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El otro calentamiento global

image_pdfCrear PDF de este artículo.

En el mundo literario ha sido un año fantástico para el sexo. No me refiero a los romances de una noche que, dicen, surgen cada vez que agentes, editores y demás peritos de las bellas letras llegan a una capital para tambalearse de cóctel en cóctel, con la excusa de que allí se celebra una feria del libro. De eso hay poca información fehaciente. Me refiero al estallido comercial de la trilogía Cincuenta sombras de Grey, con su onda expansiva de márketing sicalíptico. Ha sido el año en que se vieron, casi seguro por primera vez, esposas forradas de peluche, como las que usa el protagonista homónimo, en los escaparates de varias librerías de Madrid. Y ha sido el año en que, al menos en una de ellas, se atrajo a clientes con expositores temáticos sobre los que la trilogía se alzaba como una torre, rodeada de Kama Sutras, ensayos sobre el porno, colecciones de desnudos, libros de la colección rosa «La sonrisa vertical» y hasta una «historia cultural», traducida del alemán, titulada Vulva. En el mundo anglosajón, entretanto, se publicaba Vagina: A New Biography. Y como el tema daba para más, o para menos, un profesor francés nos regaló La Fabuleuse histoire du clitoris.

Los astros se alinearon, en cierta medida, para que varios autores pensaran en sexo al mismo tiempo. Pero la constelación no se vería sin Cincuenta sombras. De unos meses a esta parte, la trilogía se ha vuelto la estrella cardinal de un nuevo fenómeno literario, identificado con la banda demográfica de sus lectores o, mejor dicho, lectoras. Algún pillín lo llamó «porno para mamis» (mummy-porn) y la palabra prendió en el imaginario colectivo. No sé si el mote se pasa de vueltas o se queda corto. Porque hay que decir lo siguiente del porno para mamis: en comparación con el otro porno (llamémoslo para papis), es de una inocencia decimonónica, pero resulta obscenamente efectivo a la hora de inspirar deseos, e incluso conductas. Basta con que los protagonistas de Cincuenta sombras escuchen Spem in alium, de Thomas Tallis, en pleno sexo, para que se disparen las ventas del motete y cientos de miles de personas visiten la versión colgada en YouTube. (Un usuario ha comentado: «El señor Grey me trajo aquí». No digan que la cultura está en crisis…). También se afirma que, como la historia coquetea con el sadomaso, se han puesto de moda las correas, mordazas y otros aliños de alcoba. Y en Estados Unidos hasta se prevé un nuevo baby boom, porque la trilogía «actúa como afrodisíaco para las mujeres, tienen más relaciones sexuales y se embarazan más deprisa». Cito declaraciones que hizo la directora mundial de Baby Centre a la emisión Good Morning America, aunque ignoro sus fuentes. Aprovechando el impresionismo sociológico, me pregunto: si las lectoras están tan ocupadas encargando bebés, ¿en qué momento se zampan mil ochocientas páginas en tres tomos? Y viceversa.

Las ventas de Cincuenta sombras de Grey no revelan qué prefieren las mujeres; revelan, antes bien, qué prefieren leer

Pero no quiero centrarme en el aspecto sociológico de la cuestión, ni en freudismos como el que propuso, en un artículo genial sobre Vagina: A new Biography, la escritora viperina Toni Bentley: «La trilogía Cincuenta sombras […] es el muestreo más amplio y más preciso jamás realizado sobre el hecho de que las mujeres prefieren una fantasía erótica imposible a ese otro imposible: una realidad erótica». Bentley, autora de un libro muy inteligente sobre la sodomía, La rendición (Barcelona, Tusquets, 2007), sin duda prefiere la realidad. Y quién no. Pero las ventas no revelan por fuerza qué prefieren las mujeres; revelan, antes bien, qué prefieren leer. O, más exactamente, qué prefieren leer en este momento. Y a lo mejor no sólo las mujeres, porque se me hace que hay unos cuantos hombres tapados. El dato es el siguiente: cincuenta millones de personas se han volcado a leer una historia que es, en sustancia, una versión de «Cenicienta» con mucha acción después del baile. Mirándolo desde la perspectiva de la literatura misma, cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿de dónde viene, y cómo llega a imponerse, un género así? Una respuesta posible es que la trilogía explota, con más o menos maquiavelismo, mayor o menor conciencia de la autora, lo mismo da, dos tendencias literarias muy exitosas de la última década: por un lado, un creciente infantilismo narrativo, que hasta ahora se ocupaba de magos, vampiros y demás yerbas; por el otro, una narrativa semificcional escrita por mujeres, que se centra en la sexualidad femenina y, sobre todo, en prácticas más bien clandestinas, como las que cuenta La vida sexual de Catherine M. (Barcelona, Anagrama, 2001), de Catherine Millet. James tuvo el oportunísimo tino de pasar la temática de la primera tendencia por la criba formal de la segunda. Resultado: infantilismo procaz.

Luc Lafnet, 1931.

La historia de la publicación de Cincuenta sombras, que puede consultarse en numerosas páginas de Internet, arroja un dato crucial: el libro empezó como lo que en inglés se llama fan fiction, un relato a la manera, e incluso con los personajes, de una obra consagrada. La obra era la saga adolescente Crepúsculo, de Stephenie Meyer. Recordemos que su héroe es un vampiro «vegetariano» (no es chiste) de diecisiete años. Rico, talentoso, guapo y noble, decide no acostarse con la heroína, pues la potencia de su deseo es tal que podría romperla como una ramita o, a lo mejor, comérsela. Meyer es mormona. No aprueba el sexo prematrimonial. Pero la dilación histérica del libro tuvo el efecto secundario, muy favorable para las ventas, de enardecer a millones de lectoras adolescentes y, al parecer, a unas cuantas de sus madres (no estoy especulando: vean www.twilightmoms.com). Puede que E. L. James fuera una de ellas; lo cierto es que se despachó con una continuación medio pornográfica de la historia y la colgó en un sitio en donde cuelgan esas cosas. Más tarde creó un sitio propio, fue ampliando el cuento y modificándolo: quitó de en medio a los vampiros, trasladó la acción a Seattle, les echó a los personajes unos años, le dio a la chica un inminente título universitario en Literatura y al chico, para no andar con menudencias, un imperio empresarial que factura «cien mil dólares a la hora». El primer título fue Amo del universo, que puede ser una alusión ochentera a La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe, o al dibujo animado He-Man. Por fortuna, alguien decidió cambiarlo.

Ya aparecerán estudios adecuados sobre la genética textual de Cincuenta sombras. Lo evidente, por lo pronto, es la fórmula calcada de Crepúsculo, que a su vez calca miles de novelas románticas: damisela embobada conquista a macho alfa, sin que la autora ni los personajes se dignen a explicar por qué: «Tu tienes algo, Anastasia, que me atrae a un nivel profundo que no entiendo». Sí, la protagonista se llama Anastasia, como el personaje de Disney, y se apellida Steele; y el de las sombras es, por supuesto, Christian Grey. Unas palabras sobre las sombras. A Anastasia la dejan hecha «una masa temblorosa de embravecidas hormonas femeninas». Porque Grey es un beau ténébreux como no hay dos. Sobre todo beau: «atractivo, muy atractivo», «irresistiblemente atractivo», «la belleza masculina personificada», un «dios griego», un «Adonis» que está «alucinantemente bueno». En fin, el tipo no es Nosferatu. ¿Y ya mencionamos sus dividendos? Anastasia, que es «muy insegura» y «demasiado pálida, demasiado delgada, demasiado desaliñada, torpe y tantos otros defectos más», no entiende el «efecto tan desconcertante» que él tiene sobre ella. ¿Por qué será? «¿Por qué es guapo? ¿Educado? ¿Rico? ¿Poderoso? […] ¿De qué diablos va esta historia?».

El sexo es una de las grandes decepciones del libro.
Si bien los personajes lo disfrutan, no es tan fácil hacerlo
como lector, pues la escritura es de una sensualidad que tiende a cero

A grandes rasgos, Cincuenta sombras va del enamoramiento a todo vapor de los protagonistas, lo que nada tendría de especial de no ser por los gustos de Christian en el dormitorio. Aunque, en realidad, él prefiere un «cuarto de juegos» en el que no guarda una consola wi-fi sino látigos, correas, mordazas y unos cuantos aparatitos que dejo a imaginación del lector. «¿Eres un sádico?», pregunta Anastasia, con su habitual agudeza, al ver el arsenal. Y hete aquí que no. Es un «amo», al que le excita tener «sumisas» a las que darle «azotes»; quien considere que esos son meros tecnicismos se ha equivocado de libro. La aspiración máxima de Christian, en cualquier caso, es que Anastasia se convierta en su sumisa. «Quiero que te rindas a mí en todo voluntariamente.» Anastasia pide explicaciones. «Te castigaré cuando sea necesario, y será doloroso». Esta propuesta se hace, sin que los personajes siquiera se toquen, como yo puedo proponerle a usted quedar mañana a las cinco para tomar un café. Pero Anastasia se lo piensa. Y por poco acepta. Y después, durante cuatrocientas páginas, ella y Christian discuten sobre los términos en que ella ha de desempeñar el papel.

Por cierto, no sólo discuten. También dedican muchísimo tiempo, y muchísimas páginas, a experimentar con los «polvos vainilla» –lo que en lenguaje sadomaso, explica James, significa sexo sin aditivos– y luego a sumarle otros sabores. Me apena decir, con todo, que el sexo es una de las grandes decepciones del libro. Hay, desde luego, jadeos, gemidos, orgasmos múltiples, exclamaciones y exabruptos jubilosos («Joder, Ana»), pero si los personajes lo disfrutan, no es tan fácil hacerlo como lector, pues la escritura es de una sensualidad que tiende a cero, cuando no cae en la inepcia y las metáforas mixtas: «Me corre la sangre hirviendo por todo el organismo: adrenalina mezclada con lujuria y deseo». En un raro momento de autocontrol, Anastasia piensa poscoitalmente: «El placer ha sido indescriptible». Y uno nota que los peores escollos surgen cuando se da rienda suelta a la descripción. Para empezar, como diría Nabókov, los actos se limitan a la copulación de clichés. Cada vez que Christian «libera su erección», Anastasia exclama para sus adentros: «¡Madre mía!». Porque, claro, Christian tiene un miembro («enorme», «impresionante», «como un mástil») en el que podría izarse la bandera de España, con espacio libre para las autonomías. «Oh, no… ¿Cómo va a entrar?», piensa Anastasia. Después lo averigua.

James ha tenido la pésima idea de narrar la novela en primera persona del presente, lo que le confiere la apariencia de un comentario en vivo y en directo, como si la narradora tuviera un homúnculo cartesiano en la cabeza que vitorea cada uno de sus actos: «Estallo en mil pedazos bajo su cuerpo». O: «Pierdo todo pensamiento coherente, me retuerzo por dentro una y otra vez […]. La fuerza de mi clímax lo anula todo». Si lo anula todo, ¿cómo es que esta chica sigue pensando en malas metáforas? Pero ahí no terminan los problemas de –y ya sé que es mucho pedir– verosimilitud: muchas descripciones aparecen en los diálogos, de manera que no sólo tenemos comentarios, sino además anuncios e instrucciones: «Voy a follarte desde atrás. […] Quiero follarte la boca, Anastasia, y pronto lo haré». Lo que sin duda demuestra lo previsor que es Christian. «Ahora voy a encadenarte. […] Vamos a empezar aquí, pero quiero follarte de pie, así que terminaremos en aquella pared». No sólo previsor, sino ordenadito. Y, por si fuera poco, atento: «Te voy a follar duro por detrás. Sujétate al poste para no perder el equilibrio». ¡Para no perder el equilibrio! ¿Se ha visto alguna vez frase menos sexy? James tiene un don especial para la expresión cómica involuntaria.

Joe Schuster, ca. 1950.

El sexo se repite así en toda la saga, con variaciones –que Anastasia llama «sexo pervertido»– como tironcitos de pelo, fetichismo ligero, cunnilingus interruptus («Oh… por favor») y expertas felaciones («Uau…»). Es de notar que, para lo que Toni Bentley llama «el máximo acto de confianza sexual», hay que leer unas mil páginas de precalentamiento; y, entonces, irrumpe el éxtasis: «me dejo ir […] descubriendo esa dulce, dulce rendición [¿habrá leído James La rendición?], y vuelvo a correrme gritando muy fuerte su nombre». También se ve cierta progresión de intensidad. Mediado el segundo volumen, Anastasia ya no dice «pierdo todo pensamiento coherente», sino «exploto en torno a él en un orgasmo devastador que me arrebata el alma y me deja exhausta y derrotada». Caramba, una devastación arrebatadora. ¿Qué será eso? ¿Un oxímoron? ¿Un gongorismo? Sea lo que sea, cae, como todo lo demás, dentro de una respetable ética sexual de clase media. Aquí no hay sexo sin compromiso –«Soy monógamo», dice Grey–, ni mucho menos sexo grupal, voyeurismo o exhibicionismo. O, por citar el «contrato de sumisión» que le ofrece a Anastasia, nada de «actos con orina, defecación y excrementos. Actos con agujas, cuchillos, perforaciones y sangre. Acto con instrumental médico ginecológico. Actos relativos al control de la respiración», etc. Es decir: démonoslas de perversos, siempre y cuando la perversión no sea perversa. El contrato entre amo y sumiso, que ni siquiera es invención de James, en realidad define los remilgos del libro. Compárese con lo que hace firmar el ama a su protoesclavo en La venus de las pieles (1870), de Leopold von Sacher-Masoch: «La señora Von Dunajev no sólo podrá castigar a su esclavo por la más pequeña falta o el más mínimo descuido, sino que también se reserva el derecho de maltratarlo a su capricho». En cuanto a los actos que Sombras deja fuera, cada uno de ellos aparecen en un escrito realmente transgresor como Historia de O (1954), de Pauline Réage, donde el sadomasoquismo no se detiene a las puertas de lo abyecto.

La novela es de un conservadurismo digno del Tea Party, con estereotipos rancios y una política de género varada en los años cincuenta

La pulcritud erótica de Sombras no es algo menor. Se especifica que «el equipamiento utilizado para el entrenamiento y la disciplina [de la sumisa] se mantiene limpio, higiénico y seguro». Hay asepsia por todas partes: Grey huele a gel corporal, las toallas son un sueño, las sábanas están inmaculadas, el mármol de los baños reluce; por momentos no se sabe si se está leyendo una novela erótica o un catálogo de hoteles de cinco estrellas. Lo cual pone en perspectiva aquello del «porno para mamis». Porque quien tenga niños conocerá la situación opuesta: caos triunfal, mugre inalienable, perpetua rotación de ropa sucia, cónyuge igual de agotado que uno. Ya lo dijo Eliot: el ser humano no soporta mucha realidad. ¿Cuál es la fantasía? Quizá no sólo que llegue George Clooney con su máquina Nespresso. A esas alturas, lo mismo da el café. La fantasía es que George Clooney acabe con la descarada impureza de la vida cotidiana. Eso hace Grey: le regala a Anastasia un Audi para que conduzca con seguridad, le compra un MacBook para contactar con ella, la lleva de un lado a otro en un helicóptero que él mismo pilota y, si no, le ofrece billetes de primera clase para que no sufra la indignidad de viajar en clase turista; luego la instala en su piso palaciego, provisto de ama de llaves, criados, entrenador personal y hasta asesora de compras, donde la chica sólo tiene que existir entre algodones para que él la desee sin cesar. Ahora sí: what else?

Si millones de personas quieren soñar con eso durante unas páginas antes de dormir (y miremos entonces al cónyuge, desmayado, con cara de qué-hecho-yo-para-merecer-esto, babeándose sobre su almohada), nadie es quién para juzgar. Pero lo cierto es que E. L. James ha perpetrado una novela de un conservadurismo digno del Tea Party, con estereotipos rancios y una política de género varada en los años cincuenta. Considérese, sin ir más lejos, la trama: jovencita virgen (hasta la página 133) asciende a señora del castillo, sin más mérito que ser la obsesión del castellano. La complejidad emocional no va mucho más allá de «El sexo es alucinante, y él es rico, y guapo, pero todo eso no vale nada sin su amor». ¿Cuánto valdría el amor si él fuese ni fu ni fa y el sexo más bien normalito? Notemos, en cualquier caso, que la narradora acaba pareciendo al mismo tiempo una cazafortunas y una cabeza hueca. Para ser justos, Anastasia es una heroína romántica que consigue un buen partido imponiendo su voluntad, pero como carácter, como conciencia en acto, es un personaje de esos que ya Jane Austen juzgaba retrógrados. De hecho, recuerda a las beldades vaporosas que Austen ubica en la periferia de sus ficciones para realzar por contraste a las mujeres fuertes, como Elizabeth Bennet. Y no olvidemos que Austen ponía en boca de estas últimas las réplicas más inteligentes, mientras que James, pese a enaltecer a Anastasia, le empapuza de bobadas. Lo siguiente es todo lo que la chica, a poco de licenciarse en Literatura Inglesa, tiene que decir a propósito de la fantástica novela de Thomas Hardy Tess of the d’Urbervilles: «Maldita sea. Esta mujer estuvo en el lugar equivocado y en el momento equivocado en el siglo equivocado». Ah, ese era el planteamiento de Hardy.

No hay personaje más arcaico, de todos modos, que Christian Grey. Y no por su afición sadomaso. Mucho más problemático es su perpetuo papel de salvador: cuando, al principio de la novela, un muchacho ebrio intenta besar a una renuente Anastasia, es Grey quien lo aparta de un manotazo y le canta dos verdades; cuando el jefe de Anastasia la acosa en el trabajo, es Grey quien lo pone de patitas en la calle, tras comprar la editorial en que trabaja. El magnífico Grey no para de rescatar a la chica de todo peligro, para después subyugarla él solito («Estoy inmovilizada debajo de él, indefensa»). Combinación indigesta de Barba Azul y el Príncipe Ídem, atenta desde dos frentes opuestos contra cualquier vindicación feminista. Resistamos, no obstante, la tentación de condenar a los personajes en términos morales, que al fin y al cabo, en la ficción no hay derechos humanos. Pero existe también la moral de la imaginación. Y lo evidente en Cincuenta sombras, con su escritura de cinco céntimos, es la imaginación viciada de James. Viciada, no de libertinaje (ojalá), sino de estereotipos. Un estereotipo puede definirse como una composición de clichés, estructurada en ausencia de facultad crítica. Dependiendo de los contextos, eso puede ser más o menos grave; por supuesto, en una novela romántica, como en una película de Hollywood, no lo es tanto. Se puede leer a James sin pérdida de materia gris, pero conviene ser adepto al masoquismo cerebral, porque estas novelas no hacen más que insultarnos la inteligencia.

Bettie Page, ca. 1950.

Alguien que no quiere dejarse insultar es Andrea Hoyos, la autora española de ¿Dormimos juntos?, un «relato erótico» que durante un tiempo desbancó a Cincuenta sombras en las listas de los libros digitales más vendidos de Amazon (ya no). Al comienzo, Hoyos, o la narradora de su libro, Andrea, habla de la trilogía de James, para notar que no se reconoce en ella. Agrega: «Ni a mí ni a nadie, y tampoco encuentro piel ni literatura. No encuentro vida». De ahí en adelante se propone contar una historia «con la verdad y la autobiografía por delante». Andrea no es una especie de virgencita botticelliana, sino una fogueada publicista de treinta y siete años. Y en vez de una relación con un Creso carilindo, entabla algo mucho más pedestre y hasta un pelín vulgar: un affaire con un hombre casado que le saca unos años. El hombre, Borja, tiene dinero y madera de galán, de modo que el relato no está libre de los tópicos ni desequilibrios de la ficción romántica. Pero, a menudo, Hoyos los subvierte. La narradora, por ejemplo, afirma estar escribiendo un relato para su amante, pero enseguida deja caer: «Esto no es una novela romántica». Como quien advierte: ojo con dar rienda suelta a la imaginación y creer en finales fáciles.

No arruino la intriga al decir que la historia es la de un amor difícil, si amor no es mucho decir. Tampoco se trata de una simple obsesión. Los personajes, que se conocen desde hace años, un buen día inician una relación de carácter físico, con la que llega un replanteamiento de quién es cada uno para el otro y para sí mismo. Hoyos sabe que, cuando dos personas van a la cama, empieza una de las formas de la política. «En el sexo, como en la vida, todo se resume en el control», dice Andrea. En el tira y afloja sentimental que relata, la sexualidad se convierte es una herramienta de poder. La sugerencia no es tremendamente original, pero le agrega espesor al ámbito erótico. Si, en Cincuenta sombras, el sexo es en esencia atlético, aquí es propiamente dramático, un punto de partida para mostrar otra cosa:

? Quiero que te relajes, Andrea, y que confíes en mí.
? Y que me corra.
? No hables así, Andrea, que esto no es sexo, es amor.
? Es sexo.
? Es amor. Llevo veinte años queriéndote.
? Menos.
? Andrea, yo puedo hablar tranquilo mientras te pongo nervioso con la mano, pero creo que es mejor que te relajes. ¿Puedes?
? No quiero.
? Entonces déjame ponerte aún más nerviosa.

Si, en Cincuenta sombras,
el sexo es en esencia atlético, en 
¿Dormimos juntos? es propiamente dramático

El diálogo, por cierto, es un poco peliculero, pero hay que tener bastante oído, y una percepción muy atenta de lo que dos personas negocian al tocarse, para colocar ese «menos» tan oportuno. Salvo contadas ocasiones, Hoyos utiliza además un efectivo lenguaje directo, que mantiene a raya las metáforas. Nadie se asoma a abismos hedonísticos ni tiene orgasmos sísmicos; por lo general, sólo se dice: «Me quedo en blanco», lo cual es a la vez gráfico y de un modélico recato. En los diálogos, Hoyos se luce casi siempre, pero debe decirse que en su prosa se echa en falta un poco de sustancia. El problema estriba en una preferencia poco conveniente por lo fragmentario: hay demasiados párrafos de una línea, demasiadas líneas de una o dos palabras. Por momentos, la escritura recuerda seguidillas de aforismos o, lo que es quizás más pertinente, dada la profesión de la autora y la narradora, eslóganes publicitarios. A fuerza de réplica y contrarréplica se cae en melodramas oracionales.

¿Qué pensaba él? ¿Que podía imponerse en mi agenda sin avisar?
Sí, claro.
Podía.
Yo ya no pensaba en otra cosa.
Mi orgullo satisfecho, mi cuerpo añorante.
Soy una mujer contradictoria.
Soy una mujer.
Soy.
Como puedo ser.
Y me gustan las contradicciones, pero no con Borja.

Y a mí me gustan los retruécanos, pero no con cursilería.

En clave ficcional o semificcional, ¿Dormimos juntos? le da una vuelta de tuerca al confesionalismo que tanto se vio hace una década. En esencia, es una suerte de comedia de costumbres, por la que transitan personajes probables o hasta reconocibles, con dilemas más o menos convencionales. Si el centro lo ocupa la sexualidad de una mujer, la voluntad de transgresión ha quedado atrás. Aquí no se trata de ir más allá de lo permitido, sino de hallar un espacio posible para la satisfacción. Decir que la búsqueda es infructuosa equivale a nombrar un conflicto. Lamentablemente, el relato de Hoyos no logra desmarcarse de contrariedades manidas como las de la mujer dominada: «El hombre por el que escribo esto, o para el que escribo esto, está en [varias] categorías. Pretendiente y acosador, y le gusta verme en el suelo». Pero detrás de ellas se adivina una complejidad psicológica poco habitual en las novelas románticas. En la escena más significativa –una escena de sexo– es el hombre quien se quiebra. Y al final los personajes llegan a un arreglo muy precario con sus emociones. También despunta una alternativa: «Yo sólo espero saber esconderme la próxima vez que un hombre me proponga salvarme, que no, mi vida, quita, que ya me salvo yo».

¿Es el texto satisfactorio como relato erótico? Sí y no. Sí, en el sentido de que habla de sexo con inteligencia. Y no, en el sentido de que no es del todo satisfactorio como relato. A menudo parece el esqueleto de una narración, del mismo modo que un guión es el esqueleto de una película. Aunque hay tres o cuatro escenas muy bien llevadas, el conjunto da la impresión de haber sido escrito a vuelapluma, sin cuidado, por ejemplo, del equilibrio entre el detalle externo y la reflexión interior, algo imprescindible en una buena narración en prosa. En general, hay un problema contrario al de Sombras –una torrentera de información innecesaria («Me pongo rápidamente el pijama, me cepillo los dientes y me meto en la cama»)–: no se da a la realidad imaginada el suficiente espesor para que creamos que los personajes la habitan por cuenta propia. Lo que equivale a decir que el relato cae en la teatralidad, acaba siendo rehén de sus propios gestos. Se ha hablado de negociaciones para una adaptación cinematográfica del libro, y quizá con actores de carne y hueso y un buen trabajo de producción se subsanen esas falencias. Ya veremos. Más interesante aún sería ver cómo se desenvuelve Hoyos en una novela stricto sensu. Y cómo se las arregla con la vida sexual de personajes en un contexto más amplio, donde quepan complicaciones argumentales, descripciones de lugares, caracterización razonada y así de seguido. Por lo pronto, demuestra que el sexo en literatura no tiene por qué ser sinónimo de subliteratura.

La demostración sigue siendo necesaria, porque nunca falta quien dice que, si hay de lo uno, deja de haber de la otra. Eso puede ir de la mano de posiciones esencialistas, como la que defiende, nada menos, Martin Amis. Al comienzo de La viuda embarazada, su novela sobre la revolución sexual de los años sesenta, afirma: «El sexo es indescriptible», y en todo el libro no se digna a describir uno solo de los actos revolucionarios. ¿A qué viene tanto melindre? Viene al caso de otro cliché biempensante: el placer (sexual) es intransmisible, y de lo que no se puede hablar hay que callarse. A lo que cabe contestar: por supuesto que el placer (sexual) es intransmisible, pero también es intransmisible la sensación que usted o yo tenemos del color, y no por eso en literatura deja de haber paisajes. Leer es, entre otras cosas, un ejercicio de extrapolación. Y cuando lo narrado está más allá de la experiencia personal siempre se puede imaginar. El problema con la descripción del sexo es, en realidad, sociocultural. Hacerlo casi siempre comporta riesgos de tono; hay que evitar el eufemismo seco, el vocabulario médico, la obscenidad gratuita, la fanfarronada o el chiste histérico. Pero de los novelistas se espera que superen esos registros, no que escurran el bulto.

Mihály Zichy, 1903.

Nicholson Baker puede hacerlos saltar por los aires, o utilizarlos paródicamente según se le antoje, sin alejarse en ningún momento de una prosa en la que, por citar de nuevo a Amis, «no hay casi una oración ordinaria ni un pensamiento poco generoso». Hoy por hoy, ningún otro escritor norteamericano, quizá ningún otro escritor, escribe con mayor imaginación sobre el caos polimorfo del deseo humano. La casa de los agujeros es la tercera incursión de Baker en el tema, después de dos novelas eróticas igual de buenas y recomendables, como fueron Vox (1992) y La fermata (1994). Se notará el paréntesis de casi dos décadas entre esta última y la más reciente; en el ínterin, Baker publicó ensayos sobre bibliotecas, una sátira política sobre la administración Bush, una historia de la Segunda Guerra Mundial hecha sólo de documentos y, lo que se ha vuelto su seña de identidad, dos novelas exquisitas sobre la micromecánica de la vida cotidiana: en Una caja de cerillas (2003), por ejemplo, hay una escena fabulosa de un hombre lavando los platos. Todo eso es importante porque dibuja a un autor que tiene a su disposición una amplia gama de saberes, una fina inteligencia política, una cultura literaria ecléctica y una capacidad sobrehumana de observación.

Una manera de empezar a describir La casa es compararlo con Alicia en el país de las maravillas, aunque no por las lecturas demenciales que se han hecho de la obra de Carroll. El parecido está en el marco. Ambos libros cuentan un descenso a un universo paralelo donde se ven abolidas las leyes físicas y sociales que conocemos. La diferencia es que, en Baker, el universo es una especie de parque temático pansexual regentado por una madame llamada Lila, encargada de orquestar las fantasías de los visitantes. A la casa se accede por agujeros-portales: un pajita, un pimentero o incluso la uretra de un pene, por donde es transportado el hombre del que este forma parte («Era una experiencia curiosa, jugosa y autorreferencial»). Baker cultiva con genuino talento lo bizarro. En una entrevista reciente con The Paris Review, ha declarado: «Las preguntas a las que quería responder “sí” al escribir [esta novela] eran: ¿Es esto sorprendente? ¿Me hace reír? ¿Se somete totalmente al delirio cachondo? ¿Es extraño? Me gusta lo extraño. Cuando algo es extraño, pero no repelente o desagradable, entonces es una señal de que vas por el buen camino. Así que quería lograr algo de eso».

En La casa de los agujeros, 
Baker ha logrado una novela llena de observaciones exactas sobre el modo extraordinario en que puede comportarse
la gente normal

Lo que ha logrado es una novela curiosísima y llena de observaciones exactas sobre el modo extraordinario en que puede comportarse la gente por lo demás normal. Aunque quizá deberíamos deshacernos de esta palabra, porque en el ámbito de la fantasía no hay normalidad posible, sino innumerables especificidades. Por ejemplo, uno de los personajes que llega a la casa de los agujeros, Pendle, es lo que comúnmente llamaríamos un exhibicionista. ¿Cuál su sueño? «Que todas las mujeres del mundo me vean la polla». Bueno, una hipérbole como cualquier otra. Pero la imaginación de Baker se activa para darle un correlato físico a la idea cuando Pendle le dice a Lila, la madame: «Podrías filmarme mientras me cojo la polla y luego proyectar la cinta sobre la luna. Eso me encantaría». Baker también da en el clavo con el diálogo que sigue. Dice Lila: «No es nuestro estilo. Pero me gusta tu ambición», y luego envía a Pendle a conseguir mucho dinero para pagarse sus desaforados apetitos. Constituye otro indudable acierto que, en este mundo de fantasía, no todo sea factible, como indicando que el deseo, por inmaterial que parezca, siempre tiene un coste. En la casa no se paga por sexo de manera directa (no existen las iniquidades político-sociales de la prostitución), pero sí se paga por hacerlo posible, con dinero o no. Otro cliente, Dave, dice que daría «por un tiempo» su brazo derecho por tener un pene más grande. En la casa, un pene más grande cuesta literalmente un brazo. Y el brazo acaba cobrando vida propia (quizás una alusión a «La nariz», de Gogol) para tener un escarceo con una mujer, Shandee.

En la novela no hay argumento como tal, sino una serie de aventuras carnales centradas en distintos personajes. A los ya mencionados se suman, por ejemplo, Henriette, que hace una especie de surf orgásmico sobre su vagina; Luna, «que se folla un pene de árbol»; o Dune y Marcie, neo-Tiresias que intercambian genitales y se acuestan uno con el otro en ese estado. Nos paseamos, entretanto, por la «sala de gemidos»; el «pornodecaedro», una especie de múltiplex con cientos de pantallas simultáneas; «salas de descabezados», donde las mujeres pueden elegir un cuerpo para copular sin preocuparse por hablar; o la cueva del «monstruo del porno», «una personificación de la polimorfosidad como jamás se ha visto en el mundo del sopla-follamiento humano» («una personificación polimórfica como nunca se ha registrado en el universo de la sexualidad humana», dice, o más bien sintetiza, la traducción española, de la que hablaremos en breve). Esas son apenas unas pocas de las ocurrencias de un libro cuyas bizarrías no aflojan en trescientas páginas. Como en algunas novelas del escritor francoargentino Copi, la puerilidad descacharrante hace cuerpo con la fábula convulsiva: se hibridan los sexos, se mezclan los géneros y hasta se tuerce el tiempo y el espacio. Baker es, sin embargo, un escritor mucho más benevolente que Copi.

Bettie Pge, ca. 1950.

Y eso nos lleva a lo que puede considerarse una de las debilidades de La casa de los agujeros. En la tierra de fantasía de la novela, el sexo es sólo sexo. No tiene consecuencias sociales, políticas, psicológicas o emocionales. Hay a lo sumo situaciones picarescas cuando un personaje, en pos de un objeto sexual, va de un punto a otro para conseguirlo (y lo consigue). Eso está muy bien como utopía igualitario-libertina; pero, en un sentido narrativo y social, el sexo es más interesante como catalizador de conflictos. El relato de Andrea Hoyos se basa en esta premisa, al igual que toda novela sobre el adulterio, desde La señora Bovary a esta parte, o sobre el erotismo considerado como transgresión, de Sade en adelante. En Vox y en La fermata, Baker había encontrado una manera de incluir el conflicto en la narración misma: los narradores fantaseaban con actos de lo más peregrinos, pero la fantasía se interponía con su sexualidad real. Ahora que se han hecho realidad los deseos de los personajes, sigue diciéndose menos sobre sexo que sobre fantasías sexuales. Las excepciones aparecen en escenas en las que Baker atiende a todo lo que sucede alrededor del sexo: en un momento dado, Cardell intenta seducir a una joven casada llamada Betsy, que no tiene una idea mejor que llamar a su marido para pedirle permiso. Entramos en el ámbito poco sutil del sainete, pero Baker monta la escena con gran ironía, orquesta un diálogo desopilante y crea una verdadera contienda. Durante unas páginas, el sexo no es inocente.

La presencia del humor en la obra de Baker («¿Me hace reír?») habla de su originalidad. Es notable lo mucho que insiste la literatura erótica en la obsesión, la traición, la perversión, la transgresión y hasta la inmolación, sin explorar un hecho elemental: el sexo es divertido. Baker no sólo nos lo recuerda, sino que demuestra lo divertido que puede ser leer sobre sexo en complicidad con el autor. Esto es importante. Uno se ríe bastante con Sombras, pero en ningún momento hay humor cómplice, sino una reacción ante lo ridículo. (El humor, desde luego, es incompatible con la pornografía. Y, en este sentido, la novela de James es plenamente pornográfica.) En La casa de los agujeros, en cambio, se nos invita a compartir los hallazgos muchas veces cómicos de una imaginación fértil. Eso echa por tierra otro de postulados que se enarbolan al hablar de literatura erótica: no sólo que esta es incompatible con el humor, sino con cualquier forma de elaboración estética. Nabókov, nada menos, señalaba en el epílogo de Lolita que, en una novela obscena (cosa que Lolita, según él, no era), «cualquier índole de placer estético ha de reemplazarse por la simple estimulación sexual […]. Estilo, estructura, imágenes, nunca han de distraer al lector de su tibia lujuria». De una obscenidad galopante, la novela de Baker demuestra exactamente lo contrario.

Otro acierto es que, en este mundo de fantasía, no todo sea factible, como indicando que
el deseo, por inmaterial que parezca, siempre tiene un coste

Uno de los grandes protagonistas de La casa es el estilo. Y, al revés de lo que predice Nabókov, las descripciones de sexo explícito surten un gran efecto por estar plasmadas en una prosa de suma flexibilidad y resonancia. Baker, que siempre ha sido un estilista, fuerza la lengua en una dirección muy lúdica, casi neojoyceana. Sin ponernos muy técnicos, destacan la sufijación insólita, las mezclas de registros, las palabras portmanteau (también aquí se ve la influencia de Carroll), las hipérboles, las metáforas o símiles expandidos y los verbos de movimiento formados a partir de sustantivos. Se trata, en suma, de una prosa muy activa, que no sólo se disfruta por la información que transmite, sino por el modo inesperado en que lo hace. En este sentido, los lectores en lengua española tienen las cosas difíciles. Hay que decir que, en el mejor de los casos, leer a Baker en traducción es perderse bastante; para empeorar aún más las cosas, La casa de los agujeros, no está traducido, sino disminuido por la traducción. Me apresuro a agregar que la traductora, Carme Font, ha hecho un impecable trabajo exegético, que aclara en castellano cada una de las gloriosas guarradas que ha escrito Baker en inglés. Pero, a veces, aclarar oscurece. Una frase sencilla: «It was like a complete Thanksgiving dinner of a cock», dice un personaje, en obvia referencia al tamaño y la sensación de saciedad que eso le produce. Ni lo uno ni lo otro se ve en: «Esa polla era lo más parecido a una cena completa del Día de Acción de Gracias».

Tampoco se ve, en esta traducción, gran parte del jugueteo verbal de Baker. Es cierto que, a veces, hay que claudicar y traducir «throbbing cunspot» por «palpitante chochito». Pero es preciso buscarle la vuelta a una seguidilla de obscenidades asonantes como la siguiente: «Suddenly, Glenn’s orgasm slammed into gear, and he threw the first hot clot of a busted nutload of jizzing twizzlering sperm up inside her. Shandee let out a ragged joyous screamy cry of pure consummated cockfuckedness». No tiene perdón reducirlas a: «Glenn se estaba acercando al orgasmo y expulsó el primer chorro caliente de semen en el interior de Shandee. La joven dejó escapar un feliz grito irregular de pura consumación orgásmica». ¡«Consumación orgásmica» donde dice «consummated cockfuckedness»! ¿Y qué pasó con el «screamy cry»? ¿Y el «jizzing twizzerling»? Por supuesto, los traductores toman cientos de decisiones como esas a lo largo de un libro, y es bueno que lo hagan para producir una versión legible (en castellano, por cierto, es imposible formar una palabra como «cockfuckedness»). Pero estos problemas de detalle apuntan a uno de concepción general, del que muy probablemente sean culpables también los editores: estamos ante un producto de la escuela de la fluidez. Y fluidez es lo contrario de lo que se necesita aquí. Un original de múltiples pliegues verbales ha sido, por usar el término técnico, planchado.

Algo que no debería perderse en una traducción de literatura erótica es la obscenidad como registro creativo. Debe quedar constancia de que, en la tradición hispana, ese registro existe, como mínimo, desde Quevedo. Y, más cerca de nuestros días, ha habido autores muy interesados en él, como Cela, Juan Goytisolo o Vargas Llosa. Para traducir a Baker habría que explotar fuentes como esas. El corolario es que una novela erótica gana altura cuando su lenguaje mismo es gozoso. House of Holes (me refiero al original) está escrito en un estilo promiscuo, que se revuelca con todo tipo de vocablos y disfruta de la impureza. Es literatura a secas antes que literatura erótica, pero abre para esta última una perspectiva mucho más excitante que la llaneza milpaginista de Sombras. De hecho, su exuberancia imaginativa acoge notas que E. L. James es incapaz de dar, como la verdadera expectación, a veces aliada con la ternura. En un momento dado, Cardell va a una cafetería «en la que a veces las mujeres llevaban vestidos». Una observación en sí misma prometedora, ¿no? Baker agrega: «Cardell había notado que cuando una mujer lucía un vestido en una cafetería un sábado por la tarde, solía querer decir que deseaba conocer a alguien». Esos vestidos, que aún no sé si son metonimias o símbolos, cifran la promesa clave del erotismo: lo mejor está por pasar.

Harold Kaine, 1955.

¿Y qué va a pasar con la literatura erótica? Las predicciones son un entretenimiento bastante parecido a los juegos de azar. Aun así, no cabe duda de que la moda actual durará un buen rato. Mes a mes, aparecen libros (malos) que buscan repetir el éxito de E. L. James, lo que constituye una prueba certera de que ninguno va a conseguirlo. Pero lo interesante no está en esos artefactos prefabricados, sino en la posibilidad de que este nuevo erotismo, por llamarlo de alguna manera, haga mella en el resto de la literatura, como en su momento lo hicieron la novela policíaca, de aventuras o de ciencia ficción. La última novela de Arturo Pérez Reverte, alguien menos dado a látigos que a capas y espadas, incluye escenas de sexo explícito, por ejemplo. Aunque no digo que el autor se haya dejado influir, no es imposible que se haya dejado tentar. Tampoco lo es que, en un futuro próximo, se deje tentar un escritor de fuste. Si sucede algo así, puede darse un saldo positivo para la literatura. Y es que desde El amante de Lady Chatterley a esta parte, la historia del sexo en la literatura es una historia de ensanche imaginativo, que no por azar coincide con el ensanche de la imaginación política.

En el siglo XX, escribir acerca del sexo formó parte del debate sobre la libertad de expresión. La literatura libró en ese sentido batallas morales. Uno de sus adalides, Henry Miller, anotaba en Trópico de cáncer que «la tarea que el artista se plantea implícitamente es derribar valores existentes, crear un orden propio a partir del caos que lo rodea». Desde luego, hay un punto de utopía en esas palabras, pero la generación de Miller echó por tierra unas cuantas barreras. Y, de hecho, durante todo el siglo XX la literatura se unió, al menos en Occidente, a un espíritu de subversión moral: conforme fueron modificándose los modos en que la gente se permitía actuar, se expandió el espectro de lo que la literatura se permitía decir. Simplificando, podría decirse que, a partir de los años sesenta, se produjo una verdadera literatura de calidad que se interesó públicamente por el sexo, con lo que quiero decir que no se ceñía a un nicho delimitado ni a los intereses de un cenáculo, como habían hecho en su momento, digamos, las novelas de Anaïs Nin o Apollinaire. El sexo, más bien, pasó a formar parte de los intereses asumidos de una cultura renovadora. Los mejores ejemplos que conozco provienen de la literatura norteamericana. En los años sesenta y setenta, palpitaba en ella una genuina voluntad transgresora, unida al descubrimiento de tierra narrativa virgen. En cada esquina los escritores hallaban grupos, prácticas, experiencias, rara vez plasmados en la ficción. Era una fiesta. Y autores como Philip Roth o John Updike la describieron con pelos y señales. A esa generación debemos algunos de las mejores novelas dedicadas al sexo: El lamento de Portnoy (1969) y Parejas (1968) son dos de las insoslayables.

Hoy en día la transgresión es poco concebible, porque no hay prohibiciones fuertes que la susciten: en materia sexual, uno es libre de publicar más o menos lo que quiera, como de hacer más o menos lo que quiera. Quizás esa libertad, muy agradecida en la vida, comporte una merma de imaginación novelística. Si tal es el precio de una sociedad más abierta, la literatura tendrá que pagarlo. No sé si es para tanto. Digamos que, por ahora, el fenómeno de Cincuenta sombras de Grey resalta un vacío, que esperemos sea un paréntesis, en el mundo de las letras. Hasta la novela de Baker deja cierta insatisfacción: por descollante que sea su imaginación libidinal, no relumbra a la luz de una época. A fin de cuentas, se echa en falta una gran novela, como en su momento fue Parejas o, más cerca de nosotros, Las partículas elementales (1998), de Michel Houellebecq, que le tome el pulso a la contemporaneidad sexual. Se echa en falta una erótica del presente. Mientras tanto, el obstinado enredo de la sexualidad, las confusiones y embriagueces que supone, los vasos comunicantes que la unen, hacia dentro, con la emoción y, hacia fuera, con normas socioculturales y políticas, siguen siendo una dádiva para cualquier novelista medianamente interesado en el mundo. Claro que primero hay que interesarse en el mundo. A saber: menos fantaseo, más observación.

Martín Schifino es crítico teatral de Revista de Libros y traductor.

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Ficha técnica

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