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El periodismo epocal de Vázquez Montalbán

OBRA PERIODÍSTICA (1960-1973): LA CONSTRUCCIÓN DEL COLUMNISTA

Manuel Vázquez Montalbán

Debate, Barcelona

528 pp. 26,90 €

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Debate ha asumido la tarea de compilar en tres volúmenes la obra periodística de Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939-Bangkok, 2003), un polígrafo que entregó más de nueve mil artículos a las rotativas a lo largo de su prolífica vida. Después de leer las quinientas páginas del primer volumen publicado, a uno, que desconocía la obra de Vázquez Montalbán, no le merecen otro veredicto que el que corresponde a un prosista talentoso pero no genial, un columnista renovador pero no revolucionario, un analista valioso pero no histórico, un autor notable pero desde luego en absoluto inmortal. Y todo porque Manuel Vázquez Montalbán, leído hoy, acusa demasiado una omnímoda condición epocal. Sus columnas, escritas –eso sí– en un castellano moderno pero rico, no desprovisto de fogonazos líricos y hallazgos expresivos, se erigen en correlato estrecho del mundo que le tocó vivir, un espacio-tiempo marcado por la efervescencia ideológica de los sesenta y los setenta, con todos sus carnés de militancia urgente y esa fraseología extinta de «burgueses» y «medios de producción».

Si uno lee hoy a Julio Camba, o a Josep Pla, o a Chaves Nogales, con ser todos ellos anteriores a Vázquez Montalbán, no tiene en ningún momento la impresión de estar leyendo la brillante pero atrasada columna del polemista que ocupó una contraportada del mes pasado, y no hay nada más viejo que el periódico de ayer. Saber sobrevolar el contexto, merced a una mirada que advierte lo humano por encima de lo sociológico, es patrimonio de los grandes escritores, que también los hay en periódicos. Vázquez Montalbán es bueno, desde luego muy superior a la media que marca el mediocre ejercicio del columnismo actual, pero no resiste el parangón con una antología de Camba, Fernández Flórez o Umbral. La militancia de izquierda, a nuestro juicio, lastró sus posibilidades literarias. Vivir bajo el franquismo no es ninguna excusa para subordinar el arte a la voluntad opositora, porque la única forma de ser un escritor revolucionario es ser revolucionario como escritor, según el aforismo de Cortázar. Sirvan para corroborar el aserto la devaluación de la obra engagé de Sartre frente a la creciente cotización del Camus más insobornablemente ético. Y la poesía social de César Vallejo no es valiosa por defender una determinada posición política, sino porque consigue ahormarlo a la exigencia estética de una fórmula personalísima, sin retórica de clase. También por eso envejecen los poemas comunistas de Neruda, Alberti o Hernández peor que sus poemas más personales, por no decir individualistas. O «burgueses».

Pla vivió y escribió bajo el franquismo, y logró la inmortalidad, y Chaves Nogales hubo de huir de España por salvaguardar su arte de las banderías de los años treinta, bastante más peligrosos que los sesenta. Vázquez Montalbán estrenó la pluma en la prensa del Movimiento, y no hay por qué avergonzarse de ello. Es más, la presencia amenazante de la censura motivó en muchos casos –ahí están los genios de La Codorniz– la depuración de un estilo satírico que hoy, asistidos como estamos por tan altas cotas de libertad de expresión, sólo puede acicatear al articulista que desafíe la nueva dictadura de la corrección política. El buen artista convierte las condiciones en ventajas. Manuel Vázquez Montalbán hubo de pasar un año en la cárcel por la heterodoxia de sus artículos, y no dejó después de deslizar pullas soterradas contra el régimen franquista, todo lo cual es muy de agradecer. Pero le faltó el humor (que no el sarcasmo) de la verdadera superioridad moral. Como escribió Pla, el hombre que cree que este es el mejor de los mundos posibles vivirá disgustado y frenético, mientras que el que cree que esto es un valle de lágrimas corregido por un sistema de propinas, vivirá resignado y tranquilo. Vázquez Montalbán era de los primeros, y ese frenesí reformista que subyace a sus columnas despide el tufillo de otro catecismo simétrico que se ofrece como antídoto al franquismo: el catecismo marxista. Marsé retrató la grisura agobiante de la posguerra, pero se ahorró la contrarréplica discursiva y en su lugar dejó actuar a sus personajes en sus ambientes, con sus historias.

Por entrar un poco en temas y ejemplos concretos, el extracto de Crónica sentimental de España ofrece un fresco deprimente de una clarividencia muy meritoria, por cuanto enjuicia sin perspectiva la tensión entre mojigatería impuesta y hedonismo irrefrenable que caracterizaba a sus contemporáneos. (Tampoco es que hoy vivamos en Sodoma, por cierto, ni que sea ese el ideal.) La militancia culé del autor sirve en varios artículos para descubrir que la politización del Barça no es un invento de Joan Laporta, sino una reacción (algo mitificada) contra el centralismo y la amistad Franco-Bernabéu. La reivindicación de la cultura popular –y de su templo: la televisión– retrata esa empatía natural hacia el pueblo llano de un autor que podía permitirse el elitismo que avalaría su vasta cultura. Sin embargo, la confianza en la insobornabilidad moral de Vázquez Montalbán a que invita una frase como «Esos incontrolados que en el otro bando mataban a curas a base de inyectarles aire por el ano» se desvanece cuando leemos, ¡años después!, una semblanza de Stalin en la que el articulista aboga por una interpretación «desmitificada» del dictador, que «ni es ángel ni diablo». No reclama tan exquisita equidistancia para Pinochet, siendo éste bastante menos mortífero que el georgiano. En cuanto al antiamericanismo –y la indisimulada simpatía procastrista– que sobrecarga sus agudos análisis de política internacional –su mejor faceta en este libro, con la costumbrista–, sorprende la exactitud con que cierta izquierda española reitera hoy tan vetusto y prejuicioso argumentario. Lo peor de Vázquez Montalbán es la inevitable hipocresía del ideólogo, que se carga de razones antiburguesas para acabar propugnando un aquilatado sibaritismo en la mesa, entre otros placeres más bien «pequeñoburgueses». Y es que el periodismo, para que sea eterno, debe comprender la condición humana, no aspirar a su reforma.

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Ficha técnica

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