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Crisis y globalización 

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La crisis financiera de 2008 ha desencadenado la Gran Recesión, que todavía estamos padeciendo, y también, aparentemente, ha puesto fin al movimiento de protestas contra la globalización, martillo de las instituciones multilaterales, que tan activo había estado en las calles desde mediados de los años noventa. Dominada por activistas, la antiglobalización era el único núcleo unificador en una coalición circunstancial de grupos de las ideologías más varias: grupúsculos antisistema, comunistas recalcitrantes, partidarios del comercio justo, feministas radicales, ecologistas, sindicatos tradicionales, ONG de desarrollo y empresarios de la industria cultural, entre otros. Las primeras protestas se desarrollaron en Madrid en 1995, con ocasión de las reuniones de las asambleas del FMI y del Banco Mundial, y se hicieron violentas en Seattle en 1999, reventando la celebración de la reunión ministerial de la Organización Internacional del Comercio (OMC), para alcanzar su cosecha de un muerto y varias decenas de heridos en enfrentamientos de los globófobos con la policía en la reunión del G-8 en julio de 2001 en Génova.

Ese mismo año, los críticos de la globalización celebraron su primera conferencia formal en el Foro de Porto Alegre, concebido como réplica a la reunión de hombres de Estado y empresarios en el Foro Económico Mundial que se convoca cada año en Davos. Las reuniones de ese año y los siguientes del Foro Social Mundial tuvieron una extensa cobertura mediática –que era posiblemente el objetivo principal de los organizadores– pero, a partir de la reunión de Mumbai en 2005, el interés fue decayendo, y la reunión en Belém en 2009 y las posteriores del Foro no tuvieron ya resonancia alguna. Salvo denuncias a empresas o situaciones concretas –McDonald’s, Nike, la explotación del trabajo infantil para la exportación, el comercio con países donde la mujer sufre una discriminación sistemática, o la importación de especies en peligro de extinción–, los retóricos del movimiento nunca llegaron a formular una crítica articulada a la libertad de comercio –contentándose con frases huecas como «la libertad de comercio corporativo-estatal» o «la globalización con rostro humano»– y ni siquiera acertaron a identificar en qué consistía la globalización que pretendían combatir.

La globalización ha avanzado significativamente durante los últimos sesenta años, contribuyendo a crear una fase de prosperidad mundial sin precedentes

Por mi parte, aquí voy a limitarme a considerar sólo la globalización económica, es decir, la integración de las economías nacionales entre sí a través del comercio internacional de bienes y servicios, las inversiones directas (participación de las empresas de un país en el control de las empresas de otro), las inversiones financieras a corto y largo plazo, y los movimientos transfronterizos de población (principalmente de trabajadores). Naturalmente, el comercio de bienes y servicios y los flujos de inversión real y financiera son, a la vez, causa y consecuencia de la propagación de ideas e información a través de las fronteras nacionales. En casi todas estas dimensiones, la globalización ha avanzado significativamente durante los últimos sesenta años, contribuyendo a crear una fase de prosperidad mundial sin precedentes. En este período, la renta per cápita de los países occidentales se ha cuadruplicado en términos reales; China primero, e India, más tarde, están experimentando tasas elevadas de crecimiento que mejoran sensiblemente las condiciones de vida de un tercio de la población mundial; Chile, México y Brasil han ingresado en la OCDE; y las economías de Europa Central y del Este convergen hacia los niveles de vida de los fundadores de la Unión Europea. Muchos ponen el acento en la revolución actual en la tecnología de las telecomunicaciones, que ha convertido verdaderamente al mundo en una aldea global. Desde que se habían extendido estas innovaciones –decía un fino observador–, «el habitante de Londres, sin levantarse de la cama mientras saboreaba su té matinal, podía, con una simple llamada, comprar todo tipo de productos en cualquier lugar del mundo y conseguirlos sin tardanza; al mismo tiempo, y por los mismos medios, podía invertir en recursos naturales o en nuevas empresas en cualquier rincón de la tierra, beneficiándose sin esfuerzo ni molestias de los eventuales resultados de su inversión».

Pero este habitante de Londres no es el de 2010. Keynes, en la cita anterior, tomada de su primer best-sellerJohn Maynard Keynes, The Economic Consequences of the Peace, Nueva York, Harcourt, Brace & Howe, 1920., está describiendo la vida del burgués londinense de 1913, una vida inmensamente cómoda gracias al intenso proceso de globalización experimentado por el mundo occidental a lo largo del siglo XIX hasta la Gran Guerra. En este período, los capitales europeos financiaron los ferrocarriles de Estados Unidos, América del Sur y Rusia, los cables telegráficos transoceánicos que permitieron integrar los mercados de valores y las grandes obras hidrográficas, como el sistema de canales de Norteamérica, o el canal de Suez, que abarató espectacularmente el comercio entre Europa y Asia. Pero más importantes que los flujos comerciales y de inversión fueron las corrientes migratorias desde Europa hasta el Nuevo Mundo, principalmente Estados Unidos. La inmigración contribuyó decisivamente al desarrollo del país, colonizando la frontera y desarrollando la agricultura. La magnitud de la emigración a Estados Unidos en este período excedió a todas las emigraciones anteriores en tiempos de paz y ya no volvería a ser igualada. En 1913, más de uno de cada tres estadounidenses había nacido en Europa o lo había hecho alguno de sus padres. Desde este punto de vista, la fase de globalización que ha experimentado el mundo desde 1950 no tiene nada de extraordinario.

La evolución de la integración de las economías avanzadas en el comercio mundial puede verse en el cuadro adjunto, donde aparece la ratio de las exportaciones de mercancías al PIB de cinco economías avanzadas representativas (Alemania, Francia, Japón, Reino Unido y Estados Unidos) desde 1890 a 1990. Las tendencias están muy claras. En todos los países, las exportaciones en términos de PIB aumentan hasta la Gran Guerra (1913); se hunden con la guerra, la Gran Depresión y la Segunda Guerra, de modo que, en 1950, la apertura al exterior de estas economías es todavía sensiblemente inferior a la de 1913; de hecho, excepto en Japón, la apertura al exterior es inferior a la alcanzada sesenta años antes, en 1890. En 1970, todas ellas exhiben una apertura al exterior inferior a la de 1913 y, en el caso de Francia, Reino Unido y Estados Unidos, inferior a la de 1890. Sólo en 1990 empiezan a superarse ligeramente en tres países las ratios de exportación de 1913, mientras que en Japón y Reino Unido son todavía netamente inferiores a las de casi ochenta años antes. Las pautas de evolución temporal que muestran las exportaciones en términos de PIB –incremento hasta 1913, hundimiento con la guerra y el período de entreguerras y (muy) lenta recuperación a partir de 1950– de estas grandes economías son muy claras y muy parecidas a las del resto de las economías occidentales.

 

1890

1913

1950

1970

1990

Alemania

15,90%

20%

14,50%

16,50%

24%

Francia

14%

16%

10,20%

11,90%

17,10%

Japón

5,10%

12,50%

8,80%

8,30%

8,40%

Reino Unido

27,30%

29,80%

15,30%

16,50%

20,60%

Estados Unidos

5,60%

6,10%

3,40%

4,10%

8%

Ratio de exportaciones de mercancías a PIB en economías avanzadas

La lección de las estadísticas de comercio exterior es muy clara, y la misma lección podría extraerse si se examinan las estadísticas de inversión exterior directa y endeudamiento exterior y de movimientos de población, porque todas cuentan la misma historia. La globalización de nuestra época no tiene nada de extraordinario o singular. Mucho más importante fue el proceso de globalización que culminó a finales del siglo XIX y principios del XX, algunos de cuyos logros se han perdido. El grado de integración internacional existente entonces entre las economías occidentales se destruyó con la Gran Guerra, la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, y no llegó a restaurarse hasta finales del siglo XX. Restauración, en efecto, que no revolución, y retorno a la normalidad perdida. Porque anormal fue la época de la autarquía, los fascismos y las guerras. 

La globalización es una planta frágil, y vulnerable a la demagogia, al oportunismo y a las presiones de grupos de interés

Y la segunda lección de la historia es que la globalización, como la democracia, es una planta frágil, de desarrollo difícil, y vulnerable a la demagogia nacionalista, al oportunismo político y a las presiones de los grupos de interés organizados. La primera globalización sucumbió en la escalada de enfrentamientos y crisis diplomáticas que acabaron desembocando en la Gran Guerra y fue enterrada con las políticas autárquicas de barreras arancelarias y contingentes a la importación, superpuestas a las devaluaciones competitivas emprendidas para generar una expansión interna a costa de arruinar al vecino. Harold James, ya en 2002, recordó «el final de la globalización» decimonónica y su relevancia para conjeturar las amenazas de involución de la globalización de nuestros díasHarold James, The End of Globalization: Lessons from the Great Depression, Cambridge, Harvard University Press, 2002.. James ve la raíz del colapso de la primera globalización en la exaltación de los particularismos nacionalistas, puesta de manifiesto en movimientos sociales como el nativismo en Estados Unidos, cuya campaña contra la inmigración, en especial contra la inmigración procedente tanto de la Europa del Sur y del Este como de Asia terminó plasmándose en las primeras cuotas a la inmigración, recogidas en la Emergency Quota Act de 1921 y en la Immigration Act de 1924 –con el precedente infamante de la Chinese Exclusion Act de 1852–, en la elevación de barreras comerciales como la Smoot-Hawley Tariff de 1930 – que dio lugar a una oleada represalias arancelarias en Europa– y de contingentes a la importación, en la política acaparadora de oro del Banco de Francia y en la carrera de devaluaciones competitivas por las que cada país trató de exportar el desempleo a sus socios comerciales, con el único resultado del empobrecimiento de todos ellos.

Otro historiador, Niall Ferguson, habla de la «desglobalización» de principios del siglo XX en varios trabajosVéase, en especial, «Sinking Globalization» Foreign Affairs (marzo-abril de 2005), pp. 64-77, pero, en su interpretación, la destrucción del orden económico liberal del siglo XIX no es el resultado de tendencias proteccionistas internas, sino una consecuencia de la Gran Guerra que, a su vez, es el resultado casual de una configuración azarosa de circunstancias. Las fuerzas que, en conjunto, empujaron a las principales potencias a una conflagración en principio no deseada fueron: la vulnerabilidad de la potencia hegemónica de entonces, el imperio británico, derivada del tensionamiento de sus recursos al tratar de cumplir su papel de gendarme del mundo; las rivalidades entre el imperio alemán y el ruso por la supremacía en el continente y el conflicto latente entre Rusia y el imperio austrohúngaro por la cuestión eslava; la inestabilidad inherente a la fragilidad del sistema de alianzas existente –Alemania no podía confiar enteramente en Austria, y Francia tenía motivos para recelar del grado de sinceridad de Gran Bretaña– parecía conferir una ventaja decisiva al que lanzara el primer ataque; un estado mafioso, Serbia, fuera de la legalidad internacional; y una organización terrorista, los bolcheviques. En esa combinación explosiva prendió la chispa de Sarajevo y se extinguió el orden liberal del siglo XIX.

Ferguson subraya la semejanza en la esfera geopolítica de la situación actual con la del mundo de hace más de un siglo. La potencia hegemónica, Estados Unidos, revela, en ocasiones, debilidades críticas, al desplegar su actuación de gendarme mundial hasta el límite impuesto por sus recursos; su rivalidad con el poder creciente de China irá en aumento y la solución de ese conflicto latente no está predeterminada; la fragilidad del sistema de alianzas existente: la OTAN pierde cohesión al superarse la guerra fría, Alemania busca la seguridad de los recursos naturales de Rusia y las tensiones en Asia Oriental pueden degenerar en crisis graves; Estados mafiosos no faltan: Irán, Siria, Afganistán; y el terrorismo organizado es Al Qaeda. Ferguson no dice que esas amenazas tengan necesariamente que materializarse; incluso cree que lo más probable es que los peligros se sorteen con una diplomacia prudente. Pero, aunque remota, la posibilidad del hundimiento del orden económico internacional actual existe y, si la ruina económica llega a producirse, será producida por factores políticos.

Aunque remota, la posibilidad del hundimiento del orden económico internacional actual existe y será producida por factores políticos

También en 2005, Martin Wolf, editor económico del Financial Times, planteó la cuestión de la posibilidad de supervivencia de la globalización«Will Globalization Survive?», tercera Whitman Lecture impartida en el Institute for International Economics de Washington el 5 de abril de 2005., llegando a una conclusión semejante. El proceso de integración económica global creciente que ha caracterizado la historia contemporánea y elevado espectacularmente los niveles de vida en cuatro continentes no es irreversible. Los enfrentamientos políticos que terminaron destruyendo la primera globalización podrían también destruir la globalización actual. Su supervivencia no está asegurada.

Las dos experiencias históricas difieren en aspectos importantes. En contra de lo que pudiera pensarse, el ritmo de innovación tecnológica no es una de las características que hacen que nuestra época sobre ventaja sobre la anterior. Según O’Rourke, en términos del impacto sobre la rapidez de las comunicaciones y la integración global de los mercados, el cable transatlántico tendido en 1866, que redujo el retraso en la transmisión intercontinental de noticias de días a minutos, supera a la infraestructura de Internet, que ha reducido adicionalmente ese retraso de segundos a nanosegundosVéase Kevin O’Rourke, «Europe and the Causes of Globalization, 1790 to 2000», en Henryk Kierzkowski (ed.), Europe and Globalization, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2002.. La fase de liberalización comercial de nuestros días se distingue de la antigua por ser verdaderamente global. Hace cien años la integración comercial tuvo lugar entre un conjunto limitado de países en Europa, Norteamérica y Oceanía. La globalización actual se ha extendido también a Japón, Corea y otros países de Asia en una primera fase, incorporando después a China e India y a la América hispana. Y, en este sentido, la globalización actual tiene el mérito de haber contribuido a combatir la pobreza en el mundo en una medida que parecía inalcanzable. Como muestra, en 1981, el 56% de la población de Asia Oriental subsistía con un ingreso medio inferior a un dólar diario; en 2001, el porcentaje había bajado a un 16%. La segunda globalización se distingue de la primera por afectar también al sector servicios. Los servicios contables, informáticos, jurídicos, e incluso parte de los servicios médicos, están integrados internacionalmente en una medida impensable hasta hace poco.

En cambio, en la globalización actual, ni las migraciones ni las inversiones directas han tenido la importancia que alcanzaron en la primera globalización. En la actual, tanto los países emisores como los receptores de inversiones directas han sido, en buena medida, los países avanzados, con la única excepción del Sudeste asiático, y especialmente China, que se ha convertido en el destino de todas las grandes multinacionales. Tampoco las migraciones económicas tienen ahora la importancia que tuvieron en el pasado. Entonces, la emigración a Estados Unidos liberó de la pobreza a capas amplísimas de la población de la Europa del Norte, la Europa Central y Oriental y la Europa Meridional que, persiguiendo su prosperidad material, contribuyeron decisivamente al desarrollo de su país de adopción. En la actualidad, la importancia de los problemas políticos que plantean los movimientos de población transfronterizos es mucho mayor que su significación económica para los países receptores. En consecuencia, las fronteras nacionales están más abiertas a la entrada de bienes y servicios que a la entrada de personas.

Todas las críticas dirigidas a los costes sociales de la globalización las refuta Bhagwati en una obra de gran rigor e ingenio

Wolf veía en 2005 que una de las defensas del orden económico liberal actual radica en la arquitectura multilateral que se ha creado en los últimos setenta años para sustentar el proceso de integración internacional. El FMI se ocupa de la estabilidad macroeconómica, de la coordinación de las políticas monetarias y fiscales de los Estados miembros, y de prevenir y eventualmente corregir los problemas de balanza de pagos. El Banco Mundial –y los bancos regionales– tienen por misión la financiación de proyectos de infraestructura en los países en desarrollo y de prestarles asistencia técnica. La OMC cubre todo el espectro del comercio de bienes y servicios, en cuyo fomento ejerce una triple función: de plataforma de negociación multilateral de la apertura comercial; de supervisión del cumplimiento y buena conducta comercial de los países miembros; y de instancia de resolución de los conflictos comerciales que surjan entre ellos. Esta es una ventaja de la globalización actual sobre la anterior: la existencia de un conjunto de instituciones supranacionales que supervisan y hacen cumplir las obligaciones que los países miembros han asumido libremente dentro de ese ámbito, y esto aleja el peligro de las confrontaciones bilaterales entre países y, por esa vía, el riesgo de desintegración.

Aunque ese riesgo existe. Las rivalidades entre naciones son una fuente de riesgo, en especial las confrontaciones por el acceso a recursos escasos como el petróleo, que está precisamente localizado en una región, la del Golfo, políticamente inestable. Otro factor de riesgo es lo que Wolf llama el megaterrorismo, una amenaza que puede materializarse en el encarecimiento del comercio internacional en el supuesto más benigno o, en el más grave, en el estallido de una guerra local en un contexto en que varios Estados de comportamiento impredecible poseen o están a punto de poseer armas nucleares. Pero a estos factores geopolíticos Wolf añade otros de naturaleza económica: los desequilibrios fuertes y persistentes de balanza de pagos y la presión de los intereses sectoriales dentro de cada país buscando la protección frente a la competencia exterior. Los desequilibrios de balanza de pagos en un sistema de tipos de cambio fijos fueron un factor desestabilizador coadyuvante a la política comercial proteccionista en la Gran Depresión; dentro de la eurozona, son una de las causas de la crisis del euro. La actuación de los grupos de interés buscando del gobierno protección frente a la competencia exterior en una sociedad de buscadores de rentas es uno de los peligros de involución del régimen comercial multilateral, si los gobiernos, cediendo a sus demandas, crean barreras a las importaciones, que dan lugar, a su vez, a una escalada de represalias.

En suma, el orden liberal internacional vigente –y, con él, nuestra prosperidad– puede desaparecer, como en 1914, víctima de un conflicto internacional grave, o puede consumirse por atrición, por un proteccionismo reptante, resultado del oportunismo político. En el primer caso, poco puede hacerse, salvo desear que las grandes potencias recuerden las lecciones de la historia. El segundo peligro, menos dramático en la forma pero grave en sus consecuencias, lo puede combatir cualquiera en el ámbito de los debates sobre política interna, porque se plantea en el terreno de las ideas. Ningún grupo de empresarios reclama públicamente protección frente a la competencia internacional porque busca aumentar sus beneficios, sino porque está en cuestión la seguridad nacional, la salud de los consumidores o cualquier otro interés público digno de protección. No todas las solicitudes de interferencia pública en los flujos de comercio o inversión están motivadas por intereses egoístas. Frecuentemente, hay distintas ONG, fundaciones benéficas o intelectuales independientes que, por convicción y de buena fe, reclaman la imposición de barreras a las importaciones en un área o en otra, aunque el remedio es generalmente peor que la enfermedad y, en conjunto, la sociedad pierde.

Según O’Rourke, el impacto del cable transatlántico, tendido en 1866, sobre las comunicaciones y la integración global de los mercados supera a la infraestructura de Internet

Harry Johnson, al discutir las tesis proteccionistas, solía distinguir entre razones económicas en favor del proteccionismo, razones no económicas en favor del proteccionismo y sinrazones en favor del proteccionismo. Son argumentos que vienen de antiguo y que, a lo largo del tiempo, reaparecen en diferentes guisas, como una marea, en expresión de Douglas Irwin, contra la que tiene que luchar la doctrina de la libertad de comercioEn el libro de Douglas Irwin, Against the Tide: An Intellectual History of Free Trade, Princeton, Princeton University Press, 1996, se encuentra una penetrante exposición de la historia de los argumentos proteccionistas y de sus refutaciones desde la ortodoxia.. Así, entre los argumentos no económicos, para justificar las barreras a la importación de productos agrícolas, los economistas prusianos aducían que los campesinos tienen fibra de buenos soldados, mientras que, para algunos ecologistas actuales, la agricultura tradicional cumple la función de mantener el medio rural. El razonamiento subyacente es falaz, porque presume que la protección comercial es el único instrumento de política utilizable para alcanzar esos objetivos no económicos. De hecho, el procedimiento eficiente consiste en utilizar las medidas que tengan un impacto directo sobre el objetivo buscado; un subsidio directo al desarrollo de individuos con rasgos marciales, en el primer caso, y, en el segundo, un conjunto de subvenciones a aquellas actividades favorables –y de impuestos a las actividades desfavorables– a la defensa del medio ambiente, serían las intervenciones más apropiadas para conseguir los fines perseguidos, en vez de las barreras comerciales, que además de tener una influencia menor sobre los objetivos buscados, entrañan el coste adicional derivado de la distorsión entre los precios domésticos y los precios internacionales. Si, por otra parte, por cualesquiera razones, las autoridades decidieran disminuir la cantidad importada de un producto determinado, entonces la intervención más eficiente para conseguir ese objetivo no económico sería un arancel o una cuota sobre las importaciones del producto en cuestión.

Los argumentos económicos a favor de la protección invocan la existencia de distorsiones domésticas –inmovilidad de algún factor de producción, rigidez de los precios de algunos factores, economías o diseconomías externas en algunas actividades– en virtud de las cuales, al abrirse la economía al comercio, ésta bien se especializa insuficientemente, generando paro, bien se especializa en la dirección incorrecta, disminuyendo, en todo caso, la producción y el nivel de vida; en esos casos, se dice, el proteccionismo estaría justificado para evitar la caída en la producción agregada. Aunque es teóricamente posible concebir una combinación de circunstancias en las que el comercio exterior empobrezca a un país, es muy difícil encontrar ejemplos históricos de empobrecimiento. Y, en todo caso, la cuestión relevante es si el proteccionismo es el remedio ideal para solucionar el problema. Como siempre, el remedio adecuado es una intervención que corrija la distorsión en la fuente; y no una intervención que trate de paliar sus efectos negativos, creando a su vez una nueva distorsión. Si la distorsión está producida por la inmovilidad de factores, habrá que suprimir las trabas a la movilidad; si una actividad genera economías externas, la política apropiada es subvencionarla directamente; para evitar los daños de la rigidez de precios, habrá que combatir sus causas (ordenanzas de salarios, colusión entre empresas, etc.).

Uno de los argumentos económicos más antiguos –y más reacios a desaparecer– es el de la industria naciente, que se ha aplicado a lo largo del tiempo a todas las industrias imaginables. Esta industria (la siderurgia, los astilleros, la informática o la que esté de moda en el momento) –se dice–, una vez consolidada, sería perfectamente viable a largo plazo en este país, pero la competencia exterior la haría incurrir en pérdidas en los años iniciales, con lo cual nunca llegaría a nacer. En consecuencia, si queremos que el país llegue a tener una industria de vanguardia –concluyen los partidarios–, es preciso construir un buen muro arancelario que la proteja en los años mozos hasta que, alcanzada la fase de consolidación, esté en condiciones de competir con las importaciones sin necesidad de arancel, e incluso de exportar. Este argumento, bien ignora el papel del empresario en una economía capitalista –que consiste en asumir los riesgos de un proyecto, incurriendo en pérdidas presentes en busca de la obtención de una posible ganancia futura–, bien postula implícitamente que la industria en cuestión genera unas economías externas tales que hacen posible, a la vez, una rentabilidad social alta y una rentabilidad privada baja e insuficiente para que a los particulares les compense emprender la inversión. En el primer supuesto, el argumento ignora la realidad más elemental; en el segundo, como en casos similares, recomienda el remedio incorrecto, es decir, un impuesto al comercio exterior, en lugar de una subvención a la actividad generadora de las economías externas, con lo cual, sin corregir directamente la distorsión inicial, se crea una nueva sobre el comercio exterior.

Rodrik no pretende restaurar el proteccionismo de antaño, pero, por eso mismo, su ataque a la globalización es más sutil y peligroso que el de los globófobos doctrinarios

Resulta claro de lo anterior que, en contra de la caracterización popular de la defensa del librecambio, ésta no debe confundirse con la defensa del laissez-faire. Para el partidario del laissez-faire, el Estado no debe interferir nunca en el funcionamiento de ningún mercado, doméstico o internacional. La posición del economista moderno es más pragmática. El Estado debe intervenir, en principio, corrigiendo las distorsiones de los mercados allí donde se produzcan, penalizando con impuestos las actividades que generen diseconomías externas, incentivando con las subvenciones apropiadas las actividades que generen economías externas, financiando con impuestos generales la provisión de bienes públicos, vigilando el mantenimiento de la competencia y buscando la redistribución socialmente deseada de la renta mediante un sistema neutral de impuestos y transferencias. En particular, los impuestos a la importación estarán justificados en el caso improbable pero posible en que exista una distorsión en la formación de los precios internacionales.

Las consideraciones anteriores proporcionan un marco de referencia para valorar las críticas –o los ataques, según se mire– que se han formulado recientemente contra la globalización desde distintos ángulos del espacio político, entre las que destacan las que presenta Dani Rodrik en un libro reciente: por el prestigio del autor, por el aparato analítico en que las sustenta y por el riesgo que pueden representar de un deslizamiento hacia el proteccionismo.

Según la South Asian Coalition on Child Servitude (SACCS), la globalización es la culpable de la expansión del trabajo infantil en el Tercer MundoEn su informe Invisible Slaves: An Endeavour to Combat Domestic Child Labour, Nueva Delhi, SACCS, 1999., porque las familias pobres se aprovechan de los salarios más altos que la globalización trae consigo, empleando a sus hijos menores para aumentar sus ingresos. Esta acusación, que está en contradicción con otra que se hace a la globalización, a saber, que no propaga la prosperidad a las capas más pobres de los países en desarrollo, ignora la evidencia acumulada en varios países de AsiaVéase Kathleen Beegle, Rajeev H Dehejia y Roberta Gatti, «Child Labor, Income Shocks, and Access to Credit», World Bank Policy Research Working Paper 3075 (junio de 2003).. La National Organization for Women (NOW) ha acusado a los tratados comerciales internacionales de “violar los derechos de las mujeres trabajadoras” en las zonas francas de México, cuando debiera dirigir su crítica al sistema jurídico de protección de la mujer en México. También se ha acusado a la globalización de de socavar las diversidades culturales, sustituyéndolas por una uniformidad anglosajona; y de reducir, por el maleficio de las empresas multinacionales, los salarios de los trabajadores en los países pobres y, al mismo tiempo, por la competencia del trabajo barato de los países pobres, de deprimir los salarios de los trabajadores no cualificados de los países ricos. También de forzar a un deterioro de las normas d protección del trabajo y de conservación del medio ambiente. Todas estas críticas, y muchas otras dirigidas a los supuestos costes sociales de la globalización, las refuta Bhagwati en una obra que es una maravilla de rigor y de ingenioJagdish Bhagwati, In Defense of Globalization, Oxford, Oxford University Press, 2007 (En defensa de la globalización: el rostro humano de un mundo global, trad. de Verónica Canales, Barcelona, Debate, 2005).. Es literalmente imposible dar cuenta aquí de la solidez de los razonamientos y de la inmensa acumulación de información empírica con las que Bhagwati rebate todos los ataques contra la globalización de estos últimos años, al mismo tiempo que aclara muchos conflictos internacionales de la historia reciente. Lo mejor que puedo hacer es recomendar al lector la lectura de esta obra admirable.

Dani Rodrik es un prestigioso profesor de Harvard que se ha dedicado durante los últimos añosEn multitud de trabajos recogidos, en parte, en su libro recientemente publicado en nuestro país y traducido con desigual fortuna.  a denunciar los peligros para la democracia y el bienestar de los países en desarrollo de lo que estima una globalización excesiva y a defender, en ausencia de instituciones de gobierno mundial, la necesidad de un espacio más amplio de discrecionalidad política de los Estados frente a la presión globalizadora representada por las grandes potencias y los organismos multilaterales, en especial, el FMI y la OMC. Para él, la proliferación creciente de de acuerdos en el seno de la OMC que tienden a asegurar, cada vez en mayor medida, el compromiso de no discriminación en el ámbito de las relaciones internacionales, lejos de constituir un proceso deseable, representa más bien una amenaza a la democracia.

Rodrik no pretende restaurar el proteccionismo de antaño, pero, por eso mismo, su ataque a la globalización es más sutil y peligroso que el de los globófobos doctrinarios. Como economista profesional sabe demasiado bien que una propuesta semejante condenaría a los países que la adoptasen al retraso económico. Sin defender el proteccionismo, Rodrik condena la globalización excesiva. Y entiende por excesiva toda la globalización que venga a partir de ahora. Demasiada medicina –viene a decir– termina haciendo daño al paciente. La liberalización del comercio mundial conseguida hasta ahora en sucesivas rondas negociadoras en el seno del GATT, primero, y de la OMC –la institución sucesora de la anterior–, después, ha alcanzado el límite de lo deseable. Estamos muy bien como estamos. En los dos grandes bloques comerciales, Estados Unidos y la Unión Europea, la protección arancelaria media está en torno a un 4% –los resultados varían ligeramente de unos analistas a otros dependiendo de los diferentes criterios de ponderación de las partidas individuales utilizados en la computación del arancel medio– que, en términos prácticos –sostiene Rodrik–, viene a ser indistinguible de la libertad de comercio. Esto quiere decir que la integración comercial internacional ha entrado ya en una fase de rendimientos decrecientes y que cualquier esfuerzo liberalizador adicional va a generar ganancias mínimas de eficiencia porque todos los resultados favorables derivados de la especialización ya se han conseguido. De hecho, Rodrik refuerza su argumentación citando un estudio del International Food Policy Research Institute de WashingtonAntoine Bouët, The Expected Benefits of Trade Liberalization for World Income and Development. Opening the «black box» of global trade modeling, Food Policy Review, núm. 8 (2008). en el que se estiman las ganancias para Estados Unidos de una liberalización completa del comercio mundial en un 0,3% del PIB de Estados Unidos, y esto a lo largo de varios años. Es forzoso concluir que para ese viaje no se necesitan alforjas.

Un elemento esencial de la propuesta de reforma de Rodrik es el apoyo ordenado a la emigración temporal de países pobres a países ricos

Y esos magros resultados no se obtienen sin sacrificios, singularmente –entiende Rodrik– en el disminuido margen de maniobra que le resta a la política estatal –especialmente en los países subdesarrollados– para orientarla hacia objetivos de interés nacional. La dependencia del comercio internacional puede alterar la distribución de la renta del país en un sentido no deseado por las autoridades, y éstas deben tener los medios para oponerse a ese cambio en la distribución. Las barreras comerciales pueden proporcionarles esa conveniente protección para influir en la distribución de la renta nacional y es legítimo que los Estados quieran conservar esa capacidad. Además, sostiene Rodrik, los Estados, y en especial los de los países pobres, deben estar en condiciones de formular una política industrial propia, para lo cual han de rodearse de un cordón protector frente a las intromisiones de la OMC, mucho más prolija que su predecesor el GATT –según Rodrik, las resoluciones del GATT «eran un chiste»– en la regulación minuciosa de las barreras al comercio de sus miembros.

Rodrik va todavía mucho más lejos y llega a sostener que es necesaria una reforma de la OMC –y, en su campo, también del FMI– para «ampliar el espacio de elección de medidas de política económica» de los miembros, muy especialmente el de los países menos desarrollados. Lo contrario es negar la realización de las decisiones democráticas de los países miembros. Es moralmente intolerable que el comercio internacional destruya un sector, altere la distribución de la renta o introduzca un tipo de productos en un país en contra de la voluntad democrática de sus ciudadanos. Y, en este sentido, enuncia el siguiente trilema: es imposible la coexistencia simultánea de Estados nacionales soberanos, globalización total e instituciones democráticas. Si llega a darse un sistema de gobierno mundial, podrán coincidir democracia y globalización, pero sin Estados nacionales; globalización comercial completa sin un sistema de gobernanza mundial implica renunciar a la democracia; y, por último, el cumplimiento de la voluntad democrática expresada en las instituciones de los Estados sólo es posible manteniendo la globalización en jaque. Ergo, concluye Rodrik, hay que frenar la globalización.

Hasta aquí las críticas a la situación actual. Las propuestas de reforma de Rodrik se ciñen al ámbito de las relaciones comerciales internacionales, esto es, a la OMC, aunque críticas aisladas al FMI se vierten a lo largo de la obra. Pero al tema del orden monetario internacional, que es la provincia del FMI, le dedica un capítulo, titulado «Los despropósitos de la globalización financiera», en el que describe la crisis financiera de Asia de 1997, que él atribuye a la eliminación, en los países afectados, de los controles a los movimientos de capital, y su contagio, afortunadamente sin consecuencias últimas, a economías financieramente sólidas, como Brasil, simplemente por una oleada de pánico que afectó a la mayoría de los inversores internacionales en países emergentes. Rodrik es firme partidario de la reintroducción de controles a los movimientos transfronterizos de capital y de la imposición multilateral de un impuesto Tobin de un tipo 0,1% sobre las transacciones financieras internacionales, en el que valora más la capacidad recaudatoria que su cuestionable utilidad para reprimir la especulación.

En consonancia con los principios expuestos, Rodrik propone un plan de reforma del orden económico internacional. Debe arrinconarse el régimen comercial vigente basado en la negociación de reducciones recíprocas de barreras al comercio, «porque los gobiernos gastan mucho capital político». En su lugar, el esfuerzo común debe concentrarse en «hacer que la apertura comercial existente sea coherente con unos objetivos sociales más amplios». El objeto de las negociaciones debe ser la magnitud del ámbito de políticas reservado al arbitrio de los países y no, como hasta ahora, el acceso al mercado. En todo caso, lo mismo que en el sistema actual se han codificado salvaguardias, es decir, situaciones en las que un socio de la OMC está legitimado –por razones de fuerza mayor, como perturbaciones graves del mercado interior u otras específicamente tasadas– para suspender el cumplimiento de las obligaciones contraídas de aceptar las importaciones procedentes de otros miembros, Rodrik propone la creación de salvaguardias que liberen a los socios de sus obligaciones comerciales cuando éstas pongan en cuestión los objetivos internos de distribución de la renta, o de concesión de ventajas sociales o normas medioambientales, u otras que incorporen valores semejantes. Las reglas generales del comercio multilateral deberían de algún modo penalizar a los países autoritarios y favorecer a los países democráticos.

La devolución del poder a los Estados, según Rodrik, se complementa con el establecimiento multilateral de un impuesto Tobin sobre las transacciones financieras

El segundo elemento esencial de su propuesta de reforma es el apoyo ordenado a la emigración temporal de países pobres a países ricos. Rodrik es escéptico respecto a las ganancias de eficiencia que puedan generarse eliminando las barreras existentes al comercio, pero se muestra muy optimista sobre el potencial de reducir las barreras a la emigración. Reconociendo al mismo tiempo los perjuicios de la fuga de cerebros para los países en desarrollo y las dificultades de una inserción permanente en el país anfitrión, propone la organización multilateral de un sistema de incentivos –como, por ejemplo, retener una parte de la retribución del emigrante en una cuenta especial que sólo puede movilizar al regresar al país de origen– para que las estancias de trabajo de los emigrantes tengan duración determinada, idealmente cinco años. Cada oleada de emigrantes que retorna es reemplazada por un número igual de compatriotas para cumplir su período laboral de cinco años.

El tercer elemento se centra en desmantelar la globalización de las finanzas. Su solución es devolver a los gobiernos el poder de regular los movimientos internacionales de capitales, de modo que las decisiones en esta materia sean tomadas por políticos responsables ante sus electores, al contrario de lo que ocurre en la actualidad, en que son las burocracias internacionales las que determinan el marco normativo de las operaciones financieras. La devolución del poder a los Estados se complementa con el establecimiento multilateral de un impuesto Tobin sobre las transacciones financieras.

El último componente de la reforma consiste en asegurar la inserción apropiada de China en la economía mundial. El desempeño de la economía china en los últimos treinta años –gracias, subraya Rodrik, a no seguir las recetas liberales de los economistas ortodoxos– ha sido espectacular y extraordinariamente beneficioso para China y para el resto del mundo. Su papel como dinamizador de los flujos comerciales –de exportación e importación– con Occidente y como ahorrador mundial de última instancia ha sido crucial. Razón de más para evitar que se malogre ese venturoso mecanismo. Desgraciadamente, Rodrik teme que las exigencias de la OMC sean una fuente de irritantes tensiones entre China y Occidente que pueden degenerar en conflictos. Para empezar, desde que China ingresó en la OMC en 2001, sus socios insisten en que cumpla los protocolos de propiedad industrial, marcas y patentes, lo cual pone obstáculos a su proceso de desarrollo. Más grave todavía es la prohibición general de subvenciones a las exportaciones, norma fundamental de la OMC, cuyo cumplimiento forzó a China a recurrir a otro mecanismo de fomento de sus industrias exportadoras, a saber, la depreciación de su moneda. Esta política cambiaria de China, esencial, según Rodrik, para su estrategia de crecimiento, es una fuente continua de contenciosos entre China y Estados Unidos, lo que puede dar lugar a tensiones internacionales graves.

En consecuencia, Rodrik propone que China retenga el espacio de autonomía interna que le permita diseñar las políticas más convenientes para su desarrollo. Sólo así podrá seguirse contando con China como uno de los motores de la economía mundial y asegurar al mismo tiempo un clima de cordialidad en las relaciones políticas de Occidente con la gran potencia emergente.

Antes de comentar las críticas de Rodrik a la globalización y las reformas que preconiza, vale la pena detenerse en las denuncias que formula en los primeros capítulos contra sus colegas economistas –en concreto, contra los defensores de la libertad de comercio, que son el 95% de todos los economistas profesionales–, acusándolos de ligereza o, incluso, de esquizofrenia, por no desvelar en público las reservas que en la lección magistral o en el proyecto de investigación manifiestan contra la bondad universal de la libertad de comercio. Esta descalificación general de los partidarios de la apertura comercial es tan absurda que sólo puede entenderse como una maniobra del autor para ganar la simpatía del público en favor de su tesis, antes de defenderla. Los internacionalistas –viene a decir–, rigurosos cuando presentan sus resultados en la academia, se tornan doctrinarios dogmáticos al intervenir en los debates públicos.

El papel de China como dinamizador de los flujos comerciales  con Occidente y como ahorrador mundial de última instancia ha sido crucial

Es cierto que, como no podía ser de otro modo, el rigor en la demostración de sus proposiciones que el economista –o cualquier otro académico– se exige en el seminario, no lo despliega en la televisión. Como decía Joan Robinson, el investigador que detallara ante el gran público todos los supuestos de su descubrimiento sería un pelma. Con todo rigor, sólo puede decirse que la situación A es estrictamente mejor que la situación B, o que A es preferible a B, si nadie en A está peor que en B y alguien está mejor en A que en B. Este es el llamado criterio de Pareto, un criterio riguroso pero que, por ello, no permite expresar una preferencia en la mayoría de los casos, porque en la vida real hay ganadores y perdedores en A y en B. En la apertura al comercio internacional, como con el progreso técnico o con los avances científicos, la mayoría gana, pero hay algunos que pierden. Sería deseable mantenerse en la pureza de las comparaciones de Pareto, pero, en la mayoría de los casos, no es posible.

En las discusiones de políticas no hay lugar para esas lindezas. Y no sólo en lo que concierne al comercio internacional. Todos –me imagino que Rodrik también– coincidimos en preferir la situación A a la B, si en A el PIB es un 3% mayor que en B; y preferimos B a C, si en esta última el PIB es un 2% menor. Y, sin embargo, en las dos, en A y en C, hay simultáneamente ganadores y perdedores respecto a su situación inicial en B.

Entrando en la crítica a la apertura comercial estrictamente, en vez de la crítica a sus defensores, la afirmación de que la liberalización obtenida es más que suficiente es muy cuestionable. En primer lugar, la estimación aportada de las ganancias derivadas de una liberalización total del comercio (0,3% del PIB de USA) es demasiado baja. Según estudios del Institute for International Economics, la estimación correcta estaría en un 5% del PIB, y según el modelo de la Universidad de Michigan, un 4,4%, y se trata de magnitudes considerablesVéase Gary Clyde Hufbauer,  «Rodrik: The Globalization Paradox», Institute for International Economics (4 de mayo de 2011), y Drusilla K. Brown, Alan V. Deardorff y Robert M. Stern: «Computational Analysis of Multilateral Trade Liberalization in the Uruguay Round and Doha Development Round», Working Papers 489, Research Seminar in International Economics, Universidad de Michigan (2002).. En segundo lugar, y eso explica la diferencia en las estimaciones de los costes de la protección, ésta no se instrumenta tanto ahora a través del arancel como mediante barreras no arancelarias: normas de calidad, especificaciones, contratación pública, medidas antidumping, etc. Precisamente, cuanto más bajos son los aranceles, más decisivas resultan las barreras no arancelarias, y los aranceles pueden simularse con otras medidas de política interna. Un arancel de x% a la importación de televisores es equivalente a la combinación de un impuesto de x% al consumo interno de televisores y un subsidio de x% a la producción doméstica de televisores.

Rodrik cree que cuando el comercio internacional altera la distribución de la renta que se ha dado el país, éste debe renunciar al comercio para asegurar sus objetivos democráticos. Con el progreso técnico, unos ganan y otros pierden. La medicina moderna arruinó a las parteras y a los sangradores, pero sería absurdo sacrificar al mantenimiento de la distribución las mejoras generalizadas en la salud. El comercio internacional, lo mismo que un descubrimiento tecnológico, aumenta la productividad de la economía, aunque algunos pierden con el cambio. ¿Debe proscribirse el progreso técnico en aras del statu quo?

Además, cuando el comercio o una obligación asumida en el seno de la OMC alteran la distribución de un país, Rodrik interpreta el hecho como un atentado a la democracia, pero en el supuesto de que se trate de una democracia –la OMC tiene 157 miembros, entre ellos Zimbabue, Cuba y Argel–, ¿por qué tiene más valor democrático la medida de protección votada en el parlamento que la ratificación en el mismo parlamento del acuerdo concluido en la OMC?

Rodrik llega a sostener que es necesaria una reforma de la OMC para «ampliar el espacio de elección de medidas de política económica» de los miembros

En ese cuadro, los organismos multilaterales parecen como siniestra burocracias que imponen por la fuerza sus resoluciones a países que habían acordado que otro curso de acción era preferible. En primer lugar, la regulación es bastante laxa: Argentina es miembro del FMI y Rusia lo es de la OMC. Segundo, lo que se impone a los Estados son las obligaciones que los mismos Estados han acordado libremente.

En cuanto a las propuestas de reforma, Rodrik coincide en su posición sobre las transacciones financieras con muchos otros economistas. Así como la inmensa mayoría está de acuerdo en la superioridad del comercio libre de bienes y servicios sobre la protección, la opinión se halla más dividida sobre la liberalización de los movimientos de capital. Bhagwati, por ejemplo, el teórico más eminente del comercio internacional, es partidario de la liberalización completa de la cuenta corriente, pero tiene muchas reservas respecto a la liberalización de la cuenta de capital en los países en desarrollo. La conveniencia para la economía mundial de relajar muchas de las restricciones a los movimientos de población es evidente. Rodrik coincide en este punto con Bhagwati, que ha llegado a proponer la creación de un organismo multilateral para organizar los movimientos migratorios, en paralelo a la OMC, el FMI y el Banco Mundial. El proyecto concreto de Rodrik de crear contratos de trabajo solapados de cinco años de duración para emigrantes me parece demasiado rígido para que sea aceptado, pero habrá que ver cómo evoluciona este tema.

La propuesta de reforma de las instituciones multilaterales en el sentido de ampliar «el espacio discrecional de formulación de políticas» reservado a los Estados me parece la más peregrina de todas. En primer lugar, «los espacios» existentes son ya amplísimos. Segundo, ¿cómo se miden y se negocian concesiones mutuas entre Estados en un tema tan intangible como los espacios de autonomía política? Piénsese que incluso las negociaciones sobre los temas más prosaicos, pero de enorme impacto sobre los costes de transporte, como las que se producen entre expertos sobre la facilitación del despacho de mercancías en aduanas, presentan problemas de comparabilidad y homogeneización que retrasan su terminación. La negociación sobre temas tan vaporosos como la soberanía en subespacios de la política económica, al sustraer los asuntos del ámbito de los técnicos, abriría además el riesgo de transformar la OMC en una segunda marca de la ONU, convirtiendo las diferencias de interpretación entre profesionales en enfrentamientos políticos entre países.

No deja de sorprenderme la superioridad que Rodrik atribuye a la negociación discrecional respecto a la sumisión a reglas multilaterales como modo de garantizar la satisfacción de los intereses de los países más pobres, porque en una negociación bilateral el más débil lleva las de perder. La diferencia entre las democracias y los sistemas autoritarios es que en aquéllas todos están sometidos a las mismas normas. Canadá, un país rico pero cuya economía es aproximadamente la décima parte de la de su poderoso vecino del sur, tiene la experiencia de lo que es una negociación entre desiguales. Y por eso es el abogado más firme de un sistema de reglas multilaterales en el orden internacional. Cuesta trabajo admitir que lo que es bueno para Canadá no sea más recomendable todavía para países en situación aún más desvalida como Vietnam, Argelia o Bolivia, por ejemplo.

Pero el defecto más grave de las tesis de Rodrik no reside en la relativa bondad o maldad de sus propuestas concretas de reforma de la arquitectura internacional, sino en el mensaje general de escepticismo acerca de los logros del multilateralismo y de autocomplacencia en las posibilidades de la ingeniería social. Desprestigiar la OMC y la consolidación de un régimen comercial abierto abre la puerta a la involución porque las fuerzas a favor de la liberalización son débiles, mientras que la tendencia a la extensión e intensificación del proteccionismo es un peligro constante. Una vez más, el símil de la fragilidad de la democracia es relevante: es muy difícil de conquistar, pero muy fácil de perder.

A la mayoría de los ciudadanos les gusta el proteccionismo, el rescate público de las empresas privadas en dificultades y los controles de precios

Y la democracia, paradójicamente, es uno de los mecanismos de fomento de los intereses proteccionistas. La razón está, como ya explicó hace más de medio siglo Anthony DownsEn su obra clásica An Economic Theory of Democracy, Nueva York, Harper, 1957., en la asimetría de información entre los receptores de los sustanciales beneficios de la protección y el resto de los contribuyentes que la pagan. En un sector sujeto a la competencia exterior, una barrera comercial que permite aumentar el precio interno un 20% representa un incremento sustancial de las rentas y del nivel de vida, por el que están dispuestos a presionar al gobierno y a hacer campañas de prensa los trabajadores y los empresarios del sector. Si el sector aporta el 1% al PIB, esa bonanza de un 20% para sus beneficiarios aumenta el coste de la vida para el resto de la comunidad en aproximadamente un 0,2%, apenas apreciable y, por tanto, ignorado. Entre un grupo concentrado de votantes que perciben intensamente los beneficios para ellos de la protección y la masa inmensa que no tiene conciencia siquiera de los costes que debe soportar para sostener aquellos beneficios, ¿hacia qué lado van a inclinarse los políticos que quieren llegar al poder o mantenerse en él? El interés particular se siente con intensidad y el interés público, en el mejor de los casos, se barrunta. El votante típico está óptimamente desinformado sobre los asuntos de interés general y excelentemente informado sobre los asuntos que le conciernen directamente. Esta asimetría opera en cualquier medida de apoyo sectorial, de modo que hoy le toca al carbón, mañana a las energías renovables, pasado al libro, y al final toda la sociedad está participando como beneficiaria y como pagana en el gigantesco sistema de transferencias implícitas. De hecho, paga más de lo que recibe porque, lo mismo que el hielo se derrite por el camino, el coste del proceso político implica que la carga social de la protección es mayor que el valor agregado de los beneficios que reciben sus promotores.

En el modelo de Downs no hay políticos corruptos ni grupos de presión malévolos. Los políticos son iguales al resto de los ciudadanos: maximizadores de su interés particular en la medida que lo permiten las condiciones de su entorno con la información de que disponen. Así, los políticos maximizan las posibilidades de ser elegidos o reelegidos, los ciudadanos en cuanto participantes en la producción tratan de obtener concesiones del gobierno y los mismos ciudadanos, en cuanto votantes, están racionalmente desinformados de los temas generales, excepto de aquellos que afectan a su interés particular. La razón es sencilla. Para el ciudadano medio, la información sobre las mejores rebajas de enero, las ofertas especiales en el mercado de autos o los mejores procedimientos de ascenso en su empresa, es relativamente accesible con un tolerable esfuerzo; y, frente a ese coste, los beneficios derivados de tomar una decisión acertada son sustanciales. El mismo ciudadano, si quisiera emitir un voto basado en un conocimiento completo de las alternativas en juego, tendría que dedicar más tiempo del que dispone a aprender los problemas de las nucleares, los mecanismos de incidencia de los impuestos, el funcionamiento de las instituciones de la Unión Europea, a comprobar con rigor el historial de los políticos contendientes, etc.: un coste inasumible si quiere llegar a fin de mes. Frente a este coste, ¿cuál es la ventaja de tomar la decisión correcta? Nula, porque, uno entre treinta millones, su voto nunca será decisivo en la elección. Este cálculo individual explica el alto nivel de abstención del electorado que se registra en las democracias maduras, superior al 40%. Por otra parte, el hecho de que la participación sea superior al 50% va en contra de las predicciones de este modelo, y de ahí que se hable de la paradoja de la participación.

Es cierto que este modelo del votante racionalmente ignorante ha sido puesto en cuestión recientemente por Bryan Caplan en un libro brillante y provocador que desmenuza, precisamente, lo que él denomina el mito del votante racionalBryan Caplan, The Myth of the Rational Voter: Why Democracies Choose Bad Policies, Princeton, Princeton University Press, 2007.. A través de un análisis detallado de encuestas sobre temas económicos, y del análisis comparado de las votaciones en diferentes jurisdicciones, Caplan muestra que algunos programas votados y algunas medidas sectoriales finalmente adoptadas en los parlamentos no son muchas veces el resultado de la doble asimetría –de costes-beneficios y de información– entre los pocos favorecidos y los muchos contribuyentes, sino del consentimiento, cuando no de la adhesión entusiasta, de la mayoría de los votantes. Dicho de otra manera, a la mayoría de los ciudadanos les gusta el proteccionismo, el rescate público de las empresas privadas en dificultades y los controles de precios, aun entendiendo que esas políticas tienen efectos colaterales adversos, siempre que esos efectos no lleguen a perjudicarles demasiado. Caplan propone que un modo de racionalizar ciertos sesgos permanentes en la opinión, así como la paradoja de la participación, consiste en postular que los ciudadanos tienen preferencias sobre sus creencias políticas, del mismo modo que tienen preferencias sobre las cosas que les gusta consumir. Estas creencias, entre las que está en Estados Unidos una aversión a lo extranjero, son inmunes, hasta un cierto punto, a la refutación lógica o a la disconformidad con la evidencia. Ese punto aparece cuando el coste privado de mantenerlas empieza a ser relativamente alto, cuando la realidad se impone y la vieja creencia se sustituye entonces por otra más conveniente. Es imposible dar cuenta aquí de toda la riqueza de sugerencias de esta obra, pero resaltan dos conclusiones del análisis. Primero, una condición necesaria para mejorar la racionalidad del proceso político es reducir el ámbito de actuación del Estado y aumentar el ámbito de influencia del mercado. Segundo, la lucha contra el proteccionismo es más azarosa de lo que se deduce del modelo de elección pública tradicional.

Rodrik: «Es imposible la coexistencia simultánea de Estados nacionales soberanos, globalización total e instituciones democráticas»

Si se tiene en cuenta la ubicuidad de los intereses en contra de la integración económica internacional y la duración e intensidad de la Gran Recesión, parece casi un milagro que la deriva proteccionista, especialmente intensa cuando el paro es altoSobre los determinantes de la política comercial, véase Stephen Magee, William Brock y Leslie Young, Black Hole Tariffs and Endogenous Policy Theory: Political Economy in General Equilibrium, Nueva York, Cambridge University Press, 1989., no se haya reflejado recientemente en un mayor número de contenciosos en la OMC. Una de las causas de esta aparente tranquilidad es seguramente la arquitectura multilateral del comercio que sus atacantes tienen tanta inclinación a vilipendiar. Esta es una de las diferencias con respecto al período de entreguerras. A diferencia de entonces, ahora existe una maquinaria de defensa del mercado global que, si no impide enteramente, al menos sí dificulta las maniobras de discriminación comercial. La otra diferencia importante es que ahora sabemos lo que pasó entonces, y nadie quiere arriesgarse a una repetición de los aranceles prohibitivos, los contingentes de importación, las políticas de arruinar al vecino y la tragedia de la guerra.

Probablemente esta es la razón por la que el G-20 previene una y otra vez contra los peligros de la tentación proteccionista. Desgraciadamente, el G-20 no practica lo que predica. Según Global Trade Alert, un observatorio de las prácticas proteccionistas de todos los países, el G-20 es culpable de haber introducido 877 medidas discriminatorias del comercio desde noviembre de 2008Véase Global Trade Alert, especialmente Débâcle: The 11th GTA Report on Protectionism, para un inventario detallado de las medidas discriminatorias adoptadas por cada país y una relación de los países perjudicados por las mismas.  y su cuota en el total de medidas discriminatorias ha aumentado desde el 69% en 2009 hasta el 79% en 2012. Según Global Trade Alert, en la actualidad los agresores más frecuentes son los países desarrollados, encabezados por la Unión Europea, aunque Rusia y Argentina se encuentran también entre los primeros en todas las listas. Una buena noticia es que México ha reducido el número de medidas discriminatorias vigentes.

No debe sorprender que hayan sido también los países del G-20 los que hayan encontrado nuevas formas de discriminación, aprovechándose de las lagunas existentes en la normativa de la OMC, que era preciso corregir, pero que no se ha hecho, debido, en parte, a la pasividad de Estados Unidos. Para no contrariar a los sindicatos, el presidente Obama ha demorado la tramitación en el Congreso de los acuerdos comerciales con Corea, Colombia y Panamá, y ha dejado languidecer la ronda de negociaciones de Doha en la OMC. El Congreso, por su parte, ha renovado las medidas de protección a los agricultores de caña de azúcar y remolacha y está contemplando la puesta en marcha de la política Buy American para reservar la contratación pública a los suministradores nacionales, con gran irritación de Canadá y México, los socios de NAFTA. La imitación es fácil, y la Unión Europea, a instancia del presidente Hollande, está elaborando un programa de Comprar lo europeo.

Estas maniobras oportunistas, aunque todavía no han dado lugar a confrontaciones graves, son probablemente ineficaces para conseguir los resultados que se pretenden y, por otra parte, aumentan el peligro de un deslizamiento hacia un proteccionismo que puede resultar irreparable. Las restricciones comerciales son muy difíciles de eliminar por la asimetría entre los pocos privilegiados y los muchos perjudicados sólo un poquito, y, si generan represalias, la eliminación será más difícil todavía, aunque no hayan servido para nada.

 

Alfonso Carbajo es técnico comercial del Estado.

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