Buscar

NORBERTO BOBBIO – MAURIZIO VIROLI: Diálogo sobre la República

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Con ocasión de la publicación del último libro de Norberto Bobbio, Teoria generale della politica, el conocido filósofo del derecho mantuvo este diálogo, el pasado mes de agosto, con el historiador del pensamiento político, y profesor en la Universidad de Princeton, Maurizio Viroli. Se publica aquí por primera vez el texto íntegro, que se editará en la revista Pensiero Mazziniano a comienzos del próximo año.


MAURIZIO VIROLI. Algunos estudiosos de teoría política sostienen que existe una tradición republicana de pensamiento político distinta tanto de la tradición liberal como de la tradición democrática. Según tales estudiosos –y comparto su juicio– la teoría política republicana se caracteriza en primer lugar por el principio de libertad política. El liberalismo entiende la libertad como ausencia de interferencia; la democracia identifica la libertad «con el poder de darse normas a sí mismos, y de no obedecer otras normas que aquellas dadas a sí mismos» (son palabras tuyas); por su parte, el republicanismo identifica la verdadera libertad con la ausencia de dependencia respecto a la voluntad arbitraria de un hombre o de algunos hombres. Por recurrir a un ejemplo evidente: puede que el esclavo no sufra ni opresión ni interferencia, y, sin embargo, sigue siendo no-libre desde el punto de vista del derecho romano, por cuanto depende de la voluntad arbitraria de un hombre. ¿Piensas que puede hablarse de una teoría y de una tradición política republicana, distinguible tanto de la tradición democrática como de la liberal?

NORBERTO BOBBIO. En mi formación como estudioso de política, no me he encontrado con el republicanismo ni con la república. Conozco poco, o nada, de los teóricos del republicanismo, tus inspiradores. A decir verdad, se ha publicado recientemente una recopilación de escritos míos –alrededor de setecientas páginas–, Teoria generale della politicaAl cuidado de M. Bovero, Turín, Einaudi, 2000., y en el índice –minuciosísimo– no aparece la voz «republicanismo», ni tampoco, y me duele decírtelo, «república». Hace tiempo publiqué un artículo, «Governo delle leggi o governo degli uomini?», donde se traza la historia del problema, partiendo de la contraposición entre Aristóteles, partidario de lo primero, y Platón, a favor de lo segundo. Y esbozo, así, una tipología de los gobiernos más conocidos entre los hombres. La «república» no aparece por ningún sitio.

Como ya te he comentado en otras ocasiones, lo cierto es que para mí, como para la inmensa mayoría de los estudiosos de política y derecho, «república» es el nombre de una forma de gobierno que se contrapone a «monarquía» o «principado», y eso desde nuestro Maquiavelo. Piensa en todas las discusiones habidas, que conoces perfectamente, sobre la comparación entre repúblicas democráticas y repúblicas aristocráticas, y acerca de la superioridad de una u otra, incluso a propósito de Montesquieu, uno de tus autores. Sin embargo, ninguna de las dos se asemeja a la república de los republicanos, como tú mismo reconoces.

La república es una forma ideal de estado, basada en la virtud de los ciudadanos y el amor a la patria. Virtud y amor a la patria eran los ideales de los jacobinos, a los que luego añadieron el terror. En realidad, la república necesita del terror. Recuerda el famoso discurso de Robespierre acerca del terror y la virtud. Por eso, desde mi punto de vista, la república es un estado ideal que no existe en ninguna parte. Se trata de un ideal retórico; por eso me resulta difícil comprender el sentido que tú le das a república y republicanos. Y no hablemos, entonces, de la república italiana.

También se puede usar « res publica» como término genérico para referirse al estado, a cualquier estado. No hay nada de malo en ello: la conocida obra de Bodin, De la République, en su traducción italianaEn la colección de clásicos políticos de UTET., se titula Dello Stato, y se distinguen y describen allí las más diversas formas de gobierno, a saber, las tres clásicas –monarquía, aristocracia, democracia– todas igualmente républiques, o res publicae.


V. A mi modo de ver, el significado más importante de república es el clásico de Cicerón, quien escribe que res publica quiere decir «aquello que pertenece al pueblo ( res publica res populi)», y añade que «no es pueblo cualquier multitud de hombres, reunidos de cualquier manera, sino una sociedad organizada que se fundamenta en el cumplimiento de la justicia y la comunidad de intereses». Esta concepción de la república que, como ves, es muy diferente de la de Bodin, en cuanto que excluye el poder absoluto, aparece también en Rousseau cuando escribe: «Llamo república a cualquier estado regido por leyes, sea cual sea su forma de administración, puesto que sólo entonces el interés público gobierna y la cosa pública existe». Pero dejémonos de definiciones. Quisiera, sobre todo, hacer notar que me sorprende oírte decir que en tu formación como estudioso de política no te has encontrado con el republicanismo ni la república. Me sorprende porque en tu biografía intelectual destaca un autor importante de la familia republicana, Carlo Cattaneo. El mismo Cattaneo que escribe «La libertad es república», y subraya que debe reconocerse a las repúblicas medievales italianas el mérito de haber «hecho llegar hasta el último individuo de la plebe el sentido del derecho y de la dignidad civil», superando con ello incluso a la antigua Atenas, «cuya refinada ciudadanía se apoyaba sobre el sustrato de la esclavitud»C. Cattaneo La città considerata come principio ideale delle istorie italiane, en OpereScelte, al cuidado de D. Castelnuovo Frigessi, Turín, Einaudi, 1972, vl. IV, p. 123..

B. Sí, pero no he visto a Cattaneo a través del concepto de república; lo he hecho a través del federalismo, concepto por el que ha pasado a la historia. Se trata de la concepción federalista de la república, contrapuesta a la unitaria de Mazzini; la concepción de la república como federación de repúblicas en miniatura, que según Mazzini era un horror, un retroceso hacia lo que había sido la Italia comunal, la que gusta a nuestro Bossi, la Italia del Carrocio. No he visto a Cattaneo como escritor político republicano. Con franqueza, he de reconocerte que el concepto de república me entra tan difícilmente en la cabeza, ocupa un lugar de tan escasa relevancia en mi sistema conceptual, que para mí Cattaneo es el federalista del Risorgimento, que luego extiende el federalismo a Europa, y no el republicano.

V. De acuerdo. Pero si hacemos entrar a Cattaneo en el cuadro de nuestra discusión, deberíamos reconocer que aparecen aquí, cuando menos, dos versiones del republicanismo, la unitaria y la federalista.

B. Estoy de acuerdo. Pero me parece que la república de los republicanos, y también la tuya, consiste en una forma de estado ideal, un «modelo moral», tal como se llamó a la república de Montesquieu que influyó sobre los revolucionarios franceses: un estado ideal que no existe en ningún lugar, y existe sólo literariamente en los escritores que citas, por lo demás, tan dispares entre sí que resulta difícil relacionarlos mediante un trazo unitario consistente, de Tito Livio a Mazzini y Cattaneo, pasando por no sé qué montón de escritores medievales y modernos. Entre ellos se cuentan escritores propiamente políticos e historiadores que, como el mismo Maquiavelo, han escrito comentarios acerca de la historia de Roma, en tanto que historia ejemplar. El estado tal y como debería ser, y no como es. Sueños de futuro o nostalgia del pasado.

V. Te lo concedo. Y, admitido que la república de los republicanos sea un ideal moral, ¿no se trataría, entonces, de un ideal moral y político importante en un momento como el presente –tan pobre en ideales políticos capaces de sostener el compromiso civil–, y un punto de referencia para la acción política?

B. Es la misma discusión que tú y yo hemos sostenido varias veces a propósito de tu libro Dalla politica alla ragion di StatoRoma, Donzelli, 1994.. En política soy un realista. Para mí, hablar de política implica mantener una mirada realista sobre la historia. La política, sea la monárquica o la republicana, es lucha por el poder. Hablar de ideales, como tú haces, significa para mí mantener un discurso retórico. Incluso cuando tus muy célebres escritores hablaban de república, lo que de hecho sucedía en el mundo era política, como siempre ha sido, de los griegos en adelante. Puedo entender la política como lucha por el poder. Si por el contrario me hablas de una política que tiene por meta la república basada en la virtud de los ciudadanos, me pregunto qué es eso de virtud de los ciudadanos. ¡Explícame dónde puede encontrarse un estado que se rija por la virtud de los ciudadanos, un estado que no recurra a la fuerza! La definición de Estado más recurrente es aquella según la cual éste detenta el monopolio de la fuerza legítima, fuerza necesaria porque la mayoría de los ciudadanos no son virtuosos, sino viciosos. Por eso el estado necesita de la fuerza; esta es mi concepción de la política. Es una categoría de la política diferente de la que considera que se puede hablar de estados fundados sobre la virtud de los ciudadanos. Ya te lo he dicho, la virtud era el ideal jacobino. La razón de que existan estados, incluyendo aquí las repúblicas, es poner freno a los ciudadanos viciosos, que son mayoría. Ningún estado real se rige por la virtud de sus ciudadanos, sino que se regula mediante una constitución, escrita o no, que establece reglas de conducta, precisamente porque se presupone que los ciudadanos no son, por lo general, virtuosos.

V. En qué consiste la virtud civil, y por qué razón es necesaria en la república, es algo que tú mismo explicas, cuando dices que la razón de la existencia del estado es «poner freno a los ciudadanos viciosos». Precisamente porque el fin principal del estado es tener a raya a los arrogantes, a los ambiciosos y viciosos, se hace necesario que los ciudadanos sepan y quieran «tenere le mani sopra la libertà», mantener la libertad en sus manos, como escribía Cattaneo citando a Maquiavelo.

B. ¡También yo he citado multitud de veces ese pasaje de Maquiavelo!La cita de Maquiavelo, en Discursus florentinarum rerum post mortem iunioris LaurentiiMedices, en Opere, al cuidado de C. Vivanti, Turín, Einaudi-Gallimard, 1997, p. 745.

V. Precisamente de ti lo he aprendido. Ese pasaje viene a decir que, para tener a raya a quienes tienen las manos largas, hace falta, además de buenas leyes, la virtud civil de los ciudadanos. Mis republicanos y tus maestros concuerdan en este punto: Maquiavelo y Cattaneo confluyen aquí. Si no hay ciudadanos dispuestos a mantenerse vigilantes, a comprometerse, capaces de resistir a los arrogantes y de servir al bien público, la república fenece, se convierte en el espacio en el que algunos dominan y los otros sirven.

B. Lo admito. Yo mismo lo escribí en uno de los primeros artículos publicados tras la Liberación en el periódico del Partito di Azione Giustizia e Libertà. Mantuve que la democracia necesita buenas leyes y buenos hábitos. ¿Y qué otra cosa son buenos hábitos sino lo que tú, con un exceso de retórica, llamas «virtud»?«Istituzioni e Costituzioni democratica», en Giustizia e Libertà. Quotidiano del Partito diAzione, 6 de noviembre, 1945; ahora reproducido en Tra due repubbliche, Roma, Donzelli, 1996, pp. 31-33..

V. Cierto, para mí la virtud civil no consiste en la voluntad de inmolación por la patria. Se trata de una virtud civil para hombres y mujeres que desean vivir con dignidad y que, puesto que saben que no cabe vida digna en una comunidad corrupta, hacen lo que pueden, cuando pueden, para servir a la libertad común: desarrollan su profesión a conciencia, sin tratar de obtener ventajas ilegítimas ni aprovecharse de la necesidad o debilidad de los otros; viven la vida familiar sobre una base de respeto recíproco, de modo que su casa se parece más a una pequeña república que a una monarquía o a una congregación de extraños reunidos por el interés o la televisión; asumen sus deberes cívicos sin asomo de docilidad; son capaces de movilizarse para impedir que se apruebe una ley injusta o para forzar que quien gobierna afronte los problemas ateniéndose al interés común; participan en asociaciones varias (profesionales, deportivas, culturales, políticas y religiosas); prestan atención a las vicisitudes de la política nacional e internacional; quieren comprender, negándose al seguidismo o al adoctrinamiento; desean, en fin, conocer y discutir la historia de la república y reflexionar sobre la memoria histórica. Para algunos, la motivación que está detrás del compromiso proviene de un cierto sentido moral, y más en concreto, del rechazo de la prevaricación, la discriminación, la corrupción, la arrogancia y la vulgaridad; en otros, prevalece un deseo estético de decencia y decoro; y a otros les mueven intereses legítimos: desean calles seguras, parques acogedores, plazas bien conservadas, monumentos respetados, escuelas serias y verdaderos hospitales; otros, en fin, se comprometen porque buscan reconocimiento y aspiran a honores públicos, sentarse en la mesa de la presidencia, hablar en público y ocupar la primera fila en las ceremonias. En muchos casos, todos estos motivos actúan a la vez, reforzándose entre sí. No es una virtud civil imposible. Cualquiera de nosotros podría citar el nombre de muchas personas que responden a esta descripción del ciudadano dotado de sentido de la responsabilidad civil, y que sólo han hecho el bien a la comunidad y a sí mismos.

B. Estoy de acuerdo en eso. Hablar de virtud civil es importante para salir al paso de la indiferencia y apatía política que hoy dominan en nuestro país (por razones, por lo demás, comprensibles, que no viene al caso apuntar aquí). En aquellos tiempos, tras la Liberación, había entusiasmo y deseo de participar, como reacción a la imposibilidad de participación impuesta por el fascismo. Cada uno debe contribuir con lo suyo. Se requieren buenas costumbres y la virtud de los ciudadanos. Lo reconozco.

V. Exacto: virtud civil junto con buenas leyes. Este es el auténtico significado del ideal republicano del amor a la Patria.

B. Cuidado con lo del amor a la Patria. Piensa en la expresión «dulce et decorum est pro patria mori», tantas veces repetida e inscrita en las fachadas de los edificios públicos. También el fascismo hablaba de Patria, afirmaba que era necesario defender la Patria, que hacía falta dar la vida por la Patria. La palabra Patria se presta al engaño por parte de aquellos que tienen el poder. Sí, ciertamente esa expresión es republicana, pero, piensa: ¿quién se beneficia de una expresión de este tipo? ¿Quién pronuncia estas palabras? Muy a menudo, tiranos y tiranuelos.

V. Tienes razón. Es más: de esa expresión, la palabra que encuentro más falsa es «dulce». No entiendo cómo morir, incluso morir por la patria, puede ser descrito como «dulce». Se puede describir como «necesario», o «glorioso», o «heroico», pero «dulce»…

B. «Dulce» es un elemento más de consuelo. Como decir que quien muere joven place a los dioses. Se trata también aquí de retórica consoladora.

V. Hablaremos luego de retórica. Continuemos ahora con la cuestión del patriotismo. Tú te proclamas europeo y ciudadano del mundo, y eres piamontés como el que más; yo me proclamo patriota, vivo buena parte del año en el extranjero y voy de aquí para allá como una peonza. ¿No te parece irónico?

B. He sido siempre un provinciano, debo reconocerlo. ¿Sabes cómo llaman a los turineses? Bogianen, lo cual quiere decir que no se mueven, que permanecen siempre en su agujero. Es lo contrario del vagabundo. Yo soy un bogianen, tú un vagabundo.

V. Volvamos al patriotismo. En Socialismo Liberale Carlo Roselli subrayaba que el empeño de los socialistas en ignorar «los más altos valores de la vida nacional» era un grave error en el terreno político y de las ideas. Incluso si lo hacían para «combatir formas primitivas o degeneradas o interesadas de adhesión al país», su política terminaba «haciendo el juego a otras corrientes que basaban su fortuna en el aprovechamiento del mito nacional»Socialismo Liberale. Turín, Einaudi, 1979, p. 135.. Para Roselli, los socialistas no habían comprendido que el «sentimiento de nacionalidad» no es una construcción artificial, sino una auténtica pasión humana, particularmente intensa entre aquellos pueblos que han conquistado tarde su independencia. En lugar de intentar sustituir el sentimiento nacional por el internacionalismo, los socialistas deberían esforzarse en purificar el sentimiento nacional de toda confusión con el culto al estado, con el nacionalismo y con cualquier mito de primacía nacional, para transformarlo en una fuerza política constructiva, favorecedora de la unidad europeaC. Roselli, «La lezione della Sarre», en sus Scritti dell'esilio, Turín, Einaudi, 1992, vol. II, p. 96; y «Discussione sul Risorgimento», ibid., pp. 154-155.. Roselli trazaba una demarcación neta entre patriotismo y nacionalismo. Identificaba el primero con los ideales de libertad basados en el respeto hacia los derechos de los restantes pueblos; y el segundo, con la política expansionista de los regímenes reaccionarios«Irredentismo slavo», ibid., pp. 46-49.. Ambos se remiten al sentimiento nacional, ambos suscitan pasiones fuertes, pero precisamente por esto deben usarse el uno contra el otro. En vez de condenar por prejuicio el sentimiento nacional, los antifascistas, subrayaba Roselli, deberían poner el patriotismo en el centro de su programa político. La revolución antifascista, escribía, «es un deber patriótico»«Opposizione d'attaco», ibid., p. 233.. Para apropiarse del patriotismo a su manera, el antifascismo necesitaría una idea de patria totalmente distinta de la utilizada por los demagogos del fascismo. Nuestra patria, escribe, «no se mide con fronteras y cañones, sino que coincide con nuestro mundo moral, y con la patria de todos los hombres libres»«Fronte verso Italia», ibid., p. 4.. Es un valor que cabe emparejar perfectamente con otros valores del antifascismo: la dignidad del hombre, la libertad, la justicia, la cultura y el trabajo. Los fascistas exaltan la nación, Italia; también los antifascistas deben presentarse como defensores de la nación y la italianidad, pero su nación debe ser la nación libre que se abre a Europa y al mundo, y su Italia debe incluir la mejor Italia, la Italia de Mazzini, de Garibaldi, de Pisacane; la Italia de los italianos civiles, de los campesinos, trabajadores e intelectuales que han sabido conservar la propia dignidad. La lealtad de los antifascistas debe encaminarse hacia esta Italia, sin que les asuste la acusación de ser traidores: «podemos vanagloriarnos de ser traidores conscientes a la patria fascista porque nos sentimos fieles a una patria muy otra»«Realismo», ibid., p. 341..

B. La patria es el lugar donde has nacido, donde has vivido, donde te has formado. Decir que un estado no republicano, un estado despótico, no es tu patria, es un argumento retórico. Durante el fascismo, ¿era Italia tu patria, o no lo era? Muchos han afirmado que no reconocían ya su patria en la Italia fascista. Si lees los diarios de Pietro Calamandrei, verás que afirma muchas veces que el fascismo le ha arrebatado la idea de patria.

V. Pero ¿has caído en la cuenta de por qué Calamandrei escribe que el fascismo le ha arrebatado la idea de patria? Puede decirlo porque para él la patria no es el lugar donde se nace, del que nadie puede despojarte, sino la ciudad en la que todos pueden vivir libres y sin sentirse extranjeros. Por lo demás, en tus escritos aparece multitud de veces la idea de ser extranjero en la propia patria, incluso en más de una ocasión has afirmado que te avergonzabas de ser italiano. Evidentemente, no basta el hecho de haber nacido en un determinado lugar para sentir ese lugar como la patria.

B. Tienes razón: existe un ideal de patria que no coincide con el territorio.

V. Los romanos usaban, por lo demás, dos términos distintos: patria y natio. Patria indica la res publica, a saber, la constitución política, las leyes y el modo de vida que deriva de todo ello (y, por ende, también es una cultura); natio indica el lugar nativo y lo que se relaciona con el lugar, como la etnia y la lengua.

B. Sí, puedo admitirlo. Por lo demás, Dante, al principio de la Divina Comedia, afirma ser «Florentina natione, non moribus». También yo he dicho que soy italiano de nación, no de costumbres. Me considero anti-italiano en el sentido de que me siento diferente de la masa de los italianos. Existe el anti-italiano y existe el archi-italiano. Los fascistas eran archi-italianos; por contra, los antifascistas no se consideraban italianos de la misma manera. Los fascistas eran la otra Italia. Recuerdo la famosa frase de Gobetti: «No me he dado cuenta hasta hoy de que Gentile pertenece a la otra Italia». A partir de este concepto de las dos Italias se podría desarrollar también la distinción entre patria y nación.

V. Quizás podría ayudarnos volver una vez más a Cattaneo, que opinaba –y no le faltaba razón– que la propia historia italiana, en sus aspectos más vitales, apuntaba hacia la república federal: «Es este un rasgo propio de nuestra nación, que el espíritu republicano se encuentra por doquier […] y parece que, fuera de esta forma de gobierno, nuestra nación no supiera realizar grandes cosas»Scritti politici de epistolario, al cuidado de G. Rosa y J. W. Mario, Florencia, Barbera, 1894, vol. y, p. 263.. Creo que esta afirmación hace patente que siempre ha existido una Italia que se inspira en principios civiles, junto a la Italia que yo llamo de los arrogantes y de los serviles, la Italia de los que admiran a los fuertes, de los siempre dispuestos a servir a los poderosos, de quienes dominan la adulación con maestría, contrapuesta a la Italia de la que habla Cattaneo. Una y otra son parte de nuestra historia y de nuestro presente.

B. Tienes razón. Ante la insistencia de Gian Enrico Rusconi sobre el concepto de nación, dije que este concepto es muy equívoco pero no lo contrapuse al concepto de patria. Dije que si dirigimos la mirada a la historia existen muchas Italias. Está la Italia de los cultos y la de los pobres diablos; la Italia de la liga de fútbol, de los que se matan por un partido, y la Italia de los héroes del Risorgimento, de quienes han combatido por la unidad. Está la Italia de los cultos, los cuales se sienten orgullosos de una historia italiana que no es la historia política, ni la historia social, ni la historia religiosa de Italia, sino la historia literaria y artística, la historia de la que forman parte Dante, Petrarca y los grandes pintores del Renacimiento, la historia de quienes, de una u otra manera, han contribuido a la formación de la cultura europea. Esta es mi Italia, la Italia en la cual me reflejo, la Italia por la que me siento orgulloso de ser italiano. Cuando en Trento quisieron testimoniar su fidelidad a Italia, levantaron un monumento a Dante. Es una Italia de elite. La mayoría de la gente no sabe nada de ella. Es la Italia que, a través de los grandes poetas como Leopardi, Foscolo, Manzoni, llega hasta Giuseppe Verdi.

V. ¿Verdi? Me encanta oírtelo decir. Para nosotros los patriotas Verdi es un símbolo

B. La Traviata fue la primera ópera que vi en mi vida, tras la primera guerra mundial, siendo un chiquillo de unos diez u once años, con mis padres. Nunca la he olvidado. Quedé encantado. Recuerdo incluso el apellido del tenor que interpretaba a Alfredo, creo que era Dolci (no recuerdo bien su nombre). Mi predilección por Verdi puede venir del hecho de que fuera precisamente La Traviata la primera ópera a la que asistí. Me la sé de memoria, y me gusta sobre todo el primer acto. Cuando en el segundo acto veo salir al padre Germont con su «Di Provenza il mare e il suol» y, todavía peor, con aquel «Pura siccome un angelo / Iddio mi dé una figlia: / se Alfredo nega riedere / in seno alla famiglia», etc., he de confesarlo, la cosa me fastidia un poco. Pero no puedo olvidar la bellísima, sublime y doliente aria del último acto «Addio, del passato». Son pocas notas. Como aficionado no me lo explico, pero me gustaría que un iniciado me hiciese entender las razones de su extraordinaria fuerza expresiva. Cuando de muchacho comencé a interesarme por la música (por parte materna, pertenezco a una familia de melómanos), tras la primera guerra, hacía furor Wagner y no Verdi. Pero mi amigo y compañero de universidad Massimo Mila, que se convertiría en uno de los más conocidos musicólogos italianos, había escrito, contracorriente, una memoria de licenciatura sobre el melodrama de Giuseppe Verdi, inmediatamente publicada por Laterza en 1933, a instancia de Croce (Mila tenía entonces veintitrés años). El amor hacia el gran compositor formaba parte de nuestra educación sentimental. Desde entonces he considerado a Verdi como una de las más elevadas y nobles expresiones del genio nacional. Párate a pensar: entre el austero y solemne coro del Nabucco, escrito cuando el compositor no tenía todavía treinta años (1842), hasta el canto desesperado de Otelo ante el cadáver de Desdémona (1887), median más de cuarenta años. Y cuántas bellísimas arias de amor, de muerte, de furor, coros y música danzable, en ese casi medio siglo. Me gusta el Don Carlos (1883), la única ópera que he escuchado, hace unos años, en un estreno en la Scala, y que después he vuelto a escuchar, no sé cuantas veces, en CD. Un día, en Buenos Aires, entre amigos que me homenajeaban, alcé la copa y me puse a cantar: «Bevi, Bevi, Bevi… Bevi con me» (Yago, en Otello).

V. Además de Verdi, y de otros grandes artistas y hombres de ciencia del pasado, pienso que también es posible reconocernos en las plazas, en las calles, en los edificios públicos, en los monumentos que en tantas de nuestras ciudades rememoran experiencias de libertad y autogobierno. El Palazzo Vecchio, en Florencia, La Piazza del Campo, en Siena, con su Palazzo Pubblico, los monumentos dedicados a Garibaldi y Mazzini, las pequeñas lápidas que recuerdan a los mártires de la Resistencia, tienen para mí un significado profundo. Me hablan de una Italia fuerte y llena de dignidad.

B. Llevas razón. ¡El Palazzo Pubblico, con el fresco de Lorenzetti sobre El buen gobierno! Viví en Siena dos años. Inspirándome en el fresco de Lorenzetti, escribí un discurso sobre El buen gobierno que presenté a la Accademia dei Lincei el 20 de junio de 1981, en presencia del entonces presidente de la República, Sandro Pertini, a quien considero uno de los escasos representantes del buen gobierno en los años de nuestra primera república. Por lo demás, no tengo que recordarte que Quentin Skinner ha escrito dos artículos sobre las fuentes literarias y figurativas de ese fresco.

V. También en la historia del pensamiento político hay contribuciones fundamentales de pensadores italianos. No me refiero solamente a mi querido Maquiavelo. Piensa, para no salirnos de nuestro tema, en la teoría jurídica y política de la ciudad libre formulada por los juristas y filósofos políticos del siglo XIV . Es cierto que en los siglos XVII y XVIII los centros del pensamiento político se desplazan hacia otros lugares, hacia Inglaterra con Hobbes y Locke; hacia Francia con Montesquieu y los enciclopedistas. Sin embargo, en los siglos precedentes nuestro pensamiento político había formulado la idea moderna de república, entendida como comunidad libre de ciudadanos que viven bajo el gobierno de la ley. Se trata de una tradición intelectual enormemente rica que, sin embargo, no hemos cultivado como se merecería. Se podía y se debía hacer más.

B. Cierto, pero conozco poco de esa tradición, y durante los muchos años que he dedicado a la enseñanza, no he recurrido a esos autores. Mis autores, a excepción de Maquiavelo, no son italianos. He estudiado principalmente a Hobbes, Locke, Kant, Rousseau.

V. ¿Y Cattaneo, y Roselli, sobre los cuales tanto has escrito, no pasaron a formar parte de tus cursos?

B. No han sido eje de mis cursos. No reivindico ninguna unidad en lo que a mi biografía intelectual se refiere. Es cierto, me he ocupado de Hobbes y Cattaneo, pero esto tuvo que ver con determinadas casualidades. Cuando me interesé por Cattaneo, lo hice porque al final del fascismo había que preparar el después: el único autor de la tradición italiana que no había sido enlodado por el fascismo era Cattaneo. El encuentro con Hobbes fue una casualidad: Luigi Firpo acababa de fundar la colección de Clásicos del Pensamiento Político en la UTET, y me pidió que me encargara del De Cive. Hobbes es un autor que me atrae enormemente, a causa de su potencia intelectual, a causa de su estilo.

V. Lo sé, ha sido Hobbes el malvado maestro que te ha inoculado el rechazo hacia la retórica. Es precisamente Hobbes el gran enemigo de la elocuencia entendida como habilidad para persuadir no sólo apelando a la razón, sino también despertando las pasiones.

B. Así es. Basta con remitirse al capítulo sobre las causas de la disolución del estado, donde Hobbes relata el mito de Medea, hechicera que simboliza la elocuencia y que persuade a las hijas de Pelio, el anciano rey de Tessalia, para que despedacen al padre (metáfora de la guerra civil) y lo arrojen al agua hirviendo con la esperanza, loca esperanza, de restituirle el vigor juvenil. Habrás de admitir que es un fragmento de gran belleza.

V. El problema es que por influencia de Hobbes detestas la elocuencia y la retórica. Y sin embargo, tú también has tejido el elogio del filósofo militante. Pero el filósofo militante, además de analizar críticamente conceptos y problemas, debe incitar a los conciudadanos a la acción, irritar, exhortar a la resistencia. Para hacer todas estas cosas debe saber pulsar las pasiones. ¿Y cómo obtener tales resultados si, a la hora de escribir o hablar, no presta también atención a la dimensión persuasiva del discurso?

B. Es cierto. Son los diferentes aspectos del espíritu de una persona. En mí coexisten el realista y el hombre apasionado. Soy realista cuando examino los hechos e intento interpretar los conflictos reales entre los hombres. Y soy también hombre de pasiones. Creo que mi cabeza se la reparten un hombre razonable y un hombre apasionado. Muchas veces he sido el uno o el otro, también quizás de modo contradictorio. No lo sé. Es la pasión la que me hizo comprometerme con la Resistencia durante los últimos años del fascismo y me hizo adherirme a Giustizia e Libertà. Conoces bien el famoso boceto de Guttuso que ocupa un lugar destacado en mi despacho y que recoge una reunión clandestina de Giustizia e Libertà, en 1939, durante el fascismo. Reconozco en mí la presencia del hombre apasionado. Precisamente por eso, durante mis muchos años de dedicación a la enseñanza, siempre he rebajado el tono. No he dejado que mis estudiantes llegaran a saber cuáles eran mis pasiones políticas. He enseñado siempre desde cierta frialdad, desde cierto distanciamiento. Como bien sabes, uno de los autores preferidos en mis cursos ha sido Kelsen, quien huye de todo juicio de valor y construye el sistema jurídico, el derecho, como un sistema normativo que puede ser rellenado con cualquier contenido. La teoría pura del derecho puede ser aplicada tanto a la Unión Soviética como a los Estados Unidos de América, tanto a un sistema totalitario como a uno democrático. Mis lecciones de filosofía del derecho se inspiraban en este esquematismo. De ahí también mi interés hacia la lógica de los predicados normativos, la lógica deóntica que trata de las relaciones puramente formales entre lo prohibido, lo obligatorio y lo permitido.

V. Puedes ver entonces que la dimensión de la pasión, la dimensión de la elocuencia añadida a la razón determina un armonioso equilibrio. Tanto es así que precisamente tu Hobbes, que en el De Cive se muestra tan destructivo respecto a la elocuencia, cierra el Leviathan admitiendo que «sin una elocuencia poderosa, que asegure atención y consenso, la razón sería poco eficaz» («and yet, if there be no powerfull Eloquence, which procureth attention and Consent, the effect of Reason would be little»). El ideal del sabio, entonces, habría de ser la alianza entre razón y elocuencia: el momento del análisis sería también el de la razón; el momento del compromiso el de la elocuencia. Fíjate en el uso que hace Hobbes de la metáfora. Los clásicos de la retórica prescriben el uso de la metáfora como medio poderoso para mover a los hombres. Mediante las metáforas puedes hacer que quien lee o escucha vea los conceptos como imágenes. Cuando Hobbes escribe que los estados se comportan los unos con los otros como gladiadores, consigue que con los ojos de la imaginación se capte el concepto del estado de guerra, y por eso mismo su texto resulta particularmente persuasivo.

B. Cierto, me gusta Hobbes también por el uso que hace de las metáforas. Son multitud. En cierta ocasión me pasó por la cabeza recopilar y estudiar todas sus metáforas. Las hay bellísimas, algunas sacadas del teatro, otras de la óptica. Por lo demás el Leviatán, monstruo devorador de hombres, es una gran metáfora. Hobbes tenía también un espíritu poético, compuso una autobiografía en verso (Vita Carmine Expressa) en la que relata toda su vida en dísticos latinos. Una de las últimas veces que he hablado en público, con ocasión de la inauguración del Congreso Internacional de Filosofía del Derecho, del cual era presidente, conseguí un efecto espectacular al citar un verso de esa biografía, que dice, al final, «et iam iacta est vitae longa fabula mea», «y así termina la dilatada fabula de mi vida». Tenía más de ochenta años. Hobbes era un poeta y, al mismo tiempo, poseía una claridad de pensamiento extraordinaria. Por eso es uno de los pensadores ante los cuales me inclino.

V. Esas metáforas que tanto nos complacen a ambos añaden claridad al discurso.

B. Tienes razón, estoy de acuerdo. Mediante sus metáforas, Hobbes te hace ver sus conceptos de un modo tan claro y penetrante que luego no puedes olvidarlos.

V. Hobbes es también el teórico de la idea de libertad entendida como ausencia de interferencia, la llamada libertad negativa, convertida luego en uno de los principios del pensamiento político liberal. Su concepción de la libertad como ausencia de interferencia le lleva a sostener que los ciudadanos de una república como Lucca no son más libres que los súbditos de un soberano absoluto como pueda ser el sultán de Constantinopla, por cuanto unos y otros están sometidos a leyes. Hobbes olvida que lo que convierte a los ciudadanos de Lucca en más libres que los súbditos de Constantinopla es el hecho de que en Lucca tanto los gobernantes como los ciudadanos están sujetos a leyes civiles y constitucionales, mientras que en Constantinopla el sultán está por encima de la ley, y puede disponer arbitrariamente de la propiedad y de la vida de los súbditos, obligándoles así a vivir en una condición de completa dependencia, y, por ello, de falta de libertad.
Contrariamente a Hobbes, el republicano sostiene que para afirmar de manera real la libertad política, hace falta oponerse tanto a la interferencia y a la constricción en sentido propio, como a la dependencia, porque la condición de dependencia constituye una constricción de la voluntad, y por tanto una violación de la libertad. Esto significa que quien lleva en el corazón la auténtica libertad del individuo no puede no ser liberal, pero no puede ser solamente liberal. Debe estar dispuesto a apoyar proyectos políticos que tengan por meta reducir los poderes arbitrarios que obligan a muchos hombres y mujeres a vivir en condiciones de dependencia.

B. El concepto de independencia resulta claro cuando se refiere a los estados, a los cuales se atribuye la condición de soberanía, entendiendo la soberanía como «potestas superiorem non recognoscens». Y esto incluso si después, con la evolución del sistema internacional, los estados mismos han comenzado a reconocer varias formas de limitación de la propia soberanía para constituir una confederación como es actualmente la ONU. Pero resulta más difícil de comprender en qué consiste la independencia, entendida como «superiorem non recognoscens», si se refiere a los individuos que componen un estado y están sometidos a sus normas. En la tradición iusnaturalística, empezando por Hobbes, los individuos son soberanos sólo en el estado de naturaleza, y por eso son como los estados soberanos del sistema internacional, en continua guerra entre sí. Para salvarse, deben renunciar a la propia independencia, incluso si en las repúblicas ideales siguen conservándola. Cuando afirmas que «quien lleva en el corazón la auténtica libertad del individuo no puede no ser liberal, pero no puede ser solamente liberal», y debe por tanto «estar dispuesto a apoyar proyectos políticos que tengan por meta reducir los poderes arbitrarios que obligan a muchos hombres y mujeres a vivir en condiciones de dependencia», sencillamente no consigo captar bien a qué te refieres.

V. Creo que existe aquí un equívoco que podemos disipar. Cuando hablo de independencia de los individuos, me refiero a ausencia de dependencia respecto a la voluntad arbitraria de otros individuos, no de independencia respecto a las leyes del estado. Considera uno de los ejemplos de Pettit en su libroPh. Pettit, Republicanismo, Barcelona, Paidós, 1998.cuando se refiere a la condición de las mujeres sujetas a la voluntad arbitraria del marido. No se dice que el marido oprima, sino que, si quiere, puede hacerlo. Estar sujeto a la voluntad arbitraria de otro individuo, en otras palabras, no significa estar oprimido; significa que se puede llegar a estar oprimido. Este es, precisamente, como decía, el caso del esclavo que, según el derecho romano, no es tal porque está oprimido sino porque depende de la voluntad arbitraria de su señor. El problema es que la dependencia de la voluntad arbitraria de otros individuos genera miedo. La razón fundamental de la aversión de los republicanos a la dependencia reside en el hecho de que ésta genera miedo ante las personas que detentan poderes arbitrarios; el miedo, a su vez, provoca una falta de ánimo y resolución que favorece comportamientos serviles, fuerza a mantener la mirada baja, a callar o a hablar sólo para adular a los poderosos. La condición de dependencia genera, en suma, un ethos del todo incompatible con la mentalidad del ciudadano, y por esta razón debe ser combatida como el más serio enemigo de la libertad. Lo opuesto a la dependencia para los escritores políticos republicanos no es la libertad del estado de naturaleza, sino la dependencia respecto a leyes no arbitrarias válidas para todos. Tú mismo lo has expuesto en el ensayo «Governo delle leggi o governo degli uomini?»: para Cicerón, la libertad consiste en estar sometidos a las leyes de la república. Te preguntas por qué Cicerón define la libertad de esta manera. Para mí la respuesta es que si la ley se entiende como voluntad no arbitraria que se aplica a todos, entonces la ley te convierte en libre, por cuanto te defiende de la voluntad arbitraria de los otros individuos. Entiendo la independencia de esta manera, no como independencia de la ley.

B. Por tanto se puede hablar de un ciudadano independiente en el interior del estado, si depende sólo de las leyes. Hay una hermosa frase de Aristóteles a propósito de la superioridad del gobierno de la ley sobre el gobierno de los hombres, que dice: «La ley no tiene pasiones». Carece de pasiones en el sentido de que no favorece ni a uno ni a otro, y establece una igualdad entre todos, trata a todos del mismo modo. En cambio Platón afirma lo contrario: cada cual debe ser tratado a su manera. Y bien, reflexionando sobre la independencia, no acierto a distinguir ese tercer significado de libertad distinto tanto de la libertad entendida como ausencia de interferencia (libertad negativa), como de la libertad entendida como autonomía (libertad positiva). No acierto a ver la diferencia entre la libertad entendida como independencia y la libertad entendida como autonomía. La independencia es la capacidad de darse leyes a sí mismos. No quisiera equivocarme, pero en alemán, para traducir la palabra «autonomía», se usa el témino Selbständichkeit, esto es, independencia. Se dice, de hecho, que un estado es independiente y autónomo. Independencia y autonomía me parecen sinónimos. Tendría que pensarlo.

V. Me gustaría que prolongaras tu reflexión sobre la relación entre independencia y autonomía en el caso de los individuos. Me parece que la dependencia o la independencia (piensa en los ejemplos del esclavo, de la esposa o del súbdito de un soberano absoluto) se refieren a una condición jurídica, social o política, mientras que la autonomía se refiere a la voluntad o, si se prefiere recurrir a un término anticuado, al ánimo o al espíritu, y describe la capacidad de gobernarse a sí mismo, de dirigirse a sí mismo. Lo explicaste en un artículo de 1954 donde aclaraste la concepción democrática de la libertad. Ejemplo de persona libre en la acepción democrática –y cito tu artículo– es la persona que posee una voluntad libre: el «no conformista que razona con su propia cabeza, que no demuestra preferencia hacia nadie, que no cede a presiones, lisonjas, ilusiones de hacer carrera», tiene en fin una voluntad libre en el sentido de que se autodetermina. Esta libertad se desmarca de la idea liberal de libertad como licitud (ausencia de impedimento).
La concepción democrática de libertad es diferente de la concepción liberal porque en ésta «se habla de libertad como de algo contrapuesto a ley, a cualquier forma de ley, desde el momento en que toda ley (prohibitiva e imperativa) es restrictiva de libertad», mientras que en la concepción democrática «se habla de libertad dentro del campo de acción de la ley, y ya no se distingue entre acción no regulada o sí regulada por la ley, sino entre la acción regulada por una ley autónoma (o voluntariamente aceptada) y la acción regulada por una ley heterónoma (o aceptada por fuerza)»N. Bobbio, Politica e Cultura (1955) Turín, Einaudi, 1974, pp. 172-174.. De hecho, la independencia y la autonomía caminan casi siempre juntas: la persona que vive en condiciones de independencia jurídica (no es esclavo ni siervo), política (no es súbdita de un soberano absoluto o de un déspota) y social suele ser una persona autónoma. Con todo, pienso que pueden distinguirse tres concepciones de libertad. La primera, liberal, afirma que ser libre significa no estar sometido a interferencia; la segunda, republicana, afirma que ser libre significa (en primer lugar) no ser dependiente de la voluntad arbitraria de otros individuos; la tercera, democrática, afirma que ser libre significa, en primer lugar, poder decidir acerca de las normas que regulan la vida social. ¿Qué piensas al respecto?

B. Pensaré en ello. Por lo demás, el punto que nos separa es mi antirretórica. Que, en realidad, luego yo mismo contradigo en mi propia vida.

V. Siempre te lo he dicho: a diferencia de tantos otros, predicas mal y cosechas bien.

B. ¡Quién sabe!

V. Quizás más que la antirretórica nos separa la cuestión de la moderación. Tú has escrito un elogio de la moderación (cosa bien distinta de la docilidad, de la mansedumbre, de la flexibilidad); yo habría escrito un elogio de la intransigencia.

B. Bien, muy bien. Cuando se tratan temas como estos a menudo se piensa en uno mismo, y yo me considero una persona moderada, a veces hasta en demasía. Nunca he sido una persona intransigente. He transigido demasiadas veces, a lo largo de mi vida. Siempre he tenido amigos que han sido un modelo de intransigencia, como Vittorio Foa que con simplicidad extrema se hizo arrestar, permaneciendo en prisión ocho años; sus cartas desde la cárcel han sido recientemente publicadas por Einaudi… No se lamentaba nunca, y además no aguantaba Le mie prigioni de Silvio Pellico, a quien encontraba demasiado quejumbroso. Gobetti sí que era intransigente, fue un poco el héroe de nuestra generación. Era de una intransigencia absoluta. La palabra «intransigencia» no se apeaba de su vocabulario: no ceder ni un milímetro en su deber de resistir a la dictadura.

V. Pienso también en la intransigencia del estado; en la intransigencia que en la defensa de la justicia debe tener un estado democrático frente a criminales, corruptos y mafiosos. Lo opuesto a la intransigencia es aquí la transigencia, la tendencia a transigir, perdonar, amnistiar, absolver, olvidar. Creo que la intransigencia debe ser un principio fundamental en la república.

B. Cierto. Pero la intransigencia no forma parte del carácter de los italianos. Los intransigentes escasean, son una elite. «¡Si es que no, es que no!», como dice Mazzini. Los intransigentes son aquellas personas que están dispuestas a sacrificar lo suyo por la idea en la que creen. Desde este punto de vista, Gobetti fue un buen ejemplo. El estado italiano no lo es. No tengo tan claro que el estado deba ser tan intransigente como tú sostienes.

V. Cuando hablo de intransigencia me refiero a la intransigencia con los corruptos, los mafiosos y los criminales. Y también con los Saboya. La sabiduría política aconseja intransigencia en la defensa de la norma constitucional. En primer lugar, no hay que fiarse de sus declaraciones de fidelidad a la república: la simulación es una de las artes que reyes y príncipes dominan a la perfección. En segundo lugar, pienso que es peligroso permitir la vuelta de los Saboya en un momento como este, cuando existe una profunda y difusa desafeccción a la república.

B. No estoy del todo de acuerdo con las intervenciones de mi amigo Alessandro Galante Garrone, quien se ha pronunciado de una manera muy clara contra el regreso de los Saboya. Cierto, los Saboya son una dinastía, pero la responsabilidad es siempre personal. Las culpas no pueden transmitirse de generación en generación. Vittorio Emmanuele III murió en el exilio; su hijo Umberto también. ¿El hijo del hijo, qué tiene que ver con esto? Yo no sería tan severo.

V. Acepto tu punto de vista. Con todo, yo no he utilizado, ni pienso hacerlo, el argumento de que, tratándose de una dinastía regia, las culpas de los padres recaen sobre los hijos. Mantengo que, habida cuenta de las condiciones de la Italia actual, con un norte en gran parte desleal donde impera Bossi, ante fenómenos tan evidentes y graves de desafección de los ciudadanos respecto a la república, hacer volver ahora a los Saboya es peligroso.

B. Quizás lo confirma lo sucedido en Turín durante los funerales de Edgardo Sogno, un monárquico declarado; aquello fue una apoteosis.

V. Imagina lo que podría pasar si el descendiente de un rey, por fin de vuelta en la patria, afirmara: «estoy aquí, y preparado para liberaros de la tiranía de la república, que os oprime con impuestos y no os protege».

B. En Piamonte, las antiguas familias monárquicas siguen siéndolo. Parece que estuvieron todos en aquel funeral. No han olvidado. Tú no puedes acordarte, pero Sogno, en los años cincuenta, fundó un grupo semiclandestino, llamado «Pace e Libertà», de sesgo anticomunista, de un anticomunismo que no se limitaba a la famosa conventio ad excludendum, sino que predicaba la eliminación de los comunistas, recurriendo a la violencia llegado el caso. A Sogno le dije una vez que yo no había sido comunista, pero que siempre había pensado que en un estado democrático los comunistas deberían ser combatidos con armas democráticas, buscando hacer de ellos auténticos demócratas, como ha sucedido después en Italia, donde los comunistas siempre han defendido la democracia. El comunismo no se combate mediante golpismo. Galli della Loggia ha vuelto a hablar de los comunistas como estado paralelo. ¿«estado paralelo»? Claro que había en Italia un estado paralelo, pero era el de los servicios secretos dirigidos por ex fascistas.

V. ¿Ves por qué insisto tanto en la intransigencia? Intransigencia quiere decir no perdonar, no olvidar con un exceso de ligereza. La falta de intransigencia crea niños viciados, no ciudadanos libres. Ten en cuenta que la intransigencia es perfectamente coherente con la caridad, un valor que yo aprecio mucho. La auténtica caridad es una fuerza interior que te impulsa a castigar (y a premiar) según la justicia y por el bien público; ni venganza, ni favor. Sin embargo, oigo hablar siempre de perdón, de amnistía, amnesia, indulto y condonación. Creo que hemos olvidado el significado originario de caridad. Deberíamos educar (al menos yo lo hago así con mis estudiantes en Princeton) en la idea de que ser ciudadano requiere también una fuerza interior que te impulsa a exigir que la república se muestre intransigente. Y sin embargo, muy pocas actuaciones judiciales se han llevado hasta el final, contra los responsables de actividades de corrupción, poquísimos culpables han cumplido las penas impuestas.

B. Se han levantado multitud de objeciones, se ha afirmado que los jueces son acosadores. Así es Italia.

V. Pero, ¿dónde se encuentra la raíz de este mal italiano; de esta incapacidad para mantenerse firmes, para ser intransigentes?

B. Tú deberías saberlo, ya que conoces bien la historia de Italia. Es la vieja historia del particularismo de la que hablaba Guicciardini, que la había tomado con el clero. En fin, vete a saber.

V. Pienso que una de las causas radica en una deficiente educación religiosa. Maquiavelo escribía que «abbiamo con la Chiesa e con i preti questo primo obligo di essere diventati sanza religioni e cattivi», «debemos agradecer a la Iglesia y a los curas el habernos convertido en irreligiosos y malos».

B. Sí, en efecto, una mala educación religiosa. Una educación que invita al subterfugio, a la mentira y a la superstición. La religión como superstición, como credulidad. Una cosa es creer y otra muy distinta la credulidad. Una Madonna que llora y todos corren a verla. La religión de la exterioridad, más que de la interioridad.

V. Y sin embargo la dimensión de la interioridad, la religión como interioridad, es importante porque sostiene el sentido del deber. Tú has escrito un libro que se titula L'Età dei Diritti. ¿Complementarías ese libro con un ensayo sobre la necesidad del deber? ¿No te parece que para alcanzar plenamente la edad de los derechos sería necesario el sentido del deber?

B. Ya sabes, la exigencia de derechos nace de la necesidad de defenderse de la prepotencia y de la opresión respecto a todas las formas de poder despótico que hemos conocido a lo largo de nuestra vida. Hemos reivindicado derechos en oposición al despotismo que exige de los súbditos sólo deberes y no reconoce derechos. Sólo deberes, ningún derecho. Nuestra exigencia consistió en rebelarnos ante el «creer, obedecer, combatir». La fe ciega en el poder, en la autoridad. «Eres un gusano. No tienes ningún derecho. El estado lo es todo. Simplemente estás llamado a servir al estado». La filosofía de Gentile, que llevaba hasta sus consecuencias extremas la teoría del estado de Hegel, sostiene la tesis del estado ético, que en cuanto tal es superior a los individuos.

V. Comprendo tu razonamiento. Pero si tomamos los derechos en serio, debemos también tomar en serio los deberes: el deber de defender la libertad común, el deber de respetar los derechos de los otros individuos. Quizás nosotros, los laicos, hemos hablado demasiado poco de deberes y demasiado de derechos.

B. Sí, tienes razón, demasiado poco. Si me quedaran todavía algunos años de vida –y creo que no– me tentaría escribir L'Età dei doveri. Recientemente, y por iniciativa de la UNESCO, se ha elaborado una Carta de Deberes y Responsabilidades de los Estados, para complementar la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Un amigo mío italiano, un embajador, ha hecho que me interesara en esta iniciativa, remitiéndome un borrador de esta Carta para que la comentara. Y en efecto, he escrito un comentario en el que subrayaba que no existen derechos sin los correspondientes deberes. Precisamente por eso, si la Declaración de Derechos del Hombre no quiere seguir siendo –como tantas veces se ha afirmado– un elenco de piadosos deseos, debe existir una Declaración de Deberes y Responsabilidades de quien debe hacer valer estos derechos. No obstante, la exigencia de quien salía de un período de opresión era la afirmación de los derechos. Por lo demás, la Declaración Universal de Derechos Humanos nace en un contexto similar, tal y como puede verse en su preámbulo, que contiene frases de elevado tono contra el despotismo, como por ejemplo: «Visto que el desconocimiento y desprecio a los derechos humanos ha llevado a cometer actos de barbarie que ofenden a la conciencia de la humanidad…».

V. Si tuvieras que escribir un decálogo de Deberes del Ciudadano, ¿qué deber ocuparía el primer puesto?

B. El deber de respetar a los demás. La superación del egoísmo personal. Aceptar al otro. La tolerancia hacia los demás. El deber fundamental es llegar a ser conscientes de que vivimos entre otros.

V. ¿Y el primer deber que querrías enseñar a los gobernantes?

B. He tenido ocasión, en estos días, de hablar con Giuliano Amato, algunas de cuyas cualidades aprecio, y le he insistido acerca de aquello que se suele llamar, de manera quizás un tanto vaporosa, el sentido de estado, a saber: el deber de perseguir el bien común, y no el bien particular o individual.

V. ¡Ves entonces cómo mi intuición no iba muy desencaminada! Resulta que eres más republicano que yo. La admonición dirigida al gobernante para que tienda al bien común es el principio fundamental del pensamiento político republicano. Está escrito con letras bien grandes en la pintura de Lorenzetti, en la Sala de los Nueve, en Siena, que todos consideramos, no sin razón, una síntesis especialmente feliz de la teoría del autogobierno republicano: «Un ben comun per lor Signor si fanno».

B. La distinción entre buen gobierno y mal gobierno se basa en el principio del bien común. Estados buenos son aquellos donde los gobernantes miran por el bien común. Estados malos, aquellos donde los gobernantes hacen prevalecer el bien propio, o particular, por encima del bien común. Monarca es quien reina sobre todos, quien busca el bien de todos; es un tirano aquel que piensa en el propio interés, o en el interés de los suyos. Sin embargo todo esto resulta un tanto vaporoso. ¿En qué consiste el bien común? ¿Has llegado a preguntarte en qué consiste el bien común? ¿Y el bien de la colectividad? ¿Y el bien de cada uno de los ciudadanos?

V. En mi libro sobre el republicanismoM. Viroli, Repubblicanesimo, Turín, Laterza, 1999.he sostenido que el bien común no es ni el bien (o el interés) de todos, ni un bien (o un interés) que trasciende los intereses particulares, sino el bien de los ciudadanos que desean vivir libres de dependencia personal, y como tal es un bien contrapuesto al bien de quien desea dominar. Me inspiro aquí en Maquiavelo, quien, precisamente porque no creía que el bien común fuese el bien de todos y cada uno, no temía la existencia de conflictos sociales y políticos, siempre y cuando éstos permanecieran en el marco de la vida civil, y daba mucha importancia a la confrontación retórica que tenía lugar en los consejos públicos. Nunca cultivó la idea de una comunidad orgánica, donde los individuos actuarían ateniéndose al bien común; y tampoco se perdió el tiempo fantaseando sobre repúblicas en las que las deliberaciones soberanas se aprobaran unánimemente, gracias a la virtud de los ciudadanos. El bien común, en suma, consiste en el bien de aquellos que quieren vivir en común, sin dominar ni ser dominados. Se trata de un concepto retórico, en el sentido de que no es un criterio que sea demostrable de manera incontrovertible. Por lo demás, en política no existen conceptos de este tipo. En cualquier caso, celebro que hayas exhortado y sigas exhortando a los gobernantes a perseguir el bien común.

B. De acuerdo.

Traducción de Julio Pardos.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

31 '
0

Compartir

También de interés.

El arte invisible