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Evangelios fascistas 

El evangelio fascista. La formación de la cultura política del franquismo (1930-1950)

Ferran Gallego

Barcelona, Crítica, 2014

984 pp. 39,90 €

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Vaya por delante una declaración de homenaje admirativo sin matices ni dobleces. Ferran Gallego, barcelonés de la quinta de 1953 y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, ha escrito sobre los orígenes y conformación de la llamada «cultura política del franquismo» una obra que marcará un hito en el estudio de su temática y que asombra tanto por su extensión física (casi mil páginas de letra apretada y certero aparato crítico) como por su densidad interpretativa (denotativa de un bagaje de formación filosófico-política depurado y nada habitual entre sus colegas de gremio). En cierta medida, cabe leer su último y notorio trabajo como el colofón casi lógico y obligado de una trayectoria de dedicación profesional que empezó con muy consistentes trabajos sobre el nacionalsocialismo alemán (De Múnich a Auschwitz. Una historia del nazismo, 1919-1945, Barcelona, Plaza y Janés, 2001; Todos los hombres del Führer. La élite del nacionalsocialismo, 1919-1945, Barcelona, De Bolsillo, 2008) y transitó con igual sutileza por la historia del fascismo español de entreguerras (Fascismo en España, Barcelona, El Viejo Topo, 2005; Ramiro Ledesma Ramos y el fascismo español, Madrid, Síntesis, 2005).

El evangelio fascista se plantea como objetivo (y consigue en gran medida como resultado) la búsqueda de las raíces intelectuales e ideológicas de «una cultura política» configurada definitivamente a partir de varias vetas al calor de la sublevación militar del 18 de julio de 1936 y de su conversión en una guerra civil que tiene todos los caracteres de una «guerra total» en el contexto de la convulsa década europea de los años treinta. Y lo hace abordando tres grandes asuntos básicos y codeterminantes a través de una tríada de apartados compactos y sólidamente construidos en su despliegue consecutivo: 1) La cristalización del fascismo español en el contexto del quinquenio democrático republicano (1931-1936) y de la intensa radicalización inducida por la movilización de masas de la coyuntura bélica (1936-1939); 2) La configuración de la cultura política de impronta fascista de un régimen franquista articulado por tres pilares (Caudillo, Estado y Partido) y que logra vencer en el campo de batalla interno y se apresta a alinearse con sus congéneres en el campo de batalla internacional (1939-1943); y 3) El proceso de «desfascistización» de esa cultura política y de ese régimen institucional entre 1943 y 1950, al compás del cambio adverso de los horizontes internacionales y de la paralela promoción de la idea de un «Estado católico» legitimado casi exclusivamente por la propia y singular historia nacional de España.

La empresa es, así pues, de verdadera envergadura y se apoya, como debe ser, en un triple frente de fuentes informativas bien consultadas y despiezadas con finura analítica y, a veces, con intimidante precisión: 1) Un amplio elenco de literatura bibliográfica disponible y pertinente: desde los clásicos trabajos genéricos sobre el fascismo español y el primer franquismo de Ricardo Chueca, Raúl Morodo, Paul Preston, Ismael Saz, Eduardo González Calleja, Joan Maria Thomàs o Pedro Carlos González Cuevas, hasta las menos conocidas aportaciones más sectoriales de jóvenes investigadores como Francisco Morente, Javier Rodrigo, Benjamín Rivaya, Francisco Javier Bernal García o Nicolás Sesma Landrín, entre otros muchos citados y, lo que es más justo y gratificante, leídos y considerados; 2) Un atinado registro de fuentes primarias casi exclusivamente hemerográficas: desde la muy conocidas e influyentes revistas  tituladas Acción Española o Revista de Estudios Políticos, hasta las menos conocidas y casi inutilizadas hasta el presente que responden a cabeceras como El Fascio, Cisneros, Alférez o Escorial; 3) Una completa nómina de testimonios de protagonistas en diversos soportes (artículos, libros, reseñas, noticias, diarios, epistolarios) que incluye la flor y nata del pensamiento político y jurídico de las derechas españolas durante los tres lustros acotados: desde José Antonio Primo de Rivera, Ramiro Ledesma Ramos, Onésimo Redondo, Pedro Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo, Raimundo Fernández-Cuesta y José Luis de Arrese (entre los propiamente falangistas y fascistas), hasta Aniceto de Castro Albarrán, Ramiro de Maeztu, Víctor Pradera, José Calvo Sotelo, José María Pemán, Antonio Goicoechea, José María Gil Robles y Rafael Calvo Serer (entre las variadas plumas de la derecha monárquica y católica), sin olvidar a tratadistas y juristas de la talla de Francisco Javier Conde, Luis Legaz Lacambra, Francisco Elías de Tejada o José Antonio Maravall.

El evangelio fascista estudia las raíces intelectuales e ideológicas de una cultura política surgida al calor del 18 de julio de 1936

Pertrechado de esos mimbres y piezas, Ferran Gallego teje y construye su relato sobre la emergencia de una cultura política plenamente «fascista» que singularizaría al régimen franquista durante casi un decenio y lo insertaría sin complejos en la corriente general de los fascismos europeos de su época y hasta su inminente derrota en 1945. En atención a esa perspectiva interpretativa, su análisis del proceso de conformación de dicha cultura encadena una serie de tesis (casi también condensadas en varias ideas-fuerza, al modo de Alfred Fouillée) en un discurso explicativo que va a la contra de la opinión habitual de la mayor parte de la historiografía especializada. Así, el fascismo español no sería un movimiento «tardío» en su llegada a la escena política española en la crítica era de entreguerras, pese a que hasta octubre de 1931 no estarán constituidas las JONS de Onésimo Redondo y hasta octubre de 1933 no se produce la fundación de la Falange por parte de José Antonio (y sólo en marzo de 1934 se fusionan ambos grupos para dar origen a Falange Española de las JONS). Tampoco esa tardía aparición y crecimiento estaría en la base de la escasa influencia del fascismo falangista o sus analogados (Ledesma, sobre todo), que no habrían visto bloqueados sus desarrollos orgánicos e implantación de masas por la existencia de otras opciones políticas que ya «ocupan» provechosamente el espacio público cívico potencial (el tradicionalismo carlista, el monarquismo autoritario y, sobre todo, el catolicismo político posibilista). Y tampoco esa relativa marginalidad habría tenido que esperar a romperse con el desencadenamiento de la Guerra Civil, a pesar de que entonces la conversión del falangismo en movimiento de masas fue satelizada por el dominio efectivo de los mandos militares, que truncaron sus expectativas de hegemonía política mediante una unificación decretada por el Cuartel General del Generalísimo, que hizo del falangismo un pilar clave del partido unificado, pero controlado manu militari en sus ambiciones más extremas (defenestración de Hedilla en abril de 1937 y derrota del órdago presentado por Serrano Suñer en mayo de 1941). Y, en esa misma línea interpretativa, también cabe dudar de que la «desfascistización» iniciada entre 1943-1945 hubiera sido un mero abandono de «un espacio al que se renunciaba por motivos diplomáticos», oportunismo pragmático o conveniencias políticas internas, con un reajuste consecuente de los principios básicos del régimen y un reacomodo de las esferas de influencia de sus grupos integrantes fundacionales.

La mirada de Ferran Gallego sobre esos procesos contrasta vivamente con esas tesis casi canónicas y más o menos asentadas entre la literatura del fascismo y franquismo español, algunos de cuyos mejores exponentes recientes podrían ser las obras historiográficas de dos relevantes investigadores distintos, pero «analogables» en gran medida y proporción (al menos al humilde juicio de este reseñista): el profesor Ismael Saz Campos (España contra España. Los nacionalismos franquistas, Madrid, Marcial Pons, 2003; y Las caras del franquismo, Granada, Comares, 2013) y el profesor Joan Maria Thomàs (La Falange de Franco, Barcelona, Plaza y Janés, 2001; Los fascismos españoles, Barcelona, Planeta, 2011; y El Gran Golpe. El «caso Hedilla» o cómo Franco se quedó con Falange, Barcelona, Debate, 2014). Y, en gran medida, también puede afirmarse que la interpretación de Ferran Gallego cabría entenderla, en el mejor y más noble de los sentidos, como una operación de «vuelta del revés» de las lecturas de Ismael Saz y Joan Maria Thomàs, si bien utilizando casi sus mismas fuentes, perspectivas, hitos y hasta conceptos axiales y fundamentales: «fascistización», «desfascitización», «poder carismático», «religión política», «cultura política», etc.

De este modo, donde unos aprecian una llegada «tardía», Ferran Gallego señala que «la debilidad del partido fascista (en España) fue producto de su precocidad» (p. 895), puesto que surgió como fruto «prematuro» (pp. 77 y 90-91) antes de que la incipiente crisis de legitimidad del Estado republicano entre las masas derechistas hubiera comenzado a acentuarse a partir de octubre de 1934 y, trágica e irreversiblemente, tras la inesperada victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. Y allí donde otros subrayan que el bloqueo de sus expectativas de crecimiento tenía que ver con la fuerza y potencia de otras alternativas contrarrevolucionarias tradicionales, Ferran Gallego responde que el «proceso de fascistización» de esas otras fuerzas políticas fue ampliando el eco y potencia del fascismo, no como partido-organización, sino como foco medular de una nueva «cultura política» contrarrevolucionaria dotada de una capacidad de asimilación e integración novedosa y movilizadora como ninguna otra alternativa derechista, sobre todo tras el colapso de su gran enemigo: la estrategia posibilista del catolicismo político gil-roblista en febrero de 1936. Un proceso crucial de «fascistización» que cabe entender como la progresiva impregnación por el resto de las fuerzas políticas contrarrevolucionarias de la mística, estética, ritualismo, simbología e ideología propias del fascismo europeo y español de manera genérica y transversal. En ese proceso de radicalización fascistizante de las derechas contrarrevolucionarias y antirrepublicanas, el fascismo como partido y organización era «más un acento que un idioma político distinto» (p. 31) y formaba parte de un frente más amplio, poroso y elástico que cabe incluso denominar «espacio fascistizado»:

La limitación del fascismo a su organización política, al partido desde cuya fundación se realiza la progresiva impregnación de sectores del nacionalismo reaccionario, no ayuda a comprender la forma en que se desarrolló la fascistización. Tal proceso no es el de una captación creciente ni el de una yuxtaposición de actitudes que mantienen su perfil doctrinal y su proyecto político incluso después de la conquista del poder. Se trata, más bien, de comprenderlo como una fase de integración sólo posible por la existencia de un estado de disponibilidad política de sectores amplios de las clases medias. La debilidad del partido fascista se compensa y se explica por la convergencia de un espacio fascistizado de cuyo despliegue surgió la síntesis progresiva no sólo de una cultura y un proyecto, sino también de un movimiento fascista unificado a poco de iniciarse la guerra civil. La vinculación no se estableció sobre campos afines y en competencia organizativa, sino sobre la conciencia de una comunidad de terrenos políticos y doctrinales, así como de la necesidad de reunir esfuerzos frente a la revolución (p. 51).

A tono con esa perspectiva interpretativa, el corolario lógico que deriva Ferran Gallego consiste en descartar la idea de que el estallido de la guerra fuera una especie de «ocasión perdida» para la imposición de la hegemonía política del fascismo, dado que, por más que se produjera un masivo incremento de fuerzas falangistas (encuadrando a finales de 1936 a casi treinta y siete mil milicianos armados frente a los veintidós mil cien del requeté carlista y a los poco más de seis mil del monarquismo autoritario), ese proceso fue paralelo a su descabezamiento como organización (con José Antonio y otros dirigentes encarcelados y aquél fusilado en noviembre de 1936) y a su férreo sometimiento al mando militar omnipresente (imposición de la recluta oficial forzosa ya en agosto de 1936 y militarización de las milicias en diciembre del mismo año). Frente a ese razonamiento, Ferran Gallego insiste en que «el proceso de fascistización que había de crear el primer partido de masas fascista en España se realizó plenamente en el escenario de una guerra civil» (p. 444):

El nacional-sindicalismo se presentó como una opción más operativa y útil para la organización de la movilización de masas, para definir los objetivos políticos y sociales del Nuevo Estado y para crear un régimen permanente que no dependiera de las viejas querellas de la extrema derecha española, dinásticas o de otro tipo. […] Cualquiera de los grupos presentes en la oposición a la República se encontraba en circunstancias menos favorables que las que tenía en sus manos el aún pequeño pero creciente partido fascista al llegar la guerra civil. […] Podía ser, en definitiva, lo que ninguna de las otras fuerzas políticas de la derecha estaba en condiciones de ser: el partido de la guerra civil y del Nuevo Estado. […] Lo que resultó de ello no fue ver en el fascismo falangista uno de los componentes del Nuevo Estado y de la movilización política sobre la que se construyeron sus instituciones, sino contemplarlo como el punto de convergencia en el que todos los sectores fascistizados en los años treinta –incluyendo la propia Falange– pasaban a realizarse en un mismo proceso constituyente del fascismo de masas en España (pp. 544, 546 y 548-549).

En perfecta consonancia con esa tesis, Ferran Gallego arguye que la constitución por parte de Franco del partido unificado de abril de 1937 (Falange Española Tradicionalista y de las JONS) no cabe entenderla como una «derrota» política del fascismo frente al militarismo que lo sojuzga y contiene, a la par que lo aprovecha como ropaje modernizante y canal movilizador y represor. Debe verse, más bien, como un triunfo de sus ideales, proyectos, rituales y símbolos, de su «cultura política» en suma:

La unificación con las siglas y los puntos programáticos de Falange fueron aspectos esenciales, pero insuficientes en el proceso de fascistización de los sublevados. Sin tener en cuenta otros aspectos, podría pensarse en un vaciado o letal contaminación ideológicos de Falange, convertida en mero centro de reclutamiento y de disciplina al servicio de intereses ajenos, o sólo provisional y parcialmente propios.  En el marco de la guerra civil y en los años que la siguieron inmediatamente, se esbozó la síntesis doctrinal en que había de basarse el Nuevo Estado, de acuerdo con una constante directriz: había de ser coherente con los puntos programáticos del Partido (p. 901).

En la visión de Ferran Gallego, esa conversión de una supuesta «derrota» en un evidente «triunfo» se articula sobre una noción específica de «militarización» y de conformación del «Nuevo Estado» que posee tanta trascendencia para entender la posición del fascismo en la Guerra Civil y la posterior victoria como la que se derivaba de la noción de «fascistización» para comprender el proceso sociopolítico de convergencia contrarrevolucionaria prebélica. En sus propias palabras, recogiendo las concepciones de los protagonistas de la dirección fascista en aquel momento, habría que concebir ambos fenómenos de la siguiente manera dentro de la autorrepresentación que se proponía para entender la guerra y su sentido histórico:

El combate se realiza en el marco de la militarización de la sociedad, de un pueblo en armas constituyente de soberanía, legitimando la sublevación contra un sistema político injusto. Militarización que era fusión del pueblo y del ejército en una misma tarea, como había sucedido en el viejo discurso de las armas y las letras, protegidas por el signo de la cruz en esta historia española que se reiniciaba. Nada de entrega a los militares del poder, ni mucho menos de sustitución de las tareas del pueblo por las del ejército. La militarización de la sociedad durante la guerra, con la liquidación de la diferencia entre lo civil y lo militar, formaba parte del proyecto permanente del Estado. La responsabilidad exclusiva de los militares podía conducir a una situación política provisional a la hora de la victoria. […] Esta nación en armas había sido la que disponía de la autoridad para entregar el poder a un caudillo en el que se fusionaban los elementos militares y políticos. Una jefatura carismática procedente del hecho de la guerra, pero también de la afirmación de una revolución, en la que la vieja legitimidad liberal se había abolido por los españoles sublevados y encuadrados militarmente para rescatar de nuevo a la patria. El liderazgo del Estado, del Partido y del Ejército se construía en el marco de la guerra, sin ser el resultado de una captura del poder por las fuerzas armadas, sino una faceta más del proceso de unificación (pp. 905-906).

Entendido así el proceso constituyente del fascismo español en la lógica de la guerra civil de exterminio, el proceso de «desfascistización» iniciado en 1943 y acelerado desde 1945, tras la derrota de las potencias fascistas europeas, debería contemplarse, por supuesto, de manera diferente a la clásica:

Para quienes consideran que el régimen nunca había sido fascista y que, por tanto, tampoco lo había sido el partido político en el que se habían unificado sus impulsores, el proceso es de fácil explicación: sólo se trataba de eliminar la escoria de los factores coyunturales, liquidando el aspecto fascista del régimen y depurando a quienes deseaban, más que mantener, establecer una estructura política cercana a los regímenes consolidados en Europa. Esta visión de un sector de la historiografía se completa con el análisis del conflicto protagonizado por diversos sectores del falangismo en el invierno y la primavera de 1941 (pp. 908-909).

La respuesta de Ferran Gallego a esa lectura habitual es tan contundente como toda su argumentación previa, que sirve a modo de plataforma explicativa subyacente para entender el giro notable del régimen en torno a 1945, cuando la pretensión de constituir un «Estado totalitario» y una «Revolución Nacional» se reemplaza por la declaración de ser un «Estado católico» y una «Democracia orgánica»:

Si el fascismo fue la cultura política que cimentó la síntesis política, social y doctrinal de la sublevación y los primeros pasos del régimen de la victoria, en las condiciones peculiares del proceso de fascistización en España, había de ser también el que resultara desplazado en el periodo en que dejó de tener significado y vigencia en el continente. […] Esta forma de contemplar el cambio de ciclo nos permite considerar el abandono de las referencias fascistas en el discurso del franquismo como algo más complejo que un mero oportunismo de política internacional, aunque tal factor de elemental supervivencia se encontrara también en el fondo de su conducta. Sin embargo, este proceso tiene que calibrarse de acuerdo con la naturaleza fascista del régimen que se ha defendido en este trabajo […]. La desfascistización no supuso la ruptura de los sectores que habían convergido en el proyecto fascista, sino el establecimiento de esta síntesis en otro espacio, que había de definirse, para no proceder a traumáticas e impredecibles soluciones de continuidad, ofreciendo el aspecto de una recuperación de la verdadera esencia del 18 de Julio, lo que Francisco Javier Conde señaló como algo distinto a la evolución, para calificarlo de despliegue de las posibilidades contenidas en el horizonte político de la sublevación. […] El fascismo no era abandonado, sino que se superaba en el propio despliegue del régimen como cauce ideológico de integración de todos sus elementos (pp. 911-913).

Proclamación de la II República

Todo lo que precede sólo aspira a ser una leal y sintética reexposición de la lectura interpretativa ofrecida por Ferran Gallego en El evangelio fascista, un título que apenas oculta su homenaje al concepto de fascismo como «religión política» secular, en la línea de los fructíferos estudios del historiador Emilio Gentile (a quien, sin embargo, apenas se menciona en el trabajo, quizá por la especial afinidad electiva del autor respecto a la literatura alemana y francesa disponible y abundantemente citada). Una operación reexpositiva a todas luces siempre personal y subjetiva que pudiera estar ejerciendo una violencia indebida sobre las intenciones de Ferran Gallego, en particular sobre esa apreciación de su trabajo como una suerte de marxistizante «vuelta del revés» antihegeliana de otras lecturas e interpretaciones sobre el fenómeno, que hemos asociado más arriba a los nombres señeros de Ismael Saz y de Joan Maria Thomàs. Asumimos conscientemente ese riesgo, porque forma parte del oficio del crítico y de la naturaleza dialógica del debate historiográfico (por aquello de que «pensar es pensar contra alguien»,  en frase certera atribuida a Ortega), donde cualquier tentativa de comprensión de una obra de esta envergadura implica recorrer vías explicativas y transitar lecturas contradistintas que, por eso mismo, están abiertas a casi infinidad de juicios de valor y de verdad muy variados y de diferente entidad. Sirva esta advertencia como reconocimiento de culpa por anticipado por cualquier error de interpretación burdo o evidente que pudiera estar cometiendo el firmante de estas líneas, sin que tenga en absoluto ningún atisbo de recurso de ejercicio de captatio benevolentiae frente a los lectores y, más aún, frente al ilustre historiador reseñado.

Cualquier consideración intelectual del magno fresco histórico levantado por Ferran Gallego sobre la «cultura política del franquismo» tiene que afrontar el uso y aplicación que se hace en El evangelio fascista de la parte dominante de ese sintagma crucial: la idea filosófica (más que el concepto sociológico-historiográfico) de «cultura política», idea transcendente que casi sirve como referente absorbente del último elemento del sintagma, «franquismo», devenido casi en un «régimen», «proyecto» o «Nuevo Estado» cuya razón básica de ser es la de constituir precisamente una singular «cultura política».

Como vocablo de creciente circulación en las ciencias sociales (con un prestigio añadido a veces sumamente postizo), «cultura política» tiene casi fecha y lugar de nacimiento: el decenio de los años sesenta del siglo XX de la mano de sociólogos y politólogos norteamericanos que trataron de incorporar al hegemónico enfoque del estructuralismo/funcionalismo las evidentes conquistas explicativas de la antropología cultural de fechas anteriores y coetáneas (como parte de un proceso de reintroducción del campo del «espíritu» en las lecturas «materialistas» dominantes que luego se haría norma indiscutida con la llegada de la «posmodernidad»). Gabriel Almond, Sidney Verba o Lucian Pye acabaron por perfilar un «concepto» útil para sus estudios sobre las conductas políticas que se acotaba más o menos con este contenido semántico: el conjunto de valores que determinan las acciones políticas de un grupo humano operando como patrón de orientaciones cognitivas y valoraciones estimativas con respecto a diversos factores políticos (la nación, la constitución, los partidos, la justicia, la igualdad, etc.). La fórmula resultó claramente acertada, porque venía a denotar dimensiones y campos de estudio de las ciencias sociales (y perspectivas para su roturación comprensiva) que no quedaban en absoluto recogidos (y menos aún explicados) por otros conceptos ya veteranos y gastados, como «superestructura jurídico-política», «ideología», «mentalidad», «alta cultura» o «pensamiento político», a título tan solo de ejemplo ilustrativo. Pero, por su propia entidad, el nuevo «concepto» estaba expuesto a una enorme e intrínseca imprecisión y borrosidad semántica. No en vano, el vocablo «cultura» que le servía de núcleo definitorio arrastraba entonces –como ahora– una profunda dificultad de connotación y una denotación clara y distinta. Como ha recordado no hace tanto tiempo al respecto el profesor Gustavo Bueno (El mito de la cultura, Barcelona, Prensa Ibérica, 1996), «cultura» es una idea filosófica trascendental tallada sobre un vocablo latino universalizado y transformado desde el siglo XVIII que revela un proceso de totalización metafísica a partir de referentes objetuales muy diversos y heterogéneos. En palabras certeras del profesor Bueno, imprescindibles para entender el núcleo del problema del uso de tal idea filosófica como concepto categorial:

Caracteriza a la idea metafísica de Cultura su contraposición a la Naturaleza, entendida como un mundo anterior a los hombres y en el cual los hombres no dejan de ser una especie más del orden de los primates. La Cultura también será ahora pensada como un mundo «envolvente» (no como un «espíritu interior» desarrollado una vez que el hombre apareció sobre la Tierra). La Cultura sustantiva es objetiva, ante todo, porque envuelve al individuo y a los individuos, que se supondrá nacen y se forman en cuanto personas en su seno. La cultura envuelve a los individuos a la manera como la lengua materna, anterior a ellos, también los envuelve, precediéndolos (el español es anterior a los españoles o hispanoamericanos que lo hablan como lengua primera); la lengua es una de las principales dimensiones del nuevo «Reino de la Cultura» y probablemente uno de sus principales prototipos de la nueva idea. […] La idea metafísica de cultura comporta una visión «holística» de la cultura, es decir, la visión de cada cultura como una totalidad global sistematizada que se comparará muchas veces con un organismo viviente. La cultura objetiva, en su acepción metafísica, será presentada como una «interconexión espiritual de partes» que se comunican entre sí un mismo aliento (la arquitectura, la literatura, la música, las leyes, etc.), transmitiéndose una misma «espiritualidad» (por la lengua, por las instituciones jurídicas, por la música, por la tecnología, por la religión y hasta por el modo de morir) (pp. 66-67).

La cita es prolija pero inexcusable, porque aborda, a nuestro falible juicio, el problema básico y constituyente del uso del concepto de «cultura política» en la obra de Ferran Gallego: la operación de totalización holística que sirve de marco para la concepción de ese vocablo y para su aplicación como eje y nervio explicativo de lo que fue el proceso de fascistización prebélica de las derechas contrarrevolucionarias en España, de configuración bélica del franquismo durante la Guerra Civil y de desfascistización final del propio Régimen/Estado Nuevo/Proyecto político del 18 de Julio después de la derrota del fascismo europeo en 1945. En las propias palabras del autor, dicho concepto debe entenderse con estos perfiles totalizantes y unívocos: «como representación de expectativas sociales, como comunidad de pertenencia a un mismo proyecto, como conjunto de valores organizados, como aceptación de creencias y elementos simbólicos que dan coherencia a un movimiento social y a un proyecto nacional» (pp. 21-22). Bajo ese prisma, el franquismo sería comprensible como un régimen fascista porque estaba sustentado sobre «una cultura política» que tenía en el fascismo su santo y seña definitorio y crucial en virtud de la fuerza y potencia que había tenido el proceso de «fascistización» de las derechas españolas antes y durante la Guerra Civil: «este proceso tiene que calibrarse de acuerdo con la naturaleza fascista del régimen que se ha defendido en este trabajo» (p. 912).

Sin embargo, la propia lectura del trabajo de Ferran Gallego, su cotejo con otras lecturas alternativas contextuales a las que él mismo alude y trata de superar, así como la introducción de otras variables históricas explicativas, permitirían poner en duda algunas de esas afirmaciones o, como mínimo, reducir su alcance interpretativo y reconducir su sentido como propuesta historiográfica tan rotunda y tajante. Y, para ello, habría que empezar por cuestionar esa declinación en singular de la «cultura política» del franquismo, que resulta de una operación de reducción («integración» y «capacidad de síntesis», prefiere decir Ferran Gallego) a «un todo» nuevo de componentes previos que ya no producen una suma de partes-extrapartes (por combinación y alianza) sino un ser orgánico de partes-intrapartes (por metábasis y fusión irreversible). Según Ferran Gallego, eso fue lo que significó la «fascistización» operada en las derechas españolas entre 1931 (con la llegada de la República vista como «revolución antiespañola») y la derrota electoral de 1936 (episodio de cuya frustración de expectativas surgió la convergencia de estrategias en pro de una lucha final redentora y salvífica): «la progresiva adquisición por el fascismo de la representación política del conjunto del espacio contrarrevolucionario» (p. 893: todas las cursivas que siguen son responsabilidad del reseñista, a menos que se indique lo contrario). En ese proceso, por tanto, fascistas serían ya casi todos los que acudirían a la cita insurreccional del 18 de julio de 1936, aunque los fascistas confesos y conscientes de ello, los de Falange, fueran una reconocida minoría descabezada políticamente:

La fascistización no fue el despliegue de un partido fascista cuya cultura política estaba perfectamente diseñada y diferenciada de otras opciones ideológicas del nacionalismo radical desde el comienzo. No se trató del crecimiento de una organización gracias a la seducción de su propaganda y a la quiebra de culturas políticas competidoras, sino del proceso de integración en una sola cultura política de los diversos ingredientes de la derecha en creciente radicalización (pp. 893-894).

Falange era la única contrarrevolución que podía presentarse como otra revolución

Ahora bien, cabría cambiar la lente de visión y modificar el prisma para declinarlo en plural y, entonces, la lectura variará de signo considerablemente. De hecho, cabría ver en el franquismo un régimen apoyado por una combinación de «culturas políticas» heterogéneas de las derechas españolas antiliberales (cada una con su origen y trayectoria, con el consecuente correctivo al peligro de totalización hipostasiada), pero agrupadas por necesidad del combate y por consciencia de que sólo la unidad ante el enemigo podría propiciar la continuidad propia en el marco de tal alianza de circunstancias de duración indeterminada. Si aplicamos esta perspectiva combinatoria frente a la perspectiva holística, se comprenden mucho mejor las dificultades de crecimiento de los «verdaderos» fascistas entre 1931 y 1936. Y también se entiende mucho mejor la potencia y vigencia de otras «culturas políticas» de la derecha española antirrepublicana que bloquearon el crecimiento de esa nueva «alternativa», por mucho que fuera «una bandera que se alza» de la que se esperaba una colaboración en la lucha contra la democracia republicana y su radicalización filocomunista porque «tiene por suyo nuestro campo» (como les saludó el órgano del monarquismo autoritario alfonsino más prestigioso y más influyente: Acción Española). Recordemos algo que el propio Ferran Gallego subraya: con motivo de la constitución de la Falange en octubre de 1933, también el pensador carlista Víctor Pradera tuvo la perspicacia (sin duda interesada) de señalar la falta de oportunidad y conveniencia de ese nuevo competidor surgido en las propias filas del campo contrarrevolucionario y opuesto a la tradición liberal española: «¿Por qué no decir que todo eso es Tradicionalismo?» (p. 30). La respuesta es bastante obvia: porque no era sólo tradicionalismo, pese a «la comunidad de terrenos políticos y doctrinales» y pese a la convicción mutua de «la necesidad de reunir esfuerzos frente a la revolución» (p. 51).

La aparición del falangismo (como antes la de las JONS) suponía la entrada en el escenario de la política española de otra «cultura política» muy bien desarrollada a partir del modelo fascista italiano (para entonces con diez años de existencia, ni más ni menos), lo que permite dudar de la exactitud de la afirmación de Ferran Gallego de que, para entonces, «la ideología fascista no se encuentra dada en el momento fundacional del partido o de los partidos fascistas nacionales». Lo estaba, porque llevaba tiempo madurando (pasando de la mera potencia –Giménez Caballero– al acto –José Antonio–) y porque formaba parte, en efecto, de «un ciclo europeo» y sólo manifestaba «una singularidad que no es nunca mera variable» (p. 18). Era, desde luego, una «nueva cultura política» que venía a integrarse en un campo de propuestas ya bien roturado por otras culturas políticas muy consolidadas y arraigadas en la población española (y, en este punto, no cabe sino recordar los análisis de Pedro Carlos González Cuevas en El pensamiento político de la derecha española en el siglo XX, Madrid, Tecnos, 2005). A saber, y como mínimo: 1) La cultura política del monarquismo autoritario alfonsino que acababa de sufrir el colapso del régimen militar primorriverista y estaba explorando una crítica de la tradición liberal-democrática que ponía como objetivo el fin de la política de partidos, la idea de gobiernos tecnocráticos eficaces y asépticos, la refundación del nacionalismo integral y la restauración de la identidad de trono y altar en proyectos de Estados corporativos y disciplinados (tal y como alentaría con singular coherencia doctrinal la revista Acción Española en la estela del integralismo francés maurresiano); 2) La cultura política del tradicionalismo carlista renovado por Vázquez de Mella y Víctor Pradera, que ofrecía una verdadera cantera de alternativas al «agotamiento» del sistema liberal y a la «disolución» de la idea nacional con mimbres variados y progresivamente confluyentes con los nuevos postulados del alfonsinismo; y 3) La cultura política del catolicismo español, extraordinariamente vinculada al «agustinismo político» en sus múltiples variantes (en cuanto subordinación del orden humano al orden divino superior y anterior), articulada por la CEDA y cuyo perfil político era claramente corporativo, jerárquico y conservador filotradicionalista no obstante su táctica política posibilista y pragmática. 

Dentro de ese marco, era propio de esa «nueva cultura política» de adaptación fascista a la realidad española una serie de características que poco tenían que ver con las otras culturas derechistas o, al menos, que las reconfiguraba y codeterminaba sustancialmente. Y de ahí surgieron entonces (y pervivirían después) los focos de fricción, planos de tensión o puntos de diferenciación que lastrarían las respectivas alianzas entre esas «culturas políticas» diversas pero afines, competidoras pero llamadas a entenderse, porque «la adversidad es vínculo que hoy reúne y concentra y aprieta a la familia toda» (Joaquín Arrarás dixit, en las páginas de Acción Española en 1932, según recuerda Ferran Gallego en la página 137). No en vano, Falange se presentaba como plataforma de «superación» e «integración» de todas las otras culturas en un afán de organización totalizante del espacio contrarrevolucionario, que fue básicamente una expresión desiderativa más que un logro efectivo. Y ese programa de modernidad política y prestigio internacional estaba vertebrado por estos elementos:

La única contrarrevolución que podía presentarse como otra revolución, aquella que rompía con el viejo orden mientras se expresaba como síntesis de modernidad y tradición, de cambio y de restauración, de elitismo y de movilización de masas, de defensa del orden y llamamiento a la justicia social, de afanes universales y nacionalismo muchas veces casticista, de visión orgánica de la sociedad y de fascinación por la tecnocracia, de convocatoria del pueblo y de sumisión al liderazgo carismático. Todos estos factores fueron los que entregaron al fascismo algo más que una función social, permitiéndole desplegar un paradigma en el que el caudillismo, la organización, la doctrina y la acción social pasaban a ofrecer soluciones para una crisis nacional irreversible (p. 77; las cursivas son del autor del libro).

Nada cabe objetar a esa presentación del programa fascista y sus aspiraciones, salvo que sus pretensiones distaron mucho de convertirse en realidad, porque muchas de sus proclamas y propuestas ya tenían respuesta alternativa madura por parte de otras «culturas políticas»: un concepto de caudillaje propio entre las derechas católicas y monárquicas (tanto alfonsinas como carlistas); organizaciones depuradas para la lucha electoral, parlamentaria o callejera; doctrinas lustradas por años de tradición y nombres prestigiosos (y aquí Marcelino Menéndez y Pelayo sobresale por sí solo), y fórmulas de acción social modernizadas y no poco efectivas entre sus propias masas y seguidores. De hecho, todos esos elementos se encuentran presentes en el monarquismo, el tradicionalismo y el catolicismo político, con dosis diferenciales en su respectiva síntesis cultural: la afirmación de la tradición católica de la nación como componente definitorio irrenunciable; la defensa de un nacionalismo palingenésico e integral que no admite dudas ni pactos con la «Anti-España»; la promoción de una idea de reforma del Estado que rompe con el liberalismo y la democracia de manera radical; la concepción de las relaciones sociales bajo prismas jerárquicos y de disciplina militarizada que pretende atajar las divisiones sociales y las luchas de clases; y, progresivamente, la convicción de que sólo la violencia organizada y –preferentemente– la fuerza de las armas militares podrían poner freno a la disolución social y nacional, porque la democracia era el camino al comunismo, dado que «Jacobinismo es hoy bolchevismo. O algo que dejará a éste franco y libre paso» (Onésimo Redondo dixit, en 1931, según señala Ferran Gallego en la página 125).

En este sentido, la concepción de la «fascistización» propuesta por Ferran Gallego parece una fórmula ingeniosa para explicar un triunfo «fascista» sin partido-organización firme y aparente hasta abril de 1937 (pese a la dificultad que supone reconocer que tal partido-organización no es fruto de la integración extrapartes, sino de la fusión decretada por el Cuartel General del Generalísimo). Y, por eso mismo, parece mejor reconocer en ese concepto algo menos trascendente y decisivo: la aceptación por otras culturas políticas de varias propuestas del fascismo-falangismo en aras de la necesidad de llegar a acuerdos, establecer alianzas, aminorar las diferencias y articular las afinidades y complicidades para afrontar en las mejores condiciones las luchas políticas planteadas, primero en el contexto democrático (y ahí, precisamente, la suerte electoral de Falange es todo menos lustrosa) y luego en el contexto bélico (y allí, comprensivamente, la suerte política de Falange fue más venturosa). Un proceso que, desde luego –insistimos–, implicaba asumir muchos de los postulados falangistas por su eficacia retórica y propagandística y por su propia flexibilidad conformativa (que no se alejaba tanto de otras propuestas del monarquismo o del tradicionalismo): el nacionalismo integral, la militarización política, la idea de Estado Totalitario antiliberal, la confraternización plebeya de una ciudadanía jerarquizada, el liderazgo carismático y hasta la «adecuación» de sus innatas tendencias secularizantes a una dirección religiosa y católica de la vida nacional en su conjunto. Quizás aquí quepa recordar lo que escribió al respecto Ismael Saz en su momento:

En suma, entiendo por fascistización ese proceso que conduce a determinados sectores de la derecha clásica –sea ésta reaccionaria, conservadora, radical e incluso liberal –que ante el desafío de la democracia –sociedad de masas, sería su acepción neutra, aunque no neutral – adopta una serie de elementos cuya novedad y funcionalidad es claramente imputable al fascismo, hasta el punto de que la resultante no será ya ni el fascismo en sentido estricto ni tampoco una derecha exactamente igual a como lo era antes de su confrontación –dialéctica, diríamos– con el propio fascismo (Fascismo y franquismo, Valencia, Universidad de Valencia, 2004, p. 86).

Pero ese proceso de «fascistización», a diferencia del propuesto por Ferran Gallego, no significa en absoluto el abandono de los presupuestos y valores de las respectivas «culturas políticas» de las derechas españolas, como tampoco parece lógico entenderlo como una «integración» de todas ellas en un discurso, doctrina y proyecto superior y diferente y ya plenamente fascista: «llamamos fascistización [a ese proceso] por la cultura política que consiguió no imponerse, sino integrar a las demás (p. 77; cursivas del autor del libro). Y, por supuesto, no cabe entender la fascistización como la asunción por parte de esas derechas del positivo culto a la violencia propio del fascismo y falangismo, porque la tradición carlista y la alfonsina no eran reacias a ello, ni mucho menos. Baste recordar aquí el texto de la canción carlista renovada en los años treinta para el requeté: «¡Triste necesidad dar a la tierra / siempre la paz por medio de la guerra!». O las precisas justificaciones de la teología política del catolicismo y monarquismo a favor de la legitimidad de la insurrección contra el poder ilegítimo. Y, en este campo, hay que decirlo, la aportación de Acción Española a la «cultura política» del franquismo fue, como mínimo, igual, si no mayor, que la del falangismo. El propio Ferran Gallego lo reconoce tangencialmente al subrayar la importancia de Ramiro de Maeztu (o del propio Víctor Pradera) en la elaboración del «proyecto ideológico de mayor importancia y duración del pensamiento neoconservador» durante el quinquenio republicano (p. 135). Por no mencionar las contribuciones de la tradición católica emanada de la propia jerarquía episcopal o de sus aledaños (y aquí sobresale el canónigo magistral de Salamanca, Niceto de Castro Albarrán y su libro El derecho a la rebeldía, de 1934). Es difícil, si no imposible, minusvalorar el discurso de legitimación de la Cruzada, que empieza ya en el mismo momento de la sublevación militar de julio de 1936 y que adquiere caracteres programáticos de la mano de la carta pastoral sobre Las dos Ciudades del obispo salmantino Enrique Plá y Deniel y de la posterior Carta Colectiva del Episcopado Español a los Católicos de todo el mundo, firmada por cuarenta y ocho obispos y promovida por el cardenal Isidro Gomá, arzobispo de Toledo y primado de la Iglesia Española.

En palabras de Matthews, durante la mayor parte de la Guerra Civil, «nacional» y «católico» fueron palabras sinónimas

Bajo esta perspectiva pluralista de interpretación de culturas políticas coaligadas en el apoyo a la insurrección militar de julio de 1936 (como antes en la lucha política electoral de febrero de 1936, con sus problemas de ajuste propios de toda coalición), cabe discrepar de la idea de Ferran Gallego sobre el papel protagonista del falangismo-fascismo como fuerza hegemónica y casi omnipotente en la inmediata preguerra, en la guerra y en la paralela configuración del régimen franquista. Para empezar, la satelización política de las derechas españolas en torno al protagonismo de los militares en el asalto al poder republicano era ya un hecho consagrado antes del 18 de julio de 1936: los episodios de las cartas de José Antonio al general Franco y a los militares españoles (en septiembre de 1934 y en mayo de 1936) evidencian el reconocimiento de sus limitadas fuerzas y su confianza «en vuestra fuerza, soldados», porque «el que España siga siendo depende de vosotros» (palabras de José Antonio en la última misiva citada).

Y cabe decir que José Antonio (como el resto de líderes de las derechas contrarrevolucionarias, desde Gil Robles a Fal Conde, con más o menos reservas) estaba plenamente acertado en ese juicio, porque la sublevación de julio de 1936 fue una empresa militar, por más que requiriera concursos civiles y diera ocasión a una movilización miliciana populista, sometida casi desde el principio a disciplina militar estricta y rigurosa. Por eso mismo es discutible que la caracterización del proceso de «militarización» entonces registrado pueda ser interpretada del modo en que lo hace Ferran Gallego en el texto ya mencionado y que ahora reiteramos por su importancia:

El combate se realiza en el marco de la militarización de la sociedad, de un pueblo en armas constituyente de soberanía, legitimando la sublevación contra un sistema político injusto. Militarización que era fusión del pueblo y del ejército en una misma tarea, como había sucedido en el viejo discurso de las armas y las letras, protegidas por el signo de la cruz en esta historia española que se reiniciaba. Nada de entrega a los militares del poder, ni mucho menos de sustitución de las tareas del pueblo por las del ejército. La militarizacion de la sociedad durante la guerra, con la liquidación de la diferencia entre lo civil y lo militar, formaba parte del proyecto permanente del Estado. La responsabilidad exclusiva de los militares podía conducir a una situación política provisional a la hora de la victoria (p. 905).

En efecto, es harto discutible que lo que sucede a partir del 18 de julio de 1936 no sea una «entrega a los militares del poder», con todas sus consecuencias, y entendiendo que reciben o conquistan al asalto ese poder los militares «sublevados». Lo fue, y sin duda alguna, a tenor de los estudios sobre el asunto en cada comarca, ciudad o región donde la sublevación militar triunfó, y si atendemos a lo que hicieron y pensaron sus máximos protagonistas y responsables, al margen de lo que quisieran leer con posterioridad los ideólogos de la Falange y otros «intelectuales orgánicos» del llamado Movimiento Nacional. De hecho, cualquiera que fuera la mayor o menor simpatía de los jefes militares sublevados por una u otra «cultura política» de las derechas españolas, todos estaban totalmente de acuerdo sobre el carácter exclusivamente militar del movimiento de fuerza en curso. Es improbable que ninguno objetara un ápice a lo que el general Emilio Mola Vidal, «Director» logístico de la sublevación, declararía al respecto, y como aviso para navegantes, a mediados de septiembre de 1936  (justo antes de que la Junta de Defensa Nacional decretara «un apartamiento absoluto de todo partidismo político» y la subordinación de todos «al Ejército, símbolo efectivo de la unidad nacional»):

Tengo una confianza ciega en estos muchachos impetuosos que hoy exigen (apenas velada referencia a las milicias partidistas, carlistas y falangistas); pero tengan bien entendido que en esa obra de reconstrucción nacional que se han propuesto realizar y que realizarán, ¿quién lo duda?, en esa formidable empresa hemos de poner nosotros, los militares, sus cimientos; hemos de iniciarla; nos corresponde por derecho propio, porque es ése el anhelo nacional, porque tenemos un concepto exacto de nuestro poder y porque únicamente nosotros podremos consolidar la unión del pueblo con el Ejército, distanciados hasta el 19 de julio, por las absurdas propagandas de un intelectualismo estúpido y una política suicidas (Emilio Mola, Obras completas, Valladolid, Santarén, 1940, p. 1184; discurso emitido por radio el 13 de septiembre de 1936).

Manuel HedillaNo hace falta reiterar aquí que los escasos desafíos a esa exclusividad del poder militar en la zona insurgente fueron tajantemente cortados de raíz por las autoridades castrenses: desde el principio y hasta el final. Y aquí, al margen de episodios menores y locales bien registrados por la literatura, hay que recordar las dos intervenciones de Franco, ya como Generalísimo de los Ejércitos: la expulsión de España en diciembre de 1936 de Manuel Fal Conde por su pretensión de hacer de las milicias requetés un brazo virtualmente autónomo del resto del ejército; y la detención, proceso y condena a dos penas de muerte de Manuel Hedilla y algunos otros compañeros de dirección falangista por su tibia (no cabe otro adjetivo) oposición a la unificación forzosa de abril de 1937.

Si la visión de los ideólogos falangistas estudiados por Ferran Gallego de que «la asunción por los generales de la dirección de un poder que se consideraba provisional y de muy corto plazo» (p. 459) resulta bastante discutible, otro tanto cabría decir de su consecuente corolario: el ascenso de Falange «a una situación dominante y la caída en la insignificancia –ya no en la marginalidad– de los restantes grupos derechistas y, sobre todo, del catolicismo político hasta entonces dominante» (p. 892). La razón de ese «triunfo» falangista lo asocia el autor a la capacidad movilizadora y de síntesis doctrinal que evidenció el falangismo desde sus inicios, más aún en el contexto bélico. Excusamos reiterar aquí en parte la argumentación de Ferran Gallego al respecto por su coherencia y claridad:

El nacional-sindicalismo se presentó como una opción más operativa y útil para la organización de la movilización de masas, para definir los objetivos políticos y sociales del Nuevo Estado y para crear un régimen permanente que no dependiera de las viejas querellas de la extrema derecha española, dinásticas o de otro tipo. […] La institucionalización de un nuevo Estado frente a la República se asoció inmediatamente a la capacidad de proporcionar recursos armados para sostener en pie una sublevación militar, pero también a la posibilidad de encuadrar milicias y ofrecer un discurso que debía justificar el alzamiento y que debía lanzarse también a hacer de éste una movilización de masas (pp. 455 y 460).

Cabe disentir de ese juicio con razones poderosas, a tenor de otros estudios recientes sobre el asunto. Por ejemplo, los de Michael Seidman (La victoria nacional. La eficacia contrarrevolucionaria en la guerra civil, Madrid, Alianza, 2012) o los de James Matthews (Soldados a la fuerza. Reclutamiento obligatorio durante la Guerra Civil, 1936-1939, Madrid, Alianza, 2013). Ambos confirman que, en un primer momento, el voluntariado miliciano de Falange y el Tradicionalismo (mucho menos del monarquismo o del catolicismo) fueron refuerzos cruciales para el esfuerzo bélico de las tropas insurgentes (si bien, en todo caso, nunca llegaron a ser más del 34% de las fuerzas movilizadas hasta el otoño de 1936: en torno a sesenta y cinco mil hombres para un total de ciento ochenta y nueve mil soldados en armas). Pero esa cantera de tropas voluntarias, impulsadas por su compromiso político e ideológico partidista, dejó muy pronto de ser la matriz principal de reclutamiento (además de ser inmediatamente sometidas a disciplina militar y a mandos militares regulares). Frente a la aportación miliciana, el ejército sublevado utilizó y perfeccionó los tradicionales canales de reclutamiento militar forzoso, porque la guerra no podía librarse con tan pocos hombres voluntarios en armas y hubo que recurrir a la movilización forzosa y forzada de otros jóvenes y no tan jóvenes (entre dieciocho y cuarenta y cicno años) para mantener las operaciones y nutrir la mano de obra bélica: los ejércitos franquistas movilizarían así a 1,2 millones de hombres en quince reemplazos hasta principios de 1939. No es poco éxito el que hay detrás de esa enorme operación logística de «encuadramiento» humano y material realizado por militares, bajo preceptos militares y en torno a una lógica castrense bien engrasada y veterana.

En cuanto a «mitos movilizadores» para estimular el celo combatiente, sin menospreciar las aportaciones falangistas, con su ropaje de modernidad y prestigio internacional, lo cierto es que los motivos fundamentales, recurrentes y omnipresentes, que circularon por «el Ejército de Franco» fueron más clásicos y tradicionales que otra cosa: el nacionalismo español integralista e historicista; y el catolicismo identificado con la idea de Cruzada «por Dios y por España». En este punto, todo parece indicar que los discursos de movilización de masas del bando insurgente recurrieron, por inercia y por defecto, a lo que era acervo común y sustantivo en todas las derechas españolas y en el alma de las dos corporaciones burocráticas que articulaban el ser y el hacer del Nuevo Estado en construcción: «el culto místico hacia la nación» de los militares (en palabras de Juan Carlos Losada en Ideología del ejército franquista, Madrid, Istmo, 1990, p. 25) y «la teología política del nacional-catolicismo» y su discurso de la Cruzada providencial y purificadora (en palabras de Giuliana Di Febo en Ritos de guerra y de victoria en la España Franquista, Valencia, Universidad de Valencia, 2012, pp. 17 y 31). Al igual que no dejó de ser bastante clásico el instrumento orgánico encargado de la «moral» en las filas en dicho ejército: las tenencias vicarias o servicios de capellanes castrenses encargados de los «auxilios espirituales». En palabras muy recientes de James Matthews:

La alianza entre la Iglesia y los militares se fraguó muy pronto tras el alzamiento y, durante la mayor parte de la Guerra Civil, «nacional» y «católico» fueron palabras sinónimas. […] El lenguaje sacralizado del espíritu de Cruzada tenía el poder de hacer la muerte tolerable, e incluso positiva, en el discurso oficial. Los hombres que caían eran mártires de la causa y por ello «incorporados a la iconografía de la adoración». Esto se aprecia en los lemas pintados en las fachadas de los edificios de la España nacional: «Ante Dios no serás un héroe anónimo» (pp. 140 y 144).

Por eso mismo, la visión que dan los ideólogos falangistas del proceso de constitución del «caudillaje de la revolución nacional» en plena guerra (núcleo de la presentación de Ferran Gallego) es parcial en su veracidad y sumamente interesada en sus propósitos:

Esta nación en armas había sido la que disponía de autoridad para entregar el poder a un caudillo en el que se fusionaban los elementos militares y políticos. Una jefatura carismática procedente del hecho de la guerra, pero también de la afirmación de una revolución, en la que la vieja legitimidad liberal se había abolido por los españoles sublevados y encuadrados militarmente para rescatar de nuevo a la patria. El liderazgo del Estado, del Partido y del Ejército se construía en el marco de la guerra, sin ser el resultado de una captura del poder por las fuerzas armadas, sino una faceta más del proceso de unificación (p. 906).

Pero las cosas no parece que fueran exactamente así, ni con ese orden, ni en esa secuencia. El poder militar exclusivo impuesto en la zona insurgente a partir del 18 de julio de 1936 en virtud de los estados de guerra y de la conformación de la Junta de Defensa Nacional (sin consulta previa con ningún partido o dirigente político, pero acatada de inmediato por todos ellos) condujo en septiembre de 1936 a la elección del general Franco como «Generalísimo de los Ejércitos y Jefe del Gobierno del Estado» por decisión de sus compañeros de armas, y otra vez sin consulta con nadie ni intermediación de nadie, al margen de las preferencias políticas expresadas desde Roma y Berlín, que eran mucho más influyentes que cualquier otra opinión política interna española (como reveló Paul Preston en su clásica biografía Franco. Caudillo de España, Barcelona, Grijalbo, 1994). Y, para entonces, el Estado Nuevo alternativo que iba gestándose tenía mucho más apoyo técnico y personal administrativo procedente de las viejas familias de la derecha española que de las nuevas multitudes milicianas del falangismo (José Luis Orella, La formación del Estado Nacional durante la guerra civil, Madrid, Actas, 2001), sin que ello evitara los necesarios ajustes en el personal civil político para dar sobrada cabida por cooptación a las nuevas elites «juveniles» procedentes del falangismo, más que del tradicionalismo (como en su momento ya avanzó Antonio Cazorla Sánchez en Las políticas de la victoria. La consolidación del Nuevo Estado franquista, 1938-1953, Madrid, Marcial Pons, 2000).

14 de abril de 1936: festejando la llegada de la República

La rápida conversión de Franco en «Caudillo de España» fue parte de ese proceso de imposición de la «unidad de mando» que exigían las circunstancias militares, y estaba a tono con la visión jerarquizante y disciplinada de los mandos de las fuerzas armadas ante una situación de emergencia vital, siendo incluso el nombre escogido un vocablo de cierto prestigio y circulación en el mundo castrense desde años antes (Laura Zenobi, La construcción del mito de Franco, Madrid, Cátedra, 2011). El nombramiento significaba, sin matiz alguno, la «entrega» a Franco de «todos los Poderes del Estado», sin limitación temporal y sin distingos entre autoridad militar para librar la guerra y autoridad política para edificar el Estado alternativo. Y, por supuesto, fue ese Caudillo de origen militar, atribuciones políticas literalmente omnímodas y, además, sanción religiosa expresa, quien acometió la conformación del partido unificado por decreto y sin consulta o negociación previa con los interesados en la famosa noche del 19 de abril de 1937. Un Caudillo nada «fascista» ni en el origen de su poder, ni en la formación de su personalidad, ni siquiera en la fundamentación de su «magistratura vitalicia», que era perfectamente reconocible por la doctrina católica española, como queda de manifiesto en la dedicatoria a su persona de dos ilustres propagandistas católicos como eran Alberto Martín Artajo y Máximo Cuervo:

Al Caudillo heroico de la España cristiana, Generalísimo Franco, llamado por la Providencia a fundar sobre el evangelio la Justicia y la Paz que ansían los españoles y a forjar con ellos la grandeza de la Patria (Doctrina social católica de León XIII y Pío XI, Barcelona, Labor, 1939; citado en la página 544).

Ferran Gallego es particularmente escueto a la hora de narrar y analizar este proceso de constitución de la Falange Española Tradicionalista y de las JONS, al contrario que otros posteriores (como la elaboración del Fuero del Trabajo en marzo de 1938). En parte porque entiende que el acto de fusión era resultado neto del intenso proceso unificador urgido por la guerra («la guerra civil es el proceso constituyente del fascismo español», p. 447) y en parte porque argumenta que el partido resultante de la unificación era básicamente la Falange sincrética y sintética convertida «en lo que ninguna de las otras fuerzas políticas de la derecha estaba en condiciones de ser: el partido de la guerra civil y del Nuevo Estado» (p. 456). Además, presupone que sólo la Falange estaba en condiciones de vehicular la construcción «del partido único» exigido «no sólo» por «el esfuerzo militar», sino también por «la concepción misma del poder que estaba construyéndose» (p. 476). Sin duda que esta lectura es deudora de las explicaciones y racionalizaciones que los ideólogos falangistas y filofalangistas quisieron dar al proceso en sus relatos y narraciones. Sin embargo, cabe ver las cosas de otro modo y manera bajo perspectivas más pluralistas: recordando el fracaso de las previas tentativas unificadoras autónomas frustradas por el reconocimiento de incompatibilidades doctrinarias entre falangismo y carlismo; contando que las exigencias bélicas y la autoridad militar estaban forzando renuncias teóricas y prácticas a todos los grupos derechistas sin excepción; y considerando que la concepción de un poder único, dictatorial e indiscutido, en suma, antiliberal y antidemocrático, era patrimonio compartido por todo el espectro contrarrevolucionario sin matices. Y, entonces, la lectura alternativa no dejaría de ser muy similar a la que ya ofreció en su momento Joan Maria Thomàs:

En resumen, el decreto instituía, mediante la unificación de las dos fuerzas políticas más importantes y que más habían contribuido al esfuerzo de guerra en los nueve meses que duraba la contienda, el nacimiento de una nueva organización política, inspirada tanto en su denominación como en su estructura jerárquica en el modelo falangista y, a través de éste, en el fascista. De su lectura se desprendía también la voluntad de crear un régimen, un Nuevo Estado, de partido único. […] Al ser formalmente muy favorable a Falange Española de las JONS y dejar llamativamente de lado la estructura y el programa de la Comunión Tradicionalista, el decreto no hacía sino manifestar la opción «profalangista» de Franco. […] Pero las cosas no eran todo lo que parecían […]. En realidad lo que se creaba era una fuerza nueva, un partido ex novo, del que, en cuanto a jerarquía, sólo se conocía el nombre del jefe: Franco. El Caudillo, por cierto, no era citado aún en el decreto como «jefe nacional», sino como «Jefe del Estado», con lo que se reforzaba el carácter jerárquico e inapelable de la orden. Aunque el nuevo partido se llamara Falange, sus órganos de dirección se denominaran igual que los del partido de José Antonio, se afirmara que su programa era prácticamente el mismo y que los estatutos serían similares, se acababa de crear una entidad de nuevo cuño y todo estaba por hacer (Lo que fue la Falange, Barcelona, Plaza y Janés, 1999, pp. 202-203).

Decidir qué explicación de las previamente ilustradas responde mejor a la realidad del fenómeno unificador de abril de 1937 es tarea humana compleja y dependiente del marco de interpretaciones generales asumido por el intérprete. Desde luego, a juicio de este reseñista, el principio de economía explicativa alentado por la llamada «navaja de Ockham» tendería a privilegiar el segundo (Thomàs) sobre el primero (Gallego), al igual que lo haría en crítica textual el principio de la lectio facilior en detrimento del principio de lectio dificilior. Pero en la disciplina de la Historia, como en las ciencias sociales en general, no siempre lo más fácil es lo más veraz, ni lo más simple es lo más acertado.

En todo caso, hay un último aspecto de la interpretación de Ferran Gallego que carece de la solidez, fundamentación y capacidad explicativa de todas sus previas lecturas sobre el fenómeno de la cultura política fascista del régimen franquista. Se trata, precisamente, del fenómeno de la «desfascistización», emprendido de manera gradual en 1943 y acelerado a partir de 1945. Como ya hemos señalado, Ferran Gallego no omite que ese cambio se operó y se produjo en esa coyuntura:

Si el fascismo fue la cultura política que cimentó la síntesis política, social y doctrinal de la sublevación y los primeros pasos del régimen de la victoria, en las condiciones peculiares del proceso de fascistización en España, había de ser también el que resultara desplazado en el periodo en que dejó de tener significado y vigencia en el continente (p. 911).

Desde mediados de la Segunda Guerra Mundial, el régimen fascistizado dio paso al Estado católico

Desde luego, el reconocimiento del fenómeno no admite dudas, porque es evidente por sí mismo. Donde hubo declaraciones de fe en el «Estado Totalitario», en «el fascismo español» como «religión de la Religión», en la «voluntad de Imperio» y en la hermandad de sangre con el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán (en suma, el tipo de ideología y cultura política capaz de firmar el Fuero del Trabajo de 1938), pasó a haber declaraciones de fe en el «Estado católico» y la «Democracia orgánica y católica», acatamiento de la ley divina y la inviolabilidad de la persona humana y aclaraciones de que Falange Española Tradicionalista y de las JONS nunca había sido «un partido, sino un Movimiento para todos los españoles» (en suma, el tipo de ideología y cultura política capaz de firmar el Fuero de los Españoles de 1945).  Pero la explicación de ese «desplazamiento» por pérdida de «significado y vigencia» (también llamada «revisión» realizada «desde el control del poder») debe enfrentarse al hecho de que el régimen continuó su curso sin graves alteraciones internas, «sin que mediara una derrota y un correlativo cambio de régimen y, en buena medida, sin que se produjera siquiera una purga considerable de sus dirigentes» (pp. 711 y 912). ¿Cómo fue posible tal tránsito, desplazamiento, evolución, revisión o transformación, sin «cambio de régimen», ni «purga» apreciable de su personal político? La respuesta de Ferran Gallego es tentativa y sólo parcialmente explicativa:

La desfascistización no supuso la ruptura de los sectores que habían convergido en el proyecto fascista, sino el establecimiento de esta síntesis en otro espacio, que había de definirse, para no proceder a traumáticas e impredecibles soluciones de continuidad, ofreciendo el aspecto de una recuperación de la verdadera esencia del 18 de Julio […]. El fascismo no era abandonado, sino que se superaba en el propio despliegue del régimen como cauce ideológico de integración de todos sus elementos (pp. 912-913).

Desde luego, Ferran Gallego se enfrenta aquí a lo que llama «el avispero teórico» que también aprecia en las lecturas canónicas del proceso desfascistizador del régimen: que «el fascismo fue(se) la cultura política que cimentó la síntesis política, social y doctrinal de la sublevación y los primeros pasos del régimen de la victoria» y, sin embargo, que «resultara desplazado en el período en que dejó de tener significado y vigencia» (pp. 748 y 911). Es decir, conciliar que «el discurso político del régimen formado en la guerra civil tuviera el carácter fascista que aquí se defiende» y, sin embargo, que dicho régimen experimentara una desfascitización que dio «paso al Estado católico, desde mediados de la Segunda Guerra Mundial» (p. 895). No es fácil conciliar ambos procesos sin dejar de cuestionar la premisa de partida: que el régimen estuviera basado en «una cultura política fascista» (no en una combinación de varias sometidas a la tutela militar) y que ese mismo régimen «fascista» por «fascistización» sobreviviera al hundimiento de esa cultura sin problemas apreciables y mediante una «superación», «revocación», «desplazamiento» o «revisión» (todos estos vocablos se movilizan para denotar el proceso) de sus postulados culturales (y sin apenas otros cambios cosméticos en el plano de la representación pública, que no en el ejercicio de la autoridad carismática por parte de su Caudillo). Otra vez en palabras de Ferran Gallego, denotativas de su inspiración filosófica subyacente: «El fascismo no era abandonado, sino que se superaba en el propio despliegue del régimen como cauce ideológico de integración de todos sus elementos» (¿elementos de culturas políticas diversas y coexistentes?) (p. 913).

Frente a esa explicación compleja y hasta un tanto forzada argumentalmente de lo que, sin ser abandono, sí es despliegue superador (operación que recuerda a aquellas fórmulas marxistas de tesis, antítesis y la síntesis superadora e integradora), cabría volver sobre la lectura más canónica de dicho proceso ofrecida por otros autores que el propio Ferran Gallego reconoce y cita como lectura «de fácil explicación» (lo que no deja de ser un homenaje a los criticados, según el principio de la navaja de Ockham):

Una propuesta importante de nuestra historiografía presenta la cultura del 18 de Julio como ajena al fascismo en su totalidad, siendo sólo poseedora de un sector fascista y de otros que nunca lo fueron. La desfascistización puede encajar, así, perfectamente con una determinada visión de la cultura política del fascismo y con la caracterización del régimen español, que evoluciona asimilando una fuerte carga de esta doctrina o pasando a reducirla en una fase posterior, que coincide con la frustración del proyecto de ocupación del poder por el falangismo y con un escenario adverso a escala internacional. Esta es la tesis que permite sostener la importancia del fascismo en la construcción del régimen y su desplazamiento en conflictos internos radicales, de confrontación de culturas políticas perfectamente delimitadas, cuyos permanentes conflictos se mantendrán, con expresiones muy diversas, a lo largo de toda la existencia de la dictadura (pp. 747-748).

Es digna de destacar la honestidad intelectual de Ferran Gallego a la hora de afrontar este problema, dado que parte del reconocimiento de la coherencia («fácil explicación») y capacidad interpretativa («encajar, así, perfectamente») de esta tesis que se propone refutar y superar, de manera tan sugestiva como, a la postre, insuficiente, a nuestro leal saber y entender, falible y perfectible como cualquier otro, naturalmente. Porque, en esencia, el régimen que llamamos franquismo no parece explicarse, en cuanto emanación de una cultura política de impronta fascista, por un «evangelio fascista», sino más bien por una alianza de las culturas políticas de la derecha española, entre las cuales era preeminente la tradición católica compartida por el catolicismo político, los monárquicos alfonsinos y los tradicionalistas carlistas (amén de los falangistas, por convicción o por obligación). Por eso, cuando llegó el momento, Franco pudo seguir al frente del régimen y de la coalición sellada en la guerra contra la República bajo un realineamento cultural e ideológico muy alejado del evangelio fascista y mucho más próximo o consustancial al evangelio de Cristo (entre otras cosas, porque esa veta crucial siempre había estado ahí, y desde el principio, con toda su potencia). En sus propias palabras, pronunciadas en Valladolid en mayo de 1945:

Necesitábamos, por lo tanto, volver por los fueros de nuestra doctrina católica y por el camino de nuestras gloriosas tradiciones, oponiendo a la democracia formalista y gárrula, aquella otra que dimana del Evangelio y de nuestras tradicionales prácticas. (Franco ha dicho…, Madrid, s. e., 1947, p. 70)

En todo caso, el intento emprendido no deja asomo de duda sobre las capacidades intelectuales e interpretativas del autor de la propuesta, así como tampoco deja fácil margen de crítica a la hora de cuestionar sus fuentes informativas, su amplio elenco de lecturas primarias y secundarias, y su conocimiento intelectual de la producción cultural de las derechas españolas de la época. Por eso mismo, cabe concluir que El evangelio fascista está llamado a ser un hito canónico en el debate sobre «la naturaleza» del franquismo y sus bases culturales e ideológicas, abriendo nuevas vías para su reconceptualización y comprensión historiográfica, aunque sólo sea por la necesidad de situarse frente a sus posiciones y recoordinarse con sus propuestas. No es poca cosa para una obra histórica. Y no debería haber mejor homenaje posible a un historiador que el reconocimiento de su calidad profesional para acometer esas empresas. Por mucho que pueda discreparse de sus resultados y tesis finales.

Enrique Moradiellos es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura. Sus últimos libros son 1936. Los mitos de la Guerra Civil (Barcelona, Península, 2004), Franco frente a Churchill : España y Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) (Barcelona, Península, 2005), La semilla de la barbarie: antisemitismo y Holocausto (Barcelona, Península, 2009), Don Juan Negrín (Barcelona, Península, 2006), Clío y las aulas (Badajoz, Diputación Provincial, 2013) y El oficio de historiador: estudiar, enseñar, investigar (Madrid, Akal, 2013).

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