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De la fascinación jurídica a la obsesión democrática

Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático en derecho en términos de teoría del discurso

JÜRGEN HABERMAS

Trotta, Madrid, 1998

Trad. e introd. de Manuel Jiménez Redondo

689 págs.

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Ralf Dahrendorf observó hace ya tiempo que el mundo jurídico ejercía sobre Jürgen Habermas «una gran fascinación», hasta el punto de «convertirse en los últimos años en el tema central de sus investigaciones». Ese mismo autor aventuraba entonces una explicación plausible: la doble mirada lanzada por Habermas sobre el derecho le permite verlo «como una forma esclerotizada de acuerdo sobre cuestiones básicas de la convivencia social, pero también como el reto siempre nuevo en el difícil proceso de legitimación mediante razones» Ralf Dahrendorf, «Zeitgenosse Habermas», en Merkur, n.º 6, 1989, pág. 480. . Si queremos profundizar algo más en el porqué de esa fascinación intelectual, nos encontramos con todo un cúmulo de razones que podemos hallar dispersas en distintos lugares de un voluminosos libro que ahora, transcurridos seis largos años desde su primera edición en alemán (1992), se presenta en castellano: Facticidad y validez (FV), plasmación emblemática del nuevo «giro jurídico» que Habermas ha infundido a su pensamiento social.

Ese «giro jurídico» observable en la producción habermasiana de la última década implica una dignificación en toda regla del papel social atribuido al derecho y, en este sentido, supone un tardío remedio a uno de los déficit temáticos más evidentes y de la teoría crítica de la sociedad elaborada durante el período de entreguerras por la Escuela de Francfort. El grupo de científicos sociales y filósofos aglutinados en torno al Instituto de Investigación Social de esa ciudad alemana no elaboró reflexión alguna sobre el lugar que debería ocupar el derecho en el discurso emancipatorio de la modernidad. Sólo los excepcionales trabajos jurídicos de F. Neumann y O. Kirchheimer se libran de ese taxativo juicio. En general, los francfortianos habían infravalorado las tradiciones del Estado democrático de derecho. En este punto, seguían de cerca los pasos de la tradición marxista, en la que resultaba moneda corriente la crítica indiscriminada al derecho; su descalificación global como mera instancia de control social y, en definitiva, como simple instrumento al servicio de la clase dominante. Incluso en la propia obra capital de Habermas, La teoría de la acción comunicativa (1981), aún se mantiene esa actitud recelosa: con la ayuda de la categoría de juridificaciónse denuncia las consecuencias reificantes de la utilización instrumental de las normas jurídicas en el mundo de la vida. Aunque pudiera apuntarse alguna razón de tipo sociohistórico, la permanencia de tal desenfoque resultaba, como mínimo, bastante sorprendente.

Lo cierto es que a la última obra de Habermas ya no cabe imputarle los anteriores errores de juicio y, en todo caso, queda claro que el estudio del fenómeno jurídico ha de ocupar un lugar destacado en cualquier planteamiento serio de la filosofía práctica. La propia formación sociológica del autor contribuye a enriquecer con una perspectiva más amplia que la estrictamente filosófica el tratamiento de los problemas clásicos de la filosofía del derecho y del Estado. Ahora, con Facticidad y validez, se abre paso una visión mucho más positiva del derecho en tanto que institución normativa de estructura reflexiva sometida a la lógica del discurso y, en ese sentido, probable valedora del mundo de la vida frente a los imperativos sistémicos.

En los ordenamientos jurídicos modernos, sobre todo, en los sistemas democráticos, se dan cita junto a claros elementos coercitivos de control social otros ingredientes discursivos, originando una peculiar tensión entre facticidad y validez. Más allá de la simple y usual distinción entre hechos y normas, que según Niklas Luhmann es lo que en realidad esconde los dos conceptos que sirven de título al libro de Habermas, el derecho positivo ofrece una doble faz: se trata a la vez de un instrumento normativo, funcionalmente especificado, guiado por la «razón instrumental» y de un subsistema en el que se reproduce la concepción de justicia de una sociedad bajo el impulso de la «razón comunicativa». Esta equivocidad no es un defecto, sino el modo de actuación específico del derecho: de esta manera puede desempeñar la importante «función de bisagra» que consiste en cohonestar un mundo de la vida integrado normativa y simbólicamente con un sistema regido por el poder y el dinero (cfr. FV, 120). El derecho positivo puede ser, por tanto, no sólo instrumento de opresión y dominación, sino, por el contrario, también factor de cambio social y de auténtica liberación. Pero, volvamos de nuevo a la fascinación de Habermas por el derecho.

El derecho constituye un destacado «mecanismo de coordinación funcional de las acciones», un garante de la socialización no intencional, tal como afirma Habermas tomando prestado el vocabulario del funcionalismo sistémico elaborado por Luhmann (cfr. FV, 130-146). Representa, además, el principal medio de racionalización existente en las sociedades modernas. Tanto el carácter objetivo de las normas del derecho como el modo coactivo con que se impone su cumplimiento proporcionan estabilidad a las «expectativas de comportamiento» de los distintos actores sociales y, de esa manera, el ordenamiento jurídico contribuye significativamente en la «reducción de la complejidad social». No se dispone, ciertamente, de otras alternativas que puedan cubrir estos importantes servicios que el sistema jurídico presta a la sociedad. Sin embargo, la principal causa de esa seducción que ejerce el derecho sobre Habermas se encontraría en el hecho de que numerosos mensajes de contenido normativo sólo puedan circular a lo largo y ancho de la sociedad gracias a su traducción en forma jurídica: es el único medio para llegar a algunos oídos sordos que de otra manera no se darían nunca por enterados (cfr. FV, 120).

Tras estas significativas concesiones teóricas al enfoque de Luhmann, con el que nuestro autor, como es sabido, compite desde largo tiempo en el intento de explicación global del funcionamiento del sistema social, Habermas considera no obstante que el derecho no constituye la institución decisiva de la sociedad. De hecho, aquella primera valoración positiva del fenómeno jurídico no empece para que Habermas se muestre escéptico ante la idea de que una sociedad dotada de un derecho correcto –en sentido lato–no necesitase de nada más para funcionar adecuadamente. Desconfía, sobre todo, de que la fuerza civilizatoria del derecho sea capaz por sí misma de penetrar y prestar articulación a las diversas formas de vida y de transformar la sociedad en una cultura de discusión y crítica. En contra de lo que proclama el nuevo conservadurismo, que antepone el Estado de derecho a la democracia, no concibe que tal forma de Estado pueda darse sin instituciones ni controles democráticos. No cabe tampoco para Habermas denigrar la democracia hasta llegar a entenderla como un mero instrumento –por bien jurídicamente fundado que esté– para conseguir el poder.

Del mismo modo que John Rawls parte en su formulación del liberalismo político del «fact of pluralism», Habermas considera que el hecho definitorio de la condición moderna es el «desencantamiento del mundo» que Max Weber describió a principios de este siglo. En tales circunstancias, el derecho aparece como el único medio disponible para garantizar la integración social, esto es, capaz de hacer las veces en tiempos postmetafísicos y secularizados de equivalente funcional del poder unificador que antaño se reservaba a la religión. Hoy en día, resulta inconcebible una regulación legítima de la vida de una comunidad política sin recurrir al derecho. Sin embargo, la función de integración social que al derecho le corresponde en las complejas sociedades postradicionales sólo puede ejercerse si las normas poseen un elemento de legitimidad que rebase su pura imposición coactiva y posibilite la mínima aceptación necesaria para su seguimiento. En un mundo donde prácticamente se ha desvanecido el respaldo religioso o filosófico de las normas como fundamento socialmente compartido, «sólo las condiciones procedimentales de la génesis democrática de las leyes aseguran la legitimidad del derecho establecido» (FV, 320).

Así, y de nuevo contra Luhmann, Habermas sostiene que sin asegurar las precarias condiciones de integración de los individuos en la sociedad, el derecho tampoco puede garantizar los imperativos funcionales de sistemas sociales muy complejos. Mas para ello debe ampliarse la perspectiva teórica: la integración social no puede basarse en el control efectivo de la ciudadanía, sino en el reconocimiento para todos los individuos de la condición de ciudadano autónomo. Tal como se analiza de modo más detallado en el artículo de Carlos Thiebaut de este mismo número, la noción a la vez moral y política de autonomía, concepto de estirpe kantiana y clave en la concepción de Habermas, señala la exigencia de que los individuos han de ser tratados no sólo como destinatarios de normas jurídicas, sino también como autores de las mismas. De este modo, la cuestión de la legitimación del derecho se torna en la de la legitimación de las condiciones de su producción y, en último extremo, se hace proceder la validez del derecho de la voluntad democrática de los ciudadanos.

La práctica democrática se encuentra íntimamente asociada al uso público de la razón: a la expansión de una esfera de la opinión pública volcada en la consideración –de manera reflexiva, a la vez que deliberante y resolutiva– de las cuestiones políticas, morales y jurídicas que conciernen al buen ordenamiento de la sociedad. Sin una esfera pública viva no hay democracia. No es de extrañar, entonces, que alguien como Habermas, que tanto ha insistido a lo largo de toda su obra en la importancia de este nexo, reserve en el libro que comentamos sobre la teoría del derecho y del Estado de derecho un papel decisivo a la democracia como forma de organización política, fuente de legitimación del derecho y, en definitiva, como encarnación viva de la razón práctica.

Cobra entonces pleno sentido la declaración preliminar del autor de que todo el empeño del libro es hacer comprensible una sencilla intuición: «La idea de que en el marco de una política totalmente secularizada el Estado de derecho no puede darse, ni mantenerse, sin una democracia radical» (FV, 61). En una entrevista posterior afirma, con actitud militante, tener buenas razones para proceder de ese modo en el orden teórico: «He escrito mi filosofía del derecho para aclarar a los conservadores, y también a los condenados juristas nuestros, tan defensores siempre del Estado, que no se puede tener Estado de derecho, ni tampoco mantenerlo, sin una democracia radical»J. Habermas, Más allá del Estado nacional, Trotta, Madrid, 1997, pág. 111.. Paradójicamente, este libro, obra de un heredero del marxismo y de la radicalidad de la Escuela de Francfort, está escrito con un cierto talante «conservador», pero «conservador respecto a las mejores tradiciones de la República Federal, que parece que se están poniendo públicamente en cuestión desde 1989» (ibídem). Esas tradiciones a las que se refiere el autor –y que para algunos aún no se encuentran suficientemente arraigadas– se estructuran en torno a los principios de carácter universalista proclamados y garantizados por la Ley Fundamental de Bonn: los derechos fundamentales de la persona y los principios democráticos del Estado de derecho, principalmente (FV, cap. III y IV). El objeto de su teoría del derecho y del Estado no es sino la reconstrucción reflexiva de tales supuestos que conforman la autocomprensión normativa de las sociedades democráticas.

Como ha quedado dicho, no hay derecho legítimo sin democracia, mas tampoco hay democracia sin instituciones ni procedimientos –regulados jurídicamente– que puedan transmitir el pulso vivo de la esfera pública. De ahí que, con el objetivo no disimulado de ampliar el margen de actuación de la racionalidad práctica en el ámbito de la política y del derecho, Habermas proyecte un modelo normativo de democracia que incluye un procedimiento ideal de deliberación y toma de decisiones: el modelo de la política deliberativa (FV, cap. VII). No es posible transitar de modo coherente desde la esfera de los principios morales al ámbito del actuar político sin «mediaciones» que garanticen un vínculo estable entre esos dos diferentes órdenes. Habermas cree encontrar al menos un reflejo parcial de las exigencias normativas de su modelo político en las instituciones constitucionales vigentes (la división de poderes dentro del aparato estatal, la vinculación de la actividad estatal al derecho y, en particular, los procedimientos electorales y legislativos). Dichas realizaciones institucionales constituirían las necesarias mediaciones –cuya búsqueda, como es sabido, constituye una obsesión hegeliana– para poder transitar del nivel de su propia teoría a la realidad social sin caer en planteamientos de índole voluntarista: «El desarrollo y la consolidación de una política deliberativa, la teoría del discurso los hace depender, no de una ciudadanía colectivamente capaz de acción, sino de la institucionalización de los correspondientes procedimientos y presupuestos comunicativos, así como de la interacción de deliberaciones institucionalizadas con opiniones públicas desarrolladas informalmente» (FV, 374). Ahí se muestra, ciertamente, el apreciable grado de realismo o posibilismo que Habermas acaba adoptando a la hora de tener que concretar en la práctica los estilizados principios teóricos de su propuesta; no parece, sin embargo, que resulte del todo superfluo el carácter abstracto y universalista, casi utópico, de su enfoque teórico inicial. La definición de un proyecto o modelo ideal puede representar el primer paso en la generación de la energía colectiva necesaria para la puesta en marcha de un proceso normativo de organización de la acción social.

No se busque en esta obra –último aviso para navegantes– una fundamentación del derecho moderno ni tampoco de la democracia, sino a lo sumo una explicitación de los elementos legitimatorios que subyacen en la comprensión de los sistemas jurídicos y las condiciones y supuestos de la deliberación democrática. Al respecto, y aunque a Habermas le cueste aceptarlo, no le faltaría razón a Richard Rorty cuando enfatiza que los enunciados normativos pueden recibir acaso una articulación filosófica, pero su fundamentación, como tal, resultará siempre un fiasco: «De la filosofía no cabe esperar sino una recopilación de nuestros supuestos culturales intuitivos», una suerte de generalización que «no fundamenta nuestras concepciones intuitivas, sino que que las compendia»Richard Rorty, «Derechos humanos, racionalidad y sentimentalidad», en S. Shute y S. Hurley (ed.), De los derechos humanos,Trotta, Madrid, 1998, pág. 121.. Y eso Habermas, hay que reconocerlo, lo hace magníficamente en esta obra.

Los libros de Habermas suelen caracterizarse por dos innegables virtudes: fijar el estado actual de una determinada cuestión y convertir sus propios puntos de vista en el objeto central de las disputas de los círculos tanto en filosofía como en ciencias sociales. Cabe esperar, por lo ya acaecido en otros lares donde se ha publicado, que esta nueva obra va a satisfacer ampliamente dichas expectativas.

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