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La conquista islámica

La conquista islámica de la península Ibérica y la tergiversación del pasado: Del catastrofismo al negacionismo

Alejandro García Sanjuán

Madrid, Marcial Pons, 2013

500 pp. 28 €

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Hace no mucho tiempo, la historia de España, tal como era practicada por sus propios historiadores, estaba obsesionada por la búsqueda de una identidad española inconfundible, forjada en el pasado y, a la vez, capaz de explicar el presente. En esa época, los historiadores españoles que se habían formado fuera del país solían observar desde la distancia, realizando su trabajo histórico sin inmiscuirse en estos debates intramuros. Pero, de vez en cuando, alguno de ellos ofrecía unas palabras de sabiduría con la intención de quebrar el dominio que parecía ejercer este hechizo en la historiografía española. Fue Peter E. Russell quien, en 1959, desde su mirador estratégico de Oxford, desafió a historiadores como Claudio Sánchez-Albornoz a dejar a un lado la perniciosa «camisa de Neso» de su propio discurso nacionalista y, de una vez por todas, dejar de perder el tiempo persiguiendo ese «oscuro concepto del temperamento colectivo del pueblo español»Peter E. Russell, «The Nessus-Shirt of Spanish History», Bulletin of Hispanic Studies. vol. 36 (1959), p. 225..  En 1969, Thomas Glick y Oriol Pi-Sunyer intervinieron desde el otro lado del Atlántico para proponer el concepto de «aculturación» como una vía para salir de ese mismo atasco historiográficoThomas F. Glick y Oriol Pi-Sunyer, «Acculturation as an Explanatory Concept in Spanish History», Comparative Studies in Society and History, vol. 11 (1969), pp. 136-154.. En 1977, Pierre Guichard aplicó los modelos antropológicos a fin de arrojar nueva luz sobre los efectos de las estructuras sociales de Oriente Próximo y el norte de África en el desarrollo histórico de la sociedad andaluzaPierre Guichard, Structures sociales «orientales» et «occidentales» dans l’Espagne musulmane, París, Mouton, 1977.. Se han producido, por supuesto, muchos cambios desde los años setenta y los estudios históricos españoles no han presentado nunca anteriormente un aspecto más cuerdo y saludable. Sin embargo, en mis esfuerzos por comprender el libro objeto de esta reseña, no puedo evitar la sensación de estar siguiendo las huellas de Russell, o Glick, o Guichard, tratando de valorar, asomándome desde fuera, el complejo y fascinante contexto historiográfico que ha dado lugar a un libro como este.

La mayor parte de este volumen se dedica a una loable y cuidadosa evaluación de las fuentes en que debe fundamentarse cualquier intento de comprender «la conquista islámica de la península ibérica». Pero la fuerza motriz de este sereno análisis de los datos es una sorprendente y apasionada llamada a las  armas contra la «tergiversación del pasado», en forma de dos mitos modernos relacionados con la conquista de 711. El primero de ellos es la idea de que la presencia misma de los musulmanes en la península fue fundamentalmente algo ajeno, incluso ilegítimo, el resultado de un giro «catastrófico» del destino que puso a una gran parte de lo que era «propiamente» la España cristiana bajo dominación musulmana. El segundo mito sostiene que la conquista musulmana no llegó nunca a producirse, que los cambios que tradicionalmente se relacionan con el año 711 fueron parte de una trasformación de largo alcance en el sur de España, una metamorfosis en la que se vieron involucrados los árabes y el islam sólo como agentes secundarios. El problema con ambas interpretaciones, como bien señala García Sanjuán, es que guardan menos relación con los verdaderos datos históricos que con el hecho de estar en consonancia con las interesadas memorias colectivas y, por tanto, acaban por distorsionar nuestra comprensión de lo que sucedió en realidad en 711 y a partir de entonces. Aunque García Sanjuán reconoce que la gran mayoría de los historiadores profesionales de España no suscriben ninguno de estos mitos, sí que se toma en serio la amenaza potencial que suponen estos tipos de tergiversaciones, no sólo para las interpretaciones populares del pasado, sino también para las académicas. Enarbolando el estandarte de la «historia científica», García Sanjuán se muestra decidido a denunciar este tipo de invención nacida a impulsos ideológicos. En sus propias palabras: «La tarea del historiador profesional tiene tres dimensiones: la elaboración del conocimiento histórico, su transmisión a la sociedad y su preservación, en particular respecto a todo intento de tergiversación y manipulación, cualquiera que sea su procedencia»Alejandro García Sanjuán, La conquista islámica de la península ibérica y la tergiversación del Pasado: del catastrofismo al negacionismo, Madrid, Marcial Pons, 2013, p. 22.. Y dado que «el afán por distorsionar el pasado resulta permanente», los historiadores que se toman en serio su trabajo tienen que mantenerse vigilantes, dispuestos a llevar a cabo la tercera de estas tareas siempre que así lo demanden las circunstancias.

La primera de las tergiversaciones identificada por García Sanjuán, el mito de «la conquista como catástrofe», es, de lejos, la más profundamente enraizada de las dos, ya que se hallaba avivada por esa desazón característica del siglo XIX y comienzos del XX provocada por la sensación de que España no había hecho su entrada en el mundo moderno a la par que sus vecinos europeos. Este mito catastrofista tenía la ventaja de fundarse en otro mito medieval, forjado por los primeros cronistas cristianos, que hubieron de enfrentarse al desafío imprevisto de describir cómo un régimen católico se había visto desplazado por otro musulmán. Uno de estos historiadores cristianos, que escribió anónimamente bajo dominio musulmán en el año 754, marcó la pauta para sus sucesores al lamentarse de la destrucción asociada a la conquista, calificándola como «la ruina de España». Los cronistas asturianos de la década de 880 llevarían más allá esta interpretación catastrofista, imprimiéndole un giro providencialista. Desde su punto de vista, Dios había propiciado el alzamiento de los árabes como un azote para castigar a los pecadores visigodos, lo cual creaba el marco para su futura redención: la exitosa reconquista de España por los cristianos escarmentados, es decir, los herederos asturianos de aquellos visigodos. Este «discurso de los vencidos» de la Alta Edad Media acabaría siendo sorprendentemente duradero, ya que no sólo proporcionó un marco ideológico conveniente al reino castellano en su lucha medieval contra los musulmanes de al-Ándalus y el Norte de África, sino que, con pocas alteraciones, informó la ideología españolista que dominaría el discurso histórico español del siglo XIX e inspiraría, en última instancia, el nacionalcatolicismo de la época de Franco. Su premisa central –«la identidad exclusiva y absoluta entre lo “católico” y lo “español”»García Sanjuán, op. cit., p. 29.– significaba que al-Ándalus, la antítesis de la España cristiana, no podía haber sido nunca otra cosa que un intruso, una presencia peninsular fundamentalmente ilegítima.  Emilio Lafuente, Eduardo Saavedra, Francisco Javier Simonet y Claudio Sánchez-Albornoz sobresalen como los exponentes paradigmáticos de esta perspectiva catastrofista. Pero, como se apresta a señalar García Sanjuán, este discurso de impulso españolista sigue siendo una fuerza relevante en la España actual, informando la investigación histórica de Serafín Fanjul, los escritos populares de César Vidal y los pronunciamientos eclesiásticos del cardenal Antonio Cañizares, por mencionar sólo algunos.  La popularidad de la noción del «choque de civilizaciones» acuñada por Samuel Huntington en 1993 –por no hablar de los efectos que han tenido en la opinión popular sucesos como los del 11-S en Nueva York o el 11-M en Madrid– no ha hecho más que reforzar las interpretaciones catastrofistas de 711 al situarlas dentro de un discurso global sobre el «inevitable» conflicto entre el islam y Occidente tras la estela de la Guerra Fría.

El autor propone que aparquemos la palabra "Reconquista", la cual sugiere que España se desvió de su destino al sufrir la invasión

Más allá de exponer simplemente el catastrofismo, García Sanjuán propone dos cambios de nomenclatura que pueden, con el tiempo, ayudar a erosionar este mito tan arraigado. El primero consiste en prescindir de una vez por todas del término «Reconquista». Como explica García Sanjuán, «el término fue consagrado por la historiografía decimonónica al convertir la conquista musulmana de 711 y el proceso de reconquista en el elemento definitorio de la conformación de la identidad nacional»García Sanjuán, op. cit., p. 23.. En la noción de «Reconquista» se halla implícita la idea pasada de moda de que la «pérdida» cristiana de España a manos de los musulmanes se tradujo en una perversión de su «destino nacional» en torno a la idea de una España unificada y católica, modelada inicialmente por los visigodos en 589. La segunda palabra que García Sanjuán quiere que nos abstengamos de utilizar es un candidato menos obvio para ser excluido de nuestro vocabulario historiográfico: «invasión». Desde su punto de vista, la palabra «posee la connotación de una ocupación anormal o irregular»García Sanjuán, op. cit., p. 36., como si los musulmanes fueran «agentes patógenos» que hubieran de ser purgados de España.  En lugar de «invasión», con sus implicaciones catastrofistas, García Sanjuán propone «conquista», una palabra con una menor carga semántica. Esta rectificación tendría, en su opinión, la ventaja añadida de promover una mayor congruencia en la terminología histórica en su conjunto. ¿Por qué, por ejemplo, describir lo que hicieron los musulmanes a España como una invasión si no utilizamos el mismo término para describir lo que Cortés y Pizarro hicieron a México y Perú?

Resulta, sin embargo, que «conquista», en y por sí misma, no reviste en absoluto tanta neutralidad, y esta observación nos conduce al segundo de los mitos de García Sanjuán, el negacionismo, es decir, la idea de que los musulmanes no llegaron nunca realmente a conquistar España. A pesar de que este mito, en comparación con el de catastrofismo, es prácticamente un recién llegado y no es de ningún modo un rasgo significativo dentro del actual panorama historiográfico español, provoca una refutación mucho más extensa, sistemática y apasionada por parte del autor de este libro. Mientras que García Sanjuán disculpa en gran medida el castastrofismo como un simple caso de «distorsión ideológica», arremete contra el negacionismo como si fuera un verdadero crimen contra la disciplina de la historia: nada menos que «un auténtico fraude historiográfico» basado en lo que interpreta como una intencionada «manipulación de los testimonios históricos»García Sanjuán, op. cit., p. 73.. García Sanjuán llega incluso a encuadrar a los perpetradores de este fraude en la misma categoría que quienes niegan el holocausto, a pesar del hecho de que negar la conquista de 711 no ha suscitado nunca nada parecido a las negativas consecuencias que despiertan instintivamente las negaciones del Holocausto. Una comparación más apropiada, dado el tema de su libro, es el contraste que establece el autor entre la reacción de los expertos ante la reciente «mitologización» de Franco en el Diccionario biográfico español y su silencio virtual frente al negacionismo. Es precisamente la falta de una refutación sistemática del negacionismo la que inspiró al autor para escribir este libro. «Pese a que “no hay mayor desprecio que no hacer aprecio”, a mi juicio esta posición no resulta admisible en el ámbito profesional de la investigación histórica. Por el contrario, considero que la refutación del negacionismo representa una obligación insoslayable»García Sanjuán, op. cit., p. 143..

El perpetrador original de la tesis negacionista, o al menos el primero que la defendió de forma sistemática, fue el vasco Ignacio Olagüe (1903-1974), paleontólogo de formación e historiador aficionado que, como muchos otros en su época, buscó respuestas a los problemas a que se enfrentaba España buceando en su pasado. Para Olagüe, esto significaba volver a escribir la historia de España con la esperanza de liberar a su país de la «decadencia» que, en su opinión, estaba promoviendo una peligrosa forma de fatalismo en su ciudadanía.  Un componente esencial de este proyecto revisionista fue negar incluso la conquista de 711, una postura que permitió a Olagüe prescindir de la incómoda idea de que España se había visto sometida a una «conquista semítica». Aunque claramente inspirado por los mismos prejuicios nacionalistas que influyeron a muchos otros miembros de su generación, lo cierto es que Olagüe se apartó de muchos de sus colegas al rechazar la exclusión que hacían del islam dentro de cualquier análisis de la identidad española. Olagüe abogó, en cambio, por un «españolismo integrador» que le permitiría considerar al-Ándalus como algo esencialmente español a pesar de su parafernalia árabe e islámica. Aunque Olagüe empezó a explorar estos temas en La decadencia española (1950-1951), fue su libro Les arabes n’ont jamais envahi l’Espagne (1969)Ignacio Olagüe, Les Arabes n’ont jamais envahi l’Espagne, Burdeos, Flammarion, 1969. –del que apareció una versión ampliada en español cinco años más tarde con el título La revolución islámica en Occidente (1974)– el que se convirtió en el locus classicus de la tesis negacionista. La revolución islámica en Occidente sostiene que, lejos de ser el producto de una invasión, al-Ándalus surgió de resultas de una sedición encabezada por los arrianos contra los visigodos trinitarios; una revolución que, debido a las supuestas semejanzas entre el «unitarismo» arriano y el monoteísmo radical del islam, creó el marco para los misioneros musulmanes, que encontraron en España un público de monoteístas militantes enormemente receptivo. El resultado de este encuentro fue no tanto una conversión al islam como una «convergencia religiosa» entre el islam y las tendencias unitarias autóctonas en el sur.  Así surgió al-Ándalus, una entidad decididamente «indoeuropea» con un barniz «semítico». Los elementos árabes y musulmanes sirvieron únicamente de «levadura» para lo que no era, por lo demás, más que un florecimiento puramente español, del que no podía encontrarse nada semejante en ningún otro lugar del mundo islámico o cristiano. Dicho de manera sencilla, Olagüe postuló una visión «continuista», en contraposición a «rupturista», de la historia andaluza, y consideró la propia idea de una «conquista» en 711 como una conspiración historiográfica con objeto de abochornar y desacreditar a España.

Como observa García Sanjuán, el libro de Olagüe, que fue inmediata y sumariamente rechazado tanto por Pierre Guichard («un thèse insoutenable») como por James Monroe («not a scholarly work»),Pierre Guichard, «Les Arabes ont bien envahi l’Espagne. Les structures sociales de l’Espagne musulmane», Annales. Histoire, Sciences Sociales, vol. 29, núm. 6 (1974), pp. 1.483-1.513; James T. Monroe [reseña de Olagüe, Les Arabes n’ont jamais envahi l’Espagne], International Review of Medieval Studies, vol. 6, núm. 3 (1975), pp. 347-348. Con la reedición del libro en 2006, Maribel Fierro añadío su voz al coro en Revista de Libros. habría sido letra muerta de no haber sido desempolvado por el movimiento nacionalista andaluz. Blas Infante (fallecido en 1936), el «padre de la patria andaluza» y mártir de la causa andalucista, había dado forma a su propia versión del negacionismo cuando describió la conquista de 711 como una «liberación» del Sur del opresivo régimen visigodo y católico del Norte.  Para contrarrestar la idea de «reconquista» con su idea implícita del islam como un intruso extraño, los andalucistas desarrollaron su propio mito de una «edad de oro» andaluza que acabaría por extinguirse con la expansión castellana durante la Baja Edad Media. Aunque los españolistas como Olagüe y sus coetáneos andalucistas no se podían ver («Olagüe era, ante todo, un nacionalista español, no es ni filo-musulmán ni nacionalista andaluz»Maribel Fierro, «Al Andalus en el pensamineto fascista español: la revolución islámica en occidente de Ignacio Olagüe», en Manuela Marín (ed.), Al-Andalus/España. Historiografías en contraste, siglos XVII-XXI, Madrid, Casa de Velázquez, 2009, p. 336.), su sentido «inclusivo» del españolismo atrajo a todos aquellos cuya identidad regional se basaba en la idea que Andalucía había sido un integrante de buen grado del gran mundo islámico, al que también había contribuido. Entre ellos había españoles convertidos al islam (los conocidos como «nuevos musulmanes»), que sentían una gran curiosidad por la idea reconfortante de que Andalucía podría, en cierto sentido, haber estado destinada a devenir islámica por su propia trayectoria histórica interna. El hecho de que La revolución islámica en Occidente se publicara en 1974, inmediatamente después de la muerte de Olagüe y poco antes de la de Franco, se tradujo en que el libro se encontraba perfectamente posicionado para beneficiarse de la atención tanto de los andalucistas (que podían ya manifestarse sin traba alguna) como del número cada vez mayor de nuevos musulmanes.

A la derecha, Blas Infante

García Sanjuán se mostraría, sin duda, de acuerdo con que el refrendo del negacionismo por parte de los andalucistas resulta tan comprensible en su propio contexto como la predilección de los españolistas por el catastrofismo en el suyo. Ambos se encuentran más relacionados con el funcionamiento de la memoria colectiva que con la interpretación científica de los datos históricos. Como explica García Sanjuán: «A los mitos españolistas, los “pelayos” y “covadongas” de la Reconquista, se sobrepone ahora otro, no menos falaz y deformante, el del negacionismo, buena prueba de que un mito sólo se puede contrarrestar con otro»García Sanjuán, op. cit., p. 94.. Sin embargo, como ya se ha apuntado, García Sanjuán dedica mucha más atención en su libro al mito negacionista, supuestamente porque ha recibido mucha atención en los últimos tiempos, fundamentalmente por parte de los andalucistas y los nuevos musulmanes.  No sólo se reeditó el magnum opus de Olagüe en 2004, sino que, dos años más tarde, Emilio González Ferrín, director del Departamento de Filologías Integradas en la Universidad de Sevilla, publicó su Historia general de Al Ándalus. Europa entre Oriente y Occidente (2006), en la que adoptaba explícitamente algunos de los argumentos más controvertidos de Olagüe. En opinión de García Sanjuán, el libro de González Ferrín es, en esencia, una repetición de La revolución islámica en Occidente, aunque desde un punto de vista andalucista en vez de españolista. Al mismo tiempo, García Sanjuán parece tener el libro de González Ferrín por una amenaza más peligrosa por el hecho de haber sido escrito por un arabista doctorado con un puesto universitario y tendencias andalucistas, no por un historiador aficionado con un ideario nacionalistaManuela Marín situaría a González Ferrín en «la escuela de arabistas españoles» que busca «“hispanizar” al-Ándalus por el procedimiento de convertir a sus habitantes en españoles». Manuela Marín, Al-Andalus/España, p. xii.. Es el estatus académico de González Ferrín lo que hace que García Sanjuán lo acuse de «una auténtica falta de respeto hacia la Historia como disciplina académica y científica»García Sanjuán, op. cit., p. 73.. De ahí la mordaz recensión del libro que escribió García Sanjuán para la revista Medievalismo en 2006, poco después de la publicación del estudio de González Ferrín. Y de ahí también esta voluminosa La conquista islámica de la península ibérica y la tergiversación del pasado, un libro que aspira de una vez por todas a aclarar las cosas en relación con 711 y a denunciar a los negacionistas, pasados y presentes, como perpetradores de «un auténtico fraude historiográfico»García Sanjuán, op. cit., p. 23..

El primer y extenso capítulo, que intenta responder a la pregunta historiográfica de «por qué la conquista ha sido un hecho histórico tergiversado» (y que informa la mayor parte de lo que he escrito hasta ahora) va seguido de tres más, cada uno de los cuales busca dar respuesta a una pregunta histórica concreta inspirada por las afirmaciones negacionistas.

El primero de ellos (el capítulo dos) se pregunta: «¿Existen testimonios históricos confiables sobre la conquista?». Esta pregunta reviste una importancia crucial no sólo porque García Sanjuán debe apoyarse en estas mismas fuentes para defender su tesis de la realidad de una conquista en 711, sino porque las obras de Olagüe y González Ferrín buscan ambas explotar la ausencia de fuentes literarias verdaderamente contemporáneas y desafían la dependencia tradicional de las fuentes más tardías que ellos consideran «corruptas». García Sanjuán cuestiona este «pesimismo», contraponiéndolo de diversas formas. Lo primero que hace es refutar como exagerada la afirmación global de que no existen fuentes contemporáneas, referiéndose a una poco conocida entrada en el Liber pontificalis que se basaba claramente en una carta perdida del duque Eudes de Aquitania dirigida al papa justo después de su victoria sobre al-Samh en 721. En segundo lugar, acusa a los negacionistas de una suerte de «pereza mental» camuflada en forma de escrúpulos que les ha impedido aplicar el tipo de crítica de las fuentes que permite normalmente a los historiadores profesionales utilizar con confianza las fuentes posterioresGarcía Sanjuán, op. cit., p. 244.. En tercero, muestra que, independientemente de las circunstancias que rodean a cada una de estas fuentes –si proceden de la península o de fuera, si quedaron plasmadas cincuenta o ciento cincuenta años después de los hechos, si su autor era cristiano o musulmán–, todas «cuentan la misma historia, la de la conquista de la península protagonizada por beréberes y árabes a partir de 711»García Sanjuán, op. cit., p. 151.. García Sanjuán sostiene finalmente que, aun si descartásemos en su totalidad los testimonios escritos, seguiríamos contando con numerosas pruebas materiales para sostener la idea de una conquista. El nuevo régimen acuñó monedas un año después de su llegada y al cabo de cinco años las monedas lucían un sistema de datación que hacía referencia a la hégira (a partir de 713-714) y referencias en árabe a Mahoma (a partir de 716-717). Más allá de esta evidencia numismática, los recientemente descubiertos sellos de plomo –que se utilizaban para confirmar los repartos de botín, para establecer pactos y para regular los impuestos– dan fe de la existencia de un aparato administrativo para gestionar desde el comienzo mismo el territorio conquistado.

Ignacio Olagüe llegó incluso a negar la conquista de 711

El siguiente capítulo, el tercero, se plantea la siguiente pregunta: «¿Cuál era la identidad de los conquistadores?» Lo hace con el propósito de demostrar que eran realmente musulmanes y árabes. Desde la perspectiva negacionista, lo que describen las fuentes literarias (corruptas) como una conquista fueron en realidad bien una serie de ataques inconexos procedentes del Norte de África, bien el resultado del reclutamiento de aliados marroquíes por parte de una facción andaluza contra la otra; en ninguno de estos casos se vieron implicados árabes o musulmanes en estas intervenciones. A fin de mantener esta postura y poder explicar, sin embargo, cómo al-Ándalus se convirtió en un país araboparlante y musulmán, Olagüe –como ya hemos visto– postuló la existencia de una «revolución islámica», es decir, un levantamiento contra el Toledo católico por parte de los cristianos arrianos, cuya teología les hacía sentirse más afines al monoteísmo radical de los musulmanes y les preparó para su conversión final al islam. La islamización de al-Ándalus se presenta así como el último capítulo de una evolución religiosa ininterrumpida que va desde los arrianos unitarios a los «protomusulmanes» (que se caracterizan por su dedicación al monoteísmo radical) y a los musulmanes plenos (que se distinguen por su fidelidad al Corán y su devoción a Mahoma), una evolución que no se completaría en España hasta mediados del siglo IX. La noción de una conquista musulmana de España resulta, por tanto, problemática para Olagüe porque, desde su punto de vista, sencillamente no había aún musulmanes «plenos» en aquel momento para llevar a cabo semejante proeza. Para contrarrestar esta aseveración, García Sanjuán acude directamente a las pruebas en busca de indicaciones claras de que, por un lado, el islam era una religión que se encontraba «plenamente formada» antes de 711 y, por otro, que los conquistadores de España en concreto eran musulmanes bona fide. Para demostrar la primera de estas dos proposiciones, García Sanjuán repasa los datos relativos a la expansión del islam en Oriente. El hecho de hasta qué punto los primeros seguidores de Mahoma pueden ser considerados como un grupo religioso característico –en vez de monoteístas genéricos– ha sido una cuestión ardientemente debatida durante casi cuarenta añosPatricia Crone y Michael Cook, Hagarism. The Making of the Islamic World, Cambridge, Cambridge University Press, 1977.. Afortunadamente para la tesis de García Sanjuán, la mayoría de los historiadores actuales son de la opinión de que, en tiempos de Abd al-Malik (685-705) –el responsable de la Cúpula de la Roca (691), así como de algunas reformas numismáticas igualmente reveladoras–, los musulmanes habían cobrado conciencia de una identidad confesional que los diferenciaba explícitamente de cristianos y judíos.  De vuelta en la península, García Sanjuán vuelve a referirse tanto a la acuñación de moneda (en concreto, al «dinar bilingüe» de 716-717, que lleva inscrita la frase «Muhammad rasul Allah»,  del que encontramos una reproducción en la cubierta de su libro) como a testimonios literarios (especialmente las seis referencias a «Mammet» en las dos crónicas latinas más antiguas que hacen alusión a los sucesos de 711) para mostrar que Mahoma formó parte de la identidad religiosa del nuevo régimen desde el principio mismo. García Sanjuán se muestra especialmente crítico con la afirmación negacionista según la cual, antes de la década de 850 (la época de Eulogio y el movimiento de los mártires de Córdoba), no contamos con ningún indicio de que los cristianos andaluces tuvieran al islam por una religión diferente. De hecho, las pruebas demuestran que en las primeras décadas del siglo IX hubo por lo menos tres textos latinos que cuestionaban directamente el islam o menospreciaban a su profeta. García Sanjuán explota también la ausencia total de pruebas que revelen la existencia de arrianos contumaces en España con posterioridad a 589, cuando la monarquía visigoda abrazó oficialmente el catolicismo.

La tercera pregunta, que provoca un tercer y último capítulo (el número cuatro), es: “¿Por qué triunfaron los conquistadores?” Su objetivo aquí es contrarrestar el argumento negacionista de que la facilidad y la velocidad relámpago de «la conquista de 711» constituye, en sí misma, una buen indicativo de que, en realidad, no se produjo ninguna conquista. García Sanjuán tiene que admitir que pocos de los estudiosos que han abordado el tema han dejado de reparar en la rapidez con que se desplomó el régimen visigodo y en la escasa resistencia que encontraron las tropas de Tariq ibn Ziyad y Musa ibn Nusayr en su avance a través de la península. A modo de corrección, García Sanjuán recuerda a sus lectores que la conquista de España no fue ni más fácil ni más rápida que las conquistas musulmanas en Oriente, es decir, las de Palestina, Siria, Mesopotamia y Egipto, que se realizaron en un tiempo récord. Y, al igual que en Oriente, los ataques militares iniciales no se tradujeron en un control político inmediato y total. El régimen omeya tardó más de dos siglos –es decir, hasta la época de Abd ar-Rahman III y su declaración del califato independiente de Córdoba en 929–en conseguir un control efectivo sobre la totalidad de al-Ándalus. Tal y como lo ve García Sanjuán, tiene más sentido explicar la ausencia de cualquier enfrentamiento digno de mención entre los visigodos y los musulmanes en clave de divisiones entre las tropas visigodas y/o errores estratégicos por parte de sus caudillos que postular la ausencia de una conquista. Al margen de lo que se piense sobre la veracidad de las fuentes latinas y árabes, no sólo todas ellas coinciden en que el cambio del régimen fue violento, sino que dan fe de forma congruente de los comienzos de una resistencia militar por parte de los cristianos del norte. Plenamente consciente de que las referencias a rendiciones negociadas superan en cantidad a los asedios conocidos y las grandes batallas, García Sanjuán nos recuerda que estas capitulaciones no se habrían producido de no haber sido por la amenaza de la fuerza: «Así pues, tanto el empleo directo de la fuerza como su mera presencia constituyen argumentos que permiten caracterizar el proceso de imposición de la autoridad islámica como una conquista militar»García Sanjuán, op. cit., p. 423..  García Sanjuán también advierte a su lector que las referencias a las capitulaciones no deben tomarse al pie de la letra, dado que eran los propios terratenientes quienes estaban interesados en declarar que habían obtenido sus propiedades por medio de un acuerdo de capitulación y no abiertamente por medio de la conquista; admitir lo contrario podría haber abierto la puerta legal a una mayor intervención económica y política por parte de las autoridades centrales.

Al principio de esta reseña señalamos que García Sanjuán identificaba tres responsabilidades que incumben al historiador profesional: «la elaboración del conocimiento histórico, su transmisión a la sociedad y su preservación, en particular respecto a todo intento de tergiversación y manipulación».  Si hemos de evaluar cómo ha llevado a cabo cada una de estas tres tareas en su libro, tendríamos que aplaudirlo por la primera, ya que ha cumplido con creces su promesa al ofrecernos «un trabajo de investigación realizado desde un planteamiento académico, en el que los testimonios documentales ocupan un espacio central»García Sanjuán, op. cit., p. 22.. Al reunir y examinar cuidadosamente cada una de las fuentes conservadas –tanto literarias como materiales–, ha proporcionado al lector un ejemplo práctico de cómo el historiador ejerce su profesión a la manera de un científico. García Sanjuán también ha puesto de relieve con ello los puntos débiles de Olagüe y González Ferrín, ninguno de los cuales se vale de las pruebas históricas de un modo convencional. Con respecto a la segunda «tarea» –la transmisión de su tema a los lectores no especializados–, también hay que reconocer el mérito de García Sanjuán. La claridad con que está escrito el libro es congruente con su promesa de «alcanzar a un público lo más amplio posible»García Sanjuán, op. cit., p. 22.. Una vez más, esto supone un contraste implícito con el libro de González Ferrín. Más un extenso ensayo que historia per se, «exhibe una espesura conceptual de una densidad tal que resulta estrictamente incompatible con cualquier atisbo de divulgación del conocimiento histórico»García Sanjuán, reseña de Historia general de Al Ándalus, p. 328.. Es con respecto a su ejecución de la tercera tarea –proteger la historia de distorsión o tergiversación– donde, en mi opinión, el libro de García Sanjuán no acaba de lograr su objetivo.  Al contrario, en su esfuerzo por «preservar»  la historia de las garras de la manipulación, el autor lanza una ofensiva tan vigorosa contra el negacionismo de Olagüe y González Ferrín que deja al firmante de estas líneas dudando de la pureza de las motivaciones del autor.

El hecho de que García Sanjuán concluya que «el hilo conductor del discurso de Olagüe revela a la perfección el modus operandi de todo revisionismo basado en el apriorismo; es decir, la subordinación del conocimiento histórico a unas premisas ideológicas previas»García Sanjuán, op. cit., p. 86. es algo que se enmarca, sin duda, dentro de los límites de la profesionalidad. Este tipo de crítica no sólo permite que el lector sepa exactamente dónde se sitúa el crítico, sino que proporciona información contextual para que el lector pueda valorar por qué el crítico piensa del modo en que lo hace.

Santiago interviene contra las fuerzas musulmanas

Desgraciadamente, esta es una de las caracterizaciones más contenidas por parte del autor del discurso de Olagüe, que aparece descrito en otro pasaje como «pueril y, en algunos casos, ridículo», produciendo «una mezcla de sentimientos que oscilan entre la vergüenza ajena, la hilaridad y la indignación»García Sanjuán, op. cit., p. 24.. Aquí me parece que García Sanjuán ha traspasado una línea que corresponde respetar a todos los historiadores profesionales, por más que no compartan las conclusiones de otro. Más problemáticas son las repetidas acusaciones de «fraude» que salpican el libro. Por lo que respecta a García Sanjuán, el libro de Olagüe «no consiste en una mera lectura ideológica o emocional del pasado, sino que se basa en una manipulación consciente e intencionada de los testimonios históricos»García Sanjuán, op. cit., p. 29. La cursiva es mía.. Plantear una acusación así sin proporcionar pruebas incontrovertibles de una manipulación deliberada de este tipo es, por no llevar las cosas más allá, difícil. A pesar de sus pretensiones de estatus científico, la disciplina de la investigación histórica se basa en la interpretación creativa de los datos, lo cual produce inevitablemente diferencias de opinión. Acusar a alguien que examina los datos de un modo diferente de incurrir en «manipulación deliberada» en vez de «interpretación incorrecta», o «interpretación incompleta», o «interpretación antihistórica», invita a pensar que hay algo más allá de la «ciencia» que podría estar motivando la acusación. Las frecuentes caracterizaciones ad hominem de Olagüe, dirigidas fundamentalmente a su estatus de aficionado, están en consonancia con las vagas acusaciones de «fraude». Una y otra vez, Olagüe aparece presentado por García Sanjuán como «conspicuo falsario» y un «seudohistoriador vasco», «carente de vínculos profesionales con la disciplina histórica»García Sanjuán, op. cit., p. 93., como si la afiliación al gremio de historiadores profesionales pudiera garantizar la calidad de las percepciones o las investigaciones de cualquier académico.

Aunque Olagüe sea un conveniente chivo expiatorio para García Sanjuán, su verdadero objetivo es, obviamente, González Ferrín, cuyos argumentos rechaza igualmente como «delirios»García Sanjuán, op. cit., p. 120.. Por lo que atañe a García Sanjuán, González Ferrín peca contra la disciplina de la historia, lo cual «arroja serias dudas respecto a la credibilidad de su labor filológica», mientras que su empleo de las fuentes  revela «una falta de respeto hacia el conocimiento histórico»García Sanjuán, op. cit., p. 253..  Aun los desganados intentos de García Sanjuán por ofrecer algún tipo de contexto para la adopción por parte de González Ferrín de la tesis negacionista están empapados de desprecio. Tras preguntarse por qué un arabista de formación habría de suscribir una tesis «ahistórica» como esta, busca pistas en el curriculum vitae de González Ferrín y, observa que, antes de la publicación de Historia general de Al Ándalus en 2006, su producción académica se había centrado casi en exclusiva en temas árabes e islámicos modernos. Su conclusión: «asistimos a una clara improvisación oportunista, destinada a satisfacer inconfesables ambiciones personales. ¿Hay mejor forma de darse a conocer en un gremio del que es ajeno y en que se pretende desesperadamente adquirir protagonismo que proclamar disparates que van a contracorriente? La notoriedad está asegurada, pues permite adoptar la cómoda posición de víctima al que los “mandarines” del gremio marginan y soslayan. Una entrada triunfal “a lo grande”, propia de las grandes “figuras”, con la intención de erigirse en antítesis de la “historia oficial”»García Sanjuán, op. cit., p. 121..  Desde la perspectiva de García Sanjuán, una deleznable búsqueda de notoriedad fue precisamente lo que animó a González Ferrín a respaldar y propagar el «grosero fraude historiográfico» de Olagüe, «un conjunto de falsedades y disparates basados en la manipulación de los testimonios históricos»García Sanjuán, op. cit., p. 252.. Sobre este supuesto, García Sanjuán concluye afirmando de manera espectacular que «si en España existiese una gestión verdaderamente seria y rigurosa de la investigación, quienes incurren en estas conductas anticientíficas deberían estar excluidos de los medios académicos y relegados al que realmente les corresponde, el de los aficionados al esoterismo»García Sanjuán, op. cit., pp. 252-253.. Esta sugerencia de que, en un mundo perfecto, González Ferrín «perdería su permiso», huele a un tipo diferente de negacionismo: aquel que aplasta el diálogo mediante el menosprecio de las ideas «extravagantes» y la acusación a sus defensores de ser «seudohistoriadores» o «aficionados al esoterismo».

Hay maneras más eficaces –y más profesionales– de hacer frente a una tesis contraria, aun siendo tan estrafalaria como el negacionismo. Las mejores reseñas empiezan con un resumen conciso e imparcial del libro en cuestión, una síntesis que rehúye cualquier tentación de juzgar el libro antes de haber concluido el resumen. El motivo de levantar este «muro cortafuegos» entre el resumen y la evaluación persigue que el lector de la reseña –que, por regla general, no ha leído el libro– pueda empezar a valorar lo que estaba intentando hacer el autor antes de que el reseñista saque a la luz sus deficiencias. Una buena regla práctica para escribir este tipo de resumen es imaginarse que el autor del libro tuviera que refrendarlo como una sinopsis imparcial del libro. La conquista islámica de García Sanjuán no es la reseña de un libro, al menos no de manera explícita. Sin embargo, no puedo evitar pensar que su autor habría alcanzado los objetivos que afirma haberse propuesto de manera más eficaz si hubiera incluido al principio unos resúmenes imparciales de los libros de Olagüe y González Ferrín, escritos como si cada uno de ellos hubieran tenido que darles su nihil obstat antes de visitar la imprenta.  

Desconcierta a los estudiosos la rapidez con que triunfaron los invasores

Este sencillo ejercicio habría guiado sin duda a García Sanjuán por una senda mucho más halagüeña que la que tomó realmente. En primer lugar, lo habría obligado a describir el negacionismo desde la perspectiva de los negacionistas, y esto le habría impelido a admitir que, a pesar de todas sus excentricidades, el negacionismo no es simplemente un producto de la imaginación de Olagüe o González Ferrín; es, a pesar de sus obvias deficiencias, una interpretación del pasado que, como todas las interpretaciones del pasado, intenta buscar una explicación de los datos. En el caso de la historia de la Alta Edad Media española, el panorama que presentan las pruebas es, como poco, desigual. De ahí que cada historiador de la España Moderna se vea obligado a enfrentarse no sólo a la penuria de las fuentes de comienzos del siglo VIII, sino a la tendencia de los cronistas del siglo IX (y posteriores) a «retroyectar» (proyectar hacia atrás) sus ideas políticas sobre los sucesos de esa época. Podría ciertamente defenderse, como hace García Sanjuán, que el punto de partida negacionista –con su manera radicalmente escéptica de aproximarse a las fuentes– es demasiado «pesimista»; que tira todo –lo bueno y lo malo, sin distinción– por la borda. Pero esto es algo que no debería hacerse sin admitir que la tendencia contraria –es decir, tomar lo que afirman los historiadores medievales al pie de la letra– ha tenido un efecto mucho más negativo sobre los estudios históricos españoles durante muchísimo más tiempo.  Independientemente de que cualquier historiador de la España medieval crea o no que hubo una conquista, debe aportar explicaciones convincentes para la brusquedad con que desapareció el reino visigodo, la rapidez con que los árabes y los beréberes consolidaron su autoridad sobre la mayor parte de la península, la buena disposición con que los cristianos ibéricos aceptaron los términos de la capitulación que se les ofrecía, la tardanza con que los cristianos reaccionaron ante la identidad religiosa del nuevo régimen y el hecho asombroso de que al-Ándalus pasara a ser islamizada y arabizada a pesar del hecho de que musulmanes y árabes fueran muy inferiores en número a la población nativa. Resalto aquí la palabra «convincentes» porque, a pesar de sus aspiraciones al rigor científico, el historiador moderno sabe bien que no ha «demostrado» nada hasta que haya logrado «convencer» a su lector de que su explicación en concreto es la que proporciona la mejor exégesis de los datos. En este sentido, el historiador se parece en realidad más a un abogado en un juicio que a un científico en su laboratorio. Al fin y al cabo, el acusado acaba siendo declarado culpable o inocente no porque el abogado estableciera lo que en realidad había sucedido esa noche, sino porque en la exposición de sus conclusiones finales contó la versión más convincente de lo que sucedió esa noche, una versión que al jurado le pareció más persuasiva que la del abogado de la otra parte. En este sentido, la historia permanece fiel a sus raíces: los romanos la consideraban una subdisciplina de la retórica, cuya utilidad estribaba fundamentalmente en proporcionar ejemplos que fortalecieran la argumentación de un retórico. A pesar de los numerosos avances en el estudio de la historia, su práctica aún se sustenta en grandes dosis de «convencimiento». Retomando el tema, cada interpretación histórica –no sólo las negacionistas– debería venir acompañada de un caveat emptor: muy pocas conclusiones son, en realidad, conclusivas.

Si García Sanjuán hubiera empezado con un resumen imparcial de las posturas negacionistas que pretendía contrarrestar, habría evitado con toda probabilidad refundir las tesis de Olagüe y González Ferrín. Por tentador que debiera resultar condenar al arabista, por asociación, con el «seudohistoriador vasco», lo cierto es que González Ferrín «retoma» la tesis de Olagüe de manera selectiva. Es posible que esto sorprenda al lector del libro de García Sanjuán, pero el nombre de Olagüe se menciona únicamente en diez páginas de las 583 que conforman Historia general de Al Ándalus. González Ferrín atribuye a Olagüe el mérito de una serie de discernimientos concretos que –admite– lo convencieron, especialmente los que guardan relación con la lenta evolución del islam a partir de una reacción panunitaria contra la ortodoxia trinitaria, no sólo en España, sino también en Oriente. «Compartimos su teoría iluminadora acerca del Islam como profesión de fe nacida en el ambiente de sincera oposición al dogmatismo trinitario cristiano. Se trataría de una religión iluminada por una revelación concreta –la coránica–, pero surgida del enfrentamiento entre unitarios –los inefables hanifes del Corán, más una amalgama de judíos, neo-musulmanes, cristianos no dogmáticos como nestorianismo, arrianismo, donatismo, priscilianismo… – contra trinitarios –Concilio de Nicea; dogmatismo cristiano impuesto por la fuerza de armas contra la herejías citadas»Emilio González Ferrín, Historia general de Al Ándalus: Europa entre Oriente y Occidente, Córdoba, Almuzara, 2006, p. 82.. Inspirado por Olagüe, González Ferrín pasó a ver la historia de la islamización de al-Ándalus como un microcosmos de este proceso evolutivo más amplio del islam en el Mediterráneo meridional y oriental. En España «se provocó una lenta –y finalmente cruenta– evolución hacia lo islámico –similar al resto del Mediterráneo Sur y Este– que no se instauró como mitológicamente se pretende en una cabalgada. No; lo islámico en Hispania –del mismo modo que en la mayor parte de los rincones del llamado espacio islámico–partía de una amalgama previa y secuenciales movimientos migratorios en un siglo difícil, el de 700»González Ferrín, op. cit. 148.. Tras adoptar la terminología y la cronología de Olagüe, González Ferrín escribe: «de este “post-arrianismo ambiental” se llegará al pre-Islam en todo el norte de África e Hispania. Se trata de un proceso iniciado a mediados del siglo VII –años 650– y concluido dos siglos después – 850»González Ferrín, op. cit., p. 119..  Al igual que Olagüe, González Ferrín atribuye la noción popular de que España fue víctima de una invasión en 711 a un malabarismo historiográfico. Los historiadores católicos tradicionales no podían soportar de ninguna manera la idea de que el islam hubiera brotado más o menos naturalmente en suelo español. Eso explica el «extraño pudor cristiano-conciliar que oculta la natural heterodoxia por medio de los clásicos tratamientos aposteriorísticos de la Historia. Se preferirá ser vencido por una caballería milagrosa procedente de las arenas del desierto a reconocer la disidencia en el seno del cristianismo»Ibidem..

Cuando se examina lo que González Ferrín destiló realmente de la tesis de Olagüe, resulta ser mucho menos «extravagante» de lo que García Sanjuán pretender hacernos creer. En primer lugar, sabemos que antes de la aparición del islam, el mundo cristiano de Oriente se encontraba irremediablemente fracturado. Encendidos debates teológicos, que giraban en torno a la relación de la naturaleza divina y humana de Cristo, se convirtieron en oportunos elementos de cohesión para los cristianos sirios y egipcios desafectos que no admitían el dominio imperial bizantino. La mayor parte de los historiadores de la expansión árabe inicial se muestran de acuerdo en que las asombrosas pérdidas territoriales sufridas por el imperio tras enfrentarse con las tropas del califa Omar (634-644) tuvieron al menos tanto que ver con la buena disposición de los cristianos sirios y egipcios a aceptar a los seguidores de Mahoma como con el poderío militar árabe. Si se examina la «conquista de España» en 711 a través de la misma lente global, podría resultar tentador postular la existencia de un fermento semejante de resentimiento político para explicar por qué los invasores musulmanes se encontraron tan poca resistencia local en España. En segundo lugar, los historiadores del islam, al menos desde comienzos de los años setenta, cuestionaron hasta qué punto las conquistas musulmanas en Oriente fueron llevadas a cabo realmente por musulmanes que eran plenamente tales. Muy recientemente, Fred M. Donner, una voz moderada en medio de este debate académico, ha distinguido entre los «creyentes», es decir, los monoteístas radicales (entre los que figuraban algunos judíos y cristianos) que se reunieron en torno a Mahoma y lucharon en el bando de Omar, y los verdaderos «musulmanes» de la época de Abd al-Malik (685-705), que mantenían claras fronteras confesionales entre ellos mismos y sus vecinos abrahámicosFred M. Donner, Muhammad and the Believers. At the Origins of Islam, Harvard, Harvard University Press, 2010.. González Ferrín está claramente imaginando una distinción similar cuando habla de los protomusulmanes de la época de la «conquista» y los musulmanes que ya eran plenamente tales a mediados del siglo IX. Nota bene: no estoy sugiriendo que esta sea la interpretación más razonable de 711 a partir de los datos con que contamos. Estoy simplemente señalando que existe una lógica dentro del negacionismo de González Ferrín que se sustenta en algo más que un «mito» andalucista. Por problemática que sea una tesis como esta, podría argüirse que el negacionismo recuerda las teorías del «ascenso del islam» defendidas por historiadores cuyas reputaciones son irreprochables. 

Bautismo de moros tras la conquista de Granada

Si García Sanjuán nos hubiera ofrecido este tipo de resumen imparcial de las tesis negacionistas de Olagüe y González Ferrín, es probable que ello le hubiera animado a considerar en detalle los muy diferentes –y absolutamente fascinantes– contextos intelectuales y culturales dentro de los cuales fueron tomando forma sus teorías. Aunque sitúa el negacionismo de Olagüe dentro de su nacionalismo español, lo hace fundamentalmente para desacreditarlo por su vinculación con el fascismoFierro, «Al Andalus en el pensamineto fascista español», pp. 336-347..  En el caso de González Ferrín, al lector de este libro se le proporciona muy poca información sobre el movimiento andalucista y la influencia que podría haber tenido en sus investigaciones.  García Sanjuán prefiere dedicarse a «exponer» el «proyecto ideológico perfectamente definido» que conecta a los propietarios de Plurabelle (la editorial cordobesa que reimprimió el libro de Olagüe en 2004) y Almuzara (la editorial cordobesa que publicó el libro de González Ferrín en 2006). Desde mi punto de vista, García Sanjuán perdió aquí una gran oportunidad, especialmente para alguien que está buscando categorizar el negacionismo como un mito. Si, como él mismo observa correctamente, los mitos históricos se basan más en la sociología de la memoria colectiva que en los verdaderos datos históricos, y si «la sociedad los crea [los mitos] porque los necesita»García Sanjuán, op. cit., p. 25., ¿por qué no tomarse el tiempo para definir la «sociedad» –en concreto, la andalucista– que «necesita» el mito del negacionismo? El estudio de Lisa Abend sobre los «nuevos musulmanes» y su visión «romántica» de la historia andaluza, y el fascinante análisis que hace Hishaam D. Aidi del propio «choque de civilizaciones» de España tras los bombardeos de Atocha sirven como modelos de cómo abordar los mitos históricos dentro de los contextos de sus comunidadesLisa Abend, «Spain’s New Muslims: A Historical Romance», en Simon Doubleday y David Coleman (eds.), In Light of Medieval Spain. Islam, the West, and the Relevance of the Past, Nueva York, Palgrave MacMillan, 2008, pp. 133-156; Hishaam D. Aidi, «The Interference of al-Andalus: Spain, Islam, and the West», Social Text, vol. 87 (2006), pp. 66-88.. Creo que la angosta concepción de la historia como «ciencia» que tiene García Sanjuán se interpone en su camino.  No cabe duda de que una gran parte de la tarea de cualquier historiador consiste en compilar e interpretar los datos del mismo modo en que lo haría un científico. Pero otra parte importante es valorar cómo las narraciones que utilizan los historiadores para «codificar» sus datos reflejan los esquemas preexistentes que ya albergaban sus propias mentesHayden White, «The Historical Text as Literary Artifact», Tropics of Discourse: Essays in Cultural Criticism, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1978, pp. 81-100..  Cuando nosotros, los historiadores, reconocemos esto, aun las interpretaciones más extravagantes del pasado pasan a ser merecedoras de estudio, aunque sea sólo como «artefactos» determinados culturalmente.

Por último, si García Sanjuán hubiera ofrecido resúmenes preliminares de las tesis negacionistas y las hubiera contextualizado a fin de que el lector pudiera evaluar qué es lo que había motivado a Olagüe y González Ferrín a suscribirlas, se habría encontrado en una posición mucho mejor para volver sobre el conjunto de las pruebas y mostrar cómo, tomando todo en consideración, la explicación más tradicional de la conquista, la islamización y la arabización de al-Ándalus es más congruente con los datos reales con que contamos. Aquí las pruebas numismáticas resultan especialmente convincentes porque –como demuestra García Sanjuán– no sólo constituyen un testimonio de un cambio de gobierno, sino que establecen que el nuevo régimen se autoconcibió como árabe y musulmán. Casi igual de condenatorio para los negacionistas resulta el absoluto silencio que guardan las fuentes en relación con la existencia ininterrumpida de cristianos arrianos en España a partir de 589. Ante la ausencia de pruebas en este sentido, plantear la hipótesis de la existencia de una gran coalición de unitarios en el sur luchando contra los trinitarios del norte viola la «navaja de Occam» de la interpretación histórica: «en igualdad del resto de las condiciones, la explicación más sencilla tiende a ser la más correcta». Pero debe señalarse que demostrar cómo, sopesado todo, el negacionismo fracasa en su empeño no quiere decir que haya que rechazar todos y cada uno de los aspectos de su tesis.  Y esto es algo bueno, porque hay elementos del negacionismo que, sencillamente, brindan una explicación mejor de los datos; por ejemplo, la celeridad de la conquista y la aparente buena disposición por parte de los cristianos españoles a entenderse con el nuevo régimen. Al igual que sucede con las conquistas en Oriente, resulta terriblemente difícil imaginar a una reducida tropa árabe avanzando de la manera en que lo hizo si los habitantes locales hubieran percibido que sus vidas –o incluso sus modos de vida– se encontraban amenazadas. Esta simple observación me sugiere con fuerza que las conquistas islámicas, en Occidente y en Oriente, fueron conquistas con una «c» muy minúscula; se produjo, sin duda, un cambio de régimen, pero se levó a cabo por medio de un equilibrio pragmático y estratégico entre la amenaza de la fuerza y el ofrecimiento de unas condiciones atractivas. Desgraciadamente, en vez de atribuir algún mérito a los negacionistas por acertar (más o menos) en esto, García Sanjuán se dispone a demostrar que la conquista de 711 fue en realidad predominantemente violenta; es decir, que se efectuó más a través del empleo de las armas que de la negociación de treguasFred M. Donner sostiene que los cronistas cristianos y musulmanes, por su propio interés, describieron las conquistas de un modo más violento de como fueron en realidad. «Visions of the Early Islamic Expansion. Between the Heroic and the Horrific», en Nadia Maria El Cheikh y Shaun O’Sullivan (eds.), Byzantium in Early Islamic Syria, American University of Beirut y University of Balamand, 2011. . Al final, su argumentación acaba por resultar un tanto forzada (sus adversarios podrían incluso tildarla de «tergiversada»); como mínimo, redolet lucernam, como decían los romanos. Y esa no es la impresión que quiere dejar un historiador que trabaja espoleado por la «ciencia», porque se arriesga a colocarse en la misma categoría epistemológica que los negacionistas, a los que García Sanjuán acusa de apriorismo, incurriendo en «la subordinación del conocimiento histórico a unas premisas ideológicas previas»García Sanjuán, op. cit., p. 86.. García Sanjuán cae en la trampa de afirmar que la tesis de la «conquista» explica todo mejor y por eso se siente obligado a declarar la victoria en cada una de las batallas que libra con los negacionistas. Es precisamente su férrea determinación de echar por tierra todos y cada uno de los aspectos de la tesis negacionista y de desacreditar a sus defensores lo que empaña la imagen que está intentando proyectar, la de un practicante titulado de la ciencia de la historia plantando cara a unos proveedores de mitos que trabajan a impulsos ideológicos.

Al rememorar el libro en su totalidad, acabo preguntándome por qué, cuando casi todo él se dedica a exponer y refutar el negacionismo, el autor se molesta en situar a modo de pórtico cuarenta páginas de crítica dirigida al catastrofismo. Si yo me sintiera inclinado a conceder al autor el beneficio de la duda, diría que las incluye porque quiere mostrar que él, un «historiador científico», ha declarado la guerra a todos los mitos, tanto los viejos como los nuevos. Pero dado el indisimulado y formidable desprecio que García Sanjuán reserva para el negacionismo, me parece más probable que su decisión de enfrentarse al «hombre de paja» del catastrofismo sea una decisión estratégica, concebida para desviar cualquier contraacusación de que él mismo –apegado como está a la idea de una conquista violenta– escribe azuzado por consideraciones ideológicas (¿neocatastrofismo?)En una respuesta reciente a las críticas suscitadas por su libro, González Ferrín acusa explícitamente a sus detractores de dejarse guiar más por la ideología que por la ciencia. Emilio González Ferrín, «Al Ándalus. Europa entre Oriente y Occidente», en Juan José Tamayo-Acosta (ed.), Judaísmo, cristianismo e islam: tres religiones en diálogo, Madrid, Dykinson, 2010, p. 196.. Al atacar los dos mitos, uno a la derecha y otro a la izquierda, García Sanjuán ubica retóricamente su propia crítica del negacionismo como si procediera de un centro «desprovisto de mitos» entre dos extremos ideológicos. Pero, ¿es su propia postura tan diferente de la de los catastrofistas a los que rebate al comienzo del libro? Por un lado, rechaza el lenguaje afectivo y sentimental de los catastrofistas, reclamando la eliminación de los términos «invasión» y «reconquista» sobre la base de que ambos sugieren que el destino de España era ser cristiana. Por otro, propone el uso de la palabra «conquista» como si fuera un término neutral para lo que sucedió en 711, a pesar del hecho de que los negacionistas, contra los que se dirige este libro, rechazan la «conquista» por definición. Si García Sanjuán hubiera hecho suyas verdaderamente las tres «tareas» definitorias que asocia a la profesión histórica –la elaboración del conocimiento histórico, su transmisión a la sociedad y su preservación de la tergiversación–, habría empezado no declarando su lealtad a la idea de «conquista», sino con un acto de diplomacia, dejando a un lado –por mor de su argumentación– un término que acaba por provocar enormes divisiones, y preguntándose (sin intentar repartir etiquetas) qué pasó realmente el año 711. Este habría sido un modo mucho más eficaz para guiar al lector hacia la inevitable conclusión de que 711 fue testigo de algún tipo de cambio de régimen en el que se vieron involucrados auténticos musulmanes, que este cambio no fue muy contestado por los habitantes nativos y que este cambio, a largo plazo, supuso el primer paso hacia una transformación lingüística y religiosa de la mayor parte de la península.

Kenneth Baxter Wolf es John Sutton Miner Professor of History en el Pomona College (Claremont, California). Es autor de Christian Martyrs in Muslim Spain (Cambridge, Cambridge University Press, 1988), The Poverty of Riches. St. Francis of Assisi Reconsidered (Nueva York, Oxford University Press, 2003), The Deeds of Count Roger and of His Brother Duke Robert Guiscard (Ann Arbor, University of Michigan Press, 2005) y The Life and Afterlife of St. Elizabeth of Hungary. Testimony from her Canonization Hearings (Oxford University Press, 2011).

                                               Este artículo ha sido escrito por Kenneth Baxter Wolf especialmente para Revista de Libros

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