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El final de la aventura

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Parecerá extravagante, seguramente peregrino, pero si a alguien me recuerda Donald J. Trump es a Erich Weiss, antes Weisz, que acabaría por hacerse mundialmente famoso como Harry Houdini. Ambos personajes sorprenden con su habilidad insuperada para meterse voluntariamente en situaciones imposibles.

En su número más repetido Houdini se libraba de una camisa de fuerza y unos grilletes, suspendido cabeza abajo de una grúa o de lo alto de un rascacielos ante los curiosos que le animaban desde abajo. En el más espectacular añadía una inmersión, con idéntica parafernalia constrictiva, en un tanque de agua del que escapaba en un par de minutos entre los vítores de sus seguidores. Se diría que Trump ha querido emularle con su carrera política de los últimos cinco años, no menos temeraria. Pero mientras Houdini surgía remojado pero invicto de sus pruebas, a Trump lo ha abrasado uno de los muchos fuegos que ha azuzado a lo largo de su etapa presidencial. Entre la sorpresa de amigos y adversarios Trump, como Houdini, siempre salía indemne de la mayoría, pero este último ha calcinado su ejecutoria como presidente y, lo que es mucho más preocupante, causará enormes daños colaterales al Partido Republicano, al movimiento conservador y a Estados Unidos. 

Los hechos no necesitan un relato detallado pues los han seguido en directo millones de personas en todo el mundo. Desde la celebración de las elecciones presidenciales americanas el pasado noviembre 3, el presidente Trump, muchos legisladores de su partido y numerosos votantes republicanos mantuvieron que el triunfo de Joe Biden, el presidente-electo, era consecuencia de un abultado fraude electoral.

En uso de sus legítimos derechos, Trump y sus seguidores lo denunciaron ante la justicia, pero fueron incapaces de probarlo ante ninguna de las instancias a las que recurrieron, incluida la Corte Suprema. En diciembre 14, 2020 previa certificación de sus respectivos estados, los miembros del Colegio Electoral se reunieron para anunciar sus votos y dieron el triunfo a Biden por 306 frente a los 232 obtenidos por Trump, una victoria incontrovertible. A partir de ese momento, algunos republicanos que habían mantenido silencio sobre la disputa, en especial Mitch McConnell -el líder de la mayoría republicana en el Senado-, dieron por legítimo el triunfo de la candidatura Biden-Harris y se convirtieron en receptores de furiosos ataques del presidente.

Sólo quedaba pendiente un último acto institucional, el recuento formal de los votos en enero 6 y su remisión a los Archivos Nacionales en una sesión conjunta del Congreso bajo la presidencia del vicepresidente Mike Pence. Lejos de la realidad, Trump se empecinó en mantener la teoría del fraude hasta sus últimas consecuencias y arrastró tras de sí a buena parte de congresistas y senadores republicanos. Al tiempo que los animaba a la impugnación de los resultados de algunos estados donde denunciaba actuaciones dolosas, Trump convocó ese día a sus seguidores de todo el país a una Marcha para Salvar a América y a concentrarse en la Elipse, un parque público al sur de la Casa Blanca, antes de que el Congreso se reuniese para formalizar la elección. 

A las doce de la mañana, Trump se presentó y pronunció un discurso típico de su marca que, éste sí, conviene recordar. Embarullado pero terminante: la elección había sido un fraude. Quimérico («he participado en dos elecciones y he ganado las dos. La segunda por muchos más votos que la primera»). Mezquino («¿Puede alguien creer que Joe haya obtenido 80 millones? 80 millones de votos por computadora. Es una desgracia. Nadie puede creerlo»). Vengativo («Veremos cómo cubren este acto […]  Los medios falsarios y la gran tech son nuestro gran problema [… ] No son libres, no son justos, suprimen el pensamiento, suprimen la expresión. Se han convertido en el enemigo del pueblo, el enemigo»). Los republicanos que no compartían sus acusaciones eran aún peores («Durante años los demócratas han conseguido imponer sus fraudes electorales y los débiles republicanos, que eso es lo que son… Yo ayudé a Mitch [McConnell] a ganar. Es sorprendente. Son republicanos. Son débiles. Son patéticos. Si esto se lo hubiesen hecho a los demócratas, el país estaría en llamas»). 

Seguía una larga parrafada con los grandes éxitos de su presidencia, pero el presidente no podía parar; en seguida volvía a la victoria que querían robarle y animaba a sus seguidores más luchadores. «No nos dejaremos intimidar, no aceptaremos las trampas y las mentiras que nos quieren hacer tragar. Durante las pasadas semanas hemos amasado pruebas terminantes de que ha sido una elección tramposa». En Pennsylvania, en Wisconsin, en Georgia, en Nevada, en Michigan. «Cuando digan que no hay pruebas de fraude estarán cometiendo el mayor fraude de la historia».

Era el discurso de un perdedor, el adjetivo preferido por Trump para cubrir de desprecio a sus enemigos grandes o pequeños. Sabía que estaba perdido y se entregaba a fantasías imposibles en su Sunset Boulevard particular. Su único amarre era el vicepresidente Pence, a quien se dirigió insistente a lo largo del discurso para exigirle que cumpliese con el deber que Trump le había asignado: negarse a dar por buenos los resultados de la elección y exigir que se certificasen otros nuevos.  Cartesiano: «si Pence cumple con su deber, ganamos». Colega: «Pence tiene que cumplir con nosotros y, si no, será un triste día para el país porque ha jurado cumplir la Constitución». Pandillero: «tiene que devolver los resultados a los estados». Y ya directamente, un vocativo mafioso: «Mike Pence, espero que apuestes en bien de nuestra Constitución y de nuestro país. Si no, me voy a sentir muy defraudado. No me gustan las historias que me llegan».

A esa hora, Trump ya sabía que Pence entendía el mandato constitucional de forma por completo opuesta a la suya. Le había remitido una carta en la que reconocía el derecho de los congresistas que lo quisieran a plantear objeciones a los certificados electorales pero también «que mi juramento de amparar y defender la Constitución me impide reclamar la autoridad de determinar unilateralmente qué votos electorales han de contarse y cuáles no […] Cuando se reúna hoy la Sesión Conjunta del Congreso, cumpliré con mi deber de asegurar que se abren los certificados de los Electores de los diferentes estados, de oír las objeciones formuladas por Senadores y Representantes y de contar los votos del Colegio Electoral para la Presidencia y la Vicepresidencia de la forma en que lo exigen nuestra Constitución, nuestras leyes y nuestra historia» .

Pero el presidente se guardaba una respuesta contundente. Ya al principio de su discurso la había avanzado a sus seguidores. «Nunca había sucedido algo semejante. No permitiremos que callen nuestras voces. No lo haremos. No». Y remataba: «después de esto, vamos a caminar juntos y allí estaré con vosotros. Vamos a caminar. Vamos a caminar adonde queramos. Vamos a caminar hasta el Capitolio».

Siempre he procurado seguir la conseja obras son amores y no buenas razones a la hora de juzgar conductas ajenas. Por eso he defendido las decisiones de Trump que me parecían correctas, y no han sido pocas. Pero éste era y sigue siendo un acto de sedición tan injustificable como inútil. ¿Acaso en algún momento creyó que la turba que asaltaría el Capitolio tras sus palabras -sin mayor proyecto práctico que el de dar salida violenta a su inagotable irritación- podía imponer su dictado a las instituciones de una de las democracias más firmes del mundo? ¿Pensó por un instante en las consecuencias de la catástrofe que se empeñaba en desatar?

Una vez más Trump demostró ser su peor enemigo. Cuando en otras ocasiones se le ha acusado de ello siempre ha contado con buenas razones para defenderse. Ahí estaban los demócratas dispuestos desde la noche de noviembre 8, 2016 a negar la legitimidad de su mandato; los medios hostiles; las argucias para acusarle de colusión con Rusia; los disturbios del verano 2019; el caprichoso intento de destituirle en el otoño. Todas ellas razones poderosas para dar la batalla ante los electores, pero Trump no sabe ganar sin humillar. Menos aún perder sin ofender. Y lo que en otra sazón no fueron sino odiosos agravios a las personas se tornaban ahora en un asalto a las leyes.

Si la arenga de Trump a sus seguidores fue causa directa de la acometida contra el Congreso sería debatible con la jurisprudencia americana en la mano, pero Trump no debería escapar de su responsabilidad amparado en su cargo. Precisamente por eso la Constitución USA prevé un remedio en el impeachment (destitución) de altos cargos federales por lo que configura como treason, bribery, or other high crimes and misdemeanors (traición, soborno u otros crímenes y faltas). Es una fórmula peliaguda porque, mientras traición y soborno son figuras penales bien definidas, crímenes y faltas son términos referidos genéricamente a cualquier clase de conducta merecedora de una fuerte sanción y que podrían utilizarse de forma caprichosa.

Adicionalmente, la traducción al castellano se complica porque impeachment se refiere a un acto que aún no ha llegado a su vencimiento, mientras que entre nosotros destitución describe la acción de separar a alguien del cargo que ejerce (DRAE), es decir, un proceso ya concluido. Así en Estados Unidos se dice que alguien ha sido impeached cuando ha recibido la acusación de la Cámara de Representantes, aunque el veredicto final del Senado sea exculpatorio. De hecho, los presidentes anteriores contra quienes se inició esa acción (Andrew Johnson y Bill Clinton, acompañados más tarde por el propio Trump) no llegaron a ser destituidos.  En 1974 Richard Nixon dimitió antes de que se iniciara su impeachment.

A lo largo de la historia americana ha habido, lógicamente, una amplia discusión sobre la aplicación del impeachment que puede resumirse en que se trata de conductas seriamente tachables cuya definición no es por completo jurídica sino, sobre todo, política. Queda, pues, pendiente de lo que en cada caso consideren como tal los organismos llamados a exigir esa responsabilidad: la Cámara de Representantes como acusación y el Senado como juzgador. Dada la importancia de la pena a adoptar, el Senado tendrá que tomar su decisión con una mayoría cualificada de dos tercios de sus componentes, en total, 67 senadores. Si la destitución se consuma, el eventual sancionado no tendrá derecho a la pensión, aparato administrativo, cuidados médicos, seguridad social y protección del Servicio Secreto que la Former Presidents Act de 1958 concede a los expresidentes.

En enero 14, 2021 la Cámara de Representantes decidió abrir un segundo procedimiento de impeachment al presidente Trump, esta vez, por incitación a la insurrección, que es como la mayoría de la Cámara calificó sus acciones del pasado enero 7 en relación con el posterior asalto al Congreso por una turba de seguidores suyos. La moción fue aprobada por 232 votos a favor (222 demócratas más 10 republicanos) y 197 en contra. Como los hechos sucedieron tan sólo trece días antes de la toma de posesión del presidente-electo Joe Biden, resultará prácticamente imposible que el proceso acabe en ese plazo, lo que abre la discusión sobre su eficacia.

Hasta aquí, las consideraciones legales básicas. Sería ocioso entrar en una discusión sobre los efectos de una posible destitución cuando Trump haya dejado de ser presidente. Ya habrá tiempo de hacerlo si la censura alcanza 67 o más votos favorables en el Senado.

Pero el sentido de un impeachment va más allá del proceso legal. En definitiva, se trata de una sanción impuesta sobre la base de consideraciones políticas y morales. Precisamente por esto último tiene tanta fuerza la mera adopción del procedimiento, sea cual fuere su final. Hay razones serias para pensar que el afectado no está capacitado para representar adecuadamente los valores éticos y democráticos que comparte una gran mayoría de la sociedad estadounidense y esa mancha quedará indisolublemente ligada a su recuerdo. 

Este segundo impeachment es, a mi entender, la sanción adecuada para esta acción específica de Trump, coincida o no con el fin de su mandato.

Ha habido otras propuestas. Una, la aplicación de la enmienda 14 de la Constitución según la cual una persona participante en una insurrección después de haber jurado defender la Constitución queda descalificada para ocupar cargos públicos. Pero está demasiado ligada a las razones coyunturales que llevaron a su adopción en los tiempos inmediatos a la Guerra Civil. Otra, la enmienda 25, que regula la inhabilitación del Presidente por una decisión del Vicepresidente apoyada por la mayoría del gobierno. No se ha aplicado nunca y no está claro cómo podría realizarse sin que el Presidente haya dejado de razonar o se encuentre en una situación clínica que lo haga imposible.

Puedan o no considerarse incitación directa a la violencia, con sus palabras Trump animó a sus seguidores a dirigirse al Capitolio. Llegó incluso a insinuar que iría con ellos. Sí, Trump hablaba de pasear, una actividad no necesariamente violenta, pero dado el clima en el que se desarrollaba el acto, ¿qué otra cosa, si no un asalto al Congreso, podían entender el vistoso guerrero vikingo QShaman, sus colegas confederados, y el resto de aquella tropa?

Trump, por su parte, se lo pensó dos veces y repostó al cabo en el 16 de Pennsylvania Avenue, desde donde siguió los acontecimientos por televisión. Aún tardaría varias horas en hacer un llamamiento a la calma. Veinticuatro más hubieron de pasar hasta que accediese a reconocer con gran reticencia que «una vez que el Congreso ha certificado los resultados, una nueva administración ocupará su puesto en enero 20. Ahora dirijo mi atención a asegurar una transmisión ordenada y sin sobresaltos del poder. Esta hora llama a la sanación y a la reconciliación» .

Algunos seguidores del presidente han decidido acudir en su socorro recordando los disturbios y los saqueos que siguieron a la muerte de George Floyd en mayo pasado. Cierto. No se pueden borrar ni justificar. Pero el viejo truco retórico de tapar las propias faltas invocando las de los demás impide formar cualquier juicio ético y no deja resquicio para esa claridad moral de la que cabalmente blasonan los conservadores. Si quieren hacerse justicia a sí mismos no les queda otro remedio que enganchar al toro por los cuernos.

Por eso, hoy acabo recogiendo una reflexión opuesta que da directamente en el clavo. «El centro de gravedad de la democracia USA se ha visto asaltado por un grupo de ciudadanos voluntariamente confundidos por un presidente que, pese a sus logros, parece dispuesto a dejar su puesto como un mal perdedor. Hay, sí, democracia en América pero está pasando por una seria prueba de resistencia. La única manera de superarla es que el candidato que perdió la elección en noviembre conceda su derrota, calme a sus seguidores y deje su cargo por el bien de su país si es que ese asuntillo aún le preocupa» .

Y, como no parece dispuesto a dimitir, a Trump habrá que destituirlo.

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