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La corrupción en España

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Embarcados en la nave de la dialéctica hegeliana, en una espiral que nos permite recuperar, desde otro nivel de desarrollo, abismos pasados y sueños inalcanzados, España, cada cierto tiempo, recupera su estado depresivo y torna a verse llena de miseria y necesitada de redención y profundo cambio. Numerosos textos han tratado desde la historiografía estos movimientos cíclicos, sobre todo los que comienzan con la invasión francesaVéanse, por ejemplo, Juan Pablo Fusi y Jordi Palafox, España: 1808-1996. El desafío de la modernidad, Madrid, Espasa, 1997, o José Álvarez Junco,  Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001.. Yendo al presente, la crisis económica que nos azota desde 2008 ha sido el reactivo que ha vuelto a generar la reflexión lúcida –a veces– y pesimista –casi siempre– sobre la situación real del país y sus posibilidades de alcanzar el bienestar y prestigio de los países líderes en nuestro entorno. Recuperando el espíritu regeneracionista, algunos autores han emulado a Joaquín Costa o a Lucas Mallada y han escrito textos de notorio pesimismo y ácida crítica hacia un marco social e institucional que entendían funesto para el desarrollo del país. Así, hemos podido leer El dilema de España. Ser más productivos para vivir mejor, de Luis Garicano, Qué hacer con España. Del capitalismo castizo a la refundación de un país, de César Molinas, La urna rota. La crisis política e institucional del modelo español,, del colectivo Politikon, o España estancada. Por qué somos poco eficientes, de Carlos Sebastián, entre otros muchos. De estos textos hemos podido aprender que el origen esencial del «mal» de EspañaUn «mal» que, si se analizara en su contexto, nos permitiría comprender que, aunque en España tengamos graves problemas, hay factores comunes a todas las democracias avanzadas que explican la creciente desafección y pesimismo sobre el funcionamiento del sistema: la obsolescencia funcional de ciertas instituciones (Francis Fukuyama), la crisis de los partidos cártel (Peter Mair), la política como espectáculo y su banalización mediática (Daniel Hallin y Paolo Mancini, Giovanni Sartori, Bernard Manin), el traslado de la toma de decisiones esenciales a la esfera global (Dani Rodrick), el desarrollo del individualismo competitivo (Zygmunt Bauman) o la hegemonía del racionalismo instrumental como único factor explicativo de las conductas sociales y políticas (Hahrie Han).  no está en los genes, ni en factores culturales atávicos, sino en el erróneo diseño de una gran parte de nuestras instituciones políticas, económicas y sociales. El neoinstitucionalismo económico ha sido, sobre todo, el referente teórico que ha dado fundamento a estas críticasSobre todo, como referencia, véase Daron Acemoglu y James A. Robinson, Por qué fracasan los países. Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza, trad. de Marta García Madera, Barcelona, Deusto, 2012..

El estudio de estas instituciones en profundidad y de cómo generan en nuestro país incentivos y desincentivos productores de equilibrios ineficientes se ha convertido en una auténtica veta para la producción científica en las ciencias sociales y jurídicas. También, como es lógico, otro gran conjunto de textos (o los mismos estudios que analizan las patologías) han empezado a realizar propuestas de rediseño institucional para conseguir que las instituciones españolas produzcan cooperación y desarrollo en lugar de despilfarro y abuso. La aprobación durante la legislatura 2011-2015 de numerosas normas que trataban de reducir la corrupción y promover la integridad de nuestras Administraciones ha generado, por ejemplo, un conjunto de textos que nos permiten entrar en los vericuetos de la vieja y la nueva normativa y sus posibilidades y erroresSólo para el tema de la normativa sobre transparencia y buena administración, entre otros, se recomienda leer excelentes textos como Emilio Guichot (coord.), Transparencia, acceso a la información y buen gobierno, Madrid, Tecnos, 2014; Isabel Wences, Mario Kölling y Sabrina Ragone (coords.), La Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno. Una perspectiva académica, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2014; y Juli Ponce Solé, Negociación de normas y «lobbies». Por una mejor regulación que favorezca la transparencia, evite la corrupción y reduzca la litigiosidad, Cizur Menor, Aranzadi, 2015.. Con una visión más pluridisciplinar se han publicado recientemente dos libros de gran calidad e importancia. El primero es el del profesor Rafael Jiménez Asensio, titulado Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones (Madrid, Marcial Pons/IVAP, 2016). En su epílogo, siguiendo la corriente neoinstitucionalista, se pregunta si España es un país sin frenos al poder y su respuesta es bastante clara: España carece de un sistema eficaz de control del poder y está bastante alejada aún de sistemas de buena gobernanza, lo cual explica nuestros problemas de corrupción e ineficiencia. La dependencia del sendero histórico, el clientelismo asentado en las relaciones políticas o la partitocracia existente en el nombramiento de los responsables de los órganos de control son algunas de las causas resaltadas. El segundo libro es el coordinado por el profesor Francisco Llera, titulado Desafección política y regeneración democráticaEste texto es el fruto del trabajo de un grupo de científicos sociales convocados bajo los auspicios del profesor Benigno Pendás, director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, organismo que es, además, el que ha publicado la obra en 2016., cuyo objetivo es analizar empíricamente el fenómeno de la desafección política en España y tratar de ofertar un conjunto de medidas de regeneración democrática para su eventual uso por el Gobierno. En todos estos textos, desde los más ensayísticos a los más académicos, hay un conjunto de reflexiones sobre la corrupción, sus niveles, causas, efectos y remedios que creemos que son esenciales para entender y afrontar dicho problema en la España actual.

La crisis económica ha sido un test de estrés sobre nuestro sistema político que ha permitido ver más claramente sus debilidades 

Dicho esto, bebiendo de estas y otras fuentes, si tratamos de encontrar de forma rigurosa y analítica cuáles serían las verdaderas causas del surgimiento de este ciclo de relatos depresivos sobre España en la actualidad, probablemente nos encontraríamos con una narrativa causal que comienza en la crisis económica que asola a España (y a una gran parte de Europa) desde 2008. No obstante, algunos estudios previos recientes insistían en destacar la progresiva pérdida en la política de acuerdos en temas básicos del Estado, unida a una cultura mediática de confrontación, como algunas de las causas que han estado en el origen de los bajos rendimientos actuales del sistema y de la correspondiente corriente depresivaVéanse las contribuciones de Emilio Lamo de Espinosa o Francisco Llera en José Juan Toharia (ed.), Pulso de España 2010. Un informe sociológico, Madrid, Biblioteca Nueva, 2011.. Y, más aún, la debilidad institucional ya venía, como hemos destacado, siendo detectada por diferentes estudios como un componente de riesgo del sistema bastante anterior a la crisisPor ejemplo, Manuel Villoria (dir.), El marco de integridad institucional en España. Situación actual y recomendaciones, Valencia, Tirant lo Blanch, 2012.. Por todo ello, la crisis económica, como indica Mariano Torcal, uno de los autores del libro sobre desafección coordinado por Llera, ha sido un test de estrés sobre nuestro sistema político que ha permitido ver más claramente sus debilidades y, probablemente, los caminos para las reformas. En su texto, Torcal analiza con gran rigor empírico la desafección política en España desde una perspectiva comparada y nos demuestra que el caso español no es excepcional, sino que se inserta en tendencias compartidas con los países del Sur y del Este de Europa. No obstante, si bien la desafección, históricamente alta en España, ha sufrido un fuerte incremento como consecuencia de la crisis económica, las tradicionales apatía democrática y despolitización han sufrido un cambio inverso, generándose una cierta repolitización y una movilización importante contra las medidas gubernamentales surgidas de resultas de la crisis. Las causas de este fenómeno de repolitización, unido al incremento de la desafección, sólo pueden entenderse si incorporamos como variable clave la continua presencia de escándalos de corrupción en la prensa española desde comienzos de los años noventa, escándalos que empiezan a generar verdadera indignación cuando a ellos se une, a partir del otoño de 2008, el dato de que más del 50% de los españoles creen que la economía va mal o muy malDe acuerdo con Anna M. Palau y Ferran Davesa («El impacto de la cobertura mediática de la corrupción en la opinión pública española», Revista Española de Investigaciones Sociológicas, núm. 144 (octubre-diciembre de 2013), pp. 97-126), entre 1996 y 2009, considerando tan solo los dos periódicos más importantes de España (El País y El Mundo), se publicaron 4.126 noticias sobre corrupción política en las páginas de cabecera.. De hecho, a partir de los últimos meses de 2012 y los primeros de 2013 la corrupción se consolida como el segundo problema dentro del ranking de preocupación pública, y ahí sigue. El porcentaje de quienes señalan la corrupción como uno de los tres principales problemas del país pasa de niveles del 10% al 40%. Todo ello unido a un incremento de la percepción de los políticos como otro de los problemas más importantes del país (véase Gráfico 1).

Gráfico 1.  Porcentaje de personas que creen que la corrupción (Serie 1) y los políticos (Serie 2) son uno de los tres problemas más importantes del país. Y porcentaje de gente que cree que la situación económica es mala o muy mala (Serie 3).

Fuente: Barómetros del CIS

En suma, la percepción de una respuesta inequitativa a las demandas sociales (algo que, como luego veremos, también se interpreta como corrupción) y de una amplia serie de escándalos de corrupción política ha generado movilización, dada la conciencia de que los mecanismos representativos existentes no funcionan adecuadamente y que es preciso cambiarlos. Lo más importante, a nuestros efectos, es que, con todo ello, España vuelve a instalarse en una narración social clásica que nos identifica como un país de pícaros, gobernado por elites corruptas e incompetentes (ahora las llamaríamos «extractivas»): un país en el que las reformas institucionales no llegan nunca a su término feliz porque entre gobernantes y gobernados las desnaturalizamos y dejamos a medias. Pero, entonces, más allá de las narraciones y los marcos explicativos, ¿es cierto que España es un país altamente corrupto? Y, si fuera así, ¿la explicación de ello sería cultural?

Para responder a estas preguntas me basaré en estudios previos realizados con Fernando JiménezDe Fernando Jiménez aconsejo la lectura, además de su excelente texto en el libro ya citado y coordinado por Francisco Llera sobre desafección política y regeneración democrática en España, de dos textos recientes: «Los efectos de la corrupción sobre la desafección y el cambio político en España», en José María Gimeno Feliú, Julio Tejedor Bielsa y Manuel Villoria Mendieta (dirs.), La corrupción en España. Ámbitos, causas y remedios jurídicos, Barcelona, Atelier, 2016, y «Las hojas y el rábano. Tres errores en el combate de la corrupción», en el número especial de Claves de Razón Práctica sobre corrupción, de mayo-junio de 2016.. Para comenzar, en relación con los datos de corrupción es importante dejar claro que las dificultades para obtener datos objetivos fiables es enorme. De ahí que normalmente las comparaciones internacionales se realicen con datos subjetivos, de percepción. En general, la medición del fenómeno puede hacerse de tres formas. En primer lugar, puede intentar hacerse objetivamente, a partir de las denuncias de corrupción y las investigaciones abiertas por el ministerio público o los jueces de instrucción; o a través de proxies, como el precio de los contratos sobre una serie de bienes homogéneos. En caso de utilizar las estadísticas oficiales, el principal problema es que no se sabe muy bien si lo que se mide es la corrupción o la calidad del sistema legal y judicial. Un país puede tener datos muy bajos de corrupción perseguida y, sin embargo, tener una corrupción altísima; basta simplemente con que exista un sistema de detección defectuoso, una policía corrupta y un modelo judicial altamente ineficaz y, entonces, los delitos de corrupción perseguidos pueden ser bajísimos y la impunidad, enorme. Por su parte, las proxies a veces miden corrupción y, a veces, simplemente, ineficiencia. Para el caso de España, los datos objetivos tienen un problema añadido, cual es el de la inexistencia de bases de datos oficiales sobre las causas, juicios orales, imputados, acusados y sentenciados por corrupción. El Ministerio del Interior acaba de publicar hace unos meses una confusa estadística en la que mezcla fraude con corrupción y con delitos económicos. De ella puede extraerse alguna conclusión, como que la Policía y la Guardia Civil han investigado en los últimos cuatro años unos cien casos anuales de cohecho, veintidós de tráfico de influencias y casi setenta de malversación de caudales. La Fiscalía, por su parte, nos informa que, entre 2011 y 2013, ha calificado 144 casos como de cohecho, 230 como malversación y 59 como tráfico de influencias. Por su parte, en estos tres años, se han dictado 140 sentencias condenatorias por cohecho, 204 por malversación y una por tráfico de influencias. ¿Son estos todos los delitos de corrupción grave existentes en España? Imposible saberlo en estos momentos. Lo que sí parece claro es que son demasiado pocos si se comparan con los datos de otros países de nuestro entorno. Por ejemplo, en Italia, sólo en 2011, hubo 802 condenados por los delitos de concussione y corruzione.

La percepción general de la corrupción está fuertemente influida por los escándalos

En segundo lugar, la corrupción puede intentar medirse a través de encuestas de percepción a inversores nacionales y extranjeros, a expertos o a la ciudadanía en general. En estas encuestas hay un problema inicial, y es que normalmente no definen la corrupción, dejando a cada uno de los encuestados la configuración personal del concepto. Segundo, los datos no miden la corrupción en sí, sino que miden simplemente opiniones sobre su extensión en un país determinado. Tercero, aunque respondan expertos y empresarios, las opiniones sobre la extensión de la corrupción pueden reflejar también estados de opinión, mediáticamente influidos, del país correspondiente. Diversos estudios demuestran que la percepción general de la corrupción está fuertemente influida por los escándalos y la cobertura mediática del tema, de forma que el nivel real de corrupción puede no cambiar, pero, al hacerse más visible, las percepciones sí cambian. Cuarto, el problema de los lag times. Este retraso en los tiempos se refiere a la diferente velocidad con que operan, por una parte, los verdaderos cambios en la corrupción y, por otra, las tendencias en su percepción. Una política agresiva de lucha contra la corrupción genera, ineludiblemente, escándalos que, a su vez, incrementan la percepción de corrupción. Si la política tiene éxito, la corrupción combatida se reducirá, lo cual se comprobará en índices posteriores cuando, tal vez, nuevas modalidades de corrupción empiecen a desarrollarse sin que sean en ese momento detectables.

Tal vez estas ideas ayuden a entender mejor la situación actual de España en el Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional. Este índice es posiblemente el instrumento más utilizado mundialmente para medir la percepción de la corrupción por países. Se trata de un índice compuesto, es decir, incluye calificaciones de riesgo por países producidas por distintas consultoras de negocios, encuestas a empresarios y ejecutivos de empresas nacionales y multinacionales, encuestas a expertos y encuestas a nacionales de los Estados analizadosTodas las fuentes miden el alcance general de la corrupción (frecuencia y/o magnitud de los sobornos sobre todo) en el sector público y político, y ofrecen una clasificación de países, es decir, incluyen una evaluación múltiple de varios países. El primer paso para calcular el IPC consiste en estandarizar los datos proporcionados por las fuentes individuales (es decir, traducirlos a una escala común). Para ello, se utiliza lo que se denomina técnica de matching de percentiles, que toma en cuenta las clasificaciones de países proporcionadas por cada fuente individual. Esta técnica resulta útil para combinar fuentes con diferentes distribuciones. Si bien al emplearla se pierden algunos datos, garantiza que todas las puntuaciones permanezcan dentro de los límites del IPC, es decir, entre 0 y 10 hasta 2011 (a partir de 2012 se mide entre 1 y 100). El segundo paso consiste en someter las puntuaciones estandarizadas a una transformación beta. Esto aumenta la desviación estándar entre todos los países incluidos en el IPC y permite distinguir de manera más precisa a los países que aparentemente presentan puntuaciones similares. Por último, para determinar las puntuaciones del IPC se promedian todos los valores estandarizados de cada país.. En este índice, a mayor puntuación, menor corrupción, de forma que la pérdida de puntos suele ir vinculada también a cambios en el ranking de países por nivel de corrupción. Los datos de percepción medidos por este índice (IPC) para España han ido empeorando en los últimos diez años, y especialmente en 2009 y 2013 (véase Tabla 1), tras un proceso de mejora que comenzó en 1997 y alcanzó sus mejores resultados en 2002 y 2004. En cualquier caso, en 2015 España ha vuelto a perder puntos y se sitúa ahora con 58/100 en lugares alejados de los países más honestos de Europa (véase Tabla 2). Las puntuaciones de 2013, 2014 y 2015 (ahora ya, desde 2012, con un rango de 1 a 100 puntos) suponen la continuación en el cambio de ciclo que se inició a partir de la crisis económica, que hizo que España pasase de puntuaciones de 7,1 a puntuaciones poco a poco inferiores (en torno al 6). En 2009 obtuvo una puntuación de 6,1 sobre 10 y en 2010 también de 6,1 sobre 10; sin embargo, es cierto que en estas tres últimas ediciones ha alcanzado las puntuaciones más bajas en los últimos quince años. Y la del pasado año ha sido la peor desde que tenemos más de cuatro estudios o encuestas en los que basar los resultados.

Tabla 1. España en el IPC de Transparencia Internacional

Fuente: Transparencia Internacional y elaboración propia

Tabla 2. La Unión Europea en el IPC 2015 (Transparencia Internacional)

Fuente: Transparencia Internacional

Ahora bien, hecha esta comparación, sería un error llegar a la conclusión de que ahora hay más corrupción que en el año 2000, por ejemplo. Lo que el índice expresa es, simplemente, que los expertos, empresarios y ejecutivos encuestados creen que la puntuación correcta para España, de acuerdo con lo que experimentan, leen y escuchan es, ahora, de 58 sobre 100. Este dato implica que, probablemente, las puntuaciones del período previo eran demasiado optimistas, dado que los casos que desde hace un tiempo están conociéndose y las redes que empiezan a destejerse surgen entre diez y quince años antes (piénsese en los casos Gürtel, Baleares, Pretoria, Púnica, etc.). En resumen, poniendo todo junto, podemos afirmar que el descenso de puntos tiene que ver con que los sistemas de control se han mostrado más eficaces últimamente y han provocado que afloraran numerosos casos de corrupción; por otra parte, las denuncias de los medios de comunicación y el relevante eco social y la atención prestada a los casos ahora aflorados han influido intensamente en la percepción ciudadana. También es cierto que la crisis económica ha incrementado el nivel de exigencia social y, aunque la justicia viene cumpliendo su función con cierta eficacia y un buen nivel de resultados a pesar de su lentitud, se ha generado desde finales de 2009 un muy alto nivel de alarma social. Finalmente, aunque el enfriamiento de la economía en el sector urbanístico permite pensar que los casos de corrupción se han reducido en ese ámbito, la lentitud de las sanciones penales, la baja intensidad de las penas en casos de corrupción relevante, la expansión de los escándalos a las instituciones clave del Estado y la sensación de impunidad que muestran las encuestas explican bien la percepción social negativa que se mantiene en este Índice.

Para finalizar con este recuento, cabe realizar una medición por medio de encuestas (encuestas de victimización) en las que se pregunta a los ciudadanos por sus experiencias directas en el pago de sobornos o en las extorsiones que sufren por parte de funcionarios y políticos. Nuevamente tenemos que reconocer que este tipo de medida comporta numerosos déficits. En primer lugar, el abono de un soborno es delito, de tal forma que muchas personas, aunque lo hayan hecho, no están dispuestas a reconocerlo. Segundo, aunque se asegure anonimidad en la encuesta, a veces se temen represalias, sobre todo en Estados no democráticos. Tercero, en ocasiones puede utilizarse la encuesta para expresar un malestar contra el Gobierno o la Administración, por un trato que se considera injusto, aunque en realidad no haya existido cohecho en sentido estricto. Quinto, no se mide la corrupción en general, sino tan solo los sobornos. En la actualidad, globalmente, hay más de quince instrumentos de medición, de manera global o regional, y muchos de ellos se han sofisticado bastante. Pero todos los instrumentos adolecen de serios defectos metodológicos o de contenidoVéanse, entre otros, los estudios de Wayne Sandholtz y William Koetzle, «Accounting for Corruption. Economic Structure, Democracy, and Trade», en International Studies Quarterly, vol. 44, núm. 1 (200), pp. 31-50; Claudio Weber Abramo, «How Much Do Perceptions of Corruption Really Tell Us?»; y Michael Johnston, Components of Integrity: Data and Benchmarks for Tracking Trends in Government,..

Otro aspecto de notable dificultad es el de identificar las causas de la corrupción. La causalidad en ciencias sociales es siempre problemática, pero en el estudio de la corrupción esta dificultad se extrema. A este efecto, es sorprendente comprobar cómo Javier PraderaJavier Pradera, Corrupción y política. Los costes de la democracia, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014., con datos de los años ochenta y noventa del siglo pasado, ya definía con bastante precisión las causas fundamentales de la corrupción en España y las principales áreas de riesgo de entonces y de ahora, causas y áreas que han sido confirmadas posteriormente por Fernando Jiménez y otros autores con datos más actuales y algún cambio en el enfoque teórico. Efectivamente, la corrupción en España ha alcanzado los niveles que ahora todos conocemos debido sobre todo a la consolidación de unas elites partidistas profesionalizadas que han buscado la captura de clientes, de instituciones de control y de fondos públicos con una voracidad desmedida. Desde esta hipótesis puede comprobarse cómo la corrupción se ha expandido en aquellas áreas donde existe monopolio en la toma de decisiones y discrecionalidad en el uso del poder, además de débiles sistemas de control: por ejemplo, en la contratación y las subvenciones públicas, o en el urbanismo, y todo ello conectado a la financiación de partidos y el enraizamiento de redes clientelaresSobre corrupción en el ámbito urbanístico existe amplia bibliografía y, sobre todo, numerosos artículos científicos, como, por ejemplo, Lorenzo Morillas, Urbanismo y corrupción política, Madrid, Dickinson, 2013; o Vicente Corral, La lucha contra la corrupción política en España, Valencia, Tirant lo Blanch, 2014. Sobre contratación, por ejemplo, Agustí Cerrillo i Martínez, El principio de integridad en la contratación pública, Cizur Menor, Aranzadi, 2014. Sobre financiación, entre otros, pueden destacarse Gloria Martínez Cousinou, La financiación de los partidos. Actores, intereses y estrategias en España y Reino Unido, Madrid, UNED, 2013; o Manuel Maroto, La financiación ilegal de los partidos políticos, Madrid, Marcial Pons, 2015. Sobre el clientelismo, véase Nicholas Charron, Víctor Lapuente y Bo Rothstein, Quality of Government and Corruption from a European Perspective. A Comparative Study of Good Government in EU Regions, Cheltenham, Edward Elgar, 2014..

En España estaríamos peligrosamente cercanos a una cultura particularista, en la que las personas no son tratadas igual bajo la ley

Pero también es cierto que, tras este conjunto de fenómenos, existe un magma cultural que lo ha facilitado. Una sociedad en la que el nivel de desarrollo moral mayoritario parece más cercano a lo que Lawrence Kohlberg ha categorizado como nivel tres que al nivel cuatro, más propio de democracias avanzadas. En este nivel tres, las personas son capaces de sacrificar sus intereses y respetar reglas, pero sólo aquellas que surgen de las obligaciones familiares o de amistad. Sin embargo, en el nivel cuatro las personas sacrifican sus intereses particulares por el cumplimiento de las leyes estatales y el buen funcionamiento de la sociedad. En suma, en España estaríamos peligrosamente cercanos a una cultura particularista, en la que las personas no son tratadas igual bajo la ley, sino que acceden a servicios públicos y a privilegios en función de sus relaciones familiares, políticas o de amistadAlina Mungiu-Pippidi, The Quest for Good Governance. How Societies Develop Control of Corruption, Cambridge, Cambridge University Press, 2015.. Lógicamente, cuando llega la crisis y hay que recortar, aparece el particularismo, generando una distribución inequitativa que los ciudadanos perciben también como corrupción. El problema con estas teorías que incorporan elementos culturales es el de la acción colectiva. En sociedades con alta percepción social de corrupción se ha generado históricamente un círculo vicioso que alimenta la desconfianza social, incentiva el funcionamiento parcial de las instituciones de gobierno y, en definitiva, produce una corrupción enraizada y ubicua que es muy difícil de combatir. De acuerdo con Bo Rothstein y Erich UslanerBo Rothstein y Eric Uslaner, «All for all. Equality, Corruption and Social Trust», en World Politics, vol. 58, núm. 1 (2005), pp. 41-72., en aquellos sistemas políticos en que las políticas gubernamentales son ineficientes, parciales (persiguen el beneficio de grupos sociales particulares) y se hallan sometidas al soborno, se imposibilita el desarrollo de un sentido de solidaridad social y se estimula la confianza particularizada en diferentes grupos sociales por encima de la confianza generalizada en toda la sociedad. Cuando ocurre esto, cuando la confianza que prevalece es la que se deposita en la propia familia, clan, etnia o partido político, la política en esa sociedad se convierte en «un juego de suma-cero entre grupos en conflicto» (pp. 45-46). En estas sociedades no aparecen las normas informales que favorecen la producción de bienes públicos. Se instala en su lugar una práctica social depredadora del «sálvese quien pueda» que imposibilita que las autoridades públicas cuenten con los recursos y los incentivos necesarios para llevar adelante políticas que fomenten la solidaridad social que se requiere para sentirse partícipe de la misma comunidad. Muy al contrario, las políticas gubernativas vendrán incentivadas por una lógica particularista y parcial, expresión típica de la corrupción de la política, que abundará en la espiral del círculo vicioso. Se ha generado, en definitiva, un problema de acción colectiva y es muy difícil salir del mismo. Por suerte, creemos que España no ha caído aún en esta trampa social, aunque existen excesivos espacios de particularismo.

En suma, las variables institucionales antes definidas y una cierta cultura particularista conformarían los mimbres en torno a los cuales se explica la corrupción en España. Esta suma de factores podría ayudarnos a entender en gran medida que, de todos los países de la Unión Europea, España sea el que, en los últimos tres años, haya sufrido los mayores cambios en la percepción de la corrupción y en la consideración de la corrupción como uno de los problemas más importantes del país. De acuerdo con el último estudio disponible llevado a cabo en febrero-marzo de 2013, un 95% de los españoles creía que la corrupción estaba muy (65%) o bastante (30%) extendida en el país; más aún, el 77% de los españoles creían que la corrupción forma parte de la cultura de los negocios en el país (media europea del 67%), el 84% que el soborno y las conexiones son la forma más sencilla de obtener servicios públicos (la media europea es del 73%) y el 67% que la única forma de tener éxito en los negocios son las conexiones políticas (media europea del 59%). Estos datos nos llevarían a pensar que España tiene niveles de corrupción sistémicos –aquellos propios de países en los que toda la sociedad está embarcada en actos corruptos de forma persistente– y, sin embargo, los datos sobre pagos de sobornos son bastante bajos, muy similares a los de países como Alemania o Finlandia (véase Tabla 3).

Tabla 3: Experiencia directa con el pago de sobornos en España

Fuente: Datos del Barómetro Global de la Corrupción de Transparencia Internacional

Más en detalle, de acuerdo con la encuesta que acabamos de realizar en diciembre de 2015, puede comprobarse que a la inmensa mayoría de los servicios públicos no se accede privilegiadamente mediante sobornos (véase Tabla 4).

Tabla 4. Personas que han recibido servicios públicos y reconocen haber pagado sobornos para acceder a los mismos o evitar sanciones

Fuente: Barómetro Global de la Corrupción, Transparencia Internacional-Universidad Rey Juan Carlos, 2016

Pero como han demostrado algunas investigaciones, la ciudadanía incorpora dentro del concepto de corrupción algo más que los sobornos: de hecho, como ha demostrado Frank Rusciano, los encuestados tienden a considerar como corrupción la inequitativa distribución de los servicios públicos. Por todo ello, podemos concluir que la muy alta percepción de la corrupción en España no tiene que ver con experiencias personales de sobornos, sino con una concepción de la corrupción mucho más amplia. Corrupción es abuso de poder para beneficio privado, directo o indirecto. Cuando a una persona se le otorga poder para que lo use en beneficio del grupo que se lo cede fiduciariamente y, traicionando la confianza, lo utiliza para beneficiarse directa o indirectamente, estamos ante un supuesto de corrupción. Esto puede permitirnos considerar como corruptos actos realizados tanto en el sector privado como en el sector público. Un director de una empresa que, conociendo los malos datos de la misma, los oculta a sus socios y vende, entretanto, sus acciones, actúa corruptamente, igual que lo hace el director de compras si recibe sobornos por comprar a determinados proveedores cargando el sobreprecio a la empresa. En el ámbito público, un alcalde que favorece a un contratista porque le ha prometido colocar a su hijo en la empresa actúa corruptamente y un ministro que promueve una regulación sesgada que beneficia indebidamente a un grupo de interés que financia a su partido, también. En este último caso puede no haber ningún beneficio directo, pero sí lo hay indirecto y, por ello, el acto encaja bajo la categoría de corrupción. Todo esto lo ven y leen los ciudadanos españoles a menudo y, por ello, lo suman a los grandes escándalos para acrecentar la sensación de que la corrupción nos ahoga.

El clientelismo es otra modalidad de corrupción altamente peligrosa. En esencia, consiste en un intercambio discrecional y particularista de favores, en el cual los responsables políticos deciden la concesión privilegiada e, incluso, ilegal de derechos y prestaciones a cambio de apoyo electoral o económico a quienes forman parte de sus redes. El clientelismo puede ser electoral, corporativo y de partido. En el clientelismo electoral, el cliente es un votante, el cual da su voto a aquel partido que por promesas hechas personalmente por el candidato o sus representantes le garantiza mayores favores y beneficios materiales exclusivos. Lo que se intercambia son necesariamente votos por favores (algo que en el escándalo de los ERE en Andalucía parece producirse de alguna manera). El rasgo típico del vínculo político clientelar frente al vínculo político programático es que, en el segundo, el partido votado no se compromete con sus votantes a proporcionarles favores y privilegios, sino a aplicar unas políticas determinadas de forma objetiva y universal. Una modalidad cada vez más importante de clientelismo electoral es la de nivel institucional. Son los supuestos en que un político con un cargo importante a nivel central, sobre todo, o regional favorece con sus decisiones a un área geográfica concreta, que es aquella donde él fundamenta su carrera política y tiene sus redes de apoyo (pork barrel). Por ejemplo, el uso del AVE como mecanismo de clientelismo electoral parece, en ciertos casos, evidente. Las actualmente en entredicho diputaciones provinciales son ejemplos de numerosos casos de clientelismo de este tipo, en especial apoyando económicamente de forma privilegiada a municipios cercanos a la mayoría en el gobierno. En el clientelismo de base corporativa, el cliente es una persona jurídica o un individuo en nombre de tal persona que aporta dinero y/o apoyos materiales –su voto no es aquí lo esencial, aunque también cuente– al patrón político a cambio de que bien se le adjudiquen contratos, subvenciones o concesiones públicas de forma fraudulenta, bien se le faciliten trámites y se le entregue información privilegiada, bien se le exima de pagos, contribuciones, requisitos contractuales o impuestos. Bajo esta definición parece obvio que encajarían algunos de los más graves casos de corrupción hoy conocidos: Gürtel, Púnica o los diferentes sumarios valencianos. Finalmente, en el clientelismo de partido el cliente es un miembro del partido que da su voto o, mejor aún, que pone su red de clientes internos al servicio de una determinada facción, candidatura o corriente del partido, a cambio, sobre todo, de obtener un puesto de responsabilidad en el partido, en el gobierno o en las listas de candidatos del partido a las distintas elecciones. En este caso, se apoya a aquella corriente o candidato que da más a cambio del voto. También tenemos ejemplos interesantes de este tipo, sobre todo el famoso caso de Eduardo Tamayo y María Teresa Sáez en la Asamblea de Madrid. La consecuencia de este tipo de clientelismo es la llegada a puestos importantes de personajes indeseables que acaban desangrando los caudales públicos. Donde imperan las redes clientelares se produce un funcionamiento parcial y fraudulento de las instituciones de gobierno y un sentimiento de desconfianza elevada hacia las instituciones públicas. En sociedades en las que el clientelismo domina la vida política se produce una trampa política, como nos demuestran Nicholas Charron, Víctor Lapuente y Bo Rothstein, pues debido al fuerte efecto de dependencia de senda o inercia (path dependency) que tiene la consolidación de las redes de patronazgo o clientelismo, no es nada fácil conseguir la mejora de la calidad de las instituciones de gobierno y, con ella, de la lucha contra la corrupción. La politización de las instituciones de control y de la propia Administración hacen que resulte muy difícil combatir adecuadamente tal fenómeno.

La contratación pública en España despilfarra en torno al 4,5% del PIB por sus deficientes mecanismos de control y su ineficiencia

Asimismo, el despilfarro y el abuso de los privilegios públicos sería otra forma de corrupción. En términos de Arnold Heidenheimer, habría sido considerada, hasta hace muy poco, una corrupción blanca, una corrupción permitida y no sancionada socialmente, a pesar de sus efectos nefastos para el desarrollo económico y la legitimidad de lo público. Cuando un alto cargo cargaba al presupuesto público comidas en restaurantes de lujo, regalos de joyas a las esposas de otros altos cargos o utilizaba el coche oficial para actividades particulares, estaba abusando de su poder para beneficio privado. Más aún, cuando un político relevante decidía realizar una obra fastuosa sin preocuparse de su necesidad, de su mantenimiento posterior o de la eficiencia de ese gasto, estaba valiéndose de su poder para reforzar sus opciones electorales con grave daño para el interés público. Normalmente, ello se conectaba además con donaciones de las empresas adjudicatarias al partido del político y, en ocasiones, con la recepción personal de algún soborno. Si el despilfarro fue premiado en las urnas, posteriormente las consecuencias del mismo en época de crisis empezaron a transformar lo que era corrupción blanca en gris (ya más reprobable y objeto de debate) y, finalmente, unida a las investigaciones por blanqueo y cohecho, a su consideración como corrupción negra (perseguible legalmente y rechazada socialmente). A estos efectos, es muy interesante leer el libro La renovación de la función pública. Estrategias para frenar la corrupción política en España (Madrid, Los Libros de La Catarata, 2016), de Carles Ramió, en el que va desgranando prácticas que, desde los poderes públicos, aunque con la connivencia empresarial y el silencio sindical y funcionarial, han sido moneda común en la vida de nuestras Administraciones. Por ejemplo, nos recuerda cómo las empresas menos productivas han sido durante años las que más crecían y, de estas, las que trabajaban para la Administración eran las más exitosas; o cómo, basándose en un estudio de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, la contratación pública en España despilfarra en torno al 4,5% del PIB por sus deficientes mecanismos de control y su ineficiencia.

Finalmente, es preciso insistir en que fijarse solamente en la corrupción perseguible penalmente brinda una imagen distorsionada del problema. En los países más desarrollados económicamente, la corrupción más preocupante es la denominada corrupción legal. Aquella consistente en la captura de ciertas políticas públicas o, al menos, de decisiones fundamentales en el marco de dichas políticas por poderosos grupos de interés. La captura puede realizarse a través del estratégico aterrizaje en puestos importantes del Gobierno, en órganos regulatorios o en comités asesores clave; también mediante el reclutamiento de políticos bien relacionados y poderosos para su incorporación a consejos de administración bien remunerados; o mediante la presión mediática, dado el control de grandes grupos multimedia. Más aún, la captura opera en cascada: si se consigue la captura en la Unión Europea, luego ya las capturas nacionales son más sencillas, y así sucesivamente. A veces, esta captura se solidifica con la financiación de los partidos cártel, de manera que conecta con el clientelismo corporativo. En estos casos, las leyes ya surgen sesgadas a favor de estos grupos, rompiendo muy a menudo el principio de igualdad política y la equidad en la toma de decisiones.

En suma, en época de vacas flacas, la inmensa mayoría de la ciudadanía ha percibido un empeoramiento de sus condiciones de vida y ha considerado que la corrupción, en sus múltiples variantes, ha sido la principal responsable de llegar a este estado y de –una vez en él– fomentar respuestas inequitativas e insolidarias desde los poderes públicos. Así, desde hace ya más de tres años, como se ha apuntado, es el segundo problema más importante para los españoles. Todo ello, unido a la constante presencia en los medios de escándalos de corrupción, está teniendo un impacto terrible sobre el grado de satisfacción con el funcionamiento de la democracia y la confianza en las instituciones representativas (véase Tabla 5).

Tabla 5. Efectos de la crisis en la confianza institucional

Fuente: Public Integrity and Trust in Europe (Hertie School of Governance)

Los demás países del Sur de Europa también han sufrido la crisis y tienen niveles de corrupción comparativamente altos en relación con los países escandinavos o centrales de Europa, pero la reacción española frente a la corrupción, en este contexto de crisis, ha sido especialmente dura. La eterna herida de España –la corrupción– ha empezado a supurar de nuevo y nos ha generado este desasosiego. Desde el testamento de Isabel la Católica a la crítica regeneracionista, pasando por la picaresca, la corrupción ha estado siempre presente en nuestra historia como un relato explicativo de nuestras miserias y, por ello, como una losa que nos impedía despegar. Cuando creíamos que embocábamos el camino de la plena equiparación a las democracias más desarrolladas, la crisis económica nos ha descubierto, de nuevo, esta enfermedad histórica. El rechazo y la indignación frente al fenómeno (no por conocido menos repugnante) han sido intensos. Todo ello ha sucedido en el marco de una sociedad con valores democráticos ya bastante asentados y plenamente integrada en Europa, con la juventud mejor formada de nuestra historia y con instituciones judiciales muy mejorables, pero que funcionan. Por ello, esta vez la reacción ha sido también más propositiva y exigente, se han empezado a depurar algunas culpas y los programas de los partidos están llenos de medidas regeneradoras. En suma, podríamos preguntarnos si no existen ahora mejores bases en las que asentar la esperanza de que la eterna herida empiece a sanarse a través de las reformas institucionales adecuadas. Incluso podríamos preguntarnos si no estamos mejorando nuestra cultura de la legalidad y el desarrollo moral colectivo. La historia nos contestará. Mientras tanto, sigamos trabajando para conseguirlo.

Manuel Villoria es profesor de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Rey Juan Carlos. Es autor, entre otros libros, de Ética pública y corrupción. Curso de ética administrativa (Madrid, Tecnos, 2000), La corrupción política (Madrid, Síntesis, 2006) y, con Agustín Izquierdo Sánchez, Ética pública y buen gobierno. Regenerando la democracia y luchando contra la corrupción desde el servicio público (Madrid, Instituto Nacional de Administración Pública/Tecnos, 2015).

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