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El proceso de formación del concepto de historia de la literatura nacional española. Las aportaciones de Pedro J.Pidal y Antonio Gil de Zárate

MIGUEL RAMOS CORRADA

105 págs.

6,01 €

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Los estudios sociales de la literatura (la producción literaria encuadrada en unas precisas coordenadas sociopolíticas, o más reductivamente, como expresión de unos intereses de grupo o clase) tienen una larga estela entre nosotros, con una amplia cosecha de investigaciones de desigual calidad, derivada en gran medida de la rigidez o flexibilidad con que se termine aplicando la determinación del componente sociológico. A uno de los pioneros y más fructíferos analistas en este campo (José Carlos Mainer) se remite explícitamente el autor de este libro para vincular el surgimiento en la España liberal de una «literatura nacional» a los «objetivos nacionalistas» y a los intereses de la «burguesía ascendente». «La historia de la literatura no nace –escribe Ramos– de una forma natural y espontánea; hay una orientación, claramente intencionada, que dirige las labores de búsqueda e interpretación del pasado»; se trata, dicho en otros términos, de una canalización ideológica o un control de la opinión en el que determinadas instituciones (en especial «el aparato crítico y el educativo») desempeñan un papel preeminente: «el primero será quien aporte los recursos útiles para la formación del canon, en tanto que el segundo será quien contribuya a su difusión» (pág. 33). Si utilizáramos, para ser fieles a la letra y al sentido de este breve ensayo, el criterio académico y esquemático de su autor, podríamos precisar y resumir en cuatro los objetivos a los que aspiran estas páginas: el primero no es otro que esbozar las grandes líneas que conducen a la transformación del acervo literario hispano en eso que finalmente todos llamamos con engañosa naturalidad «literatura nacional»; a partir de ahí, en segundo lugar, la perspectiva se torna más próxima para apreciar de qué manera y con qué concursos se va fraguando y, al cabo, se consagra en ese contexto un criterio canónico que, tercer referente, se instrumentaliza en forma de política cultural por determinadas élites para –fin de trayecto– llevar a cabo el proyecto de nacionalización integral que constituye el propósito hegemónico de los partidos y prohombres liberales a lo largo de buena parte de nuestro siglo XIX . Con unas pretensiones modestas y una sintaxis manifiestamente mejorable, Ramos Corrada centra su estudio en las figuras de Pedro J. Pidal y Antonio Gil de Zárate, dos protagonistas indiscutibles desde sus influyentes atalayas en ese proceso de fabricación de una literatura nacional: el primero como ministro responsable del plan de estudios que lleva su nombre (Plan Pidal, 1845); y como redactor de esta misma disposición el segundo, amén de autor del primer manual didáctico de la literatura española. En la década central del siglo, entre 1844 y 1854 para ser exactos, estos personajes desempeñan una importante labor de concienciación nacional a partir de una cuidadosa selección de autores y textos literarios de todas las épocas. Pidal encuentra en la epopeya cidiana la quintaesencia española, que luego se prolonga en una poesía y en un teatro (en especial Calderón) que son al mismo tiempo compendio y reflejo del alma hispana, intemporalmente considerada: fogosa, grave, severa, sublime, caballeresca, religiosa… Gil de Zárate desarrolla y profundiza los mismos principios hasta convertir la literatura en el cauce natural por el que se expresa el alma de la nación. De ahí que «historia de la literatura», «identidad nacional», «carácter hispano» o «esencia española» sean en el fondo la misma cosa. Cualquiera de esas vertientes aparece impregnada de idénticos rasgos: el honor, fruto de una tradición bélica y caballeresca; el catolicismo, estandarte de la guerra al infiel; y, como complemento que suaviza las anteriores inclinaciones, un aire galante, hospitalario e imaginativo, poso de la influencia «oriental». El alma popular se vacía en la literatura, y ésta a su vez revela el latido de una raza que se mantiene incólume a través de los tiempos y los avatares de la historia. Así, de Garcilaso a Góngora, de Mariana a Jovellanos hay no sólo un hilo conductor sino un fondo común, casi una unidad, que es el espejo de la nación misma. Obviamente, lo que no encaja en ese esquema preestablecido es arrojado a las tinieblas con el marchamo de extranjerizante o contrario al espíritu hispano. El ensayo que comentamos se inscribe, pues, en la órbita de esos estudios críticos de las ideologías nacionalistas que, aunque muy distintos en métodos, aspiraciones y logros, coinciden no obstante en subrayar el esfuerzo de invención consciente e históricamente datable que subyace a los pretendidos rasgos esenciales de la nación y de sus habitantes. Incluso en el ámbito estrictamente peninsular la bibliografía sobre el tema es amplísima, tanto en lo concerniente a nuestros nacionalismos periféricos (Juaristi y Suárez Cortina ya hablaban hace algunos años en los títulos de sus libros de «invención de la tradición»), como en lo relativo al propio nacionalismo español o al más sugestivo enfoque, ahora tan de moda, acerca de la identidad hispana (ahí están los volúmenes de Fusi, Varela, Carlos Serrano, Álvarez Junco, etc., por citar tan sólo trabajos recientes). El libro de Ramos Corrada se limita casi en exclusiva al análisis de la producción intelectual de los dos personajes mencionados, sin mayores consideraciones sobre su época y su contexto ni, mucho menos, enlazando la susodicha pretensión de establecer una literatura nacional con otros importantes esfuerzos nacionalizadores del mismo signo en otros campos, por ejemplo en la enseñanza de la historia o en las expresiones artísticas (aspectos estos estudiados con más profundidad que en el caso presente por autores como Carolyn Boyd o Carlos Reyero). Ramos dibuja con nitidez la instrumentación de la historia de la literatura en términos nacionalistas, como discurso de esencias nacionales, esbozando al final casi un tono de denuncia en sus conclusiones, pero parece olvidar que ese es un horizonte político e ideológico que también constituía el ideal o el empeño supremo de otras minorías selectas en los grandes países del Occidente europeo. Y, ya que lo hemos mencionado, no está de más subrayar que dicha aspiración obtiene allende los Pirineos más réditos (en forma de potenciación de la conciencia nacional respectiva) que el magro rendimiento que se recoge en estos lares. Pero esta, evidentemente, aun siendo en parte la misma, es también otra historia.

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