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Gramsci según Gramsci, y Gramsci según Podemos

Antonio Gramsci. Vida de un revolucionario

Giuseppe Fiori

Madrid, Capitán Swing, 2015

Trad. de Jordi Solé Tura

392 pp. 20 €

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I. El Gramsci histórico

¿Biografía o hagiografía?

En 1966, el sello Laterza publicaba por primera vez el libro que origina estos comentarios. Escrito por el periodista Giuseppe Fiori, este retrato biográfico de la figura de Antonio Gramsci tuvo bastante impacto y popularidad en la Italia de aquel momento. De un lado, difundía de manera atractiva el conocimiento de la personalidad del más notable de los fundadores del Partido Comunista Italiano. De otro, alimentaba la polémica abierta entre la ortodoxia comunista y algunos influyentes miembros del partido, como Pietro Ingrao, que reivindicaban el derecho a disentir en una organización tan jerárquica. A comienzos de esa misma década se había producido en el seno del Partido Comunista de España un debate entre el grupo dirigente en torno a Santiago Carrillo, anclado a una visión más arcaica, y quienes postulaban una visión más actualizada de la realidad española. En el caso español, el desenlace de la polémica fue la expulsión de quienes encabezaban dentro del partido la posición renovadora: Fernando Claudín, Jorge Semprún y Javier Pradera. Se explica que la editorial Península publicara entonces el libro de Fiori, que Jordi Solé Tura tradujo al castellano en 1968. La figura de Gramsci evocaba libertad de pensamiento, autenticidad y fortaleza.

Capitán Swing Libros nos ofreció en 2015 una reimpresión de aquel texto después de cincuenta años. A pesar de que la información disponible sobre la vida y obra de Gramsci se ha multiplicado, la única novedad de tan reciente entrega estriba en algún retoque en el título del libro. Del original y aséptico Vida de Antonio Gramsci se ha pasado en la versión actual a un título con más intención: Antonio Gramsci. Vida de un revolucionario. Uno echa en falta una presentación que, además de ubicar al texto en el momento y la circunstancia de su primera publicación, aportara alguna novedad sobre los avatares de cómo ha evolucionado la curiosidad por Gramsci de entonces a hoy. Esta observación no resta méritos a un estimable y bien contado relato que en su día provocó el interés de muchos por la personalidad de aquel sardo practicante, universitario en Turín, impulsor en la ciudad piamontesa del movimiento de los «consejos de fábrica», dirigente comunista y diputado al que Mussolini tuvo encarcelado durante diez años hasta unos meses antes de su muerte.

El libro de Fiori no pretendía ser una biografía intelectual, sino una semblanza de la singular personalidad de Gramsci, un periodista culto como el propio autor del libro. El relato, de agradable lectura, gusta. Capta el carácter y las circunstancias que modelaron a aquel político e intelectual; destaca su sensibilidad e inteligencia, la preocupación permanente por sus familiares y conocidos próximos; subraya la enorme voluntad y fortaleza que mostró desde pequeño ante su imperfección física («quel sardo gobbo»: «ese sardo jorobado», como lo llamaba Mussolini) y, en general, ante la adversidad. El libro refuerza la imagen del hombre público, pero también la de un ser íntimo y retraído: en una palabra, su humanidad. El autor se nutre de la correspondencia y de otros textos de Gramsci disponibles en los años sesenta. El relato adquiere viveza gracias a los testimonios de la familia, sobre todo de su hermano Gennaro, algunos de sus maestros y compañeros de juego, de escuela y de partido.

El libro de Fiori no pretendía ser una biografía intelectual, sino una semblanza de la singular personalidad
de Gramsci

No sabemos si Fiori había filtrado críticamente esos testimonios. Y es que la pregunta por la génesis de las fuentes (los testimonios, por ejemplo), formulada de manera cada vez más sofisticada, sigue siendo consustancial a la buena práctica historiográfica. ¿Acaso la proximidad, la pertenencia a una misma generación o haber estado involucrado en los mismos procesos históricos relevantes determinan la calidad de un testimonio? Por otra parte, y desde que en 1958 se iniciaron la serie de Congresos de Estudios Gramscianos, fue agrandándose la separación entre estudios técnico-académicos (más sensibles a las cautelas epistémicas) y estudios biográficos sobre la figura de Gramsci. Los primeros se centraban en el análisis y alcance de los conceptos básicos que emergían de los manuscritos gramscianos. Los segundos se orientaban a la difusión del personaje, a resaltar sus virtudes y su capacidad de resistencia frente a la soledad y el aislamiento. Años después, esta dicotomía se difuminó debido a la aparición de nuevos escritos, cartas de Gramsci y testimonios de coetáneos aún no revelados cuando se escribió el libro. Toda esta información sobrevenida aporta datos sobre la dimensión personal del dirigente italiano o sobre las relaciones con sus camaradas más próximos, que matizan e incluso desafían en algunos extremos la vigencia del relato biográfico de Fiori elaborado a comienzos de los años sesenta. No obstante, el libro conserva su principal mérito: el predominio en sus páginas de un Gramsci auténtico.

Sin duda, los nuevos hallazgos documentales han completado desde un punto de vista biográfico el conocimiento de su personalidad, en la que resulta difícil separar, por cierto, la figura del hombre público y su faceta más intima. Sin embargo, el tiempo no ha alterado la validez de algunas aportaciones sustanciales sobre el sentido de las categorías más convencionalmente políticas del repertorio gramsciano, que se consolidaron a partir, sobre todo, de la cuidadosa edición crítica de los Cuadernos de la cárcel a cargo de Valentino GerratanaAntonio Grasmci, Quaderni del carcere, Turín, Einaudi, 1977, 4 volúmenes.. Este tuvo en Antonio Santucci a un gran colaborador y continuador, responsable de la edición más completa de las cartas de GramsciAntonio Gramsci, Lettere (1908-1926), Turín, Einaudi, 1992; Lettere dal carcere (1926-1937), Palermo, Sellerio, 1996.. La mejor lección que nos legaron estos y otros estudiosos fue el respeto al Gramsci histórico y comprender su vida y obra en contexto, es decir, situarlo dentro del campo de factores que circunscriben el significado y permiten explicar de modo veraz el alcance de su figura.

El interés por Gramsci

El 27 de abril de 1937 moría Antonio Gramsci. Tenía cuarenta y siete años. Las privaciones sufridas durante los casi diez años de cárcel acabaron con la frágil salud del preso político más temido por Mussolini. Despertaba el interés por su figura y la admiración por su resistencia moral. Convertido en símbolo de la lucha antifascista, era presentado en Italia como «el Gramsci de todos». Pero cada uno de los componentes de ese todo esgrimía títulos para reclamar parte de su herencia. En primer lugar estaba su partido, el Partido Comunista Italiano, depositario principal del legado de su dirigente. Años más tarde surge una contestación izquierdista a la interpretación oficial del PCI en un intento de distanciar la figura de Gramsci de las tesis del leninismo práctico y su secretario general, Palmiro Togliatti, compañero de aquél desde los comienzos. Se insistía en que Gramsci propugnaba durante su etapa turinesa «los consejos de fábrica» como forma de «autogobierno de las masas obreras», algo de lo que dan buena cuenta sus artículos en el periódico Ordine Nuovo (1919-1920), fundado por él y otros amigos. Por su parte, los socialistas italianos veían en Gramsci a un continuador singular del socialismo democrático. También los liberales italianos lo consideraban un renovador progresista de la tradición liberal inaugurada en el Risorgimento. Piero Gobetti, el gran humanista y liberal italiano, que lo había tratado en la época de Turín, admiraba en aquel joven periodista y activista político el «fervor moral, escepticismo pesimista e insaciable necesidad de ser sincero». Con motivo de la primera aparición de las cartas de la cárcel de Gramsci, Benedetto Croce comentaba lo siguiente sobre Gramsci: «Como hombre de pensamiento era uno de los nuestros, de aquellos que en los primeros decenios del siglo en Italia se esforzaron en formarse una mente filosófica e histórica adecuada a los problemas del presente»Quaderni della critica, núm. 8 (1947), p. 86..

Todas estas circunstancias alentaban la curiosidad por la trayectoria política e intelectual de Gramsci. Ese interés aumentó en la segunda mitad de los años sesenta y tuvo su punto culminante en la década de los setenta. Se multiplicaron las traducciones de sus escritos a los idiomas más influyentes, hasta el punto de que Gramsci era uno de los autores italianos más citados en el campo de las ciencias sociales. Incluso en el singular mundo académico anglosajón se iniciaba un interés por su obra que se ha mantenido, sobre todo en el seno de la influyente escuela de pensamiento de los Cultural Studies y que se extendió a los Estados Unidos, donde aún perdura. Pero en general, el interés público por la figura de Gramsci declina al finalizar la década de los ochenta.

En el caso de España, el impacto de Gramsci se debió principalmente a la labor realizada por Manuel Sacristán, pionero en la introducción del pensamiento del italiano entre nosotros. La memorable Antología (Madrid, Siglo XXI, 1970) de sus escritos, cuyos textos seleccionó, tradujo y escoltó con valiosas notas, facilitó el acceso a los cuadernos y cartas de la cárcel, así como a otros escritos anteriores de Gramsci. Inspirado por Sacristán, y siguiendo sus pasos, prosiguió la tarea Francisco Fernández Buey, el más potente estudioso de Gramsci en España. Este filósofo de origen palentino afincado en Barcelona afrontó con rigor los problemas candentes que ha suscitado la lectura de Gramsci, la aparición de nuevos escritos y el examen del variopinto universo de sus intérpretes. El conjunto de sus trabajos ha sido concluyente a la hora de establecer el sentido y alcance de las categorías gramscianas, su trascendencia en la tradición comunista, la evolución del personaje y el difícil acoplamiento entre dimensión pública e íntima, aspecto crucial para entender no sólo al singular político e intelectual, sino a un hombre tan sensible como fue aquel ilustre sardoLeyendo a Gramsci, Barcelona, El Viejo Topo, 2001..

¿Por qué Gramsci ha recobrado en los últimos años actualidad en España después de años de olvido? Como en ocasiones anteriores, más pretextos que buenas razones explican el retorno a la evocación del singular intelectual y político del siglo pasado. Hace años, el filósofo argentino Ernesto Laclau, junto a la politóloga Chantal Mouffe, compusieron una versión «posmoderna» de las categorías de Gramsci publicada originariamente en lengua inglesa en 1985 y traducida al castellano dos años después (Hegemonía y socialismo. Hacia una radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI, 1987) que les sirvió más tarde como recurso para remozar el populismo peronista practicado por el matrimonio Kirchner y dar una apariencia teórica al tosco «socialismo bolivariano». El «Gramsci de Laclau» lo importa Podemos de la mano de Íñigo Errejón, quien no sólo ha conseguido hacer inteligible esa chocante versión, sino convertirla en soporte doctrinal de su formación política y en uno de sus recursos de seducción. Una vez más, la ingente personalidad de Gramsci, no menos que la presunta versatilidad de sus textos, estimulan una enésima resurrección del interés por el político italiano de entreguerras al precio de hacer decir a Gramsci lo que no dice y aparecer como lo que no es. A esta interpretación dedicaremos la segunda parte de este ensayo.

El destino de ser un interpretado

Desde aquel fervor inicial que suscitó la figura de Gramsci tras su muerte cabía sospechar que ser un interpretado, y en muchos casos a piacere, iba a convertirse en el destino de Gramsci y en un coste para su autenticidad. El atractivo de una personalidad ejemplar para muchos suscita interés, impacta y estimula la difusión del relato de su vida y su obra. Pero, aprovechando la denominada «ambigüedad» de Gramsci, no pocas veces se retuerce también el sentido de sus afirmaciones y se instrumentan en direcciones muy dispares categorías centrales del código gramsciano para emplearlas como marco discursivo y pretexto para legitimar una estrategia. Lamentablemente, Gramsci ha sido más interpretado que leído con respeto. En esa larga historia de interpretaciones, el examen de su dimensión real queda contaminado: ha primado el intento de explotar la autoridad moral de su vida, apropiarse de sus ideas y extraer de su obra lo que en ella no hay. Por algo decía Sacristán en la «Advertencia preliminar» de su Antología que «los textos de Gramsci están mejor sin compañía».

Roma, 21 de enero de 1921

¿Cómo rescatar a Gramsci de hagiógrafos y comentaristas dispuestos a utilizar su figura para un roto o para un descosido? Sólo la observancia de elementales cautelas historiográficas previene contra esos estrategas. Para comprenderlo de modo apropiado, hay que atender a las circunstancias de las que emerge su figura y la producción de su obra, a las convenciones propias de una determinada época, a la urdimbre histórico-lingüística que hace inteligibles las complejas intenciones de Gramsci. El alcance de cualquiera de sus textos no se capta si se prescinde de la situación política del momento, significado inmanente al lenguaje normativo, tipo de discusiones al uso, conceptos y vocabulario político disponibles de los que se valía el autor para polemizar sobre algo y dialogar con alguienFernando Vallespín, «Aspectos metodológicos en la Historia de la Teoría Política», en Fernando Vallespín (ed.), Historia de la Teoría Política, I, Madrid, Alianza, 1990, pp. 30-34.. En resumen, el Gramsci histórico se recupera no obviando su condición radical de «pasado ausente», espacio en el que cobra sentido cabal el personaje, sus textos y proyección, sino que solamente respetando su historicidad podremos rastrear con cierta corrección epistémica, integridad intelectual y decencia moral al Gramsci real. De esta manera se desvanece también la ingenua pretensión de hallar en él un menú de recetas para tratar de modo apropiado un presente cuyos rasgos básicos se desconocen. A los textos de Gramsci podría aplicarse aquello de que «con fecha se entienden todos; sin fecha, ninguno».

Recuperar a un clásico

La trayectoria intelectual y política de Gramsci se desarrolla en el período de entreguerras del pasado siglo. Dos rasgos muy relacionados con su quehacer sobresalen en aquel momento crucial: el auge del extremismo, que alienta el lado más enfático de los idearios políticos; y una mayor fusión entre las masas y la política, entre intelectuales y vida pública. En este marco, y desde una situación personal cada vez más difícil, acomete Gramsci un análisis propio de la sociedad civil y el Estado en Occidente, al tiempo que sondea las posibilidades a largo plazo de la realización del socialismo como proyecto. Ha comprendido el calado del fascismo, la dimensión de la derrota de la revolución en Occidente y lo estéril del seguidismo de la III Internacional.

Su personalidad, su saber singular, así como no pocos de sus textos, dejan entrever que en Gramsci conviven elementos contradictorios. De manera intermitente asoman en su trayectoria intelectual, moral y política tensiones entre criterios epistémicos realistas y la influencia del historicismo especulativo de Benedetto Croce, entre libertarismo y estrategia leninista, entre aprecio a sus maestros liberales y lealtad al socialismo marxista, modelo de «vida buena» cuya implantación considera imprescindible para el progreso y la justicia. A mi juicio, todas esas tensiones se resumen en la que existe entre, de un lado, la inspiración originaria de la Ilustración política, de la que trae razón el socialismo como ideal emancipatorio; y, del otro, el sesgo antidemocrático de las organizaciones de masas y de un movimiento comunista internacional sometido a la voluntad de un autócrata como Stalin.

En los últimos años de su vida, aquel dirigente político confinado desde 1926 hasta 1937 da muestras de una conciencia escindida y un fundado temor al fracaso del proyecto al que, sin embargo, se mantuvo fiel hasta el final. Estas sensaciones se traslucen en lo que piensa y escribe; también en los silencios de aquel resistente encarcelado, que sintió siempre la «insaciable necesidad de ser sincero». En él cuenta mucho el impacto que le producen sus dramáticas circunstancias personales. Su reflexión se desarrolla en condiciones muy precarias: dispone de pocos libros y no tiene posibilidades de contrastar empíricamente una información que le produce perplejidad y desconcierto; percibe que sus compañeros más próximos del partido se distancian; además de sentirse aislado políticamente, apenas tiene comunicación con sus seres más queridos. No sólo avanza su enfermedad: también su escepticismo y pesimismo.

Con Gramsci se cierra una forma de ser en el seno del movimiento obrero. Su manera de acoplar honestidad intelectual y fortaleza moral, lucidez racional y sensibilidad, lo proyectan como una persona auténtica y un dirigente político singular. La reflexión de Gramsci fue el último intento de recomposición del marxismo como pensamiento práctico, un intento original, penetrante, ambiguo y, a la postre, no consumadoRamón Vargas-Machuca, El poder moral de la razón. La filosofía de Gramsci, Madrid, Tecnos, 1982.. Lo que vino después fue el desierto de lo puramente político. El marxismo como programa pervivió mayormente en sus pesadillas.

Tomarse a Gramsci en serio es tratarlo como lo que es: un clásico en el seno de una tradición política y moral determinada. La actitud hacia él y su obra debe ser la que se adopta con los clásicos del pensamiento político: se les tiene en alta consideración no porque abordan los asuntos de siempre, sino por la forma en que lo hacen, porque saben reflejar conceptualmente la almendra de un debate relevante en un momento significativo o para un grupo social de importancia. Esta deferencia no implica organizar la investigación o examen de la actualidad en torno a las hipótesis de Gramsci ni considerar perennes sus aportaciones estratégicas. Un clásico es aquel de cuyo bagaje no podemos prescindir, pero cuyo proyecto ya no cabe aplicar. Sus aportaciones han resultado cruciales para el progreso del conocimiento; en tanto que circunscritas a unas circunstancias y una época, deben ser consideradas, hasta cierto punto, relativas y superadas.

El saber político de Gramsci

La personalidad de Gramsci y su filosofar se transparentan en un estilo intelectual, impronta que se plasma en la forma de su escritura y en sus textos. Buena parte de sus escritos anteriores a la prisión son artículos en prensa, opiniones sobre cuestiones disputadas o de actualidad, intervenciones en las que no suelen faltar reflexiones sobre las raíces históricas de los problemas. Y los Cuadernos de la cárcel son bocetos, borradores incompletos; evidencian una intención de dejar abiertos los asuntos, de volver una y otra vez sobre ellos y establecer un diálogo empático con su interlocutor. No escribe de manera lineal ni sistemática y sus propuestas resultan inconclusas a propósito. En sus Cartas se transparenta su personalidad y es fácil seguir el rastro de sus circunstancias, de manera más señalada las que distinguen los últimos años de su vida: aislamiento en la prisión, agravamiento de la enfermedad y crisis emocional que le produce la relación con las personas más queridas. En resumen, su estilo es congruente con la clase de saber político que practica y denomina con acierto filosofía de la praxis.

La perspectiva epistemológica de Gramsci se inserta en la tradición ilustrada de la modernidad; de manera particular, se inspira en la vena emancipatoria que procede de Marx y promueve una relación inexcusable entre ciencia, moral y política. A su juicio, el conocimiento científico brinda información solvente y necesaria para configurar una conciencia esclarecida y crítica, que promueva una visión en profundidad, comprensiva y de largo alcance. Con ella pretende desvelarse lo que a primera vista no se ve o se oculta adrede, desmontar prejuicios, dogmas que se tienen por verdades e ilusiones que deslumbran y ciegan. A la postre, unos supuestos epistémicamente valiosos ayudan a conformar un buen juicio político que anteceda a la acción. De esta manera, el vínculo entre teoría y práctica aporta recursos para sortear el desorden intelectual o moral y actuar correctamente. Esta idea es la que enfatiza Gramsci con la tan mentada frase de que «la verdad es revolucionaria».

La perspectiva epistemológica de Gramsci promueve una relación inexcusable entre ciencia, moral y política

Por otro lado, el sintagma «filosofía de la praxis» evoca la centralidad de la acción. Para Gramsci no implica sólo la necesidad de tomar decisiones con determinación, sino también con talento, responsabilidad y teniendo como horizonte los principios. Justamente la criba epistémica marca en aquel contexto histórico una diferencia sustancial con Mussolini en el manejo de la indignación popular como combustible del activismo político. Gramsci sentía aversión hacia el verbalismo que sustituye al análisis. El hecho de que compromiso epistémico, moral y político se complementen empuja a caminar en sentido contrario al populismo: filtra los motivos que inducen a la acción política, calibra los procesos que desencadenan y permite evaluar las consecuencias que resultan de todo ello. El realismo epistémico empuja al realismo moral. En este sentido, Gramsci compartiría el criterio kantiano de que se debe lo que se puede.

Pero, en el horizonte moral de Gramsci, los principios cuentan. El de autonomía moral, entendido como capacidad de autorrealización personal, está ya muy presente en el Gramsci más joven. Es también aspiración primigenia del socialismo, horizonte moral que trata de compatibilizar con el logro de la autonomía colectiva, la libertad política. La emancipación y la democracia son inescindibles de la libertad moral de los individuos. En la mente de Gramsci, el desarrollo valioso de estas distintas dimensiones requiere una conciencia lúcida, es decir, conocimiento racional y disposición crítica. En esta dirección, el saber político de Gramsci esboza una suerte de «política de la ciencia» destinada a que el consentimiento de los ciudadanos sea informado y sus decisiones políticas razonables, algo inherente a la buena democracia, tanto en su versión clásica como moderna. «Sentido común ilustrado», denominaba Gramsci a la aspiración de un progreso intelectual de la mayoría que debería resultar de la difusión del «conocimiento elevado», la alta cultura, de una mayor vinculación, decía él, entre homo sapiens y homo faber. De esta manera, los logros de la racionalidad estarían disponibles para los ciudadanos, influirían en sus motivaciones y decisiones, y contribuirían a superar la disociación entre necesidades de las mayorías y los intereses de unos pocos que hasta ahora determinan las prioridades de las políticas científicas y culturales.

Compatibilizar estas aspiraciones produce tensiones. En primer lugar, por la distancia entre lo que se pretende y lo que resulta, entre fines moralmente plausibles y medios tenidos por indispensables que no pocas veces se contraponen a los principios y metas que se pretenden alcanzar. Con la cautela exigida por esa ambivalencia a la que acabamos de aludir, hay que entender el sentido, y también las contradicciones, de dos categorías del repertorio de Gramsci tan recurrentes como polémicas: la de hegemonía e intelectual. En la intención de Grasmci, ambos conceptos no deben configurarse como vías de adoctrinamiento que aseguren una dominación consentida, sino como recursos pedagógicos que capaciten para no engañarnos ni ser engañados, que fomenten un ejercicio informado tanto del autogobierno de los ciudadanos como de la autorrealización personal. Otra cosa es que, analizados los textos de Gramsci, y comprobada la explotación interesada de estos, ese objetivo de ganar autonomía moral recurriendo al ejercicio de la hegemonía se nos antoje un intento imposible o, más bien, un oxímoronRamón Vargas-Machuca, «Política y cultura en la interpretación gramsciana de la hegemonía», Sistema, núm. 54-55 (1983), pp. 73-91..

Provisto de este acervo de disposiciones epistémicas y morales, Gramsci dio muestras a lo largo de su vida de gran independencia de criterio y de tener un pensamiento propio. Alguien que mira a los hechos de frente no sólo advierte cuándo éstos cambian, sino hasta qué punto esta circunstancia afecta a opiniones, creencias y rutinas que uno venía sosteniendo. No le faltó lucidez, coraje y libertad para modificar las propias posiciones y cargarse de razones y autoridad moral para exigir de los suyos una actitud análoga. Se ha dicho que Gramsci tenía algo de laico y protestante, de «hereje fecundo» que no busca romper, sino recuperar la inspiración originaria que da razón de las tradiciones en que uno se reconoce. A una actitud análoga se refería Eugenio Garin, gran historiador de la filosofía italiana, cuando afirmaba que la herejía es fecunda «si lo es dentro de una ortodoxia».

II. Gramsci en el relato populista

Los fundadores de Podemos han tenido en Gramsci a uno de sus iconos. Aquel formidable resistente del período de entreguerras simbolizaba el estandarte que les mantenía emocionalmente vinculados a lo mejor de la tradición del socialismo marxista. Pero el Gramsci histórico se parece poco a la interpretación de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe que han secundado los diseñadores de este nuevo partido. Se trata de una interpretación ajena a la que en verdad emerge de los textos, la evolución intelectual y la experiencia personal de Gramsci, así como del contexto en que le tocó vivir. Su legado está en las antípodas de los populismos, que son, a su juicio, fábricas de promesas demagógicas que presagiaban un porvenir sombrío.

Mouffe y Laclau emprendieron el estudio de Gramsci desde supuestos teóricos extraídos de diversos caladeros, como la hermenéutica posheideggeriana, la filosofía del lenguaje del segundo Wittgensteinm o el psicoanálisisChantal Mouffe, The Return of the Political, Londres, Verso, 1993, p. 21 (existe versión española: El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical, trad. de Marco Aurelio Galmarini Barcelona, Paidós, 1999).. A su juicio, pensadores posepistémicos y posestructuralistas, como Lacan, Foucault o Derrida, entre otros, captaban acertadamente la naturaleza de lo político y la radicalidad de los antagonismos. Tampoco faltaba a la cita Carl Schmitt, al que la izquierda menos liberal, y por supuesto el peronismo, regresa de cuando en cuando.

A partir de esta variada inspiración consideraban agotadas la perspectiva epistemológica y la tradición política de la Ilustración, de las que Gramsci se sentía continuador. Y concluían que proyectos nacidos de aquélla, como liberalismo político y socialismo, eran ya pasado: «Se ha producido el estallido de esa concepción de la inteligibilidad de lo social»Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI, 1987, p. 156.. Parten del supuesto de que el orden social carece de fundamento. Decae la pretensión ilustrada de instaurar un patrón general de objetividad y de justicia cuyas buenas razones habilitan para confirmar o falsar análisis de la realidad, valorar concepciones del mundo o formas de vida. No hay disponibles criterios básicos o principios independientes con los que calibrar la mayor calidad moral de un proyecto frente a otro; ni tampoco hay reglas objetivas que nos permitan determinar el mayor valor epistémico de unas teorías explicativas o refutar otras.

Vivimos ?argumentan? en una realidad posfactual. Apelar a datos relevantes para validar una hipótesis o la pertinencia de una propuesta de cambio social representa propósitos inteligibles solamente en el marco del relato particular que los constituye. La comprensión y alcance de los «hechos» se dirime exclusivamente en el interior de ese marco: son lo que significan en un «encuadre definido por un conjunto de significantes». Se descarta la existencia de procedimientos fiables de contrastación empírica e intersubjetiva que confirmen o desmientan la veracidad de un diagnóstico, un pronóstico, y que nos permitan valorar el mayor o menor realismo de unos programas frente a otros. No hay autoridad epistémica o moral que ayude a justificar la preferencia de un orden legal frente a otro o a legitimar los anclajes institucionales de una comunidad política concreta. Se trata, dicen, de un propósito alimentado por la ilusión de domar el azar y recomponer los fragmentos de una realidad inevitablemente escindida y sin fundamento. Lo que resulta de ese propósito son siempre intentos fallidos de mistificar la condición polémica y maniquea de lo político, que se alza como reflejo amplificado e inevitable de antagonismos irreconciliables.

Esa contraposición no revela meros conflictos de intereses sobre los que pueden alcanzarse acuerdos en forma de compromisos, sino conflictos de identidad, por definición innegociables. Decae, pues, el mito de una sociedad reconciliada, capaz de promover consensos incluyentes y reglas básicas que acepten todos. Esta concepción schmittiana de lo político se contrapone al contractualismo que enarbolaron liberales y socialdemócratas tras la segunda posguerra para levantar el Estado del bienestar en suelo europeo. Su virtualidad, sentencian, está ya agotadaChantal Mouffe, op. cit, pp. 131-133..

Desde esos supuestos, la acción política se configura exclusivamente como recurso estratégico para habérselas con la realidad agónica de lo político. En este «campo de Marte», la acción política se despliega como pugna por la hegemonía de un bando frente a otro o, acudiendo al glosario de Gramsci, como una continua «guerra de posiciones». Mientras unos luchan por mantener el statu quo, otros tratan de imponer una hegemonía alternativa para subvertirlo. La hegemonía se configura como capacidad de un grupo de convertir su proyecto particular en interés general, en un nuevo orden moral y cultural, «la construcción de un nosotros con voluntad de poder, una plebs que exige ser el único populus legítimo».

Marx dirigiendo un congreso

La hegemonía se crea dotando del significado conveniente a determinados nombres (libertad, democracia, patria, derechos, autogobierno), símbolos o figuras como Gramsci, que tienen capacidad de arrastre y cuyo crédito generalizado los hace portadores de una supuesta legitimidad. Operan como «significantes» en tanto que tienen capacidad de producir múltiples significados; pueden cargarse de un sentido u otro de pendiendo de quiénes sean sus receptores. Esta operación de rellenar esos «significantes» de uno u otro significado no procura congruencia epistémica ni moral, sino eficacia a la hora de acoplar «superficies discursivas mutuamente contradictorias». Su refutabilidad es exclusivamente estratégicaErnesto Laclau y Chantal Mouffe, op. cit., pp. 82-83 y 156..

En esta «guerra de posiciones», un movimiento clave es el de configurar el propio bando, identificando al adversario como un outsider integral y constitutivo. El «nosotros» se crea delimitando un «ellos» exterior a la comunidad. Para instituir los bandos, los artífices de la maniobra tratan de apoderarse de las palabras y poner nombre al malestar esencial infligido por los «otros». Deciden así el terreno de la disputa y el modo de teatralizar el antagonismo. Estos movimientos son adecuados si al final se impone el relato propio y se controla la agenda pública. Consolidada esta trinchera discursiva, queda expedito el camino para la conquista del Estado, «fortificación más avanzada» que garantiza el dominio, meta de toda política.

La trampa epistémica

La lucha por la hegemonía se sustancia, así, en una espectacular batalla por la construcción de la realidad utilizando estrategias discursivas. La contienda se convierte en disputa por el sentido, un sentido que no está dado: se construye. Evocando a Wittgenstein, sostienen que los usos y juegos del lenguaje hacen posible nuevas formas de vida. Las estructuras discursivas no son entidades meramente cognoscitivas, sino que tienen capacidad de constituir identidades y órdenes sociales cuya naturaleza es puramente relacional. Su «capacidad articulatoria» es tal que, dando a las palabras un sentido u otro, se construyen una posición u otra, un bando u otro. Y advierten que los elementos de estas prácticas no están determinados por realidades sociales que trasciendan la propia lógica discursiva. Se trata de una articulación contingente y pragmática: depende de quienes sean los receptores, cómo se seleccionen y agrupen y, sobre todo, de cómo se contraponganErnesto Laclau y Chantal Mouffe, op. cit., pp. 100, 120 y 161-162..

También la representación simbólica resulta crucial en la batalla por la hegemonía. La matriz simbólica enlaza los distintos antagonismos constitutivos de lo social, tanto para figurar los puntos de ruptura como los de suturaErnesto Laclau y Chantal Mouffe, op. cit., pp. 152-154.. De ahí que Podemos haya hecho de esta dimensión uno de los ejes principales de su estrategia de comunicación. A juicio de sus dirigentes, nada hay tan expresivo como los cambios simbólicos a la hora de expresar el cierre de una época y la fundación de un nuevo horizonte.

Sobre estos pilares se aúpa la reinterpretación de Gramsci que han publicitado los dirigentes de Podemos. Para ellos, la filosofía de la praxis se sustancia en prácticas discursivas que reescriben metafóricamente las relaciones sociales: promueven otra forma de comprensión de la realidad; mutan las categorías de los «viejos idearios» en referencias sociológicas muy llanas y simples, como la gente y la casta, lo viejo y lo nuevo, los de arriba y los de abajo. Este saber práctico viene a crear un sentido común alternativo y nuevas posiciones de sujetos colectivos, un bloque histórico plebeyo que moviliza, recluta, organiza, dirige y uniforma a la comunidad política; y la dota de una nueva identidad bajo la divisa de la «unidad popular».

Como puede comprobarse, las pretensiones de esta construcción discursiva no son nimias: lo mismo fabrica conjeturas y diagnósticos concretos que una comprensión de lo real con alto grado de generalidad o proyectos enfáticos de transformación social. Pero elude someter sus productos a procedimientos reconocidos y fiables de contrastación que confirmen o desmientan la mayor o menor plausibilidad de aquellos, decreta la indisponibilidad de reglas y mecanismos institucionales que puedan evaluar el rendimiento práctico (político-moral) de sus propuestas programáticas. Ningún criterio gnoseológico y norma moral externos están facultados para limitar la capacidad dispositiva de dicha construcción discursiva.

El ventajismo de estos supuestos es tan evidente como tramposo. Si se aceptan, no hay modo de tasar racionalmente ni teoría ni práctica; no hay sistema de mediación entre las particulares estructuras comprensivas y la percepción ajena. De esta manera, los puntos de vista y las acciones de uno quedan blindados. Los demás estamos inhabilitados para juzgarlos. Ni siquiera en el asunto concreto que ha motivado estas páginas cabe apelar a elementales pautas historiográficas para calibrar si la aproximación populista a la figura histórica de Gramsci es distorsión interpretativa o no. Autoliberados de toda restricción normativa, quedan en pie alegatos irrefutables, dedicados a una guerra de palabras, al manejo de emociones y símbolos al servicio de cualquier intención, empeño o aventura. Se comienza especulando con el poder performativo del lenguaje y se «destituye» a la epistemología anulando su función normativa. A partir de ahí, la retórica sustituye a la moral; las estrategias discursivas, al derecho; y las imágenes, a las palabras.

Configurado así el terreno de juego, los competidores políticos con opciones de éxito serán quienes manejen con más destreza los nuevos patrones de intersubjetividad y sociabilidad, las nuevas formas de comunicación política; quienes sepan explotar las oportunidades que proporcionan la coyuntura y alguna circunstancia crucial del momento; quienes difundan con un estilo atractivo y de modo creíble su propio relato, ocupen el escenario mediático e impongan su «marco lingüístico».

Con estos triunfos en la mano, los nuevos decisores políticos de orientación populista presumen de entender el mundo y alardean de estar cambiándolo. Pero su impotencia para mejorarlo es similar a la de los demás. La sucia realidad permanece igual, o empeora. Lamentablemente, en todos los bandos va imponiéndose el que es, desde Aristóteles, el mal de la democracia: la intemperancia de los demagogos. Sin información política contrastada, sin principio de justicia independiente, sin deliberación sobre la base de buenas razones para actuar en un sentido o en otro, no hay política sino espectáculo, sectarismo y regresión al dogma.

Hegemonía versus pluralismo y democracia

La hegemonía en la concepción de Laclau es polivalente: sirve para obtener el consentimiento, conquistar el Estado, encumbrar al líder y perpetuar el bonapartismo mediático en que desembocan estos procesos. En la intención populista, no en la de Gramsci, la hegemonía es medio y fin, trayecto y destino. Se desdobla en dos dimensiones: «poder hobbesiano», es decir, control del Estado; y, también, recurso de legitimación en tanto que sus estructuras discursivas y simbólicas tratan de conseguir el consentimiento de la gente. Se busca que una multitud haga suyo el relato impuesto por el hegemon, sea por convicción, conveniencia, comportamiento gregario o temor a los costes de disentir. Esta segunda faceta de la hegemonía ha multiplicado su potencial gracias a la comunicación mediática convertida en recurso estratégico de primer orden. Sirve para reproducir la hegemonía vigente o la alternativa que aspire a sustituirlaErnesto Laclau y Chantal Mouffe, op. cit., pp. 120-125.. Claro que un recambio sin violencia o coacción sólo está disponible en nuestras imperfectas democracias, único régimen entre los existentes que tiene más o menos activado el repertorio de derechos y libertades, entre ellos el recurso a la protesta, a la contestación del gobierno, así como expectativas institucionalizadas para reemplazarlo. También los recursos de una democracia liberal pueden convertirse en oportunidades para autodestruirse y mutar en otra cosa. Lo analizó hace mucho tiempo el inolvidable Juan José Linz en su magistral trabajo La quiebra de las democracias.

Toda voluntad hegemónica tiene un sesgo vanguardista. En ella hay siempre, si bien en diversas proporciones, una combinación de paternalismo político y perfeccionismo moral. En el populismo, la conquista del Estado para disponer de su capacidad coactiva es la meta. Su perfeccionismo moral (promoción de un modo de vida buena) es un recurso discursivo, cambiante y circunstancial. Se necesita implantar en la sociedad un relato de «vida buena» creíble, deseable e interiorizado como el verdadero interés, la auténtica subjetividad de un «nosotros», el pueblo. Los contenidos o significados, los adversarios y la contraposición dominante varían a conveniencia; sólo permanece el trajín «deconstructivo y reconstructivo». Esta suma de nominalismo, oportunismo y sobreactuación distrae y suaviza el fondo despótico que todo populismo precisa. La hegemonía como estrategia de imposición reeducadora trata de extender y hacer cada vez más creíble en la opinión pública su «historia» al completo; pero su objetivo es conformar una voluntad colectiva tendente a reducir la heterogeneidad en la convicción de que el gregarismo facilita transformar el relato en imbatible.

Las instituciones se comportan de manera funcional al ejercicio de la hegemonía. De ahí que quienes promueven una hegemonía alternativa busquen desmontar las instituciones existentes

A partir de estas premisas, se comprende que el logro de la hegemonía se anteponga a la construcción institucional. Los principios y las reglas se supeditan al logro de la hegemonía. Para el populismo, las instituciones son algo rudamente instrumental; desconfían de la capacidad de mediación de aquéllas y apuestan por una relación directa entre elite y pueblo. La realidad multiforme de lo social ?argumentan? no puede ser encapsulada en un sistema de mediaciones regladas cuya parsimonia desactiva la energía de lo social, lo desvitaliza. Cualquier entramado institucional resulta de un ejercicio continuado de imposición dominante: expresa el paralelogramo de fuerzas en una coyuntura determinada. En suma, las instituciones se comportan de manera funcional al ejercicio de la hegemonía. De ahí que quienes promueven una hegemonía alternativa busquen desmontar las instituciones existentes (propensión «destituyente») o, al menos, «tunearlas». Escogerán una vía u otra en función de un cálculo estratégico de costes y beneficios.

Desactivado el sentido originario de las institucionesHugh Heclo, Pensar institucionalmente, trad. de Albino Santos, Barcelona, Paidós, 2010., la movilización popular y el plebiscito operan como recursos preferentes de los movimientos populistas. La mentalidad populista ha querido compatibilizar dos modos de entender la participación política, dos modelos organizativos incongruentes entre sí desde el punto de vista de los principios y modi operandi: de un lado, el modelo libertario, al que en su origen trataban de emular los «círculos» de Podemos; y de otro, el modelo vanguardista que practica Iglesias, intérprete aplicado de Lenin a los ojos de Anguita. Sobre esa combinación hay mucho escrito y desde hace tiempo. También se sabe lo que de ahí resulta: caos o vuelta al punto de partida; en todo caso, un líder encumbrado que expresa en su persona la conexión entre vanguardia y base social. En este último escenario, y como remedo de institucionalidad, sólo queda la figura, única e intocable, del líder. Laclau y sus seguidores lo han dejado patente: el populismo encarnado en el discurso del líder unifica las demandas fragmentadas del mundo social; aporta una visibilidad que se convierte en la más poderosa herramienta comunicativa y en catalizador simbólico de articulación. Se constata que lo del liderazgo va en serio y es claro como significante. Otros significantes como el «nosotros», la gente, los de abajo, el «bloque histórico», la democracia, etc. tienen contornos mucho más borrosos e inciertos.

Por lo hasta aquí analizado, se deduce que el pluralismo estorba al ejercicio de una hegemonía que sirve para ahormar y alinear las diversas iniciativas ciudadanas. El diseño hegemónico del proyecto populista estigmatiza la disidencia, síntoma muy expresivo de su desdén por el pluralismo. Aquélla es expresión de lo otro, lo exterior, de un «ellos» dominante frente a un «nosotros» fetén que se configura como pueblo, sujeto colectivo y cuerpo unitario, homogéneo y armonioso. Sobran las instituciones entendidas como recursos disponibles para acomodar las diferencias de una sociedad pluralista, moderar el uso del poder, mantenerlo controlado y repartido gracias a un sistema de reglas. Para los populistas, estas funciones, así como las coaliciones entre partidos diferentes, son una ficción que mistifica una realidad de antagonismos irreductibles; esos dispositivos tratan ilusamente de mediar o lograr acuerdos inclusivos entre intereses inevitablemente contrapuestos y destinados a estar encapsulados en dos grupos compactos, expresivos de un conflicto invencible que polariza a la sociedad.

Hasta anteayer, los ideólogos del nuevo populismo patrio, en comunión con sus mentores, nos daban cuenta de los elementos de verificación de sus hipótesis y referentes empíricos en que se demostraba su rendimiento: «Un estudio prolongado y un aprendizaje sobre el terreno de los procesos latinoamericanos recientes de ruptura popular (y constituyente), conformación de nuevas mayorías nacionalpopulares para el cambio político, acceso al gobierno y guerra de posiciones en el Estado. Procesos en los que intervenciones virtuosas, en momentos de descomposición del orden tradicional, abrían posibilidades inéditas, casi siempre para estupor y malestar de la izquierda. Algunos de los impulsores de la iniciativa hemos reconocido que, sin aquel aprendizaje, Podemos no habría sido posible». Sin embargo, no parece que algunos de esos procesos, ante la evidencia de algunas muy lamentables consecuencias de su aplicación, estén resultando muy edificantes e inciten a emularlos.

A estas alturas, la experiencia y el estudio acumulados sobre toda pretensión hegemónica en el pasado o el presente dejan una lección para no olvidar: esa manera de ahormar las múltiples y complejas determinaciones de lo real acaba siempre ahogando el espacio de la libertad. Sin el reconocimiento del hecho del pluralismo, sin actitudes deferentes con la moral de las instituciones, sin respeto a las reglas acordadas, el poder se hace cada vez más asimétrico y arbitrario, más autoritario y humillante para unos ciudadanos cada vez más vulnerables e inermes, a merced de los que mandan y manipulan.

Toda esta construcción interpretativa que los promotores de este populismo remiten a Antonio Gramsci escenifica una operación tan alambicada como carente de anclaje valioso desde un punto de vista epistémico y moral. Este sofisticado ejercicio discursivo sobre los conceptos del autor de los Cuadernos de la cárcel tiene tales efectos polisémicos que terminan «deconstruyendo» la figura histórica de Grasmci. Resuelven de modo extemporáneo y ajeno a su forma de pensar dilemas tan dramáticamente experimentados por él como los siguientes: entre autonomía moral de las personas y autogobierno colectivo, libertad y socialismo, hegemonía y democracia, complejidad y simplificación, teoría y praxis, razones y emociones. Interpretar a Gramsci desde un prejuicio posmoderno, posfactual y con intención populista supone desconsiderar los supuestos ilustrados de su propuesta de aggiornamento de la tradición marxista, distorsiona el alcance de sus categorías y provoca un maltrato de las ideas de Gramsci hasta hacerlas irreconocibles. Al proceder al vaciado del Grasmci histórico, se obvia cualquier constricción proveniente de sus escritos, intención y contexto. Para el universo conceptual de estos intérpretes, Gramsci opera como uno de sus múltiples «significantes» a instrumentalizar discursiva, emocional y simbólicamente. Se pierde el sentido genuino de su figura y obra, y también se diluye el valor y el alcance de sus propias contradicciones, de su autenticidad.

Ramón Vargas-Machuca Ortega es catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Cádiz. Es autor de El poder moral de la razón. La filosofía de Gramsci (Madrid, Tecnos, 1982) y, con Miguel Ángel Quintanilla, La utopía racional (Madrid, Espasa, 1989).

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