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Guerra y medios de comunicación: 1914-1918

LOS ÚLTIMOS DÍAS DE LA HUMANIDAD

Karl Kraus

Tusquets, Barcelona

Trad. de Adan Kovacsis

604 pp.

22,54 €

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En noviembre de 1918, durante los últimos días de la Primera Guerra Mundial, La última noche, el epílogo del por lo demás aún inédito drama antibélico de Karl Kraus Los últimos días de la humanidad, visitó apresuradamente la imprenta. Aun los cuidadosos lectores de la revista satírica de Kraus, La antorcha, en la que aparecieron por vez primera muchos de los documentos que son objeto de dramatización en Los últimos días de la humanidad, deben de haber quedado sorprendidos por la poco convencional estrategia de publicación posterior. Una serie de cuatro números especiales se abrieron de manera inesperada con el epílogo, en el que una fotografía del káiser Guillermo II en medio de un paisaje invernal aparece yuxtapuesta al título, La última noche. La utilización de esta imagen intimidante en el frontispicio, reservado tradicionalmente para un retrato del autor, sugería la responsabilidad del emperador y, de hecho, de Alemania en la catastrófica conclusión de la guerra. Dada la reciente abdicación de Guillermo y su precipitada huida a Holanda, esta combinación de frontispicio y portada no podía evitar tampoco evocar la iconografía del cartel de «Se busca». Como si quisiera contrarrestar el impacto insurreccionista del documento visual, el texto del epílogo presenta una serie de personajes hablando y cantando en versos rimados. Pero la última línea del epílogo –«Yo no quería que esto sucediera»– nos devuelve al emperador alemán, que había hecho realmente esta declaración en 1915 tras ser testigo de las terribles bajas en el frente occidental. Al hacer que no sea Guillermo sino la «Voz de Dios» la que diga estas palabras, el sentimiento se ve despojado de su contexto histórico paliativo y se convierte, en cambio, en una expresión de incertidumbre escatológica.

La pronta y agresiva respuesta de Kraus en 1918 contrastaba abruptamente con el comedimiento estratégico que había mostrado cuando estalló la guerra. Al contrario que unos pocos escritores mayores y muchos menores que se apresuraron a empuñar las armas literarias –hasta Rilke perdió la cabeza por unos días en agosto de 1914 y celebró al «Dios de la Guerra» y al «Dios de la Batalla» en el primero de los «Cinco Cantos» publicados meses después ese mismo año–, Kraus no reaccionó en absoluto en letra impresa. Suspendió la publicación de La antorcha durante casi seis meses antes de romper su silencio en diciembre de 1914 con un número integrado en su totalidad por el mordaz artículo «En este gran tiempo». Jugando con el contraste lingüístico e ideológico entre la «gran» época y las pequeñas mentes incapaces de imaginar sus horrores futuros, deconstruyó concienzudamente la noción muy extendida de que la guerra habría de traer renovación espiritual e intelectual. En números posteriores de La antorcha aparecidos durante la guerra, Kraus refinó el método satírico que había desarrollado de criticar a la prensa mediante la glosa de extensas citas de artículos y anuncios en los diarios y en otros medios periodísticos. Aunque en una ocasión había proclamado orgullosamente en un aforismo que «Las sátiras que entiende el censor deberían prohibirse», ocasionalmente hubo de acceder a dejar embarazosos espacios en blanco en la propia La antorcha. Estos reveses desacostumbrados y el acceso que tuvo más tarde a material demasiado sensible para ser publicado bajo la ley marcial deben de haber sido consideraciones fundamentales en su decisión de acudir a la literatura dramática para expresar su condena de la guerra.

La forma recién inventada de este «drama monstruoso», como lo denominó el propio Kraus, le permitió al satírico documentar y perseguir a un tiempo una transformación expresionista de los terribles acontecimientos que tuvieron lugar entre 1914 y 1918.Tras la publicación de la conocida como «edición en actos» ( AktAusgabe) en varias entregas entre noviembre de 1918 y agosto de 1919, en 1920 y 1921 llegaría un amplio proceso de revisión durante el cual Kraus, respondiendo a revelaciones de la posguerra y a la abolición de la censura, reelaboró un número reducido de escenas y añadió casi cincuenta más. La obra apareció por primera vez en forma de libro en 1922 y se reeditó en una edición definitiva, revisada mínimamente, en 1926.

A pesar del apocalíptico título del drama, la primera escena del prólogo comienza con un incidente firmemente sustentado en la realidad histórica. Un repartidor de periódicos grita titulares sobre el hecho que precipitó la Primera Guerra Mundial: el asesinato del archiduque Fernando en Sarajevo el 28 de junio de 1914. Cada sucesiva primera escena en los cinco actos siguientes comienza de modo casi idéntico, con alguna variante sobre «¡Extra, extra, lean todo sobre el tema!». La inexorable cacofonía de la primera penetración de los medios de comunicación de masas en la vida cotidiana constituye un motivo importante que Kraus ya había empezado a alegorizar en cartas escritas a Sidonie von Nádhern ´y en el verano de 1915. El 6 de julio, por ejemplo, le contaba que había estado trabajando por la noche y que había sido saludado a la mañana siguiente por los repartidores de periódicos gritando: «Fuera surca el aire el hedor de Sodoma y puede oírse el horrible grito "¡Extra, extra!", con el que los niños nacen y los hombres mueren». El dramático tratamiento de este detalle acústico culmina en el Acto V, Escena 53, cuando coribantes y ménades recorren aprisa las calles mientras los titulares quedan reducidos a gritos ininteligibles y el típico «¡Extra!» se descompone dadaístamente en un misterioso murmullo: «¡xtra!-¡tra!-¡ra!».

Aunque este discordante motivo conductor de la ubicuidad de la prensa no reverberara a lo largo de toda la obra, sería imposible pasar por alto el papel central de los periódicos y sus directores y reporteros. Un comentarista ha estimado que los periodistas aparecen en una quinta parte de sus doscientas veinte escenas. Si se añadieran los diálogos en que se compran y venden o leen en voz alta periódicos, así como las conversaciones en que se citan y discuten artículos y editoriales, el número se duplicaría fácilmente. Con pocas excepciones, son de hecho los lectores y consumidores de información periodística quienes aparecen más a menudo. El Patriota y el Suscriptor, que se embarcan periódicamente en lo que podrían llamarse monólogos chovinistas a dos voces, el Suscriptor Más Antiguo y su íntimo colega el Viejo Biach figuran todos de manera prominente en este sentido. A lo que se suscriben –en el más amplio sentido del término– es a la Neue Freie Presse (Nueva Prensa Libre), el «libro de oraciones de las personas cultivadas en todas partes», un encomio periodístico citado en términos aprobatorios por el propio Viejo Biach. Económicamente liberal y políticamente conservador, este ampliamente respetado diario vienés ejercía un enorme poder entre los bastidores del imperio austrohúngaro. Al hacer que los personajes se refieran a Moriz Benedikt, redactor jefe y propietario, reverencial y exclusivamente como «Él», como si estuvieran observando la prohibición de pronunciar el nombre divino, la devoción ciega de los lectores del periódico y su aceptación acrítica de las opiniones políticas de su director quedan satirizadas hábilmente. El Viejo Biach, en concreto, insiste virulentamente en repetir como un papagayo el punto de vista de Benedikt, y sus intervenciones se desintegran gradualmente en frases parcheadas a partir de los principales artículos. Finalmente, en el Acto V, Escena 9, Biach se desploma y muere, atragantándose con uno de los artículos de relleno característicos de Benedikt, incluido uno a propósito de que «la nariz de Cleopatra era uno de sus mejores atributos».

Un tratamiento tan sombríamente cómico, e incluso ridículo, de los consumidores de prensa da lugar en la presentación de uno de sus productores más formidables, el propio Moriz Benedikt, primero a la precisión satírica y luego a la exageración polémica. En consonancia con la estrategia del propio Benedickt de operar en la trastienda, Kraus lo hace aparecer en el drama sólo en dos ocasiones. El belicista director aparece presentado inicialmente como una voz incorpórea, en el Acto I, Escena 28, donde aparece contrapuesto a otro Benedicto, más benévolo, que había figurado en la escena anterior. Primero, el «Benedicto orante», el papa Benedicto XV, que encabezó una iniciativa de paz durante la guerra, le implora a Dios que reconcilie a las naciones enfrentadas. A continuación, el «Benedicto dictador» tiene confiada una intervención que consiste en un fragmento de un auténtico editorial, en el que describe con evidente regocijo cómo la fauna marina en el Adriático estaba engordando gracias a los cadáveres de los marinos italianos. De acuerdo con el contraste implícito entre cristiano y judío en este par de escenas entrelazadas, el Señor de las Hienas, el personaje central del epílogo, aparece con el aspecto y las ropas exactas de Moriz Benedikt en una rara fotografía que Kraus había publicado en Laantorcha en 1911. En versos que parodian las canciones de redención al final de la segunda parte del Fausto de Goethe, el Señor de las Hienas celebra el triunfo del mal que ha obligado al Hijo del Hombre a abrirle paso a él, el Anticristo. En una concatenación de pasajes en rima que enlazan la tecnología y la muerte, y la tinta y la sangre, se muestra exultante al imprimir la noticia de la destrucción inminente en «negro y rojo» en vez de en blanco y negro.

Colocar a Moriz Benedikt como un Anticristo judío es sólo uno de los muchos momentos antisemitas del drama que han dificultado su recepción desde 1945. La mayoría de los estudiosos de Kraus se han mostrado tan renuentes a abordar este tema central como ansiosos otros estudiosos literarios de menospreciar o rechazar sus logros satíricos debido a ello. El propio Kraus se lo pensó mejor y un cambio obvio entre la «edición en actos» de 1918-1919 y la «edición en libro» de 1922 es el mayor realce del Reichspost, un periódico con estrechas vinculaciones con el Partido Social Cristiano. Sus dos «Admiradores» tienen confiadas varias líneas adicionales comprometedoras y un par de escenas añadidas. No sólo recitan devociones lealistas sobre los Habsburgo en su sueño; también indican su intención, en el Acto IV, Escena 1, de utilizar la próxima ofensiva como un pretexto para «ocuparse» de los judíos.

Es importante resaltar que el representante más prominente de la prensa –aparece en los cinco actos, casi una docena de veces en total– es Alice Schalek, una corresponsal en la vida real de la Neue Freie Presse, que era judía pero que no aparece identificada como tal en la obra. Era, sin embargo, la única reportera a la que el alto mando austrohúngaro le permitía visitar en el frente las primeras líneas. En un acto de feminismo a la inversa, Kraus aumentó la importancia de esta figura menor, a quien bien pudo haber elegido en parte por su nombre comprometedor. «La Schalek», como se la llama invariablemente, es prácticamente un anagrama de la palabra alemana para chacal: «Schakal». Kraus la retrata en consonancia como un sabueso que va escarbando noticias mientras vaga por la linde de los campos de batalla en busca de historias con un interés humano. Hoy podría imaginarse como una reportera «incrustada» que se coloca indefectiblemente en la línea de fuego junto con los soldados a los que acompaña, pero sólo con objeto de preguntarles «qué sentían en ese momento» (Karl Kraus se aprovechó también sin duda del juego de palabras involuntario en este ambiguo término que sugiere que los periodistas están también «en la cama con» los militares). Al igual que los otros reporteros de la obra, «la Schalek» aparece representada no como un personaje equilibrado, sino más bien como una portavoz para sus propios artículos sensacionalistas, que son recitados palabra por palabra. El hecho de que camine y hable sólo es un añadido de la ironía que informa la transformación que lleva a cabo Kraus de los documentos que tenía a su disposición. En una breve declaración a modo de prólogo que hacía el propio Kraus en lecturas del drama, esta técnica se explica vívidamente: «Las conversaciones más improbables […] se decían palabra por palabra; las ficciones más estrafalarias son citas […] las noticias se erigen en personajes; los personajes mueren como editoriales; el artículo destacado recibía una boca que utilizaba para los monólogos».

El énfasis no sólo en los propios periodistas, sino también en el modo en que sus textos ideológicamente corruptos vacían la imaginación y excluyen la percepción crítica, podría dar la impresión de que el drama evita una confrontación directa con la violencia y la brutalidad de la guerra. De hecho, Kraus no rehúye la descripción de estos hechos y a veces lo hace con una franqueza perturbadora. En el Acto III, Escena 44, un teniente austríaco en el sur del Tirol dispara a una camarera por negarse a servirle más vino. En el Acto IV, Escena 34, ambientada en una comisaría de policía de Viena, un inspector y un policía interrogan brutalmente a una prostituta, a la que ridiculizan como una «puta sifilítica». El Acto V, Escena 14, describe el campo de batalla de Saarburg, en Bélgica, donde un oficial alemán ejecuta imperativamente a un prisionero de guerra herido después de que un soldado raso haya vacilado al ejecutar su orden.

Cuando Kraus publicó una escena de Los últimos días de la humanidad en La antorcha en 1915, llamó a la obra en curso una «tragedia», pero también le confirió una insólita designación genérica: «Una pesadilla» («Ein Angsttraum»). Esta ambigüedad terminológica reflejaba sin duda su búsqueda constante de una forma dramática capaz de abarcar aspectos surrealistas de la guerra que se habían puesto de manifiesto incluso lejos de ella. Por comparación, el subtítulo posterior, «Tragedia en cinco actos con prólogo y epílogo», parece como una exageración estética, un tradicionalismo dramático a toda costa. Pero el contenido de la obra escapa de este marco incluso en la edición revisada, mucho más cuidadosamente estructurada, de 1922, donde el número de escenas salta en incrementos irregulares de treinta en el primer acto a cincuenta y cinco en el quinto. La «edición en actos» contiene también frontispicios fotográficos –incluidas imágenes de enfermeras posando con máscaras de gas y la escena espeluznante de una ejecución– para las siete partes del drama, una innovación asombrosa que sugiere tanto brío experimental como perplejidad compositiva. Es evidente que Kraus esperaba que la narración visual contenida en esta serie fotográfica sugiriera significados que resultaban imposibles para los montajes verbales del texto.

A pesar de que las revisiones emprendidas para la «edición en libro», incluida la reducción del número de ilustraciones fotográficas de siete a dos, lograron que el drama resultara menos documental y más visionario, Kraus hizo todo lo posible por asegurarse de que la acción dramática se solapara al menos con la verdadera evolución histórica de la guerra. Las primeras escenas del prólogo y los cinco actos pueden datarse con mucha precisión en meses específicos de cada uno de los cinco años entre 1914 y 1918. La última escena del quinto acto se desarrolla sobre el trasfondo de la definitiva derrota austrohúngara en octubre de 1918 en el río Piave, al norte de Italia. La cronología dentro de los propios actos no es, sin embargo, sencilla; de hecho, muchas escenas, a pesar de los personajes tomados de la vida real y de alusiones a hechos históricos, no pueden datarse con precisión. Pero parece que incluso esta aparente confusión estaba calculada.Ya en 1897 la crítica que hizo Kraus de la comedia naturalista de Gerhart Hauptmann El abrigo de castor elogiaba una obra construida sobre principios igualmente poco convencionales: «El elemento dinámico de esta descripción satírica es su ausencia de argumento, a lo que se añade la falta de una verdadera conclusión […] lo que le otorga a la comedia de Hauptmann su poderosa peculiaridad». Los últimos días de la humanidad no sólo prescinde de una trama convencional, sino que renuncia también a «una verdadera conclusión» y presenta finales alternativos y contradictorios.

Dos de estas conclusiones provisionales, la escena final del quinto acto y el final del epílogo, subrayan una de las innovaciones más importantes del drama: el deseo de Kraus de enfrentarse a la modernidad tecnológica con el medio modernista más experimental de la época: el cine. En el epílogo, la provocación adopta la forma de parodia. Justo antes de que poderes extraños llegados «desde lo alto» desencadenen un verdadero apocalipsis haciendo caer la destrucción sobre las naciones en guerra de la tierra, aparece un coro de «Kino-Operateure» o cámaras, exigiendo petulantemente mejor iluminación para su película El Día del Juicio. Por contraste, la última escena del quinto acto concluye con una serie de «apariciones» proyectadas sobre una monumental pintura patriótica que se ha transformado en una pantalla gigante. Aquí, una suerte de cine crítico ideal deshace la propaganda periodística y los reportajes fotográficos patrióticos representando los horrores y atrocidades de la guerra de un modo realista y sin mediación teatral.

El monólogo final del Gruñón, una figura con la que Kraus integró su propia persona autorial en el texto, también se ha entendido acertadamente como otra posible conclusión del drama. El Gruñón –el término abarca irónicamente una frecuente crítica vienesa local del habitual negativismo de Kraus– aparece en la obra con más frecuencia que ningún otro pesonaje y periódicamente se embarca en diálogos con un compañero llamado el Optimista, que representa una actitud razonable –en contraposición a crítica– respecto a la guerra. Estos diálogos están concebidos inicialmente como conversaciones intelectuales que comentan e interpretan el desarrollo de los acontecimientos. Cuando llegamos al quinto acto, que contiene el doble de estos diálogos que el primero, resulta claro que funcionan también como interrupciones épicas que proporcionan un alivio heurístico de los cambios cada vez más desorientadores de emplazamiento y del aluvión de discursos patrióticos y chovinistas.

Lo que el Gruñón habla realmente con el Optimista anticipa algunos de los temas más importantes que caracterizaron la interacción entre política y teoría estética en el siglo XX. El poder distorsionador de los medios de comunicación, abordado por todos los grandes pensadores sobre el tema desde Adorno a Pierre Bourdieu, la interpretación semiótica de las fotografías de Barthes y la insistencia de Paul Virilio en los paralelismos entre las armas de guerra y la «logística de la percepción» del cine constituyen sólo los ejemplos más evidentes.Al mismo tiempo, estas y otras preocupaciones teóricas se articulan sistemáticamente con una especificidad inquietante. En uno de sus ataques más feroces a la «ideología prusiana», el Gruñón castiga a esos alemanes que piensan que el adjetivo deutsch tiene sendas formas comparativa y superlativa. De manera aún más provocadora, concluye su propia participación en el drama apelando a Shakespeare, el poeta nacional del odiado Imperio Británico. Las palabras de Horacio del final de Hamlet –sobre hablar «al mundo aún ignorante / […] / de actos impúdicos, sangrientos y monstruosos, / de juicios accidentales, asesinatos casuales, / de muertes provocadas por la astucia y la violencia»– se ponen al servicio de la reconstrucción satírica que lleva a cabo el Gruñón de una catástrofe global tergiversada por los medios de comunicación.

El pathos desafiante de este tipo de apropiaciones contribuye claramente al retrato del Gruñón como una figura intelectual heroica. Se pecaría, sin embargo, de miopía si se entendiera el personaje simplemente como una representación triunfal por parte de Kraus de su propia superioridad moral por haber predicho el resultado y haber profetizado los efectos de la guerra. El personaje hace también otras apariciones, menos sobrecogedoras, que cuestionan la motivación que se esconde detrás de su ambición literaria y revelan incluso su vulnerabilidad física. A pesar de toda su pasión acusatoria y elocuencia jurídica, el monólogo final del Gruñón lo pronuncia desde «su mesa» y Kraus lo presenta como un escritor que debe renunciar posteriormente al control del texto que ha escrito. En última instancia cede también la última palabra a la sílaba final sin sentido de los gritos de los vendedores de periódicos que reaparecen evocadoramente al final de su recapitulación. Al establecer una correspondencia entre este «sonido fundamental de la época» con el «eco de su locura sanguinaria», apunta a su propia complicidad ineludible en la guerra.

En su ensayo sobre Proust,Walter Benjamin insistía en que «todas las grandes obras de la literatura bien establecen un género, bien lo destruyen». Los últimos días de la humanidad parece resuelta a hacer ambas cosas. En primer lugar, los excesos narrativos de sus más de doscientas escenas empujan hasta el límite la forma de la tragedia clásica y shakespeareana. Este proceso se ve acelerado no sólo por la integración de recursos cinematográficos, sino también por el uso de actos de vodevil parodiados, canciones de opereta y otras formas de teatro musical satíricamente exageradas. Entonces la subjetividad radical encarnada por las propias autorrepresentaciones del autor como el Gruñón se combina con este híbrido de teatro tradicional, popular y documental para sugerir un nuevo género multimedia. Sus innovaciones han dado lugar desde el Teatro Épico de Brecht a las películas experimentales de Alexander Kluge y están lejos de haberse agotado.

 

Traducción de Luis Gago

Este ensayo es la versión íntegra y corregida de un artículo que apareció en A New History of German Literature (Cambridge, Harvard University Press, 2004).

REFERENCIAS

Karl Kraus: Die letzten Tage der Menschheit.Tragödie in fünf Akten mit Vorspiel und Epilog, ed. Christian Wagenknecht (= Schriften, vol. 10), Fráncfort, Suhrkamp, 1986.

Die letzten Tage der Menschheit. «AktAusgabe» (reimpresión de la edición de 1918-1919), Fráncfort, Zweitausendeins, 1976.

Die letzten Tage der Menschheit, «versión escénica», ed. Eckart Früh, Fráncfort, Suhrkamp, 1992.

Los últimos días de la humanidad.Trad. de Adan Kovacsis. Barcelona,Tusquets, 1991.

Frank Field: The Last Days of Mankind:Karl Kraus and his Vienna, Londres, Macmillan, 1967.

Edward Timms: Karl Kraus, ApocalypticSatirist: Culture and Catastrophe in Habsburg Vienna, New Haven,Yale University Press, 1986.

Leo A. Lensing: «Moving Pictures. Photographs and Photographic Meaning in Karl Kraus's The Last Days of Mankind», en Anna K. Kuhn y Barbara D.Wright (eds.), Playing for Stakes. German-Language Drama in Social Context, Oxford y Providence, Berg, 1994, pp. 75-100.

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