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Peggy Guggenheim: confesiones de una adicta al arte

Peggy Guggenheim: la vida de una adicta al arte

ANTON GILL

Plaza y Janés, Barcelona, 704 págs.

Trad. Carlos Milla

Confesiones de una adicta al arte

PEGGY GUGGENHEIM

Lumen, Barcelona, 160 págs.

Trad. de Daniel Aguierre

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Peggy Guggenheim (1898-1979) representa tal vez uno de los casos paradigmáticos donde las lindes entre su actividad pública como coleccionista y su vida privada están premeditadamente difuminadas, brindando así la equívoca posibilidad de hacer con ella tanto biografía del arte como arte de lo meramente biográfico. Razones para el solapamiento no faltan, ya que la propia Peggy se encargó de dejar personalmente por escrito los detalles morbosos de una agitada vida que quiso ver dedicada al arte moderno. Confesiones de una adicta al arte, una versión abreviada de su autobiografía, es un autorretrato que da fe de ello; Peggy Guggenheim: la vida de una adicta al arte, por su parte, es una biografía que ahonda en la vida de Peggy, matizando y ampliando la versión de la autora y hurgando en cuestiones que por distintos motivos ésta prefirió soslayar.

Marguerite Guggenheim vino al mundo en Nueva York, miembro de segunda generación de dos familias judías que emigraron de Europa a mediados del siglo XIX , los Seligman y los Guggenheim. Ambos clanes amasaron una considerable fortuna y se ganaron una reputación de exitosos comerciantes en un período relativamente corto de tiempo. Meyer Guggenheim, abuelo de Peggy, comenzó como vendedor ambulante a su llegada a Estados Unidos en 1848 y para 1900 ya era un magnate de la minería, negocio que se encargaron de ampliar sus hijos, entre ellos Solomon, a la postre filántropo y creador de la fundación Solomon R. Guggenheim. El padre de Peggy, Benjamin Guggenheim, más licencioso y menos visionario en términos comerciales que sus hermanos, moriría trágicamente en el Titanic en 1912. Si esto pudo representar un duro golpe para Peggy y sus dos hermanas, desde luego les brindó independencia económica al alcanzar la mayoría de edad y poder disfrutar de los intereses de la herencia de su padre, dispuesta como capital en fideicomiso. Peggy no era ni mucho menos «una Guggenheim rica», pero a pesar de la dilapidada vida de su padre, heredó lo suficiente (sumado, posteriormente, a la herencia dejada por su madre) como para no preocuparse por ganar dinero durante el resto de sus días. Desde pequeña Peggy habitaría entre Estados Unidos y Europa, donde se establecería desde 1920 hasta el día de su muerte, a excepción de los años que pasó en Nueva York entre 1941 y 1946, huyendo de los horrores de la guerra en Europa. Antes de partir para Francia, Peggy conocería en Nueva York a quien sería su primer marido, el artista Laurence Vail, con quien se casaría en 1922 en París. Vail, más que pintor o escritor, fue un excelso bebedor y bon vivant que a cambio de seducir a Peggy y vivir de sus rentas la introdujo en el mundo de la bohemia parisina de la década de 1920, donde frecuentaría a Gertrude Stein, Marcel Duchamp, James Joyce, Man Ray y Djuna Barnes, entre otras figuras destacadas de la época. Desgraciado como pudo ser su matrimonio con Vail, ya entonces se reveló una actitud que Peggy nunca abandonaría a lo largo de su vida: si bien no había gozado de una educación universitaria, su interés por saber y por codearse con quienes sabían no tenía límites, por lo que siempre encontraría una pareja o se rodearía de personas que pudieran estimular y satisfacer sus ansias de conocimiento. A pesar de sus amigos artistas de la bohemia parisina, Peggy no mostró ningún interés por el arte moderno hasta finales de 1930 en Inglaterra, adonde se había trasladado tras divorciarse de Vail. Allí, fruto del aburrimiento y como mero pasatiempo, flirtearía con las nuevas tendencias del arte moderno. «Mi amiga, Peggy Waldman, me sugirió que me dedicara a la edición, pero, por temor a que me resultase demasiado caro, opté por la otra alternativa: abrir una galería de arte moderno» (Guggenheim, pág. 47). Guggenheim Jeune se inauguraría en enero de 1938 y celebraría exposiciones individuales de Jean Cocteau, Vassily Kandinsky e Yves Tanguy, entre otros artistas. En este proyecto, como haría con otros a lo largo de su vida como coleccionista, Peggy se sirvió del asesoramiento del crítico y abanderado del arte moderno Herbert Read y de Marcel Duchamp (a quien Peggy dice deber su educación artística). En 1939, Peggy decide cerrar Guggenheim Jeune y abrir un museo de arte moderno. Ya que perdía dinero, «era preferible gastarse mucho más y hacer algo que mereciera la pena» (Guggenheim, pág. 60). Inspirándose en el Museum of Modern Art de Nueva York, Peggy convenció a Read para que dirigiera la futura institución. Éste confeccionó una lista de los artistas que debían incluirse en el museo (una lista corregida posteriormente por Marcel Duchamp y Nelly van Doesburg, viuda de Theo van Doesburg, del grupo De Stijl) que pasaría a formar la base de lo que hoy es la colección Peggy Guggenheim. El proyecto del museo se iría al traste debido a las incertidumbres que trajo consigo el comienzo de la guerra, pero Peggy aún volvería a París y se daría frenéticamente a la tarea de satisfacer la lista de Read: «me hice con el propósito de adquirir un cuadro por día» (Guggenheim, pág. 65). En este período compraría, a unos precios realmente accesibles, obras de Max Ernst, Constantin Brancusi, Alberto Giacometti, Fernand Léger, Giacomo Balla, Piet Mondrian y Francis Picabia, entre muchas otras. Sería entonces cuando conocería al galerista estadounidense Howard Putzel, quien le haría de cicerone por los estudios de artistas en París y, posteriormente, tras la vuelta de Peggy a Nueva York, trabajaría para ella de secretario, animándola a confiar en los nuevos valores de la pintura estadounidense. Peggy regresaría a Nueva York en 1941 llevándose consigo a Max Ernst, con quien se casaría en diciembre de ese año. En 1942 abriría su galería-museo Art of this Century, con un diseño espectacular de Frederick Kiesler, donde expondría su colección de arte y dedicaría una sala a exposiciones temporales. En Nueva York durante la Segunda Guerra Mundial se cobijaron gran parte de los artistas europeos, desde André Breton a Tanguy, pasando por Ernst, Duchamp y Léger. Peggy mostraría la obra de estos últimos en su museo, pero en su galería de exposiciones temporales comenzó a exponer los trabajos de un grupo de jóvenes y desconocidos artistas estadounidenses, Jackson Pollock, Robert Motherwell, William Baziotes y Mark Rothko, entre ellos. De nuevo, aunque el dinero y el empeño de Peggy fueron los que animaron a esta hornada de artistas, fue otra persona, Putzel, la que le llamó la atención sobre la importancia de esta pujante generación de creadores. Si Peggy fue fundamental para que Pollock se hiciera con un nombre en la escena artística, parte del mérito se debe a la visión de Putzel. En 1946, una vez concluida la guerra en Europa, Peggy abandonaría Nueva York por París. Sin embargo, a las pocas semanas visitaría Venecia, que ya conocía por su primer marido, Laurence Vail, y decidiría establecerse allí y buscar un lugar para exponer su colección. El lugar escogido fue el palacio Venier dei Leoni, que la alberga hasta la fecha. Puede decirse que para cuando Peggy vuelve a Europa la colección está prácticamente concluida, ya que los dos períodos en los que quedó conformada fueron los de 1938-1940 en Europa y 1941-1946 en Estados Unidos. Su núcleo, por tanto, lo conforman obras surrealistas y abstractas de la primera mitad del siglo XX , la época que Peggy consideraba realmente feraz y creativa del arte moderno. Consecuentemente, en 1960 escribiría que «la nuestra es una época de coleccionismo, no de creación» (Guggenheim, pág. 151).

Es revelador que la primera autobiografía de Peggy, Out of this Century: the Informal Memoirs of Peggy Guggenheim, apareciera en 1946 (con portada y contraportada de, nada menos que, Ernst y Pollock), una vez que su actividad como coleccionista y marchante prácticamente ha concluido. En ella da cuenta de sus peripecias y, sobre todo, abunda en detalles de sus relaciones amorosas (aunque en el texto la luenga lista de implicados se oculte bajo seudónimos). En 1960 se publicará Confessions of an Art Addict, una edición abreviada de esas memorias, la que ahora edita en castellano la editorial Lumen en una pulcra traducción, aunque con pésimas ilustraciones. En 1979 vería la luz un nuevo texto, Out of this Century: Confessions of an Art Addict, donde Peggy reunió los dos libros anteriores y donde no ocultaría ya los nombres de las personas que aparecen en él (de esta edición hay dos traducciones castellanas: Una vida para el arte, Salvat, 1995, y Una vida para el arte: confesiones de una mujer que amó el arte y los artistas, ediciones Parsifal, 1990).

Peggy Guggenheim se cuidó de escribir su propia historia, y lo hizo con desparpajo y bastante impudicia. Aun así, ha sido objeto de varias biografías, y de algunas que se anuncian (como la venidera de Mary Dearborn en la editorial Houghton Mifflin). En España ha aparecido recientemente Peggy Guggenheim: la vida de una adicta al arte, de Anton Gill, más de quinientas páginas de anécdotas y elucubraciones psicoanalíticas en torno a la coleccionista (cuya versión castellana ostenta el dudoso logro de no poner una sola tilde al adverbio «sólo» en todo el libro). Gill hace fundamentalmente un recuento de los amoríos de Peggy (de los que ella ya levanta acta en sus memorias) con Samuel Beckett, Yves Tanguy, John Cage, tal vez Marcel Duchamp, y detalla las fiestas, viajes y mezquindades de la protagonista. Sin embargo, aunque Gill parece haberse documentado y dice haber pasado «varios años de trabajo» (Gill, pág. 543) para escribir su libro, el tono y el cúmulo de comentarios extemporáneos (del tipo «no se requiere ser un Freud para deducir que el posterior interés de Peggy por los colores vivos […] fue una reacción a esa fúnebre biblioteca donde la obligaban a comer [de niña]», pág. 74, o «Si de veras se produjo ese intento de contacto sexual [con Jackson Pollock], sin duda él debía de estar demasiado borracho para hacer mucho más que orinar», pág. 399), frivolizan su labor hasta trivializarla. En ese contexto, Gill insiste en el que podía haber sido un buen ángulo para enfocar su trabajo, que «colección y coleccionista se convirtieron en una misma cosa: la identidad y el ego de Peggy estaban ligados a la colección» (Gill, pág. 23, passim). Sin embargo, no apoya esta afirmación de tintes freudianos (ni tan siquiera hilvana la narración de modo que suene plausible), sino que pretende corroborarla reiterándola. No convence. En relación a esa identificación de Peggy con su colección, el capítulo más interesante del libro es el dedicado a resolver el destino de ésta desde finales de los sesenta, con su dueña ya achacosa y sola en Venecia intentando evitar que a su muerte su legado se disuelva entre los herederos. La Tate Gallery londinense, el gobierno italiano e incluso el Louvre mostrarían un súbito y comprensible interés por la anciana Peggy. Los detalles de las negociaciones y las estrategias para evitar que su «obra» se desmembrara son ilustradores de la vulnerabilidad de una colección de arte particular, como lo es que, inesperadamente, aquélla acabara formando parte de la fundación de su tío Solomon, su propietaria y custodia actual. Una decisión que, en última instancia, ha hecho que se siga hablando de Peggy Guggenheim, por su colección y por su vida. Una vida marcada por una tardía pasión por el arte que la hizo mecenas de artistas y amantes, sustento del papel couché y del arte moderno.

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Ficha técnica

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