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La corrección política y el triunfo de Donald Trump

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¿Por qué no lograron las encuestas de opinión predecir fielmente los resultados de los referendos sobre la independencia escocesa y el Brexit y, más recientemente, el resultado de las elecciones estadounidenses que convirtieron a Donald J. Trump en el próximo presidente de Estados Unidos? El error metodológico y humano es siempre posible, por supuesto, pero también cabe contemplar que la corrección política cumpliera su papel. Los encuestados se mostraban reacios a revelar sus verdaderas ideas o intenciones a los encuestadores, pues pensaban que luego les mirarían por encima del hombro por ser poco cultos, burdos, bárbaros, estar llenos de prejuicios y ser, en general, deplorables, por utilizar el término empleado por Hillary Clinton para definir a muchos de los votantes de su adversario.

Merece la pena recordar con cierto detalle el discurso en que Clinton introdujo el término deplorables, y por qué podría haber contribuido a la victoria de Donald Trump. Esto es lo que dijo:

Ya sabéis, dicho sea en términos generales, que la mitad de los partidarios de Trump podrían ponerse en lo que yo llamo el cesto de los deplorables. [Su audiencia ríe y aplaude.] ¿A que sí? Los racistas, sexistas, homófobos, xenófobos, islamófobos, todo lo que se os ocurra. Y, desgraciadamente, hay personas así.

La población se halla aquí dividida entre quienes tienen opiniones decentes, correctas, demostrablemente esterilizadas, sobre la raza, el sexo, la identidad nacional y el multiculturalismo, despojadas de todos los agentes contaminantes no autorizados, por un lado, y quienes, al desviarse del punto de vista correcto, se sitúan ellos mismos fuera de los límites aceptables de la sociedad civilizada, por otro. La mayoría de los intelectuales consideran ahora, además, que la opinión «correcta» son nueve décimas partes de virtud, por lo que cualquier persona que abrace las opiniones «erróneas» no está simplemente equivocada, sino que es moralmente mala: peor que, por ejemplo, un ladrón, un delincuente o un borracho, y mucho peor que un mujeriego. Actualmente la virtud no es el ejercicio de una disciplina, sino la expresión de una opinión: lo cual tiene, por supuesto, el feliz efecto de liberar la verdadera conducta.

Palabras como racista, sexista, homófobo, xenófobo e islamófobo son maravillosamente elásticas desde el punto de vista del nuevo cesaropapista, que desea no sólo ejercer el poder temporal sino también afianzarlo, moldeando las mentes de las personas de tal modo que les resulte imposible cualquier oposición real. Epítetos como los referidos más arriba tienen ahora connotaciones morales irreductiblemente negativas, pero en cuanto a qué es lo que realmente denotan… bueno, denotan cualquier cosa que el poderoso, o el aspirante a poderoso, diga que denotan. Esto trae a la memoria el famoso pasaje de A través del espejo, de Lewis Carroll, en el que Humpty Dumpty le dice a Alicia: «¡Te has cubierto de gloria!»

«No sé qué es lo que quieres decir con “gloria”», dijo Alice.

Humpty Dumpty rió desdeñosamente. «Pues claro que no lo sabes… hasta que yo te lo diga. Lo que quería decir era «¡Ahí tienes un precioso y demoledor argumento!»

«Pero “gloria” no significa “un precioso y demoledor argumento”», objetó Alice.

«Cuando yo utilizo una palabra», dijo Humpty Dumpty en un tono de gran menosprecio, «significa justamente lo que yo quiero que signifique: ni más ni menos».

«La cuestión es», dijo Alice, «si tú puedes hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes»,

«La cuestión es», dijo Humpty Dumpty, «quién es el que manda: eso es todo».

En un mundo en el que las representaciones de la realidad son a menudo, o incluso habitualmente, más importantes que la realidad misma, el control de los significados de las palabras resulta tan importante como el control de los parlamentos, o anterior a este. Cuando la palabra austeridad puede utilizarse para describir unos esfuerzos no especialmente denodados por equiparar gastos e ingresos, está claro que ya se ha perdido una disputa política y económica: porque, ¿quién en una época hedonista, en la que el placer del consumo constituye el bien supremo, puede declararse favorable a la austeridad?

La definición de palabras como racista es importante, porque a nadie, exceptuada una porción diminuta e insignificante de la población, le gusta que le llamen racista. Pero se trata de una acusación contra la que resulta cada vez más difícil defenderse. El racismo ya no significa la doctrina según la cual ciertos grupos de seres humanos físicamente identificables son biológica y moralmente inferiores y pueden, por tanto, ser tratados como tales. Es, más bien, la oposición a algún tipo de prescripción política, con frecuencia extraordinariamente burocrática y creadora de empleo, supuestamente con el propósito de contrarrestar el racismo, que es ahora más del corazón que de la verdadera conducta. El racista ya no es el integrante de una pandilla que se dedica al linchamiento o el defensor de la segregación en los autobuses, sino la persona que duda del acierto de la discriminación positiva porque no sólo conduce a un descenso de los estándares, sino que puede llegar a confundir a un negro que ha logrado abrirse camino y que no sabe si su éxito se debe a una suerte de condescendencia racial y no a su propio talento. Y se trata de una preocupación que ningún éxito ni logro pueden mitigar. Racista es también la persona que niega que las diferencias en el resultado alcanzado entre grupos humanos deben atribuirse entera y exclusivamente a una injusticia que es obligación del gobierno corregir y que asegura que esas diferencias en los resultados podrían haber surgido de otro modo.

El control de los significados de las palabras resulta tan importante como el control de los parlamentos

Existe una lógica, o ilógica, similar en todas las demás acusaciones que Hillary Clinton vertió contra los partidarios de Donald Trump. Homofobia, por ejemplo, no es un deseo de perseguir activamente a los homosexuales declarando ilegal su comportamiento incluso en privado, o atacándoles o humillándoles dondequiera que se encuentren; es, entre otras cosas, cuestionar el acierto del matrimonio homosexual, o plantearle objeciones, como si tal cuestionamiento u objeciones no pudieran sustentarse en nada más racional que la animosidad y los prejuicios más primitivos. Así, a la persona que, por motivos intelectuales, se opone (aun en la privacidad de su propia mente) a que se reconozca el matrimonio entre dos hombres como algo idéntico al celebrado entre un hombre y una mujer, se la colocará en la misma categoría que al integrante de una pandilla que se dedica a ir por las calles en busca de homosexuales para atacarlos.

En este sentido, incluso querer examinar el asunto se convirtió en un signo de reacción virulenta o ultramontana, una suerte de tierraplanismo moral. Negar el acierto, el buen sentido o la humanidad del matrimonio homosexual es como persistir en la idea de que la Tierra era plana. Aunque con esta diferencia: que mientras que esto último no es más que una simpática excentricidad, lo primero es una enormidad moral. A pocas personas les preocupa el asunto lo bastante como para arriesgarse a sufrir el oprobio moral que haría recaer sobre ellos la pública expresión de disentimiento de la nueva ortodoxia. La cuestión ha sido decidida por el equivalente de la guerra asimétrica entre, por un lado, un número reducido de defensores entusiastas y monomaníacos, para quienes el asunto revestía una importancia existencial, y, por otro, un gran número de escépticos y opositores, para quienes era y es únicamente una cuestión entre muchas otras, y no la más importante.

El silenciamiento de facto de aun el más suave escepticismo ejerce en las mentes el tipo de violencia que normalmente se asocia con las dictaduras totalitarias más que con las democracias liberales. La negativa autoimpuesta a expresar ideas heterodoxas en una compañía «decente» o en público se convierte enseguida en autocensura de las propias ideas, porque a nadie le gusta tenerse por un cobarde; lo que busca, por tanto, es negar antes de nada que se haya producido ningún tipo de supresión.

«Sumergíos, pensamientos, dentro de mi alma», dijo Ricardo III, y eso es lo que muchos sienten que se le exige a su pensamiento. No deben preguntar cómo es que una idea que tan solo pocos años antes habría parecido absurda, ridícula, impensable incluso, se ha convertido en una ortodoxia incuestionable por parte de una persona que desee ser considerada ilustrada; no deben preguntar por qué aquellos que han trabajado sistemáticamente para debilitar el matrimonio como institución, defendiendo que es opresivo e inhibitorio de toda la belleza potencial de las relaciones humanas, lo exaltan ahora de repente de forma entusiasta; no deben preguntarse si este entusiasmo no es, de hecho, el medio con el cual debilitarlo aún más; no deben preguntar si cualquier persona prudente habría de echar por tierra la imagen que tiene de un acuerdo tan antiguo como el matrimonio sin siquiera una mirada retrospectiva; no deben preguntar qué será lo siguiente en la agenda de ingeniería social para acabar con los límites heredados, a pesar de que es perfectamente evidente que la caravana de reformas (como sucedió, de hecho, muy pronto) seguiría adelante. Tampoco deben darse cuenta de que eslóganes como igualdad ante el matrimonio o, en Francia, mariage pour tous, son, bien mentiras, bien pagarés para nuevas «reformas», como el matrimonio incestuoso o la poligamia y la poliandria, ya que, al fin y al cabo, también pueden ser acuerdos realizados entre adultos que consienten en algo (pueden encontrarse adultos que consentirán en casi cualquier cosa, y un ejemplo que viene al caso es el del hombre que quería comerse a alguien y que se emparejó, con éxito desde el punto de vista de la satisfacción del deseo mutuo, con otro que quería ser comido): porque, tras haber negado que el significado del matrimonio es lisa y llanamente la unión de un hombre y una mujer, no existe defensa alguna contra el posterior desplazamiento de los límites.

La persona que no quiera verse en el «cesto de los deplorables» de Hillary Clinton no debe preguntarse si un cesto es el lugar adecuado en el que, sólo mentalmente incluso, habría que poner a aquellas personas con las que se disiente; ni debe prepararse para poner a punto sus argumentos contra la legalización del matrimonio incestuoso (que no tardará en llegar seguramente). ¿Cómo, sin parecer deplorable, responderá al argumento de que las leyes actuales contra lo incestuoso son discriminatorias y frustran a dos o más personas (¿por qué no a más, puestos a ello?) que consienten en sus deseos? ¿Cómo, sin parecer discriminatorio, responderá al argumento de que una combinación de contracepción y pruebas prenatales puede eliminar los problemas de defectos genéticos en la descendencia de las uniones de este tipo, de tal modo que deje ya de haber ningún tipo de argumento práctico o utilitario en contra de ellas?

Hay tantos temas sobre los que, a fin de evitar acabar en el cesto, hay que suprimir ahora todo pensamiento o, mejor aún, no pensar, que esta persona se siente oprimida. Cuanto más importante es el tema, más tiene que ignorarlo. ¿Le preocupa que una llegada demasiado grande de personas empapadas de una cultura extraña cambie un modo de vida al que se siente apegado? Debe aprender a superar su apego: porque, históricamente considerado, el modo de vida al que se siente apegado es responsable de todos los males del mundo, pasados, presentes o futuros. (Esta es, seguramente, la imagen refleja de la mission civilisatrice, y resulta al menos halagadora para nuestro engreimiento.) Es nuestra obligación, por tanto, si no deseamos que nos clasifiquen como deplorables, alegrarnos de lo que lamentamos, obtener placer de nuestra propia pérdida, no ver en lo extraño más que lo amistoso, compatible y enriquecedor, y concebir en general el mundo sin más como un montón de restaurantes diferentes.

No debe siquiera pasársenos por la cabeza que quizá sea desaconsejable aceptar en nuestro seno a un número demasiado grande de personas cuya religión no favorece la indagación intelectual sin restricciones; que cuenta con una tradición ininterrumpida de castigar a los críticos, cuando no de eliminarlos; que no tiene concepción alguna de la igualdad ante la ley; y cuyo influjo en su forma más intransigente y evangelizadora parece ser hacerse más fuerte en la segunda generación. Nuestra autocensura debe producirse toda ella en nombre de una cualidad abstracta ?la diversidad? que se da por supuesto que es buena incondicionalmente y sin reservas. ¿No debemos preguntar qué recibimos específicamente, además de restaurantes y de algunas personas de talento que pueden encontrarse en todos los grupos humanos, a cambio del peligro de plantean ahora una minoría de ellos, hay que admitir que muy pequeña? ¿Cuál es el beneficio que no pueda ser traído por otros grupos inmigrantes sin el peligro anejo? Dejar siquiera que estos pensamientos se te pasen por la cabeza durante un instante es padecer la deplorable condición de islamofobia: como si preguntarse si el islam fuera compatible con la libertad intelectual, especialmente en relación consigo mismo, fuera similar en su forma a un miedo irracional a las arañas o a estar encerrado en una habitación. Esta fobia, sin embargo, es tanto enfermedad como defecto moral (al contrario de la aracnofobia o de, por ejemplo, la adicción a las drogas, que es una pura enfermedad).

De modo que, si uno no quiere ser un deplorable, tiene que hacer, como dirían los psicoterapeutas, un gran trabajo psicológico. Hay que aprender a pensar lo que no se piensa; a que no te guste lo que te gusta. Para llegar a los niveles más altos de no deplorabilidad, debe hacerse todo esto sin reconocerlo o, mejor aún, sin saber que lo has hecho. El nivel más alto de todo se alcanza cuando puedes negar en público que existe siquiera un proceso semejante. Poco después de la elección de Donald Trump, ese periódico izquierdista británico que insiste en que deje de utilizarse la forma femenina de la palabra actor, actriz (una palabra que jamás comportó ninguna connotación peor que la forma masculina), publicó un largo artículo en el que se defendía que la corrección política no era más que una quimera inventada por… bueno, por racistas, sexistas, homófobos, xenófobos o islamófobos.

Tampoco debería ahora exagerarse, por supuesto, la fuerza o el efecto de la corrección política. El impulso que alienta tras ella es totalitario, sin ninguna duda, pero aún no vivimos en entidades políticas en las que pensamos que sea necesario cubrir los teléfonos de nuestras habitaciones con cojines porque están todos pinchados, o en las que tenemos miedo de que la policía venga a por nosotros por algo que hemos escrito en una carta. El compromiso con la libertad de expresión, sin embargo, está declinando, especialmente, lo que son las cosas, en las universidades. He hablado con académicos jóvenes en Gran Bretaña, en Holanda, en Australia, que no revelan sus verdaderas opiniones a sus colegas por miedo a que ello acabe afectando a su promoción. Esto no acaba de ser el terror; no es el Gulag; y algunos podrían decir que la culpa es de ellos, que son pusilánimes, y que si no están preparados para defender su libertad con motivo de su carrera, no pueden tenerla en una alta estima. Pero aun en el caso de que esto fuera cierto, y yo dudaría en tirar la primera piedra, no habríamos llegado al quid del asunto: es decir, que se ha creado una atmósfera intelectual en la que el disentimiento de ciertas opiniones recibidas resulta no sólo inoportuna, sino castigable, aunque sea sólo de manera informal.

La corrección política se ha insinuado en lugares tan insólitos como las revistas médicas. Abro mi ejemplar del British Medical Journal (del 3 de diciembre de 2016) al azar, y mi mirada se detiene inmediatamente en esto:

¿Está Internet haciéndonos más estúpidos? El resultado de las elecciones presidenciales en Estados Unidos se analizará como un ejemplo cáustico mucho después de que estemos todos muertos, pero Internet debe cargar al menos con parte de la culpa.

Repárese en la suposición automática e irreflexiva de que la causa del resultado de las elecciones fue la estupidez de los votantes: porque si los votantes no hubieran sido estúpidos, ¿cómo podrían haber producido semejante resultado cuando la virtud se encontraba claramente al otro lado? Sólo la estupidez y la malicia pueden explicarlo, por tanto: pero si la mitad del electorado es estúpida o maliciosa, ¿qué es lo que pasa con el sufragio universal? Y si lo indudablemente bueno se conoce de antemano (si lo conocen los educados y los bienintencionados), ¿para qué molestarse, antes de nada, en convocar elecciones? Suprímanse estas ideas antes de que pasen a ser peligrosas.

No es tanto la opinión citada más arriba lo que me perturba, cuanto la certidumbre moral de que no encontrará ninguna resistencia, que es muy improbable que un punto de vista contrario o incluso simplemente diferente pueda encontrar cabida en las páginas del British Medical Journal. Lo mismo puede predicarse de otras revistas médicas. En el editorial de The Lancet sobre la elección de Donald Trump leemos: «El papel de la sociedad civil como una oposición legítima a lo que es ahora en la práctica un Estado de partido único es, por tanto, de una importancia trascendental». Esto no está muy lejos de una llamada a la desobediencia civil o, incluso, a la rebelión. Pero, ¿habríamos leído la misma frase, me pregunto, si Hillary Clinton hubiese ganado las elecciones y los demócratas se hubiesen hecho con el control de ambas cámaras? Y si la respuesta es no, ¿por qué no?

Si lo indudablemente bueno se conoce de antemano, ¿para qué molestarse, antes de nada, en convocar elecciones? 

Donald Trump no es mejor, por supuesto. Llegado el momento de aceptar de buen grado que otros puedan pensar de manera diferente a él, está muy lejos de resultar ejemplar; no dejó claro, por ejemplo, si aceptaría una derrota electoral pacíficamente, o si adoptaría otros medios para conseguir sus fines, declarando la victoria, por ejemplo, y organizando una marcha con final en Washington. «Ahora somos todos socialistas», dijo el político liberal británico, Sir William Harcourt, a finales del siglo XIX. «Ahora somos todos autoritarios» es el equivalente moderno.

Entre las clases educadas, la corrección política siembra el miedo al ostracismo social, a quedar relegados a un leprosario mental en el que se encierra a todos los deplorables para impedir que se propague su maligna enfermedad; pero enfurece a quienes ni la suscriben ni se benefician de ella, y a quienes sienten que la energía y el esfuerzo que se dedican a tratar de decidir qué baños públicos debería permitirse utilizar a los transexuales es un insulto a sus propios problemas, más acuciantes, pero desdeñados. En la corrección política hay una insufrible, agobiante, empalagosa pretensión de superioridad que sólo Charles Dickens podría haber satirizado con éxito. He aquí una frase de un artículo publicado en The Observer, un periódico dominical de una corrección política inquebrantable y de gran calidad en otro tiempo, con motivo del 225º aniversario de su publicación:

Por lo que hace a un artículo de The Observer, es parte de una larga, noble y benevolente tradición consistente en tratar un mundo complejo con compasión y dudas, y no con certidumbre y reproches.
Si hubiera un premio Nobel a la autocomplacencia, esto tendría posibilidades (o, en cualquier caso, debería tenerlas) de ganarlo.

Y aquí tenemos, por contraste, aunque es un contraste sólo hasta cierto punto, a Mr Podsnap en el penúltimo libro de Dickens, Nuestro común amigo:

Mr Podsnap tenía dinero, y Mr Podsnap tenía una alta opinión de sí mismo. Empezando con una buena herencia, había contraído matrimonio con una buena herencia […] y se sentía muy satisfecho. Nunca pudo comprender por qué todo el mundo no estaba del todo satisfecho, y tenía conciencia de que había sentado un brillante ejemplo social al sentirse especialmente satisfecho con la mayoría de las cosas y, por encima de todas las cosas, consigo mismo.

Felizmente consciente, pues, de su propio mérito e importancia, Mr. Podsnap resolvió que cualquier cosa que dejara atrás equivalía a hacerla desaparecer. Había algo de circunspectamente concluyente ?por no añadir que grandiosamente conveniente? en este modo de librarse de cosas desagradables que habían hecho mucho a fin de situar a Mr Podsnap en su encumbrada posición dentro de la satisfacción de Mr Podsnap. «No quiero saber de ello; no elijo hablar de ello; ¡no lo admito!» Mr Podsnap había adquirido incluso un peculiar ademán de su mano derecha al liberar a menudo al mundo de sus problemas más difíciles barriéndolos tras él (y, en consecuencia, evitándolos) con esas palabras y el rostro enrojecido. Porque para él constituían una afrenta.

No resulta sorprendente que casi cualquier alternativa a Mr Podsnap, soportada durante muchos años, pareciera atractiva, especialmente para aquellos que han vivido ese ademán de su brazo que los condenaba a la no existencia o, en todo caso, a la no existencia para él. Cualquier puerto en medio de una tormenta; cualquier demagogo en medio de una amarga desilusión. La vulgaridad llega como un alivio para un falso refinamiento.

Desgraciadamente, la oposición al error, incluso cuando es muy ostentoso, no es garantía de verdad, y el enemigo de mi enemigo no es necesariamente mi amigo. Ni tampoco es tan fácil escapar de las tentaciones de la corrección política como podría suponerse en un principio. Durante su campaña presidencial, Donald Trump afirmó rotundamente que un juez federal, Gonzalo P. Curiel, que presidía un juicio en el que se sustanciaba si la universidad epónima de Trump, la Trump University, había incurrido en estafa con el dinero de sus estudiantes, no podía ser ecuánime, debido a las opiniones que Trump había vertido sobre México y los mexicanos y a los orígenes mexicanos de ese juez.

Esta alegación arremetía contra la noción misma de que un hombre puede dejar a un lado su origen y sus prejuicios personales y decidir un caso por sí mismo y no con sus tripas, por así decirlo. La imposibilidad de la imparcialidad, de un alejamiento cognitivo consciente y deliberado de un entorno personal y racial es una de las principales máximas de la corrección política contemporánea y Donald Trump la ha utilizado sin escrúpulos cuando le ha convenido hacerlo así. Mostró que, a su zafia manera, puede representar el papel de víctima tan bien, o tan mal, como cualquier otro. La sociología ha entrado en nuestra alma, por así decirlo.

Hay otro aspecto en el que la elección de Donald Trump podría reforzar realmente la corrección política en vez de destruirla. Sus adversarios políticos tendrán que analizar las razones para su derrota, y podrían llegar a la conclusión de que no ofrecieron lo suficiente a sus potenciales electores naturales, que es como decir lo suficiente por medio de sobornos y protecciones políticamente correctos como la discriminación positiva, la libertad de sentirse ofendidos por lo que dicen otros, etc. Y como en política el remolino del tiempo siempre acaba trayendo sus venganzas, y los derrotados de ayer son los vencedores de hoy, es posible que la corrección política vuelva otra vez con fuerza: porque el infierno no posee furia semejante a la de un humanitario desdeñadoEn el original, «for hell hath no fury like a humanitarian scorned», en referencia al proverbio inglés «Hell hath no fury like a woman scorned», procedente a su vez de un pasaje de The Moruning Bride, de William Congreve: «Heav’n has no Rage, like Love to Hatred turn’d, Nor Hell a Fury, like a Woman scorn’d». (N. del T.).

Theodore Dalrymple nació en Londres en 1949. Fue durante muchos años médico en una cárcel y en un hospital urbano. Escribió una columna semanal durante catorce años en The Spectator y ha colaborado con numerosas publicaciones del mundo anglófono. Su libro más conocido es Life at the Bottom. The Worldview that Makes the Underclass, que se ha traducido recientemente al portugués en Brasil. Sus últimos libros publicados son Admirable Evasions. How Psychology Undermines Morality (Nueva York y Londres, Encounter, 2015) y Out into the Beautiful World (Londres, New English Review Press, 2015). Al español se ha traducido Sentimentalismo tóxico. Cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad (trad. de Dimitri Fernández Bobrovski, Madrid, Alianza, 2016).

Traducción de Luis Gago

Este artículo ha sido escrito por Theodore Dalrymple
especialmente para Revista de Libros

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Ficha técnica

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