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La disidencia romántica

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Hace diez años pasé una inolvidable temporada en Corfú, la isla situada al norte de Grecia. Es un lugar digno de ser visitado, a ser posible justo antes de la invasión turística del verano. Su peculiaridad histórica radica en que jamás padecieron la otra invasión, la otomana, lo que se deja ver en la esplendorosa arquitectura veneciana de su capital. La isla es grande y está llena de rincones emocionantes: las dos fortalezas erguidas frente al mar, el cementerio inglés donde reposan no pocos combatientes de la Segunda Guerra Mundial, el antiguo Palacio Real que ahora abre al público su pequeña playa de aguas cálidas color esmeralda. En los bares puede escucharse ese género musical extraordinario que es el rebetiko, cuyos contenidos parecen poder comunicarse milagrosamente al margen del idioma. Recuerdo también algunos vivos detalles sociopolíticos: las prominentes banderas comunistas antes de las elecciones municipales; el hecho de que la universidad local fuera gratuita en todos sus extremos, desde las residencias estudiantiles a las matrículas; la tranquila desesperación de un profesor, conocido de mi novia de entonces, preguntándome si yo sabía la manera de emigrar al sistema académico estadounidense. Mi impresión fue que una amplia mayoría de los estudiantes estaban ideológicamente situados en la izquierda más o menos radical. De una charla que mantuvimos en el curso de un almuerzo, recuerdo la expresión con la que una joven sintetizaba su descontento con la sociedad capitalista: «Something is missing».

Hablábamos en inglés, lengua que los griegos suelen dominar, pero el significado de su queja era universal: falta algo. No estaba claro si se refería a algo perdido a causa del desarrollo de la modernidad y el capitalismo, o bien a aquello que nuestra actual forma de organización social nos impide alcanzar; que de un vacío se trata resultaba claro. Probablemente, si no ha emigrado ya, aquella joven estudiante se contaba entre los miles de griegos que la noche del pasado domingo enarbolaban, con júbilo y orgullo, la bandera de su país tras el referéndum convocado por su Gobierno preguntando a los ciudadanos por las condiciones propuestas por los acreedores para seguir prestando ayuda financiera a una Grecia que coquetea con la insolvencia. Y quizá su voto, que cabe presumir negativo, responda a razones parecidas a las que me expuso aquel caluroso mediodía en la isla de Corfú.

Sobre esa indefinición –sobre ese algo– me gustaría hablar, a fin de proporcionar una perspectiva más amplia a la conversación sobre el caso griego. Aun cuando, como es evidente, éste constituye una tentación múltiple para cualquier comentarista, es ingente la cantidad de asuntos relacionados con él que demandan ser analizados en profundidad: el conflicto entre las emociones y la razón, incluido el papel del patriotismo; la correspondiente fuerza de la retórica sentimental sobre las abstracciones razonadas; el uso del referéndum nacional en el marco de un sistema transnacional asentado sobre la cesión parcial de soberanía; el choque entre las ideas de soberanía popular democrática y gobernanza multinivel; la oposición simbólica entre la dignidad ciudadana y las realidades económicas; o el apoyo a Alexis Tsipras de distintos populismos renacionalizadores, incluidos el Frente Nacional de Marine Le Pen y el peronismo argentino. Ya abordamos en este blog el problema de los límites de la política, o la impotencia de la mera voluntad popular para producir realidades a su antojo, con el agravante de que a la interdependencia que vincula de facto unas sociedades con otras en nuestra época se suma, en este caso, una interdependencia política y jurídica que deriva de la común pertenencia a la Unión Europea. En caso contrario, Grecia no tendría más que declarar un default y devaluar su moneda, como ha hecho tantas veces a lo largo de su historia moderna.

Ahora bien, lo que ha tratado de conseguir el Gobierno de Syriza –a pesar de sus credenciales como partido de izquierda radical– no es una subversión del orden liberal-capitalista, sino más dinero de sus socios en mejores condiciones, reduciendo en la medida de lo posible las reformas internas encaminadas a modernizar su economía. En ese sentido, desde el punto de vista de la oposición ideológica al sistema capitalista, el caso griego habrá de resultar decepcionante para quienes defienden una posición verdaderamente radical. En realidad, lo único que se ha hecho es afirmar la soberanía popular nacional (nunca se subrayará lo bastante la importancia del componente nacionalista en este caso) frente a los socios y acreedores europeos, sin que en ninguna parte quedaran establecidas las consecuencias de hacerlo ni las alternativas al acuerdo con éstos. Ha sido, en gran medida, un voto de protesta sin contrapropuesta definida.

En otras palabras, el no griego puede interpretarse como una enmienda a la totalidad contra las exigencias de la economía contemporánea: un voto contra el rigor fiscal, la austeridad presupuestaria, la necesidad de tener mercados competitivos, el aumento de la edad de jubilación, la productividad: esto es, un rechazo de la extenuante tiranía que nos impone la sociedad global si queremos adquirir y mantener elevados estándares de bienestar material y una amplia red de protección social. Se trata, en definitiva, de unos lujos civilizatorios que se cobran su precio correspondiente, un precio que se eleva a medida que aumenta la competencia global y países antes atrasados se incorporan a los mercados internacionales. Sucede que, si bien el voto griego puede interpretarse en esos términos, ni la pregunta que se les formulaba remite a esa disyuntiva ni el radicalismo de izquierda –incluido Syriza– ha sugerido la posibilidad de aprovechar esta oportunidad para avanzar hacia alguna forma de socialismo democrático, a pesar de que algunos de los lemas coreados por los partidarios del no apuntaran en ese sentido. Imaginemos una pregunta así:

¿Acepta usted desligarse de las instituciones europeas, declarar el impago de la deuda y recuperar la soberanía nacional con moneda propia, con objeto de abandonar el paradigma liberal y avanzar hacia una sociedad posmaterialista en la que la igualdad socioeconómica, la participación ciudadana en las decisiones democráticas y la fortaleza de las comunidades locales dotadas de personalidad cultural propia sean valores prevalentes?

Por ejemplo: caben algunas variantes. Pero el sentido de la pregunta apuntaría, en todo caso, hacia un acto de liberación: la emancipación respecto de la moderna jaula de hierro de los números. Que es aquella que nos convierte en números de la Seguridad Social, que nos fuerza a aprender otra lengua, a formarnos continuamente si no queremos quedarnos atrás en la carrera por ocupar un lugar dentro de un mercado laboral cada vez más flexible, a aceptar una jubilación más tardía, a estar perpetuamente conectados a la Red. Es en este sentido como puede hablarse de una decepcionante timidez del radicalismo, incapaz de hacer oír su voz en el debate sobre el caso griego para plantear sus propias demandas de ruptura. Y lo digo con un gran respeto por quienes se sienten asfixiados en el sistema social vigente y, viéndolo preñado de falsos valores, conducen su vida de manera coherente con sus creencias; un respeto que, por ello, merecen menos quienes se apropian del discurso rupturista mientras abrazan las ventajas de la sociedad que dicen detestar. Sufre el poeta en contacto con el mundo; medra, en cambio, el sofista.

¿Puede entonces una sociedad librarse de la tiranía de los números? Desde luego, puede decidirlo si así se lo pregunta a sí misma, ya sea mediante referéndum o votando masivamente en las elecciones representativas a partidos radicales que presentan claros programas de transformación radical. Pero tanto la pregunta como los programas deberían ser claros, a fin de que nadie pueda engañarse sobre las consecuencias de un viraje semejante. Tal como señalan Peter Self y Michael Freeden, los defensores del socialismo contemporáneo –o algo parecido al mismo–, están obligados a abandonar todo oportunismo y presentar argumentos morales claros: «No hay atajos al socialismo»Peter Self y Michael Freeden, «Socialism», en Robert Goodin et al. (eds.), A Companion to Contemporary Political Philosophy, Malden, Wiley-Blackwell, 2012, p. 433.. Es decir, que la renuncia al bienestar material que constituye la otra cara de la tiranía de los números habría de decidirse con plena conciencia, no a la espera de alcanzar mágicamente una suerte de abundancia material cualificada que mantenga los frutos del capitalismo globalizado pero que nos prive de sus inconvenientes. Por el contrario, las fuentes de la satisfacción personal habrían de ser otras en esa hipotética sociedad posmaterialista y posliberal: en el supuesto, claro, de que una sociedad así lograse funcionar. Sólo una ruptura semejante nos permitiría hablar del fin de la tiranía de la racionalización; todo lo demás cae dentro del modelo socialdemócrata –que no «neoliberal»– dominante. Nada hay de radical en maquillar un poco los pómulos angulosos del capitalismo social-liberal.

Vaya por delante que entendemos por radicalismo la posición de quienes exigen una transformación de las estructuras básicas y del sistema de valores de una sociedad dada; una ruptura, pues, con las instituciones y los valores vigentesMichael J. Thompson, «Radicalism», en Michael T. Gibbon (ed.), The Encyclopedia of Political Thought, Malden, Wiley-Blackwell, 2014.. En sí mismo, el radicalismo no es progresista ni conservador: también el Estado Islámico es radical. Y si nos ceñimos al caso griego, parece claro que los fundamentos ideológicos de Syriza son radicales, aun cuando, si seguimos la distinción que establece Paul Schumaker entre izquierda radical y extrema izquierda, parezca situarse a caballo entre ambos, al modo de un centauro ideológicoPaul Schumaker, From Ideologies to Public Philosophies. An Introduction to Political Theory, Malden, Wiley-Blackwell, 2008.. Sería izquierda radical aquella que persigue no tanto abolir el capitalismo como limitar su influencia sobre los distintos aspectos de la vida social, transformando los valores culturales dominantes por vías no revolucionarias. Por su parte, sería extrema izquierda la que carece de un programa específico de cambio, pero se empeña en la crítica exhaustiva de la sociedad capitalista y globalizada, entendida como un sistema de dominación. Schumaker resume así las diferencias: «La extrema izquierda es más antiglobalización, anticapitalista y antigubernamental que la izquierda radical que trabaja dentro de las instituciones pluralistas». La segunda, que linda con el anarquismo, es más académica que partidista. De ella dejó dicho Richard Rorty que se asienta sobre el modelo del espectador carente de un programa específico de cambioRichard Rorty, Achieving Our Country, Cambridge, Harvard University Press, 2008.: algo así como Krugman hablando sobre Grecia desde Nueva York. Esta forma de disidencia, a menudo puramente estética, se alimenta cuando expresa sinceramente una insatisfacción irresoluble: la sensación de que no es así como deberían ser las cosas, por más que sean así en la práctica.

Si bien se mira, es común a todos estos casos ese difuso «anhelo de revolución total» que Bernard Yack identifica como una poderosa corriente que atraviesa todo el pensamiento modernoBernard Yack, The Longing for Total Revolution. Philosophic Sources of Social Discontent from Rousseau to Marx and Nietzsche, Princeton, Princeton University Press, 1986.. Se trata de un deseo cuyo fundamento es la convicción de que la sociedad, tal como existe en la modernidad, impide la plena realización de nuestro potencial humano. Something is missing. Rousseau, Marx y Nietzsche serían los padres fundadores del descontento; entre sus hijos se cuentan Adorno, Foucault, Negri. A su vez, este sentimiento de frustración encontraría salida en las distintas formas de eso que se ha denominado –con permiso de Andrés Ibáñez– romanticismo político. Nikolas Kompridis, uno de sus intérpretes más cualificadosNikolas Kompridis, «Political Romanticism», en Michael T. Gibbon (ed.), The Encyclopedia of Political Thought, Malden, Wiley-Blackwell, 2014., ha sostenido que su vigencia obedece al hecho de que la modernidad es una forma de vida extenuante, juicio que ilustra con una descripción tremendista –entendiendo aquí por tremendismo un estilo particular de argumentación– de John Berger:

En todas partes, bajo diferentes condiciones, la gente se pregunta: ¿dónde estamos? No se trata de una pregunta histórica, ni geográfica. ¿Qué estamos viviendo? ¿Hacia dónde se nos lleva? ¿Qué hemos perdido? ¿Cómo podemos seguir adelante sin una visión plausible del futuro? ¿Por qué hemos perdido toda idea de lo que se encuentra más allá del lapso de una vida? Los expertos responden: globalización. Posmodernismo. Revolución de las comunicaciones. Liberalismo económico. Son términos tautológicos y evasivos. Ante la angustiada pregunta de hacia dónde vamos, los expertos murmuran: a ninguna parte. ¿No sería mejor admitir y señalar que estamos atravesando el caos más tiránico –a fuer del más penetrante– que ha existido jamás?

Pues bien, ese caos tiránico es el que, desde el punto de vista del romanticismo político, demanda nuevas formas de ver, hablar y actuar, así como nuevas prácticas e instituciones que permitan –retomando a Yack– la plena realización de nuestra humanidad. En la medida en que aspiremos a un cambio mediante el cual, en palabras del filósofo norteamericano Stanley Cavell, «seamos diferentes, lo que reconozcamos como nuestros problemas sea diferente y nuestro mundo sea diferente»Stanley Cavell, Must We Mean What We Say?, Cambridge, Cambridge University Press, 1976., estaremos en territorio romántico. Para Kompridis, una democracia no sería digna de tal nombre sin esa pulsión romántica, que es la que permite formular una promesa de acción y esperanza:

Si la política democrática no fuera capaz de desvelar nuevas posibilidades, de dar forma a nuevas esperanzas allí donde las esperanzas se han agotado, ¿en qué sentido podríamos hablar rectamente de una política democrática?

Frente al escepticismo liberal que señala el elemento trágico implícito en el pluralismo, que nos exige elegir entre valores distintos cuya realización simultánea es imposible, el romanticismo político aspira a la emancipación del sujeto moderno en un sentido fuerte, por medio de la conciliación de fines múltiples cuya definición, no obstante, parece menos importante que la crítica de la sociedad existente. Puede decirse que el romanticismo político aspira a hacer posible otra sociedad invocando el disgusto que ésta le provoca, generando así una expectativa de raigambre utópica y considerable atractivo emocional. Su motor es, pues, el descontento con la modernidad liberal; su promesa, proporcionar aquello que falta, hacernos sentir completos.

¿Quién podría oponerse a la idea de que la política democrática debe ser capaz de producir nuevas posibilidades? Es la índole de esas posibilidades y la relación que guardan con la acción política lo que plantea más de un problema. Para empezar, porque podríamos cuestionar la naturaleza del anhelo romántico, viéndolo como un anhelo intrínsecamente irrealizable. Ésa es la contradicción que Yack ve en quienes exhiben una insatisfacción profunda con la modernidad: que confunden el efecto con su presunta causa. Ya que, si aplicamos la lógica romántica, cualquier institución exterior que condicione nuestro comportamiento –cualquier forma de interacción social– habrá de ser tenida por deshumanizadora: «Ninguna revolución, no importa cómo se la defina, puede llevarnos más allá de la deshumanización que descubrimos en los individuos y las instituciones modernas». Algo que, como él mismo apostilla, no implica reemplazar la esperanza por la desesperanza, sino más bien primar la reforma sobre la revolución: una reforma moderada y paulatina que amplíe los espacios para el disfrute de la autonomía personal sin desatender la producción social de una riqueza que después sea posible redistribuir para compensar las desigualdades derivadas del azar genético y familiar. Otra vez, la socialdemocracia.

Si trasciende la esfera estética donde el mismísimo Jürgen Habermas apostaba por confinarloJürgen Habermas, The Philosophical Discourse of Modernity, trad. ing. de Frederick G. Lawrence, Cambridge, The MIT Press, 1987., para evitar la confusión de lo extraordinario con lo cotidiano y el ahogamiento de la razón administrativa a manos del asamblearismo, el romanticismo político presenta un peligro evidente: la creación de expectativas irrazonables acerca de aquello que la política puede proporcionar. Su solapamiento con el populismo es así más que probable. Y la subsiguiente hinchazón de las expectativas –tan hábilmente explotada por Syriza– nos permite explicar los problemas de contenido que lo han aquejado históricamente, como queda de manifiesto en la inanidad de las fórmulas de vida alternativas planteadas por el situacionismo. Un ejemplo de ello puede encontrarse en Los amantes regulares (2005), la película de Philippe Garrel sobre el mayo del 68 francés, donde un estudiante engagé se desespera ante el obstinado conservadurismo de la clase trabajadora:

Tienen más miedo de la revolución que los burgueses. Sólo quieren más dinero de sus patronos. ¡Como si eso fuera a cambiarles la vida! ¡No se dan cuenta de que se trata de la vida, no del dinero!

Obsérvese que la vida, sin adjetivos, se opone aquí al dinero; pero el contenido de esa vida preferible queda sin precisar. Something is missing. Lo único que queda claro es que una vida plena es incompatible con el trabajo asalariado. De manera que esa «novedad» a la que Cavell se refiere como paradigma de la imaginación romántica se convierte en una entidad espectral: un «algo» siempre pendiente de definición. Eso, en fin, que falta. Esa misma razón nos permite explicar el aplazamiento indefinido de la revolución, a fin de proteger su prestigio y alimentar su mitología. Recordemos Mientras tanto, memorable título de la revista de estudios marxistas fundada por Giulia Adinolfi y Manuel Sacristán, que alude al tiempo que resta hasta la llegada de la revolución. Sobre esa peculiar escatología trata asimismo La sconfitta, el cortometraje con que debutara en 1973 el director de cine italiano Nanni Moretti. Inquiría éste allí a otro amigo comunista, ambos rigurosamente barbudos, sobre las fases del materialismo histórico, a la vez que cuestionaba sus fundamentos: «Dices que hacemos política para las masas, pero, seamos serios, ¿qué nos importan a nosotros los deseos de las masas?» A lo que su amigo, que había mostrado signos de una creciente impaciencia durante la charla, respondía dándole un bofetón que zanjaba toda controversia. Pero la pregunta quedaba en el aire. Por eso es posible sentir nostalgia de los tiempos prima della rivoluzione, cuando la dulce expectativa del cambio social radical –de la redención intramundana– no había sido todavía arruinada por los trágicos resultados del socialismo realmente existente.

Si bien se mira, sería demasiado esperar que los seres humanos mostrasen una coherencia perfecta entre medios y fines: los resultados serían monstruosamente perfectos. Más bien es legítimo soñar con una transformación completa de las propias condiciones de vida. Hacerlo en un contexto de interdependencias económicas y decisiones mancomunadas, como sucede en el caso griego, es más discutible: el trabajador griego no puede jubilarse más tarde que el italiano si el dinero del contribuyente italiano sirve para financiarlo. En todo caso, lo llamativo es que el radicalismo político –tal como lo hemos definido– se ha revelado insospechadamente tímido allí donde parecía presentársele una buena oportunidad, renunciando a plantear explícitamente una alternativa integral al orden capitalista. En realidad, sólo las propias dinámicas del capitalismo –como sugirió irónicamente Joseph SchumpeterJoseph A. Schumpeter, Capitalism, Socialism, Democracy, 2ª ed., Mansfield, Martino Publishing, 2011. Hay una nueva edición española, de la que ha aparecido hasta el momento el primero de dos tomos: Capitalismo, socialismo y democracia (prólogo de Joseph E. Stiglitz), trad. de José Díaz García y Alejandro Limeres, Barcelona, Página Indómita, 2015.– pueden conducir a su propia superación, salvo que el desarrollo exponencial de la ciencia y la tecnología nos conduzcan directamente a un escenario poshumano en el que haya desaparecido la escasez y estas reflexiones dejen de poseer sentido alguno. Mientras tanto, se antoja difícil que una sociedad nacional –no digamos un bloque regional en su conjunto– decida democráticamente experimentar con una renacionalización que vaya más allá de la retórica y se adentre en el terreno del socialismo para un solo país: una cosa es no querer pagar las deudas y otra empobrecerse sin remedio. Romántico es, pues, el anhelo; melancólica, si llega, la constatación de que no podemos hacerlo realidad: algo falta y seguirá faltando. Por todo ello, parece que liberarse de la tiranía organizativa seguirá siendo una fantasía, no muy distinta de aquellas con que nos entretenemos diariamente a fin de soportar mejor nuestras inevitables frustraciones.

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