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¿Quiénes deciden en una democracia?

La urna rota. La crisis política e institucional del modelo español

Politikon

Barcelona, Debate, 2014

288 pp. 15,90 €

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Estamos ante un nuevo análisis de los defectos del sistema político español, del descontento generalizado acerca del rendimiento de su democracia, un libro sobre la crisis, la corrupción y sobre la reforma institucional posible. Creo que se cuentan ya por centenares. Y, sin embargo, éste es un libro fresco y de lectura atractiva que destaca poderosamente entre sus congéneres. Sencillo en la selección de sus temas (quizá demasiado), escrito de manera muy clara y razonada (aunque paga tributo a su autoría colectiva en el desnivel teórico que se percibe entre unos y otros capítulos, y en ciertas repeticiones incómodas), y modesto en sus propuestas de reforma (muy lejos de la ambición desmesurada de tantos redencionistas y regeneracionistas como pululan).

Es un libro que, publicado como lo ha sido en medio de la implacable campaña electoral continua en que se ha convertido el tiempo político de 2014 y 2015 en España, podría muy bien caracterizarse como el absoluto contrario a esos idearios o prontuarios de ideas que los políticos en liza utilizan para promocionarse. En él no se encontrarán grandes culpables, grandes esperanzas, grandes soluciones ni grandes objetivos. Ni siquiera ilusionantes futuros. Se hallará sólo un análisis acusadamente didáctico de algo tan obvio como lo es el asunto de quiénes y cómo toman las decisiones políticas en nuestro sistema y de por qué las reglas e incentivos que les mueven a tomarlas han dado un resultado tan mediocre en el pasado. Y poco más: sugerencias de posibles mejoras, sí, pero muy lejos de nada que pueda considerarse como la regeneración del sistema, menos aún su cambio radical. Como escriben los autores, su propósito no ha sido el de «construir un recetario de reformas, sino el de traer parte del conocimiento de las ciencias sociales sobre los temas tratados y así hacer explícitos los dilemas de elección que comportan».

Además de la voluntaria contención de las propuestas, lo propiamente novedoso de este texto deriva precisamente de la metodología con que los autores abordan el análisis de la crisis institucional y política de la democracia española o, dicho en términos más ampulosos, del paradigma intelectual desde el que la describen, la critican y proponen corregirla. En efecto, la concepción de la democracia gobernante que subyace a lo largo de todo el libro es una que sólo puede calificarse como acusadamente procedimental. La democracia es vista como un sistema para la adopción de decisiones colectivizadas por parte de unas elites que son seleccionadas/revocadas mediante elecciones periódicas competitivas. Es una concepción minimalista, la de un sistema político en el que está establecido mediante reglas previas quién y cómo toma las decisiones, pero no qué decide (Norberto Bobbio). Con lo que cualquier análisis de los defectos de un concreto sistema de gobierno de este tipo debe centrarse en esos dos aspectos: quiénes y cómo toman las decisiones y por qué razón las que toman de hecho son deficientes, inadecuadas o desviadas.

Es claro para los autores, y así lo dicen, que no existe un qué previo a la decisión: eso que solemos llamar el bien común o el interés general no es un objetivo identificable ni por el gobierno, ni por su oposición ni por los sabios. Ni tampoco existe el pueblo, salvo como una ficción acusadamente retórica. Lo que sí existe es una sociedad plural, compleja y conflictual en la que operan intereses individuales y grupales diversos que se superponen y chocan entre sí para obtener del gobierno las decisiones colectivas más favorables para ellos. Y la democracia no es sino el conjunto de reglas/instituciones que hemos convenido para lograr un sistema de toma de decisiones que trate equitativamente todos los intereses en su posibilidad de hacerse oír y de ser satisfechos. Por eso es importante examinar el rendimiento de esas reglas e instituciones, y, constatado en el caso español su (relativa) pobre ejecutoria, examinar las posibilidades para su corrección o mejora. Sabiendo siempre, y en ello insisten de continuo los integrantes del colectivo Politikon (en este libro, concretamente, Jorge Galindo, Kiko Llaneras, Octavio Medina, Jorge San Miguel, Roger Senserrich y Pablo Simón) que las mejoras son casi siempre marginales (no existe algo así como la gran solución) y, también, bastante inciertas (precisamente por ser los sistemas sociales complejos, los cambios intentados no resultan exactamente predecibles en sus outputs finales), salvo en el hecho de que todas tienen un precio o coste de oportunidad: son dilemáticas.

Definir el sistema democrático como un sistema para la toma de decisiones por unos actores concretos acerca de unos intereses de partes o grupos que se ponen como inevitablemente conflictivos es una opción analítica que choca con la más difundida y aceptada en nuestro panorama intelectual y opinativo, que prefiere diluir esos intereses conflictivos en un barroco y moralista relato acerca de los valores supremos del sistema democrático, del bien común, del pueblo y de su perpetua búsqueda de la autorrealización política, de los perversos y de los inocentes. Relato que además tiene la ventaja de ser claro, sencillo y susceptible de espectacularización mediática, pero que ayuda muy poco a detectar los defectos y corregirlos: más bien los emborrona. En Politikon resuena toda una línea de pensamiento que va desde Joseph Schumpeter o Hans Kelsen a Robert Dahl, Giovanni Sartori o Adam Przeworski, y que suele ser despachada sumariamente con el denigrante calificativo de «neoelitista» o el todavía peor de «teoría económica de la democracia». Aunque sólo fuera por optar voluntariamente por ese enfoque tan desacostumbrado por estos pagos intelectuales, merecería ya la pena la lectura de este libro.

Pero es que, además, el libro razona el caso español, y lo razona con brillantez: la tesis de Politikon es la de que el pobre rendimiento mostrado por las instituciones del sistema democrático español en su tarea de adoptar unas decisiones colectivas razonablemente eficaces tiene varias causas: en primer lugar, la baja calidad de las elites políticas que toman las decisiones, mediocridad que se debe al sistema de incentivos vigentes en las instituciones en que son reclutadas y socializan su concreto ethos (los partidos políticos), y a las desviaciones mayoritaristas del sistema electoral diseñado en 1977, que refuerza los defectos de la previa selección intrapartidista. En segundo lugar, la falta de limitaciones y controles internos de la actuación de estas elites partidistas en su relación con y en su manejo de la Administración Pública, lo que ha generado una corrupción percibida hoy como intolerable, así como bastante ineficiencia en la capacidad de toma de decisiones públicas y en su implementación. Y, lo último pero no lo menos importante, la irresponsabilidad generalizada del personal político derivada de la inexistencia de un control de las elites y de sus actuaciones que sea externo a la propia política; lo que se explica por la extrema debilidad de la sociedad civil española y por la predominancia de unos medios de comunicación acusadamente sectarios y más dados al consumo de la política como espectáculo que a su análisis (capítulos 1 a 4).

La tesis viene acompañada de una didáctica ejemplificación del pasado mal funcionamiento que denuncia, poniendo el énfasis en el capítulo 5 en el cóctel fatal de la burbuja inmobiliaria, su generación, las razones por las que todos los actores públicos y privados prefirieron optar por la inacción ante ella (un buen ejemplo del juego perverso de los incentivos y los costes de los políticos y del público), en cómo las instituciones sistémicas de vigilancia y control de fenómenos como ese no actuaron debido a su colonización por la política, en cómo la corrupción engrasó el malfuncionamiento y en cómo todo terminó en un desastre.

Los capítulos 6 a 10, por su parte, están dedicados a las posibles vías de corrección o mejora del propio sistema de incentivos y controles: por razonables y mesurados que sean, inducen en el lector un cierto desánimo al constatar cuán poco puede hacerse para mejorar la calidad de la política en España. Y, sobre todo, que ese poco que puede hacerse, según Politikon, no va mucho más allá de las recetas del sentido común. Recetas que, además, los autores no concretan en detalle más allá de sus genéricos enunciados. Mejorar las elites abriendo a la competencia el liderazgo intrapartidista, mejorar los procesos públicos de toma de decisiones incrementando la independencia de la burocracia y profesionalizando la gestión de la administración, enriquecer la trama asociacionista de la sociedad civil y elevar su competencia política para que pueda identificar adecuadamente los conflictos e implicarse en su gestión conflictiva. Todo ello bastante obvio, pero, ¿cómo se hace? Mucho me temo que, sencillamente, para esta pregunta no hay respuesta política alguna. El conocimiento experto puede ayudar en el análisis, pero no motiva a la acción.

Pero vayamos más a tópicos analíticos concretos de este libro. La nuestra es una democracia representativa, por muchas dosis de participacionismo ciudadano que quieran añadírsele, luego la selección de los representantes es un tema crucial para el buen funcionamiento del sistema: el liderazgo político importa, y mucho. Los políticos no son una casta externa al sistema, sino el fruto de las reglas formales e informales que regulan su selección: «Partidos defectuosos, elites mediocres». La mala selección de las elites políticas españolas (creo que desde que leí a Sartori no había vuelto a oír hablar acerca de la calidad de las elites políticas) se debe fundamentalmente al monolitismo de los partidos políticos, que son las instituciones en que se forman y hacen carrera. Falta competencia de personalidades y de ideas dentro de los partidos españoles, faltan incentivos para la promoción de actores individuales capaces de desafiar los liderazgos y renovarlos, y sobran incentivos para apuntalar la figura del político-funcionario que no se mueve por sí mismo para así «salir en la foto».

El sistema institucional organizado en la Transición, por razones históricamente comprensibles, primó extraordinariamente la consolidación y estabilidad de los partidos desde todos los puntos de vista. Por un lado, asignándoles casi en exclusiva la labor de intermediación política entre la sociedad y el gobierno, y permitiéndoles, por otro, una amplia capacidad de intrusión tanto en la Administración pública como en las instituciones de control del propio sistema, que, de hecho, han llegado a colonizar. Esta capacidad crea un amplio botín de puestos de trabajo a disposición de las cúpulas partidarias para recompensar a sus fieles y mantener así el monolitismo del partido. Reglas que se retroalimentan.

Por su parte, el sistema electoral español no ha hecho sino acentuar los defectos intrapartidistas de la selección, en primer lugar por su déficit de proporcionalidad debido a la preponderancia de distritos de reducida dimensión, lo cual crea barreras de entrada muy fuertes para los terceros partidos distintos de los ya consolidados como dominantes, produciendo al final gobiernos de partido sin cultura de coalición ni pacto. Y, en segundo, por la fórmula empleada para el ticket electoral, la de las listas cerradas y bloqueadas, que ponen en manos de las cúpulas de los propios partidos el reparto de los puestos de representación. De nuevo nos encontramos con unas reglas con bastante justificación en el momento histórico en que se adoptaron, pero que al mantenerse sustancialmente inalteradas durante cuarenta años han llevado el péndulo al extremo de su arco en lo que se refiere a la selección negativa de las elites.

¿Cómo mejorar la mediocridad rampante? Politikon es cauto en sus propuestas: la supuesta apertura a la competencia interna en los partidos que tendría el sistema de primarias para la elección de candidatos depende mucho de cuán auténticamente abiertas a la competencia intrapartidaria sean esas primarias. Y existen altas posibilidades de que den lugar a un reforzamiento del cesarismo del líder.

Por su parte, la del sistema electoral es una reforma casi universalmente reclamada en la que, probablemente, se depositan unas expectativas desmesuradas. Además de que nunca se aclara muy bien qué es lo que quiere pedirse al nuevo sistema: ¿más proporcionalidad? ¿Más personalización de la relación elector-elegido? ¿O simplemente que acabe con el denostado bipartidismo? Dejando de lado la confusión reinante en cuanto a los objetivos (por cierto, veremos en qué quedan éstos en un nuevo sistema de cuatro partidos más los nacionalistas que nos auguran las encuestas), las experiencias más o menos recientes en otros países que han modificado sus respectivos sistemas demuestran que los efectos de las modificaciones no cumplen nunca con las expectativas depositadas por los análisis previos. Y es que los sistemas electorales no son variables independientes del resto del sistema político que puedan manipularse a voluntad.

En cualquier caso, y desde el punto de vista de mejorar la competición intrapartidaria de las elites, la reforma que aconsejan nuestros autores es la de un cierto desbloqueo o apertura de las listas electorales que permita la individualización de los candidatos y sirva como acicate para una mejora de la calidad de la representación. Aunque lo plantean con un cierto tono dubitativo, lo que no es de extrañar si tenemos en cuenta que, allí donde se han abierto o desbloqueado las listas, lo que ha sucedido es que los electores han preferido casi siempre la simplicidad de votar a la lista completa del partido ideológicamente preferido sin hacer mezclas ni cambios en su orden.

Por su parte, el sistema administrativo y burocrático español (el cómo se adoptan e implementan las decisiones) está muy abierto a la colonización por las elites partidarias triunfadoras en la competición electoral, que gozan de un amplio margen para repartir puestos de confianza o de libre designación entre su séquito. Sobre todo en el ámbito local o municipal, en el que la inexistencia de cuerpos burocráticos afianzados y con una tradición de servicio público ha contribuido a generar una corrupción que se percibe hoy en la opinión pública como insoportable. Se percibe, resalta Politikon, aunque quizá no lo sea tanto objetivamente, dado que la corrupción guarda una relación inversamente proporcional con el grado de desarrollo económico y, en ese sentido, España tiene más o menos el grado de corrupción que le corresponde. Lo cual, aun siendo probablemente cierto, olvida que en política democrática moderna (es decir, en democracias de audiencia) se cumple a rajatabla lo de «esse est percipi» («ser es ser percibido»).

En dos aspectos concretos podría actuarse para incentivar un funcionamiento más eficaz del sistema de toma de decisiones en los gobiernos: uno, reforzar la función pública profesionalizada, es decir, confiar la gestión concreta de los objetivos generales decididos por la política a profesionales de la gestión pública dependientes únicamente del cumplimiento de objetivos y dotados de protección ante sus mandantes políticos para garantizar su independencia. Y, por otro lado, retocar la regulación de los sistemas de financiación de los partidos políticos, dando más capacidad de iniciativa al ciudadano particular para asignar los fondos públicos a uno u otro partido mediante una especie de «cheques» de los que dispondría para premiar o sancionar a la ejecutoria realizada.

Además, unas políticas públicas «basadas en la evidencia»: no se trata de arrebatar a la política la opción entre objetivos alternativos, ni de ignorar que esa opción estará también teñida inevitablemente de valores y percepciones ideológicas que el debate público incorpora. Pero en esa decisión, y sobre todo en la selección de los medios para llevar a efecto las decisiones políticas previas, debe contar mucho más la evidencia técnica existente y los sistemas de «prueba y error». Politikon propone, en definitiva, incrementar el papel de los expertos no en el qué de la política, pero sí en el cómo llevar a efecto ese qué. Teniendo en cuenta que ese incremento de expertise requiere como presupuesto abandonar una visión moralista y simplificadora de la política y, en su lugar, promover la difusión de un conocimiento ampliado de las cuestiones en juego y de sus componentes, incluidos los grupos de interés que actúan sobre la adopción de decisiones. La existencia de lobbies debe asumirse con naturalidad como un peaje inevitable que paga la política al pluralismo social. Lo conveniente no es desconocerlos ni abjurar de ellos como si fueran corrupciones del sistema, sino identificarlos, hacerlos visibles para la sociedad y, aunque suene a herejía, fomentar su utilización normal por ella misma. La falta de equidad del sistema democrático actual no proviene tanto de la influencia opaca de lobbies ignotos en la adopción de determinadas políticas públicas, como del hecho de que no se ha generalizado ni sistematizado la creación de grupos de influencia en la sociedad como método razonable de acción política. De ahí que, en la realidad democrática actual, unos tengan más voz que otros y que, por ello, se incumpla la promesa de igual trato.

Todo lo cual nos lleva, como no podía ser de otra forma, al problema de fondo: la debilidad de la sociedad civil española, una debilidad que explica las perversidades que ha desarrollado el sistema político e institucional. Bajísima competencia cognitiva en la política, orientación acusadamente estatista o parroquial en cuanto que es la sociedad europea que en mayor grado espera del Estado la solución de los desajustes sociales, una movilización muy reactiva, puntual e inconstante, un bajo índice de asociacionismo voluntario (capital social), un escaso individualismo. Y el problema inevitable en la acción colectiva: la cuestión de los grupos reducidos de alta intensidad política, que son los que normalmente desvían cualquier tipo de reacción social colectiva no organizada hacia sus intereses partidistas e ideológicos.

La intensidad con que se perciben y sienten las propias preferencias de cada ciudadano es la base más importante de la política, por mucho que sea la más desconocida y menos analizada: una minoría de intensos vencerá siempre a una mayoría poco motivada (y las mayorías nunca son intensas de manera constante y perdurable). El proceso democrático concede igual voz y voto a todos, es decir, es ciego ante la desigual intensidad individual de las preferencias. Pero el proceso político, más allá del voto, no es inmune a esa intensidad, sino tributario de ella. Los grupos pequeños y motivados siempre impondrán sus intereses por la lógica de la acción colectiva que describió hace ya tiempo Mancur Olson. Por eso, Politikon advierte que la introducción de mayores dosis de participación popular en el sistema democrático generará probablemente resultados desviados si no se tiene en cuenta, con carácter previo a la hora de diseñar su institucionalización, la existencia de los grupos pequeños intensos, unida al dato de la baja competencia política de la mayoría. Citemos de nuevo a Giovanni Sartori: el riesgo de una mayor participación democrática en los sistemas políticos actuales es el de que provoque una mayor intensidad, pero sin el contrapeso de una mayor competencia: vamos, el paraíso de los grupos pequeños muy motivados. O la pérdida de estabilidad del sistema, y recordemos que la estabilidad política es como la salud: no se nota hasta que se pierde.

Para terminar, si hay un punto se echa a faltar en el estudio de Politikon es el de examinar la especial naturaleza del Estado en que se desarrollan las políticas que estudia: el de un Estado-parte de la Unión Europea. Como observa José María de Areilza Carvajal, los Estados europeos actuales son artefactos estatales de nuevo cuño, es decir, el hecho de formar parte de la Unión los ha transformado en un tipo de Estado hasta ahora desconocido: nada menos que alrededor del 30% de sus políticas públicas cotidianas se generan en Bruselas y la toma de decisiones en temas más globales se ha colectivizado en gran manera. Pues bien, sencillamente, en la Unión se exacerban los problemas de transparencia, rendición de cuentas y falta de equilibrada representación de intereses en la adopción de decisiones. Más aún, los ejecutivos nacionales se convierten en legisladores principales y aprueban normas por fuera de los mecanismos de control de sus capitales nacionales. Y las comunidades de expertos (en las que se integran parte de las propias burocracias nacionales) diseñan políticas sectoriales sin atender a demandas públicas contrastadas en las elecciones. Un caso de formulación de políticas públicas que merece un análisis particularizado, aunque sólo sea porque está generando un abismo entre las reglas formales de decisión política (las democracias nacionales) y los mecanismos reales con que se adoptan las decisiones.

José María Ruiz Soroa es abogado. Sus últimos libros son Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político (Vitoria, Ciudadanía y Libertad, 2007), Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación (San Sebastián, Hiria Liburuak, 2008) y El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010).

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