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Visiones de España

Un discours national? La Real Academia de la Historia entre science et politique (1847-1897)

Benoît Pellistrandi

Casa de Velázquez, Madrid

468 pp.

40 €

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Hace unos años, Ignacio Peiró publicó Los guardianes de la Historia. La historiografía académica de la Restauración. Mostraba el autor cómo bajo los moderados, y en especial durante los cinco años de mandato de la Unión Liberal, el academicismo, un conjunto de conocimientos, valores y prácticas sociales, regido por las Academias, centros de saber oficial, se constituyó en el modelo de articulación cultural entre el poder y la sociedad, que alcanzaría su plenitud con la Restauración canovista. La Real Academia de la Historia, ámbito de confluencia de las élites sociales y políticas del liberalismo, preferente pero no exclusivamente moderado, vendría a ser así el marco institucional por excelencia de la historiografía española, extendiendo su influencia por todo el territorio nacional.

La Real Academia de la Historia constituye también el ámbito de investigación de Benoît Pellistrandi. A ella ha dedicado su tesis doctoral, ahora convertida en libro, que permite contemplar la institución bajo renovadas perspectivas. Por de pronto, la muestra como agente de una «política de la historia», parecida a la que se rea­liza en otros países europeos, muy especialmente en Francia. Después, «la estética de la Historia» afronta el significado de la disciplina en el si­glo xix. Finalmente, en la parte fundamental del trabajo, expone y analiza el «relato nacional», expresivo de su cultura histórica y política, de las élites liberales responsables del destino de la nación, tal como se manifiesta a través de los discursos de recepción en la Academia. Ciencia histórica –rigor metodológico fundado en la crítica de las fuentes– y política –se trata de la construcción y legitimación del Estado liberal– se integran en unos discursos que, «explorando una parte del pasado nacional a la luz de un futuro incierto», exaltan la dimensión histórica de la nación, a la vez que proclaman una «vinculación visceral» a esa realidad humana y territorial que es España.

Es en Francia, sobre todo, donde están las raíces intelectuales e ideológicas –Tocqueville, Guizot, Thierry, Cousin, Constant, Roger-Collard, Fustel de Coulanges, Taine o Renan– de la mayor parte de los historiadores españoles que pueblan el libro de Pellistrandi. La historiografía francesa del si­glo xix se forma en torno a una reflexión sobre la «gran Revolución»: la historia, de este modo, se inscribe en el debate político, lo encuadra y le da su contenido y dimensiones. El liberalismo doctrinario tratará de ofrecer una solución política, constitucional, al legado de la Revolución, buscando los antecedentes que atenúen los efectos desestabilizadores –«Clore la Révolution»– de la ruptura revolucionaria. Lo harán Thierry y, sobre todo, Guizot con Histoire des origines du gouvernement représentatif (1824) e Histoire de la civilisation en France (1828-1829). La Monarquía de julio no tendría así un origen revolucionario, al inscribirse en la longue durée de la Historia de Francia, de una nación francesa plena de densidad histórica. La nueva historiografía adopta los conceptos de la «historia filosófica» –nación, civilización…– y los métodos positivistas, herederos de la tradición erudita. De Luis Felipe a la III República habrá una política de la historia, encaminada a dotar a Francia de una conciencia histórica, capaz de permitir a la nación tener «una justa representación de sí misma», en la que se inscriben las obras de Monod, Lavisse o Seignobos. Mas, después de la derrota de 1870, el debate sobre la Revolución se atenúa y Francia se integra en torno a una historia republicana, vector ya de la conciencia na­cional.

España, cuya historia forma parte de la de Europa, seguirá el modelo historiográfico francés, con un cierto retraso institucional: la reforma de la Academia de la Historia francesa es de 1794, la de la española de 1847; la fundación de l’École des Chartes es de 1821, la de la Escuela Superior de Diplomática de 1856; la de l’École Pratique des Hautes Études, introductoria del «seminario» alemán, de 1868; la del Centro de Estudios Históricos, de 1910. La política de la historia en España se centra en la Academia, a la que corresponde «la defensa e ilustración de la Historia nacional» y donde se elabora el discurso nacional de las élites liberales, expresivo de sus convicciones y de sus modos de representar a España. Historia y política, esa alianza propia del liberalismo doctrinario, ¿tiene lugar en España como en Francia? Tal es la pregunta que orienta la investigación de Pellistrandi y que tiene una respuesta afirmativa al mostrar la precisa vinculación de la Historia metodológicamente científica con la construcción del Estado liberal.

El capítulo que Pellistrandi dedica a la «Historia como estética» es una demostración de cómo las producciones literarias y artísticas, la pintura especialmente, expresan, tanto en España como en Europa, una cultura de la historia, exaltando –heroísmo, honor, libertad– el «carácter nacional». La historia se despliega en las más variadas direcciones –lenguaje básico de los hombres del si­glo xix– para convertirse en matriz de todas las actividades intelectuales, adquiriendo, incluso, un carácter «mediático». En la Historia se fundan las legitimaciones y justificaciones políticas que, desde la inteligibilidad del pasado, permiten controlar la evolución histórica, dando firmeza y estabilidad al Estado liberal.

¿Cuál fue el papel desempeñado por la Academia de la Historia, y cuáles los contenidos de su discurso historiográfico, en la formación de una conciencia nacional? «Ilustrar», configurar esta conciencia: tal fue la tarea de la Academia para la que el Estado le confiará la «gestión», la «administración» del pasado. Le corresponden así –era necesario salvar las fuentes– la conservación y protección de la documentación procedente de las desamortizaciones, la decisión sobre las subvenciones oficiales otorgadas a textos históricos, la publicación de documentos y trabajos científicos (Memorial Histórico Español, Memorias de la Real Academia Española de la Historia, Boletín de la Real Academia de la Historia, Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos).

La Academia formulará, exigencia de su función, una concepción de la Historia en la que la dimensión social estará ausente, llamada a tener larga vigencia e influencia profunda en la conciencia histórica española. Tal formulación la establece Pellistrandi, a partir, como se ha dicho, de los discursos de recepción en la Academia, obligatorios desde la reforma de 1847, e importantes por dos razones: la relevancia social y política de quienes los pronuncian y sus propios contenidos. Los académicos constituyen mayoritariamente la derecha del régimen constitucional: hombres del partido moderado, conservadores canovistas, católicos intransigentes de Pidal, incluso. Mas, junto a ellos, militares, diputados y senadores progresistas y sólo algún caso de sensibilidad krausista. Representantes –los historiadores, archiveros y bibliotecarios, cuerpo creado en 1858, tienen un papel reducido–, en suma, de las oligarquías de la Restauración. En cierta manera, como ya señaló Peiró, se reproduce el «turno» político de la época. Ambas alas del liberalismo convergerán ideológicamente desde la necesidad de un Gobierno representativo y la preocupación por el control de la soberanía nacional.

La España de los discursos académicos en los que, reiterémoslo, está presente la preocupación por la metodología científica, y más allá de su diversidad temática, es una nación producto de la historia, cuyas raíces están en la sedimentación de los grupos humanos que han ocupado la Península y en su adaptación a las variadas condiciones físicas del territorio. En este proceso habrá de forjarse un carácter nacional, hecho de orgullo, valor e inquebrantable amor a la libertad, cuya permanencia a través del tiempo da continuidad a la nación: Zaragoza y Gerona renuevan Sagunto y Numancia. España es tam­bién una civilización católica –la religión de Roma fundamenta la moral y la justicia– en la que los concilios toledanos –el componente visigodo en la fundación nacional es decisivo– serán el modelo de las Cortes posteriores. La catolicidad esencial de España se fragua definitivamente en una Reconquista, cuya acción consciente y continua frente a la Media Luna vincula la gesta heroica de Pelayo y Covadonga y la conquista de Granada. Los Reyes Católicos harán la unidad nacional y con el descubrimiento de América, que sitúa la historia de España en un orden trascendente, la nación española alcanza su cenit. Al tema de la «decadencia» –en su complejidad, conceptual y causal– dedica Pellistrandi amplio espacio.

Los académicos, conscientes de la diversidad del país, que tanto ha dificultado la constitución de la nacionalidad, otorgan a la Monarquía, equilibrada por las Cortes, un papel decisivo en el mantenimiento de la unidad de España, condición imprescindible de su éxito y fundamento de aquellos momentos gozosos en cuyo recuerdo busca Amador de los Ríos remedio «a los males del presente». Este discurso, definitorio de nuestra «Constitución histórica» ha marcado profundamente la historiografía española y formado la conciencia nacional de amplias capas de la sociedad. No será, sin embargo, el único. Una crítica acerba de la que se considera deformación mitificadora de nuestra historia adquiere amplitud desde finales del si­glo xix, a partir de un patriotismo crítico: Joaquín Costa, en noviembre de 1898, acuña la fórmula «Escuela, despensa y siete llaves al sepulcro del Cid», pues los nombres retumbantes de Numancia, Sagunto, Lepanto o Pavía no compensan la miseria y opresión del pueblo. El nacionalismo unitario empezará a sufrir la amenaza, débil todavía, de los nacionalismos periféricos. Una visión problemática de España discurrirá paralelamente a la académica, impulsada por krauso-institucionistas, positivistas o republicanos y, aunque institucionalmente marginal, influirá de manera importante en la pedagogía y la transformación de las mentalidades. Dos formas de entender la Historia de España entran en un conflicto que, pese a intentos conciliadores, seguramente no ha concluido. 

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