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Conflictos de identidad

Espejos de la revolución. Conflicto de identidad política en la Europa Moderna

FRANCESCO BENIGNO

Crítica, Barcelona

304 págs.

22,54 €

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Espejos de la revolución se abre con una crónica del acoso y derribo a la mecánica interna de lo que fuera en tiempos una reputada imaginería intelectual; mas su objetivo se distingue desde el principio de los obituarios al uso de la revolución. Al autor no se le escapa el valor que aún encierra un concepto. Según afirma en las conclusiones, las revoluciones «han sido las fraguas en las que, a través de un lento proceso de estratificación, se ha ido forjando todo el conjunto de instrumentos, el outillage conceptual del que disponemos para pensar el conflicto» (pág. 191). Hay, por tanto, algo más que arqueología, algo más incluso que historiografía en juego, ya que la revolución sigue siendo referencia ineludible para nuestra identidad.

La interpretación social clásica trataba de hacer la cuadratura del círculo: interpretar la revolución teleológicamente, por sus resultados, y a la vez dar cuenta de la ruptura con el ancien règime por la acción intencional de su protagonista colectivo. Ello traía verdaderos quebraderos de cabeza a los especialistas, pues si hacían excesivo hincapié en los cambios estructurales previos a la revolución, ésta parecía volverse un proceso innecesario, mientras que si, por el contrario, trataban de rastrear los cambios como fruto de la dinámica de los acontecimientos revolucionarios, entonces la dimensión social, estructural, del agente protagonista –la burguesía o, en su caso, el proletariado industrial– se diluía irremediablemente. Aparte de difundir una nueva etiqueta ortodoxa –la «historia cultural»–, el revisionismo ha realizado un trayecto en buena medida circular: en el mejor de los casos hemos pasado de tomar al sujeto social por dado a tomar las imágenes y los lenguajes por dados. Francesco Benigno asume, no obstante, como irreversible el «giro lingüístico»: tras la debacle de las grandes revoluciones consideradas aldabonazo de la modernidad sólo podemos legítimamente conocer el fenómeno revolucionario a través de las representaciones que de él se hacen quienes lo observan, sean testigos o no, se hallen más o menos distanciados del sentido que los protagonistas dieron a sus actos. Pero la originalidad de su recorrido historiográfico empieza por la aplicación de la receta al revisionismo mismo: pues visto desde fuera, lo que éste ha producido es en realidad otro espejo más de la revolución que conviene añadir al elenco de unas imágenes sobre las que sólo hablamos por medio de nuevas imágenes.

Benigno toma el revisionismo como dato y lo analiza como un fenómeno historiográfico que, además de haber dado ya lo mejor de sí, presenta una fuerte contextualidad país a país. En Francia y Gran Bretaña, escenarios ejemplares de auténticas revueltas contra la interpretación social de la revolución, los orígenes y efectos del ajuste de cuentas han sido tan idiosincrásicos como son sus tradiciones historiográficas. Este primer apartado del libro señala ya un rasgo formal característico de la exposición del autor: una notable exhaustividad, manifiesta en el inmenso aparato de citas.

En el espejo con que Benigno refleja el revisionismo dominan las sombras sobre los brillos; se nos llama a menudo la atención sobre el precio pagado por tanto afán demoledor que ha supuesto, siguiendo el dicho inglés, tirar al niño con la palangana. La revolución, las revoluciones clásicas inglesa y francesa, se han vuelto esencialmente inexplicables como fenómenos sociales. No se pueden ya interpretar, según se hacía antes, como reacción frente a la centralización estatal, ni como resistencia de grupos particularistas por el avance de comunidades políticas de dimensión nacional, ni como el estallido de los oprimidos urgidos por la necesidad. Más aún, sus premisas de fondo han sido desmanteladas, de forma que ya nadie puede anclar con facilidad las movilizaciones políticas en bases o posicionamientos sociales prefijados y distintivos. El paisaje después de la batalla se vuelve aún más desolador para estudiar esos otros conflictos anteriores a las revoluciones modernas y considerados subalternos por no funcionar como grandes divisorias convencionales de épocas históricas.

Pero Benigno, historiador de la Edad Moderna, se aprovecha de los cambios que han acompañado la debacle de la revolución para efectuar su particular y sorprendente tour de force. Puesto que la revolución ha dejado de ser un concepto entendido de manera teleológica, no tiene sentido seguir circunscribiendo su ámbito al período que comienza en 1789 o en 1688. Bastante antes de esa fecha, al menos desde comienzos del siglo XVII, el término «revolución», de origen astrofísico, había quedado incorporado a la tratadística sobre las alteraciones del cuerpo político. ¿Acaso no han de ser esas otras «revoluciones antes de las revoluciones» consideradas de pleno derecho, incluso más adecuadas por estar libres de las influencias ideológicas de la modernidad? Siguiendo esta reflexión, la segunda mitad del libro se dedica a analizar revoluciones, sí, pero «de la Edad Moderna», precisamente aquellas que la interpretación social clásica reducía a la condición de revueltas por considerarlas incapaces de alterar en profundidad y de manera duradera la estructura social del Antiguo Régimen.

En particular, las frondes francesas y las sollevazioni de Nápoles, extendidas ambas en la década de 1640 y contemporáneas de una tradicional primera revolución social, la inglesa, son los dos ejemplos escogidos del ciclo de las «revoluciones simultáneas» del siglo XVII. Mas el trabajo no se limita a contribuir a una historia de la revolución analizando imágenes emanadas de la publicística del barroco. Tal actividad tiene lugar ––con apoyo en el clásico de Karl Griewank–, pero como telón de fondo de una ulterior vuelta de tuerca historiográfica. De lo que se trata es de reivindicar la «revolución antes de la revolución» como proceso histórico susceptible aún de ser analizado empíricamente más allá de la mera textualidad, y ello obliga a actualizar utillajes heurísticos, metodológicos y teórico-interpretativos.

En efecto, dicha aspiración tiene efectos sobre la actividad de Benigno como arqueólogo del conocimiento histórico: su forma de adentrarse en la que afirma ser «extenuante estratificación de opiniones e interpretaciones» (pág. 72) sobre la Fronda o el levantamiento de Masaniello entremezcla enfoques de hermenéutica, deconstrucción y verificación historicista de fuentes buscando devolver su «significado original» (pág. 135) a textos que han sido tomados como descripciones de hechos, cuando se trataba ante todo de reflexiones motivadas por disputas político-intelectuales de época. Benigno hace alarde de su capacidad para observar unas supuestas fuentes objetivas como datos que expresan más sobre los contextos en que fueron escritos que sobre unos acontecimientos sometidos a sistemática manipulación y deformación especular hasta quedar «oscurecidos».

Con todo, Benigno no se deja atrapar por la tentación textualista. Comprende que las imágenes de la revolución no se agotan en el lenguaje. Así, junto con análisis etimológicos –como es el caso de términos como «Fronda», «pueblo» y otras clasificaciones surgidas al calor de la protesta…–, realiza reveladoras incursiones en la antropología del conflicto interpretando la semántica de los símbolos no lingüísticos con los que los frondeurs de Francia y los lazzari de la revuelta de Nápoles expresaron sus identidades colectivas subversoras del orden establecido. La conclusión es que por debajo del afán restaurador que ha sido tradicionalmente imputado al ciclo de levantamientos del siglo XVII se escondía un irredento poso de tradiciones cívicas y libertades urbanas. Con ello, al mismo tiempo el autor ha vadeado el círculo hermenéutico, pasando a preguntarse por el sujeto identificado con dichas nomenclaturas e imágenes.

Espejos de la revolución es ante todo una propuesta definida y práctica de cómo concebir al sujeto desde parámetros diferentes, por no decir invertidos, respecto de los espejos canónicos de la vieja historia social. El punto de partida es una necesaria «recuperación de la especificidad de la política» que, más que «revolucionar» la historia social, dignificando el análisis político antes postergado, refunda completamente las relaciones entre el conflicto, la política y la constitución de las identidades sociales. Estas últimas son presentadas para empezar gozando de autonomía en relación con unas supuestas estructuras preexistentes de clase o grupo, haciéndose ahora depender su fisonomía de imágenes construidas a través de discursos que se dan cita en la esfera de la opinión pública. Las crisis institucionales que abren al conflicto desencadenan la «politización» de la opinión, en virtud de la cual los lenguajes dejan de ser meramente identificantes para transformarse en mecanismos de inclusión y exclusión de nuevas identidades emergentes en un espacio social en redefinición. En sus propias palabras, el conflicto, «crea los cleavages [sociales], modifica los límites y la función de la esfera política y transforma las identidades de los grupos» (pág. 124).

Semejante poder demiúrgico concedido a la protesta y el conflicto es el resultado de llevar hasta sus últimas consecuencias una crítica ya longeva: estamos probablemente ante el más acabado intento hasta la fecha por parte de un historiador de romper con esa naturalización característica de la historia social que hacía concebir al sujeto –fuera el individuo, el grupo o la clase social– de manera ontológica, reduciendo su historia a la relación con exógenas constricciones estructurales. Benigno defiende la radical historicidad de los fenómenos de configuración de grupos sociales: ni los intereses ni quienes los portan pueden tomarse como dados ante un conflicto ya que en él, a través de procesos necesariamente políticos que imponen en el lenguaje lógicas de «amigo-enemigo», se alteran las clasificaciones sociales habituales y se generan nuevos sujetos.

Francesco Benigno se perfila, en suma, como orfebre por derecho propio de un nuevo espejo de la revolución, y eso le hace merecedor de reconocimiento. Y no sólo por originalidad. Pues Espejos de la revolución será con seguridad tenido en el futuro por libro pionero en el avance de un paradigma historiográfico novedoso centrado en el universo de la «identidad». La obra contribuye a naturalizar ese nuevo lenguaje convencional. Debe, por tanto, ser también ella sometida al criterio hermenéutico que defiende, relacionando los enfoques que el autor plantea con unos textos de referencia que funcionan como el contexto oculto de la obra, definiendo sus límites.

En este sentido, lo primero que se observa es la repetición de un hábito enquistado de la vieja historia social: la relación más bien depredadora con una teoría que aparece más implícita que explícitamente. Pues es claro que la compleja y refinada interpretación que despliega Benigno no puede deberse exclusivamente a su imaginación sociológica, y tampoco resultan al efecto suficientes las referencias ad hoc a Karl Schmitt y en menor medida a Jürgen Habermas. El entramado teórico de la hipótesis del autor cuenta ya de hecho con una cierta tradición en la filosofía política y la sociología de la acción. Tres ejemplos, procedentes de comunidades académicas nacionales distintas, pueden servir para ilustrarla: Charles Taylor y su noción histórica y valorativa del sujeto; el análisis «gramatical» de los conflictos como lucha por el reconocimiento a cargo de Axel Honneth y, sobre todo, la noción no-utilitarista y no-individualista de «identidad» de Alessandro Pizzorno.

Finalmente, Espejos de la revolución pierde consistencia al obsesionarse por subvertir la convención que viene situando las revueltas en una posición inferior respecto de las revoluciones; en cierta medida, el autor convierte su rechazo de la clasificación de conflictos sociales posterior a la Ilustración en un arma que se vuelve contra su propio tejado. De lo que no cabe duda, en cualquier caso, es de que con la obra reciente de Francesco Benigno la historiografía ha dado un salto de gigante en la restauración de un principio del análisis histórico que vino a ser violentado por la historia social: la centralidad de los procesos políticos. Esta es tal vez la pretensión mejor cumplida de esta obra.

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