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Cuatro estudios sobre el tiempo

EL RESPIRAR DE LOS DÍAS: UNA REFLEXIÓN FILOSÓFICA SOBRE EL TIEMPO Y LA VIDA

Josep Maria Esquirol

Paidós, Barcelona

172 pp. 20 €

EL FUTURO Y SUS ENEMIGOS. UNA DEFENSA DE LA ESPERANZA POLÍTICA

Daniel Innerarity

Paidós, Barcelona

222 pp. 25 €

MINIMA TEMPORALIA: TIEMPO, ESPACIO, EXPERIENCIA

Giacomo Marramao

Gedisa, Barcelona

Trad. de Helena Aguilà

126 pp. 11,90 €

LA FILOSOFÍA DEL PRESENTE

George Herbert Mead

Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid

Trad. de Ignacio Sánchez de la Yncera

382 pp. 25,70 €

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La reflexión sobre el tiempo es patrimonio de todas las culturas humanas; ninguna puede eludirla o agotarla. Siendo esto cierto, no lo es menos que desde los inicios balbucientes de la modernidad (san Agustín), y al hilo de sus sucesivas crisis, esa reflexión ha ido haciéndose cada vez más urgente, dramática y abierta a la controversia. La modernidad parece literalmente obsesionada por el tiempo y la temporalidad. Ese derrotero obsesivo llega hasta la actualidad. Los inicios del siglo XX fueron prolíficos en inusitados juegos e imágenes del tiempo en los que intervinieron artistas, escritores, filósofos y científicos; el tiempo se reinventaba a un rktmo vertiginoso en libros, aulas, laboratorios, salas de música o tertulias literarias. Parece que en estos albores del XXI se insiste en lo mismo y que el problema del tiempo sigue obsesionándonos.

Los libros de que se ocupa esta reseña lo testimonian. Uno de ellos, el de Mead, es la traducción, por fin disponible, de un autor clásico de la ciencia social que produjo su obra en el primer tercio del siglo XX. Los otros tres son obras de autores actuales: Giacomo Marramao, Daniel Innerarity y Josep Maria Esquirol. Sus propuestas no son acordes, pero coinciden en convertir el interrogante sobre el tiempo en plataforma para cuestionar lo fundamental: en el caso de Mead, el sentido de la realidad de la que formamos parte; en el de Marramao, la identidad histórica de la modernidad; en el de Innerarity, nuestra libertad política y la de las generaciones futuras; en el de Esquirol, la ética del día a día y la posibilidad de alcanzar una vida digna de vivirse. En todos los casos, se presupone que iluminar el enigma del tiempo es tanto como iluminarnos a nosotros y a nuestra época.
 

La filosofía del presente de George Herbert Mead se publicó por primera vez en 1932, un año después de la muerte de su autor. Ahora se traduce al español, gracias al trabajo ímprobo de Ignacio Sánchez de la Yncera, que además firma una extensísima y apasionada introducción que recorre el conjunto de la obra de Mead y atiende a los comentarios e interpretaciones de sus mejores lectores. En lo fundamental, el libro recoge los textos que Mead preparara para un ciclo de conferencias impartido en Berkeley en diciembre de 1930; su súbita muerte a los pocos meses le impidió revisarlos de cara a la publicación, como era su intención. La escritura está poco cuidada; es más bien críptica, seca, densa, a veces reiterativa, hija de un esfuerzo mantenido en pos de un objeto elusivo al que se vuelve una y otra vez. Muestra a un Mead en el proceso de pensar y exige un lector atento, paciente e imaginativo. ¿De qué trata? De aquello que la ambigüedad de su título adelanta. Por lo tanto, no sólo de lo que Mead consideraba como la tarea actual o presente de la filosofía, en el sentido de los temas, orientaciones y presupuestos que debería considerar y la pondrían a la altura del presente, sino también de lo que la filosofía (y, en su caso, la nueva ciencia social que estaba fundamentando) podría proponer sobre el correoso problema del presente y del tiempo en general. A veces esas dos caras temáticas se despliegan aparte y como en paralelo; otras, confluyen; en cualquier caso, se iluminan mutuamente.

Mead se sitúa reflexivamente en la coyuntura en la que piensa y escribe: los años treinta del pasado siglo en Estados Unidos. La filosofía entonces capaz de estar al orden del día era, de necesidad, una filosofía que asumiera la tradición estadounidense del pragmatismo y que estuviera a la altura del saber científico del momento, especialmente de la biología evolucionista y de la física relativista. Son éstos los mimbres con los que Mead construye sus propuestas. El mundo del que intenta dar cuenta es un mundo en devenir, que se resuelve en acontecimientos y procesos, y resulta de la intersección de la multitud de seres en él activos. Es, además, susceptible de una descripción unitaria que rescate las sólidas correspondencias entre el perspectivismo de la teoría de la relatividad, la idea darwinista de la evolución creadora y el modelo de lo que llama socialidad, concepto que, siguiendo el ejemplo del proceso de la construcción social de la persona (sí mismo o self), invita a concebir los objetos del mundo, no en sí mismos y aislados, sino en sus relaciones con los que coexisten o interactúan en su entorno.

En este marco se inscriben sus propuestas sobre el tiempo. Suponen un ser humano que observa el mundo porque en él actúa, y al que le va la vida en la plausibilidad de sus observaciones. Para un ser así, activo y atento a lo que ocurre, el mundo es un conjunto de objetos llenos de promesas o peligros en el que emergen novedades insospechadas, que abren o cierran posibilidades, y que, además, es compartido con otros seres que también observan y actúan. Es en este marco donde surge la experiencia primordial y primigenia del tiempo, la del presente. De él dice Mead que es la sede de la realidad y la experiencia: el mundo es real porque es presente y es presente porque es real; el presente es presencia de lo real. Pero no es un presente puntual o instantáneo, sino especioso al modo de James y Whitehead o, más precisamente, un presente funcional o activo que dura lo que la acción en la que se está y a la que se atiende. En este sentido, ya incorpora los horizontes de pasado y futuro. Pero los incorpora sin agotarlos, parcialmente, recortados por las solicitudes de la acción inmediata. Más allá del espacio funcional de la acción presente en que se está y de sus cortos horizontes de pasado y futuro, se despliegan los infinitos horizontes del futuro y del pasado propiamente dichos. No son objeto de experiencia; en ellos no se está; se trata, en realidad, de construcciones de la mente que permiten contar con un entorno mental que reduce la infinita complejidad del entorno material, su devenir y contingencia.

En su teoría del tiempo, Mead atiende especialmente a dar cuenta de cómo se construye el pasado. Sus propuestas recogen y rebasan las de san Agustín. El pasado es siempre pasado de un presente, un horizonte mental al que accedemos por la memoria presente. En un cierto sentido, ese pasado es irrevocable, pues no puedo volver sobre lo ocurrido para abolirlo o rehacerlo. Pero es justamente esa vinculación al presente de la acción la que lo aboca a continuas reconstrucciones, convirtiéndolo en revocable. En efecto, cada presente, en cuanto que emergencia de algo nuevo, cuestiona y deslegitima el pasado con el que hasta entonces se contaba. Y lo hace porque ha de dar razón de la novedad con la que no se contaba y para la que no preparaba el pasado de que se disponía. Demanda así una redescripción que logre hacerlo inteligible, una especificación que muestre y aclare las condiciones que hicieron posible que surgiera justamente la inesperada novedad que lo singulariza. Todo presente emergente demanda así su propio pasado significativo, desestabilizando y arruinando el pasado hasta entonces asentado. El pasado queda condenado a una redescripción eterna, sin que sea posible alcanzar el ideal agustiniano de una estable «caverna» de la memoria o el más moderno de una historiografía definitiva que fijara lo ocurrido tal como fue en el momento de ocurrir.

Las propuestas de Mead son de este tenor: generales, orientadas hacia una teoría pragmática del tiempo que habría de integrarse en la microsociología a cuya fundamentación se había dedicado. Es evidente que cada elemento de la tríada que forman pasado, presente y futuro, así como su articulación, los consideraba susceptibles de significativas variaciones socio-histórico-culturales. Cada sociedad, en razón de las novedades que configuran su presente compartido, genera una idea propia del tiempo en la que se redescriben sus horizontes de pasado y futuro. Pero, fijada la hipótesis general, no pasa Mead a analizar casos concretos, ni desde luego esboza una historia social o una sociología histórica del tiempo.

Lo que falta en Mead es justamente lo que abunda en los otros tres trabajos de los que voy a dar cuenta. Es rasgo común su atención a un análisis crítico del presente entendido como tiempo epocal, producto de transformaciones mentales, culturales o sociales de hondo calado que han ido convirtiéndolo en insatisfactorio o incluso angustioso. La patología del mundo en que vivimos es una patología temporal, según este diagnóstico común. Más allá de este acuerdo, como podrá comprobarse, las propuestas de Marramao, Innerarity y Esquirol difieren.

El problema del tiempo en sus múltiples caras modernas (el presente puntual y/o eternizado, la historización y futurización de la realidad, la irreversible crisis del progreso, la aceleración, la prisa, etc.) ha sido central en la obra de Marramao desde la publicación de su monumental Poder y secularización, hasta títulos más recientes publicados en los últimos añosPoder y secularización, trad. de Juan Ramón Capella, Barcelona, Península, 1989; Kairós: apología del tiempo oportuno, trad. de Helena Aguilà, Barcelona, Gedisa, 2008; La passione del presente, Turín, Bollati Boringhieri, 2008.. Minima temporalia se sitúa a medio camino en ese largo recorrido, lo que le permite cumplir la labor de ser resumen consolidado de sus primeros trabajos y anuncio de los posteriores. El recorrido que realiza a lo largo del libro puede parecer desmesurado, pero se resuelve de forma tan pulida y económica que resulta brillantísimo. En un centenar escaso de páginas Marramao reconstruye un trayecto histórico rico en discusiones filosóficas sobre el tiempo y la realidad, cuyo objetivo de dar cuenta de la genealogía de la actualidad y sus aporías se alcanza sin que tanta referencia maree o caiga en lo esquemático o trivial.

Marramao está interesado en abordar y ayudar a resolver la deriva patológica en la que ha desembocado la obsesión moderna por el tiempo. Contrastándola con la equilibrada aproximación al Cosmos de los antiguos, muestra cómo los modernos han separado, como si fueran ámbitos inconciliables, el espacio y el tiempo, asignando una prioridad a un tiempo que, paso a paso, ha ido identificándose con un futuro abstracto, imparable e irreversible, que carcome y acaba disolviendo toda experiencia temporal al convertir el presente en puro altar sacrificial, y el pasado, en museo o patrimonio cuya muerta trivialidad es bueno visitar los domingos con los niños. El punto de partida se halla en san Agustín, como todos los pensadores posteriores han reconocido. Su argumento inaugural en Las confesiones es conocido hasta la saciedad y parece un puro juego sin consecuencias, más bien trivial. Dice que el tiempo es algo que sabemos sin dificultad porque lo sentimos, se nos entraña, da forma a nuestra vida, lo hallamos en todo, etc., pero que no lo podemos traducir a palabras, pues cuando lo intentamos no lo asimos, se hace inefable o susceptible sólo de traducciones o alusiones insatisfactorias. Marramao traduce esta dificultad en la contraposición entre un tiempo interior (entrañado, sentido, verdadero «hontanar» del que brota lo auténticamente humano) y un tiempo externo, representado por medio de imágenes espaciales que lo deforman y desconocen. La contraposición es radical: tiempo sentido frente a tiempo representado; tiempo interior frente a tiempo exterior; tiempo-tiempo frente a tiempo-espacio; tiempo verdadero frente a pseudotiempo; tiempo del alma frente a tiempo del mundo, etcétera, etcétera. Esa terca dualidad-separación dará vueltas y revueltas históricas, será objeto de múltiples lecturas filosóficas y conformará la tradición de los modernos. Marramao atiende a alguno de esos hitos para acabar desembocando en dar cuenta y razón de su apoteosis y ruina final. La apoteosis la protagonizan los ilustrados y sus herederos decimonónicos, cuando se dan al doble movimiento de temporalizar y futurizar la realidad. El futuro entonces victorioso es un futuro desatado al que pasado y presente se sacrifican en aras de la promesa de un mundo de perfección situado al fondo de un horizonte siempre a punto de alcanzarse. Al cabo, la apoteosis del tiempo futurizado acaba deslizándose hacia la ruina final en forma de un futuro abstracto, del puro cambio por el cambio, sin sentido y amenazador.

Parece que nos encontramos al cabo de esa crisis profunda en la que todo acabó convirtiéndose en tiempo, y éste, en futuro desbocado y sin sentido. ¿Hemos de hacer como si fuera un extravío coyuntural que las cosas acabarán poniendo en su lugar? ¿Hemos de recrearnos o dolernos en el naufragio que parecemos sufrir? Marramao desecha estas salidas. No quiere superar o sintetizar o tranquilizar, sino encontrar lo que llama una salida lateral que consiste en un reencuentro con la más sosegada tradición de que venimos, aquella en la que la línea y el círculo, el espacio y el tiempo, el instante y la duración, etc., no se contraponían, sino que conversaban y definían aspectos de una experiencia variada. La solución parece más bien artificial o verbosa –poco creíble, desde luego. Lo que en Minima temporalia no se resuelve parece encontrar mejor solución en los trabajos posteriores anteriormente indicados, en los que se propone resolver las aporías contemporáneas del tiempo reconstruyendo su concepto de forma que se atienda a la común etimología del griego kairós y el latino tempus. En tal caso, el tiempo sería aquello que pone junto, atempera y acuerda lo que es heterogéneo y se tensa sin que haya de romperse nunca. Pero no es momento para entrar en estas soluciones que se sitúan más allá del libro reseñado.
 

El futuro y sus enemigos es un libro sobre la política del tiempo. Su autor, Daniel Innerarity, es un brillante polemista que, lejos de desviarse hacia la erudición filosófica y la genealogía intelectual del tiempo de la modernidad, va directo hacia el diagnóstico de sus patologías actuales. A su entender, sólo si contamos con una teoría social del tiempo podemos afrontar, en condiciones adecuadas, el estudio y eventual solución de los problemas de fondo que afectan a nuestras sociedades. Su centro de atención ha de ser la construcción social del futuro. En su versión política, eso significa que la reflexión sobre las relaciones de poder en el mundo actual ha de realizarse en forma de una cronopolítica que cuente y desvele lo que se han dado en llamar las guerras del tiempo; especialmente, la guerra de y por la ideación del futuro colectivo en la que nos encontramos.

Innerarity va más allá del tópico de la crisis del futuro que resultaría del derrumbe de los grandes relatos y, específicamente, del manido cuento del Progreso. La suya es una aproximación al tema muy al tanto de los resultados de la sociología contemporánea más interesada en el análisis de los problemas del tiempo (aceleración, urgencia, cronificación expansiva, etc.), el riesgo (no sólo medioambiental) y el síndrome complejidad-contingencia-incertidumbre. De este modo, cuando habla de los problemas del futuro, no está refiriéndose a alguna sutileza filosófica, sino a un dato de la vida cotidiana de la que los actores sociales son conscientes, les hayan llegado o no noticias sobre Hegel, Heidegger o Lyotard. En el caso de la política, las dificultades que bloquean la conformación de un futuro compartido que esté a la altura de los problemas socioevolutivos que enfrentamos tienen una expresión y unas causas fáciles de detectar, aunque difíciles de atajar o paliar. Resultan de la aceleración masiva del cambio social y la vida cotidiana; de la primacía de la urgencia como criterio decisorio; del acortamiento del tiempo político de resultas del trepidante sucederse de las consultas electorales (locales, regionales, generales, europeas) y la primacía de la política a golpe de encuesta; del poder omnímodo de los grupos de presión y su «cortoplacismo» consustancial; de la conversión de la política en una variante del consumismo de moda y a corto plazo o en espectáculo que entretiene hoy y se olvida mañana; del mismo envejecimiento de la población y su desinterés por lo que pueda ocurrir a largo plazo. Todos estos factores reducen la política al círculo cerrado del presente inmediato o, todo lo más, la llevan a considerar horizontes de futuro muy cortos para los que un año acaba resultando una eternidad. En manos de tal dinámica, los problemas estratégicos (crecimiento económico, lucha contra la pobreza, crisis ecológica, desarrollo de nuevas tecnologías de impacto evolutivo, etc.) quedan aparcados a la espera de convertirse en urgentes y, por lo tanto, irresolubles. Hay que considerar, además, que a la incapacidad estructural de las instituciones políticas para abordar el futuro se suma su falta de sincronización y, sobre todo, su lentitud relativa en comparación con otros subsistemas sociales más rápidos y protagonistas. Abocada a resolver, o al menos paliar, los problemas sociales que, por ejemplo, la economía (sus crisis súbitas y catastróficas, la proliferación de efectos perversos en el día a día) crea, la política llega siempre tarde y carece de procedimientos ágiles que le permitirían triunfar ante tales retos. Lenta a la hora de informarse, evaluar y decidir, y encerrada en un futuro que termina pasado mañana, la política languidece en nuestras sociedades democráticas y, desde luego, parece estar por debajo de los requerimientos funcionales que recaen sobre ella.

No significa esto que estemos condenados a malvivir en la tierra del mal o arrastrados a esperar con fatalismo un colapso final. Innerarity es un pensador de lo social en el fondo optimista; a veces, hasta entusiasta. Aunque asegura que estamos en tiempos de una política postheroica que debe atender a lo pequeño, al paso a paso, a la reforma, a los progresos menudos y no a las grandes epopeyas y fundaciones de época, lo que plantea como alternativa es realmente de grandes vuelos. En los capítulos centrales de El futuro y sus enemigos desarrolla unas ricas reflexiones sobre los tres problemas claves de una política del siglo XXI volcada en la construcción de un futuro de libertad y bienestar colectivos; son el problema de la incertidumbre, el de la adopción de decisiones en sistemas de alta complejidad y el de la responsabilidad. Son obvios y suscitan las grandes preguntas: ¿qué podemos hacer con la incertidumbre constitutiva del mundo en que vivimos, atrapados, como estamos, en la paradoja de que, cuanto más sabemos, más incierto es todo? ¿Cómo podemos tomar decisiones en el campo de la política si somos conscientes de que las consecuencias de lo que queremos son contrarias a nuestras intenciones y tropezamos siempre con la piedra de los efectos perversos? ¿Cómo podemos responsabilizarnos de lo que no resulta de nuestras intenciones, y cómo eludir la conversión de la política en la dramaturgia del chivo expiatorio por la que hacer pasar al político de turno? Quien haya pensado en los problemas cruciales de nuestro tiempo estará de acuerdo en que son éstos, o al menos también éstos. La evaluación de la situación y las reflexiones de Innerarity al abordarlos son de enorme interés. En cualquier caso, los cambios por los que aboga son de tan hondo calado que uno no entiende cómo pueden acometerse si es cierto eso de que nos hallamos en una época de política postheroica en la que sólo pueden emprenderse humildes tareas siempre a punto de fracasar y recomenzar. La que fija Innerarity es más bien la tarea de un héroe, de un pedagogo reflexivo que nos enseñe a pensar, ser prudentes, construir nuevos horizontes de futuro, purgar el complejo tecnocientífico de sus desmesuras, construir un espacio público de discusión sosegada e informada, etc.

Más pegado a la humilde tierra está el último libro sobre el que quiero llamar la atención. Trata también del tiempo y del presente, pero desde una óptica extraña a la gran historia de Marramao o a la gran política de Innerarity. Lo que le interesa a Josep Maria Esquirol en El respirar de los días es poner en marcha una aproximación ética al problema del tiempo, entendiendo tal cosa más bien en el sentido clásico-antiguo: dado que el tiempo nos enfrenta siempre al problema de la vida, y que ésta es tiempo y nada más que tiempo, ¿cómo podemos alcanzar una vida digna de vivir si somos criaturas enfrentadas a sus diabólicas aporías? Esquirol presenta un cuadro de las dificultades que nos crean los rasgos dominantes del tiempo de nuestra vida cotidiana. La prisa, la urgencia, la aceleración constante, el emplazamiento de todo, el agobio generalizado, el «apretujamiento» del presente son ejemplos a la mano. ¿Hay paliativos? ¿Son el todo del tiempo ante lo que no hay refugio? A su entender, el tiempo no es de una pieza, sino complejo, contradictorio. También lo son sus efectos: a la par que nos inquieta y desasosiega, en él podemos encontrar la paz y el bienestar que nunca dejaremos de buscar. Los análisis del tiempo poliédrico en los que se introduce van recorriendo esos meandros de la temporalidad que permiten alcanzar una vida equilibrada. El énfasis se desplaza hacia el ritmo de la vida cotidiana o al entrecruzamiento de los ritmos cósmicos con los biológicos, los sociales y los individuales. Huyendo del presente apresurado y su neurótica administración del tiempo, llama la atención sobre el puro pasar del tiempo o su donación graciosa a los demás, o sobre el modo en que incorporamos activamente el futuro y reducimos la incertidumbre por medio de la promesa y el compromiso, o de cómo pacificamos el pasado irremediable por medio del perdón y la reconciliación, o de cómo desarmamos, en definitiva, lo trágico del tiempo por medio de la espera y la esperanza. No hay aspavientos ni palabras mayores en un libro en el que se lucha contra la acometida desbocada del tiempo enfatizando la otra cara: la repetición, la ralentización, lo estático, lo acogedor. Comparado con los otros libros reseñados, parece un escrito menor y casero, pero esa impresión no debería llevarnos al error de convertirla en juicio definitivo. En realidad, se trata de un trabajo que opta conscientemente por un lenguaje y una argumentación sin jerga ni erudición de filósofo académico, muy próxima a la del sentido común (del que tantos tópicos utiliza como ejemplo en sus reflexiones). Por detrás de esta pantalla de sencillez hay una apuesta relevante a favor de la ampliación del problema del tiempo más allá del juego de lo temporal inmediato o descarnado, es decir, más allá del juego de los conceptos usuales y manidos que parecen agotarlo: la sucesión, la duración, los relojes, los calendarios, la aceleración, el pasado, el futuro, etc. Lo que, siguiendo a otros pensadores del tiempo de los últimos cien años, nos propone Esquirol es encaminarnos hacia el análisis de las figuras complejas del tiempo ligadas a nuestras actitudes y comportamientos cotidianos, como el perdón, la espera, la paciencia, la promesa, el testimonio, etc. Lo hace, además, para ir más allá de la alarma a que parece condenarnos, desde los tiempos de san Agustín, el estudio del tiempo. Lejos de la criatura que gime y se retuerce para alcanzar comprender tan alto enigma, los análisis de Esquirol consideran a un ser humano que vuelve a casa al atardecer y hace recuento de lo hecho y, a  la postre, duerme tranquilo.

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