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El orgonillero

Adventures in the Orgasmatron.
Wilhelm Reich and the invention of sex

Christopher Turner

Londres, Fourth State

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Los centroeuropeos del fin de siècle pensaron muchísimo en el sexo. Proliferaron los clubes nudistas para tratar el deseo sexual con rayos de sol, al tiempo que graves facultativos lo envolvían en taxonomía médica para proceder a archivarlo junto con el resto del conocimiento humano. La Psychopathia Sexualis (1886), de Richard Krafft-Ebing, fue profusamente leída, a pesar de que algunas partes se imprimieron en latín para «desanimar a los lectores no especializados». Frühlings Erwachen (El despertar de la primavera), de Frank Wedekind, retrató la angustia de la pubescencia y Reigen (La ronda), de Arthur Schnitzler, el patetismo de las conquistas sexuales de una noche, mientras que Sexo y carácter (1903), de Otto Weininger, intrigó tanto a Wittgenstein como a Hitler (Freud lo odiaba) con su argumento de que el comedimiento sexual en los hombres (las mujeres eran incapaces de practicarlo) explicaba la división del trabajo cultural entre los sexos («El hombre posee un pene, pero la vagina posee a la mujer»). En 1900, recién publicada La interpretación de los sueños, a Freud le ofrecieron una cátedra y expuso las ideas que darían lugar a la incipiente revolución sexual. Veinte años después, su Sociedad Psicoanalítica de Viena, lo más parecido a una curia, atraía a una nueva generación de seguidores después de la guerra, entre los cuales se encontraba un pobre estudiante de provincias, Wilhelm Reich.

Reich contaba con una historia personal para provocar que cualquier psicoanalista sacara su cuaderno. Su autobiografía desconcertantemente franca Passion of Youth (Pasión de juventud, trad. de Julio Balderrama, Barcelona, Paidós, 1990), publicada después de su muerte en 1957, da cuenta de una inusual precocidad sexual: se dedicaba a oír a escondidas hacer el amor a los criados de la casa cuando tenía cinco años y él mismo mantuvo relaciones con la cocinera seis años después, por no hablar de la escabrosa experimentación con aspectos de la vida rural con los que entró en contacto en la granja de ganado de su padre en Bukovina. Hubo también una tragedia familiar traumática: su padre lo obligó a la fuerza a confirmar las sospechas de que su adorada madre estaba teniendo una aventura amorosa, tras lo cual ella intentó suicidarse en dos ocasiones, la segunda con éxito. Es posible que experimentara los cuatro años que pasó en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial como una liberación de su vida en la granja.

Turner sostiene que «por medio de la historia de la caja de Reich es posible desvelar la historia de cómo el sexo pasó a ser político en el siglo XX»

Con tan solo veintidós años y aún en la facultad de Medicina cuando entró a formar parte del círculo de Freud, Reich fue pronto considerado como la más prometedora de las nuevas adquisiciones. Pero no pudo ignorar las revoluciones políticas que estaban fraguándose en Europa Central después de la guerra. Se afilió al Partido Comunista de Austria, y más tarde al alemán, y trabajó con todas sus energías para la Asociación Alemana para la Política Sexual Proletaria (Sexpol), confiando en poder utilizar el psicoanálisis como un medio para modificar la sociedad en vez de como una terapia para salvar a individuos neuróticos uno por uno. En la Berggasse 19, este tipo de «fanatismo político», como lo describió Ernest Jones, el biógrafo de Freud, se veía como algo contaminado de la herejía de que la vida mental era un constructo de la sociedad y no el resultado inevitable de una sexualidad infantil cargada de conflictos. Freud defendería más tarde en El malestar en la cultura (1930) que lo mejor a lo que podemos aspirar es a administrar la tensión creada por la energía libidinal: la enfermedad neurótica no iba a curarse «haciendo realidad libremente» los deseos sexuales, el evangelio que Reich seguiría predicando durante el resto de su vida en lo que Christopher Turner describe como un esfuerzo por «reconciliar el psicoanálisis y el marxismo».

Hay pocas cosas en la vida que demuestren el problema cuerpo-mente de un modo tan interesante como la sexualidad y Freud especuló en cierta ocasión sobre si la libido podría ser «de naturaleza eléctrica o estar hecha de alguna sustancia química», una variante de la teoría de los humores que había venido considerándose desde Hipócrates. Que no llevara estas ideas más allá fue, quizás, un gesto de sabiduría: su modelo de la mentalidad humana se había reificado para satisfacción suya y de sus colegas y era poco lo que podía ganarse atrayendo el análisis riguroso de los fisiólogos y los neurólogos con sus tediosas exigencias de medición y verificación. Reich era más temerario que su maestro, amén de menos sutil, y se sintió sin duda tentado por la posibilidad de llevar a cabo descubrimientos que pudieran eclipsar los del propio Freud y que situaran al psicoanálisis en igualdad de condiciones respecto a otras especialidades médicas que estaban consolidándose año tras año.

Pero, al igual que muchos visionarios, Reich no podía ver siempre el mundo como lo hacen otros. Turner establece un sutil paralelismo entre la falsa ilusión de una «máquina capaz de influir» –una creencia en una fuerza externa, manipuladora, evocada a menudo en la enfermedad mental– y la propia reificación, planteada por Reich, de una energía sexual abstracta, y se pregunta si el propio Reich había «cruzado la línea entre el genio y la esquizofrenia que él mismo había definido». Reich también se vio inducido a engaño por una pronunciada déformation professionnelle, de la que, como suele ser el caso, él parecía no tener conciencia alguna. Había aprendido a confiar en la perspicacia personal como una técnica de investigación y a juzgar el valor de las conclusiones en función de hasta qué punto encajaban bien con una hipótesis ya aprobada. Como observó Ernest Gellner, «la licencia cognitiva corrompe […]. Es posible que quien crea poseerla acabe con poca capacidad para distinguir entre tener una idea, tener una idea con algún significado preciso, y saber que es verdad».

Reich pensaba a buen seguro que la tenía: «Siento la mayoría de las cosas antes de comprenderlas realmente. Y las “intuiciones” más importantes suelen acabar siendo correctas». Esta confianza por parte de Reich parece haber borrado la línea que distinguen la mayoría de las personas entre lo ficticio y lo fáctico: entre, por ejemplo, un recuerdo recuperado y los resultados de un análisis de sangre. Para empeorar las cosas, Turner señala que Reich carecía de preparación como fisiólogo y no estaba dispuesto a escuchar los consejos de aquellas personas que sí la tenían. Al conectar a sujetos (tanto figurada como literalmente) con voltímetros, confiaba en leer el lenguaje de la pasión como si se tratara de la electrodinámica. «El concepto que Freud tenía de la libido –declaró– ya ha dejado de ser simplemente un símil». Sesiones maratonianas al microscopio estudiando un puré de verduras preparado por él mismo lo convencieron de estar observando los quanta (¿o eran los qualia?) de la energía orgástica. Los llamó biones: otros los conocen como bacterias vulgares y corrientes.

Bautizó a esta sustancia de la vida (había sido un lector devoto de Bergson) como «orgón» y pensaba que, por imperceptible y, por tanto, inmensurable que fuera, cuanto más se experimentara con él en orgasmos superiores, mayor sería el acercamiento al estatus de «hombre genital», libre de neurosis y reforzado, no atribulado, por la sexualidad. Debido a la «plaga» de la represión sexual, sin embargo, construimos una defensa somática (la «armadura del cuerpo») que hace descender nuestra receptividad al orgón. Reich diseñó una «terapia vegetativa» para ocuparse de estas defensas: ejercicios de respiración, insultos verbales y, a veces, un masaje doloroso. Algunas personas afirmaron que les había servido de ayuda.

Es fácil reírse de la ciencia tipo La guerra de las galaxias que produjo Reich, del mismo modo que hubo un tiempo en que la gente se entretenía con los internos de los manicomios. Pero Turner tiene una historia seria que contar, en parte de la vida de su biografiado, pero, más importante aún, del impacto que él tuvo en su época. Sobre esta base, las dudas sobre la cordura de Reich, y durante su vida fueron muchas las voces que se expresaron en este sentido, son algo irrelevantes. Con sólo una rara incursión en un empleo sarcástico de las comillas, Turner nos ofrece un relato impasible y desprovisto de juicios de la carrera de Reich, que no cejó en su intento de inventar «artilugios cada vez más intrincados para combatir las incesantes fuerzas desatadas por su propia mente».

Las ideas de Freud y Reich no sólo medicalizaron, sino que desmoralizaron la sexualidad humana

Demasiado comunista para sus compañeros médicos, demasiado freudiano para los marxistas, Reich fue expulsado posteriormente de ambos partidos comunistas, y se vio obligado a actuar a la defensiva en el Congreso de la Asociación Psicoanalítica Internacional celebrado en Lucerna en 1934, con Anna Freud encabezando las acusaciones contra él. (Las disputas doctrinales, tal y como se producían con frecuencia en ese invernadero de egos carismáticos, habían pasado a ser personales: Anna Freud estaba tratando a Annie, la mujer de Reich, del que se había separado, y la animaba a considerar a éste una persona mentalmente desequilibrada.) A finales de los años treinta, él «era un exiliado de todos los tipos posibles», escribe Turner; con las puertas cerradas en Noruega, Dinamarca y Suecia, y con un pasaporte alemán con un sello que no servía de ninguna ayuda: «Judío»; rechazado por dos partidos comunistas y por su asociación profesional, divorciado y separado de su familia. El único refugio que le quedaba era Estados Unidos, donde acabaría viviendo en el improbable refugio de los frondosos bosques de Maine.

Allí desarrolló el artilugio que le reportaría una fama imperecedera, aunque no buscada, y su posterior caída en desgracia. El Acumulador de Orgón –o Caja de Orgón– era una variante de la jaula de Faraday, una cabina lo suficientemente grande para poder sentarse en su interior, hecha de contrachapado y metal, que retenían y concentraban, según decía, el orgón reforzador de la vida. Cientos de estos artilugios dispensadores de placer acabaron en pequeños apartamentos en Greenwich Village y en patios traseros por todo el país. Por difícil que resulte creerlo, Reich logró convencer a un escéptico Einstein para unirse a él y realizar experimentos para medir las diferencias de temperatura alrededor y en el interior de una caja de orgón que podrían ser indicadoras de que algo estaba acumulándose en su interior. Los experimentos no encontraron nada: así es como se perdieron varios días para la búsqueda de una teoría del campo unificado.

El argumento de Turner es que «por medio de la historia de la caja de Reich es posible desvelar la historia de cómo el sexo pasó a ser político en el siglo XX, y cómo por el camino se encontró con Hitler, Stalin y McCarthy». Dejando a un lado su extraño hermanamiento de villanos de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría, Turner tiene dificultades para convencernos de la existencia de un vínculo de este tipo entre sexo y política, aunque en el intento escudriña una amplia zona de la historia moderna. La política de Occidente acabó resultando ser a la postre contrarrevolucionaria incluso a medio plazo, empezando con la supresión de la democracia de partidos por parte de Stalin y acabando con el derrumbamiento del propio Estado soviético: la transformación de la sociedad en el Tercer Mundo y de la tecnología en el Primero no fueron realmente políticas ni tienen tampoco contraída ninguna deuda con Reich o sus seguidores.

Lo que en otro tiempo había sido innombrable alimentó parte de la industria editorial y la vida cotidiana se vio invadida por las imágenes y los sonidos de la estimulación erótica

Cualesquiera que fueran sus limitados objetivos terapéuticos, sin embargo, las ideas de Freud y Reich (y sus seguidores) no sólo medicalizaron, sino que desmoralizaron la sexualidad humana. Aquí se produjo ciertamente una revolución, y Turner pisa un terreno más seguro cuando defiende que Reich, «quizá más que ningún otro filósofo sexual, [otorgó] al entusiasmo erótico de los años sesenta una justificación intelectual, y puso las bases teóricas para esa época». Aumentara o no la actividad sexual, lo cierto es que la gente hablaba más de ella: lo que en otro tiempo había sido innombrable alimentó parte de la industria editorial y la vida cotidiana se vio invadida por las imágenes y los sonidos, siquiera insinuados, de la estimulación erótica previa al acto sexual y de la tristesse postcoital, así como de lo que sucedía entre medias. «Sexy» asumió el trabajo de una docena de adjetivos y la música popular no se lamentaba de ningún otro tema («I can’t get no satisfaction»)En referencia a la canción de los Rolling Stones, publicada en 1965. (N. del t.). Si un Betjeman hubiera nacido una generación más tarde, el pesar de su vida no habría sido no haber tenido «suficiente sexo»; para un Larkin, podría no haber sido demasiado tarde. Como es bien sabido, dejar libros abandonados por la casa es algo que puede poner en una situación de riesgo a la mujer o a los criados de cualquieraReferencia al famoso juicio que se celebró en 1960 cuando la editorial Penguin fue demandada por infringir la Obscene Publications Act (aprobada el año anterior) al publicar la versión íntegra de El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence. El fiscal, Mervyn Griffith-Jones, preguntó si se trataba del tipo de libro que «uno desearía que leyesen tu mujer o tus criados». Esta frase sigue utilizándose actualmente en inglés en tono jocoso. (N. del t.) .

La pregunta que plantea aquí Turner es la que todos haríamos: «¿Por qué una generación de personas intentó liberarse de sus represiones sexuales metiéndose en una caja?». La respuesta, como él indica, es que la ciencia ficción de Reich llevaba consigo un mensaje redentor de una fuerza y una capacidad de persuasión considerables, que se sustentaba tanto en Rousseau como en Freud y que resonaba en un mundo en el que la represión y la opresión se habían convertido en palabras intercambiables. El hombre «genital» podría ser capaz por fin de escupir la manzana de su boca, y con ello el conocimiento del bien y del mal que le había parecido tan amargo e indigerible: Reich ofrecía no simplemente una cura, sino una epifanía. Quedó ya únicamente en manos de la «filosofía Playboy» de Hugh Fefner ofrecernos un hedonismo con rostro de conejito; intercambiar la vida de la mente por el espasmo generador de vida.

Para Germaine Greer, la liberación por medio del sexo, por «enloquecida» que parezca ahora, pareció en un tiempo como si al menos fuera algo que «mereciera la pena probar». Saul Bellow utilizó una caja de orgón como cubículo para leer. Cabría haber esperado un cierto escepticismo por parte de Norman Mailer, quien, al fin y al cabo, estudió ingeniería en Harvard, pero se hizo con varios acumuladores de orgón e inspiró la búsqueda por cientos de dormitorios neoyorquinos del «orgasmo apocalíptico». Mailer confesó a Turner que la variedad trascendente, supernova, le había esquivado siempre, pero, a renglón seguido, para no dar una impresión errónea, añadió que, en cualquier caso, «los intelectuales nunca tenían buenos orgasmos». Como observó en cierta ocasión Alfred Kazin, «la nueva revelación de Mailer era que todo era en realidad cuestión de desempeñar el papel acertado». Turner retrata a muchos de los amigos de Mailer en Greenwich Village como hombres derrotados de la Izquierda, que habían desesperado de encontrar la liberación por medio de la política y que la buscaban, en cambio, a través del sexo: «Las fiestas y orgías con todos desnudos en las dunas que presidía [Dwight] MacDonald en su retiro de Cape Cod […] eran, tal y como él las veía, una forma de política». Fritz Perls, uno de los primeros pacientes de Reich y él mismo un destacado psicoanalista, acabó siendo el cofundador y gurú residente en Esalen, en Big Sur, con una barba exuberante y ataviado con ropas apropiadas, inculcando a los acólitos lo que Mailer, citando a Reich, había llamado «los imperativos rebeldes del yo». En la lista de quienes buscaron los beneficios de meterse en el armarito se encontraban también Jack Kerouac, Allen Ginsberg y William S. Burroughs,  que tuvieron una fe ciega en él como una especie de Viagra avant la lettre. La revolución sexual fue un proyecto contracultural que demostró ser no sólo más personal, sino más duradero que el político, en el que se invirtieron tantísimas preocupaciones y dinero. Reich fue sobriamente criticado en la muy respetada Journal of the American Medical Association y previsiblemente ensalzado en The Nation. Todos lograron aprender que la autorrepresión era la nueva forma de autoabuso.

La revolución sexual fue un proyecto contracultural que demostró ser no sólo más personal, sino más duradero que el político

La credulidad humana es elástica, pero no infinita. La némesis de Reich fue Mildred Edith Brady, la hermosa modelo de fotografía convertida en periodista cuyos artículos en las revistas llamaron la atención de la Food and Drug Administration de Estados Unidos. A la FDA le preocupaba más el fraude que la moral y encargó informes a científicos independientes, con los resultados previsibles. Las órdenes judiciales estaban servidas y los acumuladores acabaron descuartizados. Procesado por no destruir sus cajas ilegales, Reich se encargó de su propia y grotesca defensa, lo que se tradujo en una sentencia de cárcel por parte de un juez probablemente reacio a dictarla. Murió en su celda de un ataque al corazón menos de un año después, mientras seguía planeando nuevas investigaciones.

La revolución sexual tuvo, también, su 18 Brumario. Bellow lo llamó «un desastre de los treinta años». Turner no es de los que tiran piedras, pero no ha dejado piedra por remover en busca de nuevas revelaciones. Había mucho material para que Woody Allen (un usuario entusiasta del psicoanálisis) diera rienda suelta a sus burlas (fue él quien acuñó el «orgasmatrón» del subtítulo de Turner), buenas dosis de narcisismo de mal gusto e incluso, como sospechaban desde hacía mucho tiempo las personas que no estaban en la onda, una cierta disipación experimental. Y también hubo personas a las que se hizo verdaderamente daño: Turner habla del abuso sexual de niños, ya fuera como una agresión criminal, ya por una burda e ingenua indiferencia hacia el derecho de los niños a la privacidad y el respeto, o por la simple tontería de aquellas personas que se creen cualquier cosa que lean en un libro. Freud habría agitado probablemente su cabeza al ver señales indicadoras de sex shops en el aeropuerto de Fráncfort, e incluso Reich, tan inflexible sobre los males de la represión, enseñó que los orgasmos al alcance del «hombre genital» son superiores porque están asociados con la ternura y la unión natural y sincera con tu compañera. Aún pueden comprarse acumuladores de orgón en Internet, pero en el momento de escribir estas líneas no puede conseguirse ninguno en eBay. Más vale quizá que sea así. Investigadores de la Universidad Bar-llan, en Israel, concluyeron en 2008 que existía «escasa justificación empírica para mantener el concepto psicoanalítico de represión».

No es algo que suceda a menudo, pero a veces uno desea que los escritores y los editores estuvieran hoy tan dispuestos a arriesgarse a producir una obra en varios volúmenes como lo estuvieron en el siglo XIX. Turner nos ha regalado un libro reflexivo y bien investigado, escrito con la seca y afable seriedad que se ha convertido en el estilo distintivo de The New Yorker: ningún lector dejará de disfrutar y de beneficiarse con su lectura. Sin embargo, el tema es muy amplio y una colección de ensayos interrelacionados sacrifica parte de la armazón narrativa de la que se benefician las historias con una organización tradicional. Esta reflexión se ofrece en un tono vacilante por miedo a que pueda sonar desdeñosa, algo que está muy lejos de aquello que quiere decirse, o que se merece, este libro entretenido y esclarecedor.

James M. Murphy es un oficial de inteligencia jubilado que escribe habitualmente artículos sobre asuntos internacionales.

          Traducción de Luis Gago
    © The Times Literary Supplement / NI Syndication
     www.the-tls.co.uk

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