la «mejor vía», ligada a la autonomía en el trabajo, la desburocratización, la recualificación del trabajador, etc., y la otra, la de la «vía secundaria», ligada a la precarización, la desregularización y todas sus secuelas típicas (desestandarización e irregularización temporal, abaratamiento del despido, desubicación del trabajo, desalarización, etc.). El argumento es que la flexibilización es lo uno y lo otro, pero el mensaje de futuro asegura que puede ser más bien lo uno que lo otro, es decir, más la flexibilización virtuosa que reconoce y potencia el conocimiento y dota de autonomía al trabajador, que la otra variante más siniestra que lo precariza y desprotege. ¿De qué depende? De cómo se resuelva el problema de la educación, ya que serán los trabajadores con bienes educativos y abiertos a continua reeducación los que permitirán convertir la necesidad de la flexibilización del trabajo en virtud emancipativa; la tecnología lo permite.

Evidentemente que tal curso amable de acontecimientos ocurra no está para nada asegurado. La educación depende en gran parte de la solidez de la familia y de las comunidades locales, y Carnoy muestra que el proceso de flexibilización e individualización ha operado negativamente sobre ambas. La familia tradicional ha quedado problematizada y las no menos tradiciones comunidades también. Parece que la pescadilla se muerde rabiosamente la cola y crea un laberinto autodestructivo, pues el trabajo flexible y el trabajador individualizado carcomen las fuentes de su salvación virtuosa. Es aquí donde aparece un curioso deus ex machina: el Estado. Y es que, en efecto, sólo el desarrollo de políticas públicas de defensa de la familia y fomento de la educación permitirán que el nuevo trabajo flexibilizado no destruya las bases de su salvación. ¿Un Estado que regule la flexibilidad? ¿Un gendarme que potencie un nuevo oxímoron: la flexibilización regulada? Tal parece ser la propuesta de Carnoy y tal el problema que arrastra, pues, si entiendo bien su argumentación, la flexibilización es una necesidad adaptativa que indefectiblemente cuestiona la intromisión estatal sobre su dinámica y, por lo tanto, resulta más que cuestionable que se pueda poner en marcha si no es al precio de una educada retirada del escenario del Estado desflexibilizador. El Estado, retirado del escenario, vuelve, pero ¿cómo?, ¿por qué?

Del sueño socialdemócrata en versión californiana a la crónica de un derrumbe catastrófico: tal supone el paso de la lectura del libro de Carnoy a la de Trabajo y posmodernidad: el empleo débil, de Luis Enrique Alonso. El derrumbe es total pues, afectando a los pilares del edificio que trabajosamente se fue construyendo en las últimas décadas del siglo XX , no puede dejar de afectarlo en su conjunto y aniquilar a su inquilino. No estamos ante los avatares de la tecnología y sus impactos sociales, sino ante la dinámica del régimen de convenciones propio del capitalismo y sus efectos sobre el trabajo y el trabajador.

El libro de Alonso reúne artículos publicados en estos últimos años. Sufre así las servidumbres de este tipo de publicaciones: una cierta repetición temática y de esquemas analíticos. Con todo, esta servidumbre puede ser virtuosa, pues asegura que su reiterada tesis de fondo resulte diáfana. La crónica del derrumbe es el leitmotiv de sus distintos capítulos. Se trata del derrumbe de un mundo compacto y que había sido construido trabajosamente gracias al pacto corporativo entre el Estado, los sindicatos y las organizaciones patronales. Los pilares de ese mundo eran el fordismo como norma de producción y consumo, las políticas keynesianas desarrolladas por los poderes públicos y un consecuente Estado del bienestar que aseguraba un conjunto de bienes y prestaciones a los ciudadanos. El resultado: un edificio relativamente bien ordenado en el que se desarrollaba una economía capitalista parcialmente desmercantilizada y en el que encontraba nichos protegidos un ciudadano-trabajador básicamente asegurado frente a los avatares del mercado. Tal mundo desapareció o está siendo arrastrado hacia su desaparición. De ahí la omnipresencia del prefijo pos- para describir lo que ahora se nos muestra: pos-fordismo, poskeynesianismo, pos-modernidad. Un mundo vivido con un cierto desconcierto como mundo del después, en el que parece que lo único que podemos decir es que había algo y eso ha dejado de existir o ser plausible.

¿Por qué tanta desaparición? Alonso desdeña las que ironiza como explicaciones meteorológicas. No estamos ante un huracán en el que una supuesta naturaleza se revuelve y hace desaparecer, gracias a su fuerza, algo que antes estaba ahí. Si ese mundo ha desaparecido ha sido como resultado de la acción de agentes que han luchado consecuentemente por ello: las élites insolidarias y sobre todo las activas políticas desmercantilizadoras desarrolladas por los poderes públicos que han conformado ese novísimo y desvertebrado mundo post-. Hay, pues, agentes y pacientes característicos del proceso y el resultado final no es la ruina de toda convención, sino la emergencia de nuevas convenciones con resultados sociales distintos y lesivos para el mundo del trabajo.

Lo que Carnoy llama trabajo flexible, Alonso lo denomina trabajo débil. Sabemos que el mundo es un problema de adjetivación, que los adjetivos no son inocentes y este caso lo corrobora. Veamos. Un trabajo débil se cualifica adicionalmente como desprotegido, desregulado, precario, mal pagado, eventual. Es más un empleo ocasional, una fuente momentánea de rentas, que un trabajo propiamente dicho. Consecuentemente, no presupone a un trabajador, si por tal entendemos a alguien que tiene un oficio y cualificación que asegura una actividad continuada y crea las bases para una identidad diferencial susceptible de vertebrar una narrativa de vida con sentido. Por el contrario, el que entra y sale en el mercado de trabajo, hace hoy esto y mañana lo otro, carece de una cualificación propia, está destinado a desaprender lo aprendido y a ir flexiblemente de aquí para allá, no es propiamente un trabajador en el sentido que, como vimos por el libro de Díez, se fijó en los albores de la modernidad, un ser vertebrado por la realización de unas tareas que lo singularizan.

He aquí el trabajo emergente en el mundo post-. Alonso no pretende que en todos los casos tenga estas notas. El Jano de la flexibilidad, que centraba la atención de Carnoy, lo presenta como emergencia de la dualización del mercado de trabajo: separación entre una pequeña minoría de trabajadores con alta cualificación educativa, autónomos, bien retribuidos, y un mayoritario complejo hojaldrado de situaciones de mayor o menor precariedad, inestabilidad, con salarios limitados y abocado a un perpetuo vaivén. La característica sobresaliente de ese mundo radica en que en él pretende reinar como señor absoluto el mercado. Éste asigna premios y castigos sin que se vea entorpecido por un poder compensador que, en función del reconocimiento de una ciudadanía social, compense, palie y asegure bienes y prestaciones innegociables. Parece que estamos ante la salida de la escena del ciudadano-trabajador y que el reinado unilateral del mercado escinde y separa lo que antes iba de la mano.

¿Fin, pues, de la sociedad del trabajo en este específico sentido? Alonso no da fe de ese crepúsculo; se limita a constatar su crisis. Crisis que no entiende en términos fatalistas como definitiva, ni celebra, en términos posmodernos, como un caos salutífero que aboque a creatividades y entretenimientos. El trabajo en el sentido moderno, es decir, como principio o, al menos, como uno de los principios cruciales de vertebración e identificación del ser humano y base de su inserción en la sociedad política como ciudadano dotado de derechos, no puede ser cancelado de un plumazo. Tal es la esperanza o el deseo que informan las prognosis comedidas de Alonso. Que tal recomposición acabe ocurriendo no está asegurado, aunque hay un tono de imperativo antropológico en alguna de sus argumentaciones más esperanzadas. Dependerá del archiprotagonista de los procesos de cambio social: los movimientos sociales. De ahí, la atención del autor por detectar hasta qué punto están emergiendo, cuáles son sus características diferenciales, cuáles sus tensiones, inconsistencias, incidencias sobre el curso de los acontecimientos. Son estas las páginas más interesantes del libro en las que Alonso, muy arrastrado por los sueños de una cierta Ilustración, consiente, sin embargo, en mantener la cabeza fría y el corazón caliente. El mundo post- no resulta un mundo del vacío y de la nada, sino un mundo de señales tenues, contradictorias, cuya expresión paradigmática se encuentra en la proliferación de ONG y voluntariados a medio camino entre la crítica política, el reformismo puntual, la solidaridad, el buen corazón y la tranquilización de la (mala) conciencia.

El último trabajo que quiero comentar es obra de Ulrich Beck. Su título tan tópico y comercial, Un nuevo mundo feliz, no debería generar expectativas apocalípticas. Se trata de un ensayo en el que se objetiva esa frescura característica de las publicaciones del autor: frescura de lenguaje y argumentación, libre de la pesada seriedad del lenguaje académico, pero frescura también de un «fresco» que confía más en las estocadas rápidas del espadachín que en las argumentaciones sólidas e informadas. En cualquier caso, el libro se presenta a sí mismo como una exploración de «visionario no ficticio», dejando así claro que lo que interesa es la ideación de los porvenires posibles.

Pues, lejos de fatalismos integrados o apocalípticos, Beck piensa que múltiples son las posibilidades de futuro, pues múltiples son las modernidades o capitalismos posibles. Dejo a un lado sus propuestas de orden más general en cuyos marcos se piensan los porvenires posibles: el paso de la modernización simple a la modernización reflexiva, la generalización de riesgos (económicos, laborales, vitales, políticos, ecológicos), el concomitante proceso de individualización, etc. Todas estas propuestas enmarcan los argumentos de Un nuevo mundo feliz, pero el lector encontrará en otras obras de Beck traducidas al castellano una exposición más cumplida y sistemática sobre ellas. El centro problemático del libro es el porvenir del trabajo. Justamente el mismo problema que centra la atención de los otros libros reseñados. Sus propuestas son eco de esa muy primera crítica a la sociedad del trabajo de la que vimos daba cuenta Díez en su indagación sobre la Ilustración. Digo que eco, porque no encontramos una mímesis del Rousseau que exaltaba al ciudadano frente al puro trabajador movido por el amor propio. Pero lo que Beck propone es que la sociedad laboral es progresivamente un recuerdo del pasado, que su desaparición es inexorable y que, lejos de echarla de menos y soñar en su reconstitución, deberíamos festejar su finiquito y ponernos a pensar cómo configurar una sociedad sin ese centro de vertebración. Y deberíamos festejarlo porque hemos de huir de toda nostalgia de un pasado idealizado que, cuando se mira de frente y sin tapujos, resulta no haber sido tan solo el de los derechos sociales y el trabajo de por vida y con un sueldo en aumento, sino también, entre otras cosas, el del reino falocrático de un varón ganapanes y una mujer especializada en comidas, afectos y partos. Todo eso ha desaparecido y no es malo que tal cosa haya ocurrido. Lo que emerge es, ciertamente, lo que expresivamente llama la brasileñización del trabajo: su conversión en un espacio informal, desregularizado, inestable. ¿Es una condena a una vida sin sentido? Lo sería si se cumplieran dos condiciones: la primera es que el mercado quedara totalmente desatado y no hubiera intervención pública que paliara los efectos más lesivos; la segunda, y más importante en la argumentación de fondo, es que el trabajo fuera el único anclaje del que dispusiera el ser humano para adquirir identidad, llevar una vida con sentido y obtener reconocimiento social. No es el caso, viene a decir Beck. Lo que eventualmente puede suceder a la vieja sociedad laboral es ciertamente una sociedad donde la gente tendrá que trabajar (tal vez menos tiempo, probablemente de forma intermitente, seguramente administrando una incertidumbre ineliminable), pero también tendrá que, y podrá, hacer otras cosas. No se trata de la sociedad del ocio, del matar el tiempo, pues entonces sería la pura compensación de la sociedad laboral. Será (o podrá ser) una sociedad del trabajo cívico, desmercantilizado, una sociedad plenamente política en la que se comprenderá que todo es político, porque todo está abierto a decisión y eventualmente a arrepentimiento. Pasamos así del trabajador al ciudadano y es en este plano de exploración donde Beck propone que se mantenga nuestra atención en el futuro.

Parece que con esto el viaje de esta reseña se cierra: comenzaba con la constitución de la moderna imagen del trabajo y acaba con anuncios de su definitiva crisis. Smith soñó al trabajador como un sujeto virtuoso que, administrado por la prudencia, accede a un mundo de bienestar; Carnoy duda entre la imagen de un trabajador convertido en volátil colibrí y la esperanza de un futuro administrador autónomo del saber; Alonso tiende a caer en la nostalgia del trabajador con casco y red de seguridad y barrunta una nueva centralidad del trabajo; Beck ve trabajadores cívicos e individuos que se construyen a sí mismos en un mundo poblado de incertidumbres y en el que el trabajo no llena la vida ni ocupa sus tiempos sustanciales. Son narraciones sobre el mundo en el que estamos instalados. Lo que en cualquier caso muestran es que vivimos una conmoción del trabajo y que, en consecuencia, éste se ha convertido en un problema sobre el que reflexionar.

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