Aunque muchas personas podrían sostener que consideran la libertad como el bien supremo, suelen optar en la práctica por la seguridad. Admitir que se prefiere el confort al riesgo, lo conocido a lo desconocido, la rutina a la aventura y la dependencia a la responsabilidad personal tiene algo de vergonzoso, lo cual explica por qué la gente no reconoce sus preferencias en público y se condena en consecuencia a incurrir en la mala fe. Tienen que pretender creer algo en lo que no creen, a saber, que la libertad es su bien supremo.
En la cárcel en que trabajé durante muchos años como médico solía preguntar en un aparte, y en confianza, a los presos que habían sido detenidos y condenados por enésima vez si preferían realmente la vida en la cárcel a la vida en el exterior. Alrededor de un tercio me admitieron que sí, porque en la cárcel se encontraban a salvo: de sus enemigos, de las exigencias intimidantes de las madres de sus hijos, de la necesidad de arreglárselas por sí solos, pero, sobre todo, de ellos mismos. Cuando quedaban a su libre albedrío, no sabían qué hacer y, en consecuencia, hacían las cosas más obviamente autodestructivas.